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Puerto Frío

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Luego de la muerte de sus padres, Manuela había acrecentado su actitud hostil. Por más que Magdalena intentaba hablar con ella, poco y nada conseguía. Todas querían entenderla, pero si desde niñas les había sido difícil hacerlo, ahora era peor. Su gran y único confidente dentro de la familia siempre había sido su padre, ambos tenían una relación muy cercana: si Lucas estaba triste, Manuela era la primera en percibirlo y viceversa. Parecía que solo con él Manuela era capaz de ser ella, de contarle sus problemas e inquietudes. Y así, podían pasar tardes completas tomando café, conversando. Lucas en el sitial del comedor, Manuela en la banqueta escuchando sus historias; Lucas viendo el partido de la Selección Chilena, Manuela gritando a su lado, y los dos comiendo papas fritas. Las hermanas bañándose en el mar con Milena; Lucas y Manuela acostados sobre la toalla leyendo un libro. A veces, incluso, Marina había llegado a pensar que Manuela era más hija de Lucas que todas las demás juntas. Y ahora que Lucas no estaba, Manuela parecía más sola que nunca.

Una vez que bajaron del avión, las cuatro hermanas se sorprendieron ante la vista. Estaban acostumbradas al esmog de Santiago, a los edificios de espejos y a la cordillera lejana y perdida entre las casas del barrio alto y la contaminación. Estaban acostumbradas al cemento devorador, a los árboles escasos, la mayoría devastados por centros comerciales o autopistas. Aquí, sin embargo, el panorama era radicalmente diferente. La vegetación era frondosa y exuberante. Cerros verdosos decoraban el paisaje, el mismo que Magdalena había visto como un juguete desde el aire y que ahora parecía que se les venía encima. La cordillera, a lo lejos, les recordaba su verdadera naturaleza.

—Este lugar es impresionante —comentó Marina. La verdad era que, si bien se acordaba de la casona de su abuela, había olvidado por completo el entorno—.Es como si estuviese detenido en el tiempo. ¿El pueblo es igual?

—No sé cómo estará ahora —contestó Magdalena, recorriendo con la vista los alrededores—. Por lo menos la última vez que vinimos era igual a esto: mucha naturaleza y poca gente.

—Miren —Matilde apuntó a Manuela, quien estaba a unos metros de distancia haciéndoles señas con las manos—. Vamos a ver qué quiere, antes de que empiece a gritar como una loca.

Mientras caminaban en dirección a ella, Marina pensó que, a pesar de las diferencias que tenían y lo particular que eran sus personalidades, para un extraño sería evidente que eran hermanas. El parecido físico las unía, pero también las separaba. El tono pálido de piel, la contextura delgada y los ojos claros era algo que las distinguía de los demás, pero a la vez, cada una tenía atributos diferentes que, para Marina, congeniaban casi mágicamente con sus temperamentos: Magdalena tenía una melena rubia a la altura de los hombros, la cual calzaba de forma perfecta con sus ojos pequeños y celestes, casi blancos. Marina siempre había pensado que su hermana mayor tenía más de ángel que de humano, al igual que su padre. A Manuela, por otro lado, el pelo oscuro le caía liso hasta la cintura como si toda la fuerza de gravedad se acumulara en él, haciendo contraste con sus ojos verdes, pequeños e intensos. Cientos de rizos castaños caracterizaban a Matilde desde niña y le daban una energía única que la hacía parecer más radiante que sus otras hermanas. No obstante, tenía una mirada misteriosa que la mayoría tendía a rehuir. Marina, por último, era sin lugar a dudas la más delgada y frágil de las cuatro. Su cabello era largo con ondas de color ceniza y los ojos azules hacían contraste con el mismo flequillo que le caía sobre la frente desde que era pequeña. Quizás eso le otorgaba una mirada dulce y sumamente transparente. Tal vez por eso a Magdalena siempre le había sido fácil mirar a través de su hermana menor.

—¿Qué te pasa, Manuela? —le preguntó Matilde cuando llegaron al lugar donde estaba su hermana.

—¿Qué me pasa? Me pasa que Mercedes...

—La abuela —corrigió Magdalena.

—Mercedes dijo que vendría a buscarnos y ya debería estar acá. Lo curioso, sin embargo, es que no la veo por ningún lado. El avión ya se fue y nos quedamos solas en medio de la nada. Eso me pasa.

—Estamos en un aeropuerto. Explícame cómo eso puede significar estar “solas en medio de la nada” —agregó Matilde.

—No discutan ahora —intervino Magdalena bruscamente—. La abuela debe estar por llegar.

