Читать книгу Zahorí 1 El legado - Camila Valenzuela - Страница 5
Cambios
ОглавлениеLos aviones siempre habían sido incómodos para Marina, hija menor de la familia Azancot. La primera vez que subió a uno, cuando apenas tenía cinco años, el miedo y la angustia de no tocar tierra firme se apoderaron de ella y nunca más la abandonaron. Hoy, luego de doce años sin volar, Marina emprendía un nuevo viaje.
La desesperación la invadía lenta pero fuertemente. Cada tres minutos miraba el reloj que sus padres le habían regalado para su último cumpleaños. Quizás así llegaría puntual al colegio. “Poco importa eso ahora”, pensó. “Solo necesito entrar rápido a ese avión para salir pronto de ahí”. Comenzó a dar zancadas de una esquina a otra dentro de la sala llena de asientos grises. Con la vista pegada en el suelo, se preguntó si quizás el color rojo del tapiz no sería un presagio funesto. “No puedo estar pensando estas cosas. Nada malo va a pasar. Lograremos bajarnos todos intactos”. Sus pensamientos se vieron interrumpidos con el sonido de una voz que inundó la sala de espera: “Pasajeros del vuelo 314, por favor pasar a la puerta de embarque número 12”. Su corazón se aceleró y sintió que sus piernas sucumbían ante el pavor de acercarse a ese monstruo con alas. Caminó tambaleante por la manga que desembocaba en la puerta del avión y sintió cómo sus músculos perdían fuerza. Apenas puso un pie dentro de la nave, un intenso olor a plástico la sofocó. Además, hacía un calor impropio para una ciudad como Santiago de Chile en pleno invierno. Inspiró profundo y apuró el paso hacia su asiento. Una azafata, vestida con traje azul y peinada de forma excesivamente prolija, le dio la bienvenida, le deseó un buen viaje y le dijo:
—Si necesita algo, por favor no dude en avisarme —apuntó con su dedo índice el distintivo dorado que tenía en el pecho—. Mi nombre es Susana.
—Gracias... ¿Usted sabe cuánto se demora en partir el avión? —le preguntó intentando contener las ansias de salir corriendo.
—Poquito, como quince minutos.
La azafata le guiñó un ojo y Marina no pudo hacer más que esbozar una sonrisa torcida. Poquito. No entendía cómo quince minutos podrían ser “poquito”.
No llevaba bolso de mano, pues sabía que apenas se podría mover durante el viaje y no quería tener otro estorbo más que ella misma. Además, nunca había sido muy buena para leer, por lo que si no lograba concentrarse cuando estaba detrás de su escritorio, mucho menos lo haría en esos momentos. Se sentó torpemente en el puesto que daba hacia el pasillo, no sin antes cerrar la persiana del asiento contiguo. Lo que menos necesitaba era observar el despegue del avión o, peor aún, ver cómo se iría a pique por culpa de algún mecanismo averiado o por la negligencia del piloto. Se acordó del hundimiento del Titanic y de la escasa cantidad de botes salvavidas que había para toda esa gente. Por lo menos tenían botes, acá con suerte habría mascarillas de oxígeno y dudó que tuvieran paracaídas. Además, aunque hubieran, no tenía ni la menor idea de cómo usar uno. Estaba perdida.
Observó al resto de los pasajeros y vio hombres y mujeres de todas las edades. Ninguno de ellos tenía el rostro deformado de miedo como el suyo. Se encendió una pequeña luz roja y todos comenzaron a ponerse el cinturón de seguridad. Quedaba poco para el despegue. De pronto, el sonido arrollador de las turbinas la sorprendió bruscamente. Lo podía sentir retumbando en sus oídos. Fuerte, cada segundo más fuerte en una justa proporción a su creciente angustia. Su corazón se aceleró aún más y sintió un nudo en el pecho que no la dejaba respirar, como si una piedra le impidiera el paso del oxígeno. El avión comenzó a moverse y sintió que el pánico la consumía. Se impresionó de la agudeza de sus sentidos, no solo por la cercanía con que escuchaba las turbinas, sino porque además podía percibir el roce de las ruedas contra el pavimento conforme la gran mole se movía. Cerró los ojos e intentó llevarse la máxima cantidad posible de aire a los pulmones para ver si con ello lograba tranquilizarse un poco, pero de nada servía. Marina aferró sus manos empapadas al asiento como si eso la pudiese mantener en tierra. Pasados unos segundos, pudo advertir cómo el avión comenzaba a curvarse. A acelerar. A elevarse. Esta vez, el terror la invadió por completo. Sintió que sus órganos se quedaban abajo mientras el resto de su cuerpo subía, su respiración se detuvo como si estuviera bajo el agua. Probablemente, su corazón haría lo mismo. No quería morir arriba de un avión.
