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Ancestros

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“Tenías razón, mamá: el frío del sur es muy distinto al de la ciudad —pensó Marina—, este se impregna en los huesos y no te deja”. Todavía podía sentir la lluvia colándose a través de su piel. Había estado un tiempo largo bajo la tormenta con la esperanza de sacar la sodalita azul de la roca, pero a pesar de todos sus intentos, se mantuvo firmemente adherida como si una vez acoplada ya no pudiese salir de ahí. Un vendaval azotaba sin piedad el claro de bosque y cuando ya no pudo escuchar la voz de Magdalena, su regreso a la casona se hizo impostergable. Encontró a su hermana a mitad de camino y juntas corrieron hasta llegar empapadas al pórtico de entrada. Sin alcanzar a elaborar mayores explicaciones, ambas subieron raudas las escaleras para tomar una ducha caliente y así entrar en calor. Una vez en su pieza, tendió el antes incólume vestido blanco sobre el respaldo de la silla; las gotas de agua que caían al suelo formaron un charco pequeño bajo él. No quiso seguir viendo cuánto había ensuciado el vestido de su madre, así que decidió llevar su pelo hacia delante y la vista al suelo. En seguida tomó el secador y se dejó adormilar por el sonido fuerte y monótono. El aire caliente retumbaba en sus oídos, pero aun así estaba más concentrada que nunca. Lo que sucedía a su alrededor no podía ser verdad y, sin embargo, lo era. Pero ¿qué era, exactamente? Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos.

—Pase, está abierto —contestó mientras apagaba el secador de pelo.

—Con esto entrarás en calor —dijo su abuela, sentándose al borde de la cama y dejando un té con miel sobre el velador.

—Gracias, Meche —respondió Marina mientras tomaba el tazón.

—Estuviste un buen tiempo allá afuera.

—Sí. No sabía dónde estaba y me costaba escuchar la voz de la Maida, porque la lluvia caía muy fuerte.

—Es extraño, ¿no crees? —le preguntó Mercedes con los ojos clavados en los suyos—. No tendría por qué llover así de fuerte, como de la nada.

—Estamos en el sur, Meche. Esas cosas pasan.

—No sabía que conocías tanto el clima de este lugar.

—No lo conozco, pero es invierno así que...

Marina no terminó la oración: su abuela parecía tener un tic nervioso y eso la distraía. Cada cierto tiempo miraba hacia la puerta, como si temiera que, en algún momento, fuese a entrar alguien por ahí. ¿Acaso entendía lo que había ocurrido? ¿Estaría al tanto de algo que ella desconocía y solo esperaba el momento más adecuado para contárselo? Desde la mañana había querido hablar a solas con Mercedes para preguntarle qué era esa sodalita azul y ahora, más que antes, quería averiguar qué significaba ese claro. Llevaba horas aguardando la ocasión perfecta para conversar con ella, pero con la lluvia como cientos de saetas sería imposible salir de la casona. Sus hermanas no irían a ninguna parte, Pedro tampoco; ella y su abuela se quedarían ahí, junto a todos los demás. Las opciones que tenía, por lo tanto, eran dos: cerraba la puerta con llave y resolvía el asunto ahí mismo o seguía a la espera del momento ideal. Como nunca se había caracterizado por su paciencia, cruzó la pieza, cerró el pestillo y, despacio, le preguntó a su abuela:

—¿Qué está pasando?

—Siempre supe que serías la primera en conectarte, Marina. Desde que eras una niña. Lo supe porque, desde que naciste y cada vez que fui a verlos a Santiago, me pedías que los llevara conmigo al bosque.

Marina recordaba eso. Fragmentos, pequeñas escenas difuminadas. Como si tomara una cámara fotográfica, soplara sobre el lente y apretara el obturador. La imagen que tendría sería un recuerdo borroso. Ella queriendo ir al bosque. Ella en el bosque. Ella y el agua del bosque.

—Le rogabas a tus papás que se vinieran a vivir conmigo, les decías que ninguno de ustedes pertenecía a la ciudad. Y eras una niña. Lo supe ahí mismo, Marina. Nunca pude explicarme por qué, pero era como si nunca hubieras estado lejos de tus raíces. Y esto... —dijo levantando las manos y señalando el cielo— esto es una prueba de que estaba en lo cierto: de todas tus hermanas, tú fuiste la primera en conectarte.

Puso todo su peso sobre una pierna. Luego, sobre la otra. Fue hasta uno de los ventanales y lo abrió apenas. Escuchó el zumbido del viento y de alguna manera, eso la tranquilizó. Apoyó su espalda en la ventana y, por fin, se atrevió a hablar.