—No entiendo por qué tanto énfasis en esa palabra... A esta señora no la vemos hace más de diez años; rara vez hablaba con los papás y nunca nos llamó, ni siquiera para un cumpleaños. Es un familiar totalmente ausente al que no le debemos ni cariño ni respeto. El título de abuela no se otorga tan fácilmente.

—Y estoy seguro de que doña Meche hará todo lo posible por ganárselo.

Un hombre ancho y de unos cincuenta años apareció detrás de Manuela. Llevaba una manta de lana café, unos pantalones azul marino y zapatos cargados de tierra. Tenía tez morena y los surcos en su cara eran acompañados por el pelo oscuro que ya mostraba las primeras canas. Al ver las miradas sorprendidas de las hermanas, se limpió rápidamente su mano derecha en el poncho y la estiró hacia Magdalena.

—Mucho gusto, señorita. Mi nombre es Pedro Salas. Soy el capataz de doña Meche, perdón, de doña Mercedes Plass. Ustedes son sus nietas, ¿cierto?

—Sí —respondió Magdalena estrechando su mano—. Mucho gusto. Usted... pensé que ella vendría a buscarnos...

—Ah, no, no... la doña me pidió que viniera yo porque ella no maneja y además no le gusta dejar la casa sola.

—Pero ella me dijo que vendría. Me lo aseguró ayer por teléfono —le dijo Magdalena dejando entrever un asomo de desconfianza.

—Sí, lo que pasa es que creímos que mi hijo se iba a poder quedar en la casa, pero tuvo que ir a hacer un trabajo a Osorno y no vuelve hasta pasadito unos días. Yo traje mi camioneta, ahí caben todas a gusto —contestó mientras señalaba una antigua Chevrolet LUV blanca bañada en barro.

Las tres hermanas miraron a Magdalena como preguntándole si podían confiar en aquel señor que jamás habían visto u oído nombrar.

—Bien —resolvió finalmente la mayor de las Azancot—. ¿Nos vamos entonces?

Manuela dirigió una sonrisa forzada al hombre y tomó a Magdalena del brazo, apartándola unos metros del lugar donde estaban los demás.

—¿Es broma, cierto? —le dijo con palabras ahogadas—. ¡No tenemos idea quién es ese viejo huaso! ¡¿Cómo se te ocurre decirle que nos vamos con él?! Yo no iré a ninguna parte, Magdalena. ¿Me escuchaste? ¡Ni muerta me suben a esa camioneta ordinaria!

—Perfecto —le respondió su hermana mayor luego de observarla unos segundos—, te puedes quedar sola acá, esperando a la abuela.

Manuela se quedó estancada en el mismo lugar mientras sus hermanas se subían a la camioneta. Cuando vio que todas estaban arriba, comenzó a correr, gritándoles para que la esperaran.

***

El viaje desde el aeropuerto al pueblo duró alrededor de una hora y media, pero ninguna de las cuatro hermanas tuvo la oportunidad de aburrirse: el paisaje era hermoso. La naturaleza parecía desbordar la carretera como si quisiera comérsela. Pinos, alerces y robles se elevaban por ambos lados, mientras los pocos terrenos que se libraban de ellos estaban poblados por arbustos y helechos. A pesar del ruido que emitía el motor de la vieja camioneta, se podía escuchar el romper de las olas a lo lejos. Montes pequeños los rodeaban constantemente y, detrás de ellos, la cordillera de los Andes bañada en nieve se erigía imponente.

Cuando llegaron a Puerto Frío, ya había oscurecido y las tres hermanas mayores dormitaban. Solo cuando uno entraba al pueblo las calles estaban pavimentadas. Se notaba que el cemento era reciente, al igual que la costanera. Las casas eran coloridas como si intentaran llamar la atención y a Marina no le extrañó ese hecho: Magdalena le había contado que, en sus inicios, el pueblo había sido un puerto importante para el país, pero que con la construcción de otros como Talcahuano o Valparaíso, Puerto Frío había pasado casi al olvido. A partir de esos momentos, el pueblo pedía a gritos algo de turismo para abastecer la zona. Sin embargo, Puerto Frío se mantenía aislado como reservándose para unos pocos. Marina mantenía sus ojos abiertos para ver si recordaba algo del lugar que conoció cuando tenía cinco años, pero ninguna imagen llegaba a ella, solo sensaciones. Había algo en el mar, en la tierra e incluso en la gente que se encontraba dando vueltas por las calles que hacía de Puerto Frío un lugar especial. Algo que le dio a Marina un extraño sentido de pertenencia, único e indescriptible.

—Qué lástima que ya esté oscuro —comentó desde el asiento trasero de la vieja camioneta—. Quería conocer el pueblo.