—Tranquila —su pensamiento se vio interrumpido por la voz de Magdalena—. Todo va a estar bien.
Le hubiera gustado darle las gracias a su hermana mayor, pero el nerviosismo se la comía por dentro y temía romper en un llanto interminable, como el que había tenido a los cinco años. Así, tuvo que conformarse con devolver una sonrisa en la cual ninguna de las dos creyó. En otra ocasión, Magdalena le habría contado historias sobre los pacientes que atendía en el hospital, todo con el fin de calmarla y distraerla. Sin embargo, sabía que los acontecimientos vividos durante los últimos días habían dejado huellas difíciles de superar y, esta vez, Magdalena no podía hacer más que decir unas cuantas palabras alentadoras y tomarle la mano en señal de apoyo. Por eso y por todo lo demás.
***
El iPod de Marina tenía más de mil canciones y quince listas de reproducción diferentes, sin embargo, en ese momento solo una le serviría para relajarse: los clásicos familiares. Había tenido una infancia feliz, que recordaba con facilidad gracias a la banda sonora que sus padres repetían en una hermosa colección de vinilos. Supertramp, The Beatles, Neil Young, Joan Baez, eran algunos de los artistas que estaban presentes en cada viaje y reunión familiar. Así, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que había subido al avión, pero Let it be la ayudaba a distraerse. Tampoco quería preguntar cuánto faltaba para llegar al que sería su nuevo hogar: Puerto Frío, un pueblo de pocos habitantes y mucha naturaleza, ubicado en el sur de Chile. Ahí, entre bosques y ríos, estaba la antigua casona de su abuela materna, Mercedes Plass. La última vez que la vio fue precisamente para su primer viaje en avión. Recordaba que siempre llevaba consigo un poncho de lana beige y unos aros dorados que se apretaban en sus orejas, dejándolas rojas cuando llegaba el final del día. Recordaba, también, que cuando hacía frío (lo cual era día por medio en el verano y todos los días en invierno) se paseaba por las piezas para repartir tazones de leche con miel. Marina tenía que ir a escondidas a dejarle el tazón a su papá, porque nunca le ha gustado la leche y quería demasiado a su abuela como para decirle en la cara que le producía náuseas. Ahora, ya no sabía siquiera si la reconocería.
—Parece que estás mejor —le dijo con una sonrisa su hermana mayor.
—Sí —respondió sorprendida al percatarse de que, en efecto, había logrado pensar en algo que no fuera el pánico que sentía.
—¿Pensabas en la abuela?
Magdalena siempre había tenido la capacidad de ver a través de las personas. Parecía reunir con facilidad las dos virtudes más características de sus padres: la intuición de Milena y la templanza de Lucas. Cuando era pequeña, Marina veía en su hermana mayor a la bruja buena del Mago de Oz; una compañera que, incluso a pesar de la diferencia de edad, siempre estaba ahí para guiarla, entenderla y, sobre todo, escucharla. La mayoría de las veces no necesitaba hablar mucho con Marina, porque sabía de antemano lo que deseaba o le sucedía. Simplemente se remitía a abrazarla o a dejarla sola según fuera oportuno. El tiempo pasó y ahora, hecha una adolescente, veía en Magdalena a una segunda mamá; una que no le exigía tanto como Milena. Por lo menos hasta unas semanas atrás.
—Me estaba acordando de su leche con miel.
—La que nunca probaste —replicó Magdalena con una sonrisa de complicidad luego de semanas de completa tristeza—. Va a estar todo bien. La abuela siempre fue buena con nosotras, no deberíamos tener problemas con ella, mucho menos ahora.
—Además, Puerto Frío es bonito —dijo Marina, tratando de convencerse de que estaban haciendo lo correcto.
—Eras muy chica la última vez que fuimos. ¿Todavía te acuerdas?
—No recuerdo detalles, pero sí sensaciones, lugares y cosas generales como esos árboles inmensos.
—Sí, es muy lindo el lugar. Vamos a recorrerlo cuando lleguemos, así te acordarás de todo.