—No entiendo lo que quieres decir.

—El rayo de luz azul que salió hoy entre los árboles: lo vi.

—¿Lo viste? —preguntó Marina atónita.

—Sí.

—Pero ¿cómo? Mis hermanas no vieron nada, me habrían dicho algo.

—Es necesario creer para ver, es necesario estar conectada.

Marina apenas comprendía de qué hablaba la anciana.

—Lamento ser tan poco clara, mijita, lo cierto es que estoy igual de nerviosa que tú. Me cuesta conversar sobre esto. Es algo que nunca había tenido que hacer. No de esta manera, por lo menos.

—¿De qué hablas, Meche?

—Del poder elemental, Marina.

Marina no dijo nada, se limitó a levantar una ceja, incrédula.

—¿Recuerdas la historia de Melantha MacCárthaigh? —continuó Mercedes y Marina asintió—. Bueno, ella no era cualquier persona, querida. Melantha descendía de un clan muy poderoso. Verás, en un comienzo hubo en Irlanda un clan original, el cual dio inicio a otros cuatro clanes. Dentro de la descendencia de estos cuatro grupos, se encontraba el que llegó a Puerto Frío en el siglo XVIII. Ellos eran nuestros ancestros, Marina. Nuestro clan. Y para nosotros, eso significa descender de un poder inmenso.

—El poder elemental —comentó Marina incrédula y dudosa de que su abuela estuviera lo suficientemente cuerda como para vivir tan lejos del hospital más cercano.

—Nosotras formamos parte de ese poder y, a la vez, sin nosotras, ese poder no existe.

—Claro —afirmó intentando ser lo más convincente posible, aunque sabía que, como su madre, era pésima para mentir.

—¿Piensas que es una locura, cierto?

—No... La verdad, Meche, no sé de qué estás hablando. Acepto que todo lo que pasó hoy en la mañana fue raro, muy raro, pero... no lo tomes a mal... no te conozco.

Marina pudo notar la tristeza en los ojos de su abuela; sabía que sus palabras habían sido duras, pero no encontraba otro modo de rehuir de aquella historia fantástica que Mercedes había inventado.

—Jamás en mi vida escuché a los papás hablar de ese poder, ni de la conexión, ni de los clanes o de Melania...

—Melantha —corrigió Mercedes.

—Eso... Y sé que mis hermanas tampoco lo han hecho porque habría conocido la leyenda.

—No es una leyenda, querida —replicó su abuela obstinada.

Marina se sentó en la cama frente a ella y le tomó la mano con cariño.

—Lo siento, Meche, pero creo que estás... confundida.

Mercedes sonrió y dejó su tazón sobre la mesa.

—Esa es una linda forma para decir que estoy loca, Marina. Creo que deberías ver algo. Sígueme, por favor.

Mercedes se levantó y, antes de abrir la puerta, le dijo:

—Camina despacio y no hables, quizás así logremos que tus hermanas no nos vean.

Marina cerró el ventanal, se quitó las pantuflas para asegurarse de no generar ningún ruido, y luego siguió a su abuela por los pasillos de la casona. Bajaron las escaleras, cruzaron el hall de entrada que tenía empañados los parteluces y llegaron al ala izquierda del primer piso. El corredor principal estaba muy oscuro, por lo que su abuela apretó el interruptor más cercano para iluminar el camino. En seguida, una salita apareció ante los ojos de Marina. Un sofá antiguo con tapiz verde musgo miraba hacia el ventanal húmedo. Frente a este había una mesa angosta de madera con un florero de porcelana y un pequeño candelabro. Una alfombra persa, larga y desgastada por el paso de los años, se desplegaba desde el inicio de la salita hasta algún punto que no podía distinguir debido a la falta de luz. Mercedes sacó una caja de fósforos de la mesa y prendió una de las velas: era evidente que no quería ser vista por nadie, de lo contrario, habría encendido las luces. Tomó el candelabro y guió a Marina por el pasillo. A medida que avanzaban pudo advertir que a esa pequeña estancia le seguía otra y luego otra, siendo el ala izquierda del primer piso una seguidilla de salones separados únicamente por los mismos pilares interiores que sostenían la casona. No obstante, ninguno era igual al anterior; el primero parecía estar destinado a contemplar el jardín; en el segundo había un televisor, dos butacas de un amarillo gastado y, entre ellas, una mesa redonda con dos posavasos. Marina se preguntó si su abuela habría hecho algún cambio en la decoración desde la muerte de Salvador, su marido. Creyó que probablemente permanecía todo igual, ya que en las tres salitas se podía advertir que cada elemento estaba pensado para la rutina de dos personas que hacen su vida juntos. Una gran tristeza la invadió al imaginarse a su abuela sola entre la lluvia y la neblina.