—No se preocupe, señorita Marina, la doña me pidió que mañana las trajera por acá para que vieran todo y se ordenaran antes de empezar con sus tareas.

—¿Tareas?

—Por lo que sé, usted aún no termina la escuela.

—Ah, sí —dijo Marina con desánimo y cambió el tema de inmediato—. ¿La casona de la abuela está cerca de acá?

—Como a cuarenta minutos para el interior, en el sector de los ríos, como le llamamos.

—Siempre pensé que solo la Maida le decía así.

—No, no, se llama así. El Sector de Los Ríos es bien bonito, oiga, le va a gustar. Ahí es donde llegaron primero las familias fundadoras del puerto.

—¿Y siguen allí?

Pedro guardó silencio unos segundos y Marina sintió como si este le hubiese dicho algo que no debía.

—Hace tiempo ya que las familias fundadoras se fueron del pueblo. Ahora solo queda una persona en representación de todas ellas, pues: su abuela.

—¿Y por qué se fueron? —Marina sabía que estaba incomodando al ayudante de Mercedes, pero la curiosidad la invadía y le era imposible dejar de hacer preguntas.

—Simplemente se fueron... hace muchos años atrás.

—¿A dónde?

—¡Usted sí que salió buena para la pregunta, oiga! —le contestó Pedro con una sonrisa forzada—. Son cosas antiguas, historias de viejos... la doña de seguro querrá contárselas. Mejor espérese a llegar, no más.

Marina comprendió que el mayordomo no quería seguir hablando y decidió, entonces, que era mejor callar.

El silencio reinaba dentro de la camioneta. Todas dormían a excepción de Marina, quien se daba vueltas en preguntas sin respuesta. ¿Por qué sus padres, la noche anterior a su muerte, parecían haberse despedido de todas sus hijas? ¿Por qué habían estipulado que se fueran a vivir a la casa de un familiar al que no veían hace más de diez años? Marina se sentía en la mitad de la nada, a oscuras y con niebla, sin la capacidad de ver más allá de su propia nariz. Sabía que algo se ocultaba detrás de la serie de eventos ocurridos en los últimos días y pensó que quizás había pistas dejadas mucho tiempo atrás.

La oscuridad ya inundaba Puerto Frío cuando dejaron atrás el pueblo. A lo lejos, Marina pudo observar múltiples luces pequeñas y difuminadas que bordeaban la costa. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al cabo de unos minutos, la camioneta se internó en un empinado camino de ripio, marcado por curvas estrechas y la naturaleza que no daba tregua. Marina no podía ver más allá de las luces del automóvil y a las polillas que chocaban contra el vidrio delantero, aunque, de todas formas, pudo advertir que el sonido del mar se había acallado para dar paso al correr de los ríos.

—¿Cómo puedes manejar con esta oscuridad, Pedro? —comentó Marina rompiendo el silencio.

—Pareciera que hace siglos hago el mismo recorrido, mija.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con mi abuela?

—Veinte años, más o menos...

—Qué raro, no me acuerdo de ti. La última vez que vine, no estabas.

—Es que hubo un tiempo en que dejé de trabajar en la casona —reconoció Pedro con el semblante vacío—. Mi cabro estaba recién nacido y decidí dejar de trabajar para su abuela y así criarlo mejor. Mantener esa casona es duro y no hay nadie más que ayude. Pero bueno, usted sabe: quien se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen.

—¿Y la mamá de tu hijo?

—A cada santo le llega su día, señorita Marina.

Se produjo un silencio largo y Marina notó que, nuevamente, sus preguntas habían incomodado a Pedro. No tuvo tiempo de pedir disculpas o continuar la conversación: el capataz disminuyó la velocidad para cruzar un puente pequeño y angosto, iluminado principalmente por la luna. Luego, se adentró en un camino estrecho rodeado por helechos que colindaba con un portón de hierro forjado, sostenido por dos pilares de ladrillos. Pedro detuvo la camioneta, bajó y abrió una de las puertas de hierro primero; en seguida, la otra y volvió a subir. Pasó la Chevrolet por el umbral y repitió la misma acción, esta vez para cerrar el portón. Una vez más, entró al auto para continuar el camino. Poco a poco, las luces delanteras dejaron entrever la silueta de una gran casona inserta en medio del bosque. Entonces, Marina pegó un codazo a cada lado para despertar a Matilde y a Manuela.

—Llegamos. Maida, despierta.

Pedro detuvo la camioneta frente a la entrada de la casona. Justo en ese momento, las hermanas vieron que una de las puertas principales se abría. Del interior salió corriendo una mujer de pelo blanco con los brazos abiertos.

—¡Bienvenidas a Puerto Frío, queridas! —les gritó.

Zahorí 1 El legado

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