Mala idea. Por el momento, no tenía ganas de recordar el pasado. No quería pensar. Solo quería estar quieta en el espacio y quedarse ahí. Inmóvil.
—O mejor no —se retractó su hermana y luego, enmudeció: una vez más, sabía qué era lo adecuado.
Ninguna de las dos volvió a hablar por un buen rato. Marina pensó lo distinto que habría sido el viaje si nada hubiera pasado, aunque probablemente de no haber sucedido, no estaría arriba de ese avión. Estaría en Santiago, en el curso de matemáticas con el profesor Ortúzar, quien en realidad nunca la dejaba estar más de media hora dentro de la sala. “Después de todo, de repente no es tan malo el cambio de vida”, se dijo a sí misma. Podría dejar atrás su fama de estudiante que llegaba siempre tarde y no hacía las tareas, de niña olvidadiza que se quedaba dormida y que la echaban por comer en clases. Podría adquirir el nuevo hábito de levantarse temprano y estudiar, nada mal para alguien que ya estaba en su penúltimo año de colegio.
—Ahora que tendré una pieza para mí sola —le dijo a Magdalena—, me voy a comprar un escritorio. Uno grande, espacioso. Y va a estar siempre ordenado, te lo prometo. Me levantaré temprano y haré todos los trabajos del colegio.
—Ya era hora —interrumpió una voz somnolienta desde el asiento trasero.
Dos brazos se estiraron y un bostezo inundó el ambiente: Manuela, una de las hermanas del medio, había despertado. A su lado seguía durmiendo Matilde, la tercera hija de la familia Azancot. Los ojos verdes de la primera se asomaron entre la ranura de los asientos de adelante donde estaban sentadas sus hermanas.
—¿Cómo están? Imagino que la Marina no ha parado de sufrir —comentó mirando a Magdalena.
—Ya está mejor.
—Qué bueno, porque está grandecita como para tenerles miedo a los aviones.
—No tiene nada que ver una cosa con la otra —le respondió Magdalena con el ceño fruncido—. Tú que estás a punto de egresar de psicología deberías saberlo mejor que nosotras.
—Lo que pasa es que ustedes la siguen viendo como una niñita de dos años. La cuidan demasiado. Déjame decirte que con eso no van a lograr nada.
—¿Y quién le tiró maní al mono?—preguntó irritada Marina.
—Qué horror tu vocabulario. Ojalá la educación fuera gratis en el país, así no gastaríamos plata por nada.
—Sí, también podría tener calidad, así no tendríamos psicólogos como tú atendiendo pacientes.
—Por lo menos tendré un cartón universitario, algo difícil para ti considerando el promedio que tienes en el colegio.
—Ya, paren —interrumpió Magdalena—. No se van a poner a pelear ahora.
Manuela tenía veintidós años, tres menos que Magdalena y dos más que Matilde. Era, sin lugar a dudas, la más introvertida y seria de las cuatro. Acostumbraba a permanecer días completos encerrada en su pieza leyendo y rara vez hablaba más de la cuenta, por lo que nunca se sabía muy bien lo que hacía o pensaba. Tenía una biblioteca enorme en la casa de Santiago, donde su estante cubría una pared completa. Cuando estaba por cumplir quince años y ante su completa negativa a realizar una fiesta como era habitual entre las niñas de su edad, su padre decidió darle en el gusto y construir el mueble con el que siempre había soñado. Una vez terminado, le vendó los ojos y la llevó a su pieza junto con el resto de la familia. Ahí, en una de las paredes, se encontraba un gran armazón café que iba de lado a lado. En la primera corrida estaba la colección completa de los trágicos griegos, los primeros libros con los que comenzó a llenar el estante que, a esas alturas, ya debía estar fijo en una de las piezas de la casona en Puerto Frío. Probablemente allí no alcanzaría a llegar ni a la mitad de la muralla. Manuela sentía un poco de ansiedad al no saber las circunstancias exactas en que habían sido trasladados el estante y sus libros, por lo que su mal genio usual se acrecentaba conforme pasaba el tiempo.
—¿Cuánto llevamos arriba del avión?
—¿No puedes preguntar cuánto llevamos de viaje, Manuela? —gruñó Magdalena al ver que su hermana menor se retorcía en el asiento que daba al pasillo.
—No importa —intervino Marina, cansada de que hablaran de ella como si no estuviera presente—. Ya no queda mucho.