En la siguiente salita, la última de las tres, un sillón color crema ocupaba parte de la muralla y el pasillo; a su lado se encontraba una mesa con cientos de revistas de aspecto amarillento y recogidas en las puntas. Junto a ellas había una radio con casetera de color gris. Eso le recordó que el día estaba perfecto para relajarse escuchando buena música, aunque ella y su abuela no estaban ahí para eso. Súbitamente, Marina recordó por qué estaba caminando por esa continuación de salones. Se dirigían a cierta parte de la casona que ella no conocía y que estaba muy bien oculta: nadie pensaría que tras una sala de entretención a otra podría encontrarse un secreto importante. Pero así era. Al final del corredor, luego de las tres estancias, pudo ver otra puerta de madera.

—¿A dónde vamos, Meche? —le preguntó rompiendo el silencio que se había originado desde la conversación en su pieza.

—A la biblioteca—. Se detuvieron justo frente a la puerta del fondo y Mercedes sacó una llave de hierro—. Necesitas conocer tu historia, Marina.

Su nieta no pudo formular más palabras: la inmensidad de la biblioteca era realmente abrumadora. Parecía como si dos habitaciones grandes hubiesen sido unidas para albergar los cientos de libros ordenados en estantes de madera. Dos escritorios bastante antiguos, pero muy bien cuidados, se encontraban de frente y cada uno tenía una lámpara pequeña. Marina pudo advertir la ausencia completa de polvo, por lo que dedujo que su abuela utilizaba esa sala con frecuencia.

—Esto es impresionante, Meche —comentó su nieta con los ojos cada vez más abiertos.

—Oh no, querida, lo que verás a continuación lo es.

Mercedes le pidió a Marina que se ubicara en uno de los escritorios. Ella obedeció mientras su abuela desaparecía entre los estantes. Después de unos minutos, la anciana trajo consigo un libro negro y lo dejó frente a Marina. El cuero oscuro de su cubierta infundía temor y, al mismo tiempo, respeto. Era un libro antiguo, sin duda. El costado de sus hojas era más ocre que amarillo y la mayoría de sus bordes estaban encrespados. A simple vista, no había ninguna referencia.

—Ábrelo, por favor —le pidió Mercedes.

Marina no se atrevió a decir palabra. Sus manos estaban sudorosas. Antes de dar vuelta la tapa, se limpió las palmas en su chaleco. Luego, inspiró con fuerza y abrió el libro: al interior, en la primera hoja amarillenta, una inscripción escrita de manera prolija con una pluma delgada decía:


Intrigada, decidió dar vuelta otra hoja y seguir:

Año 1770 del día 31 de octubre

Sabbat de Beltane


Esta noche

cuando en la tierra antigua

conmemoraríamos la importancia de nuestros ancestros,

cuando las leyes del espacio y el tiempo

estarían momentáneamente detenidas,

y la barrera entre los que ya no están y los que estamos

se desvanecería de modo temporal en el Sabbat de Samhain,

nos adentramos en un nuevo mundo.

Una nueva tierra que encarna el hielo del hemisferio sur,

pero que gracias al fuego de Beltane,

hoy nos enciende e ilumina.


Atrás

dejamos los infortunios impuestos por un linaje

eternamente bendecido

innumerables veces maldito.


Atrás

encerramos el odio sin piedad de la Oscuridad

y esta noche, comenzamos a dejar registro

de lo que fuimos, somos y seremos sin él.

M.

—Otra M —murmuró Marina, pero no tanto como para que su abuela dejara de escucharla.

—Así es, querida. Melantha lo escribió cuando llegó a Puerto Frío, pero dicen que decidió dejar escrita solo la inicial para que así cualquiera de nosotras pudiera identificarse con sus palabras.

—¿Qué es esto, Meche?

Quizás, todo pudiera ser verdad. Quizás, le creía.

—Esa no es la pregunta que verdaderamente quieres hacer —afirmó su abuela sin desviar la mirada de sus ojos.

Marina enmudeció mientras se perdía en la mirada de Mercedes. De pronto, soltando toda atadura y miedo, le preguntó imperturbable:

—¿Qué somos?

La abuela esbozó una sonrisa antes de responder.

—Elementales, Marina.

Zahorí 1 El legado

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