—¿Ves? —dijo Manuela mirando a su hermana mayor.
—¿Y qué pasa con Matilde? —preguntó Marina.
—No sé cómo tuvo fuerzas para salir a bailar —comentó Manuela.
—No las tiene, es su forma de enfrentar las cosas —respondió Magdalena dándose vuelta para observar, preocupada, cómo dormía su otra hermana.
A diferencia de las demás, Matilde parecía no tener ataduras con nadie. De todas sus hermanas, era la que tenía menos diferencia de edad con Marina y, sin embargo, nunca había logrado hablar seriamente con ella. Siempre que se acercaban era para divertirse y, en cada una de esas ocasiones, el propósito se cumplía: las bromas de Matilde eran únicas. Todo en ella lo era: sus modos y gustos, su forma de vestir, la música que escuchaba. Incluso parecía que su manera de hablar era diferente a la del resto de sus hermanas. Hoy, a sus veinte años, se definía a sí misma como un espíritu libre que nunca podría ser encerrado. Era espontánea y alegre, por lo que rara vez tenía inconvenientes con alguien y, en el caso de que los tuviera, se enfrentaba a ellos justificando que el conflicto no era suyo. Simplemente no se hacía problemas con nada. Al parecer, ni siquiera con la muerte.
—Ya es momento de que empiece a enfrentar la vida, sobre todo ahora. Nada justifica que haya salido a bailar después de la semana que tuvimos.
—Yo creo que luego tomará conciencia de lo que pasó. Pronto todas lo haremos —comentó su hermana mayor.
De súbito, el avión se comenzó a mover. La azafata anunció que estaban experimentando una leve turbulencia y que era necesario ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Marina tocó su abdomen para corroborar que la hebilla se mantuviera tan ajustada como al inicio del vuelo, pero eso no la reconfortó.
—Marina, quédate tranquila —le dijo Magdalena tomándole la mano mientras el avión se sacudía de arriba abajo y de un lado para otro—. Es normal que pase esto, la mayoría de los vuelos tienen turbulencias...
—Sí y ninguno se cae —interrumpió Manuela desde atrás.
—No puedo creer que la molestes ahora —comentó Matilde, quien acababa de despertar debido a los movimientos—. ¿Por una vez en tu vida, podrías dejar de ser tan prepotente?
—Ustedes son demasiado sensibles, no he dicho nada terrible.
—Lo que pasa es que te gusta molestar a las personas, vives de eso.
—Te equivocas, tú vivirás siendo una molestia para el resto mientras yo tendré que sanar a gente como tú —le respondió Manuela mirándola con aires de superioridad.
—“Sanar a gente como tú”. ¿Escucharon eso? —preguntó Matilde, burlona.
—Ya, paren —dijo Marina, intentando concentrarse en lo que quería decirles, y no en el miedo que sentía.
Magdalena le aferró más su mano, mientras atrás de ellas todo era silencio. Parecía que los pasajeros se habían sumergido en un sueño profundo, ya que nadie emitía sonido alguno. Esto aumentó el terror que sentía Marina mientras el avión se movía con violencia. Y tan repentinamente como habían comenzado las turbulencias, de la misma forma se acabaron.
—Se terminó —le recalcó Magdalena disminuyendo un poco la presión sobre la mano de Marina.
—Sí —suspiró—. Gracias.
La menor de las hermanas se atrevió a observar las miradas que la rodeaban y advirtió que la mayoría de los pasajeros estaban tiesos y asustados al igual que ella. Incluso Magdalena había palidecido ligeramente.
—Ya no aguanto más estar aquí encerrada, menos si el avión se transforma de nuevo en una batidora —masculló Marina.
—Oye, Marina... date vuelta —comentó Matilde y su hermana menor giró apenas el cuello—. Te pedí que te dieras vuelta, no que me mostraras tu perfil. Dale, atrévete.
—Sí, supérate —agregó Manuela.
Marina se volteó, más por la ironía de Manuela que por la petición de Matilde. Luego, levantó sus cejas en son de pregunta.
—¿Quieres que te cuente cómo era el chiquillo que conocí ayer en la noche? —le preguntó Matilde, picarona.
“El viejo truco de la distracción”, pensó Marina. Si había alguien que sabía cómo desviar la atención hacia temas poco relevantes, esa era Matilde. Entonces, se dio cuenta de que, quizás, esa era su mejor opción para terminar el último trayecto del viaje. Asintió y Matilde se lanzó a hablar. Le contó que sus amigas de la universidad le habían organizado una despedida, así que habían ido a un bar para tomar mojitos y comer quesos. Los mojitos fueron dos, tres, y antes de tomar el cuarto, decidieron ir a bailar a la discoteque más cercana. Primero, bailó con sus amigas; después, bailó sola y, antes de irse, decidió bailar con un tipo que, según ella, la había mirado toda la noche.
—Tenía el pelo oscuro y los ojos negros, y cuando...
—Nadie tiene los ojos negros, Mati —intervino Marina.
—Él sí los tenía negros, totalmente negros y hermosos. De hecho, yo he visto varios hombres con los ojos negros y esos son los mejores.
—Probablemente eran café oscuro, pero bueno, sigue...
—Cuando le pedí que bailara conmigo, justo pusieron esa canción de The Cure que le gusta a la Manuela, In between days...
Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba Manuela, pero ella se limitó a seguir con la vista fija en una de las alas del avión.
—¿Y? —preguntó Marina.
—Y la canción me sacó de onda, así que lo dejé botado en la mitad de la discoteque.
Las dos hermanas menores rieron. Manuela sacó su reproductor del bolsillo del asiento delantero, se puso los audífonos y cerró los ojos. Luego, Magdalena se dio vuelta, miró a Matilde y a Marina, y les dijo:
—Después no se quejen si la Manu las molesta.
—Ya, ella puede sacar de quicio a todo el mundo, yo digo una broma y me queman en el infierno. ¿Dónde quedó la igualdad entre hermanas, me pregunto yo? —contestó Matilde con una risita que le devolvió Marina.
—¿No puedes estar a la altura de las circunstancias, ni siquiera por esta vez?
Matilde no dijo nada. Marina tampoco respondió. Una vez más, su hermana mayor tenía razón. No era el momento para generar divisiones, sino para estar unidas. Magdalena también quedó muda y luego corrió hacia arriba la persiana de la ventana. La había tenido cerrada desde el inicio del viaje para que Marina no tuviera que mirar una de las alas del avión, pero ahora pensaba que estaban llegando y, creyendo que podría reconocer el lugar, la abrió para asegurarse de que fuera así. Curiosamente para un día de invierno en la Región de Los Lagos, el cielo estaba casi totalmente despejado; se podían distinguir un par de nubes, pero más abajo, el bosque se desplegaba a lo largo y ancho de las montañas. En algunos sectores, donde los árboles se alejaban unos de otros, Magdalena observó hilos de agua que se deslizaban entre los cerros y, a medida que el avión avanzaba, algunos de ellos se unían para desembocar finalmente en el mar. “Hemos llegado”, suspiró Magdalena para sus adentros, dándose cuenta de lo entusiasmada que estaba a pesar de todo. En seguida, repitió fuertemente para que sus hermanas pudieran escucharla:
—¡Llegamos!
—¿En serio? —dijo sorprendida Matilde, mientras se arrojaba sobre Manuela para mirar por su ventana—. Se me hizo muy corto el viaje.
—Eso fue porque dormiste todo el camino —comentó Manuela, ofuscada— ¿Puedes salir de encima, por favor?
—Maida, ¿cómo sabes que ya estamos en Puerto Frío? —preguntó Matilde, ignorando por completo el comentario de su hermana—. ¿No deberían avisar que llegamos?
—Te aseguro que lo harán en unos minutos, no me cabe duda de que estamos aquí: el bosque, los ríos, la forma en que van a dar al mar —le contestó Magdalena, sonriendo—. Me acuerdo como si fuera ayer.
—¿Tantas veces lo viste desde arriba?
—No, no muchas, pero nunca se me olvidó. No podría olvidarlo. Hay algo en este lugar...
—Sí, el frío mortal y el olor a pasto mojado durante todo el año.
—¡Manuela! —le gritaron las tres al unísono.
En ese momento se escuchó el anuncio de la azafata señalando que estaban próximos a aterrizar en Puerto Frío.
—¡Tenías razón! —exclamó Marina, aliviada—. Al fin llegamos.
—Sí. Y todo va a estar bien.
“Sí”, pensó Marina, “todo estará bien”. A pesar de que llegaba a un lugar que no visitaba desde hacía más de diez años; a pesar de que toda su vida anterior se había desvanecido frente a sus ojos sin poder hacer nada. Incluso a pesar de la muerte de sus padres.