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Ocultos

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Lo primero que sintió fue el calor de la tierra bajo ella. Luego, la luz fría que viene con los primeros rayos de la mañana. A su lado estaban Gabriel, Vanesa y Emilio. Atrás habían quedado sus hermanas, Luciana y León.

Las nubes, blancas y esponjosas, proyectaban sus sombras fundiéndose con la tierra. A su alrededor, todo era café y rojo, marfil y gris. Un remolino de polvo se formó a lo lejos y vagó de un lado hacia otro, cruzando el desierto sin rumbo alguno.

Eran ellos y la soledad.

—¿Dónde estamos? –preguntó al fin.

—En el desierto de Atacama –contestó Emilio, que miraba a su alrededor como buscando el sendero de vuelta a casa.

—Imagino que su clan está cerca de aquí.

Pudo escuchar la voz de Marina: “Córtala con la desconfianza”.

—Sí –no dijo más, se arrodilló y dejó la palma de su mano sobre la arena; luego, miró a Vanesa–: Estamos seguros, podemos irnos.

Vanesa asintió y se dirigió a los demás:

—Nuestro clan tiene varias reglas; nos ayudan a mantenernos en la clandestinidad. Así que no podemos hacer magia en el sector.

—¿El sector? –preguntó Magdalena.

—Así llamamos al lugar donde vivimos; queda cerca de San Pedro, pero está escondido.

—Y queremos mantenerlo así –agregó Emilio.

—Así que nunca, jamás, se entra o sale del sector con magia.

—Entiendo.

—No queda muy lejos de aquí, en todo caso.

Parecía que cada sonido era amplificado por el desierto, en especial el viento, que se había transformado en un zumbido agudo. Los pies se le hundían en la arena y cientos de piedras pequeñas entraban desesperadas dentro de sus zapatillas. A pesar de sacudirlas más seguido de lo que hubiese querido, se resistían a salir de ahí.

Magdalena miró hacia adelante, aunque apenas, para evitar que le entrara arena a los ojos. Frente a ella iban Vanesa y Emilio; a su lado estaba Gabriel. La imagen de sus hermanas llegó a ella. Estaban divididas, era un hecho. Continuar el plan era todo lo que le quedaba.

De pronto, Vanesa y Emilio se detuvieron justo frente a la entrada de una cueva; Magdalena y Gabriel apuraron el paso.

—¿Dónde estamos? –la pregunta se estaba volviendo recurrente.

—A mitad de camino entre Calama y San Pedro de Atacama –contestó Vanesa.

—Este lugar me suena conocido –dijo mirando a su alrededor.

—Es el Valle de la Luna.

—¿Su lugar secreto está en uno de los sectores más turísticos del país?

—La mayoría de los turistas solo exploran el inicio del camino, lo menos complejo.

—¿Y ustedes? –definitivamente no quería caminar kilómetros por cavernas “complejas”.

—No es tanto. Ya van a ver.

—Necesitamos algo más que eso si quieren que nos metamos ahí dentro.

—Acá en el Valle está la cordillera de la Sal y debajo de ella hay más de dos kilómetros de cavernas, forjadas hace 45 millones de años por el agua –contestó Emilio, y Magdalena creyó reconocer cierta ironía en su tono–. Para llegar al sector es necesario pasar por las cuevas de sal; no les va a pasar nada.

“Ese es el punto”, pensó. ¿Podía confiar realmente en ellos? Estaba separada de sus hermanas, en la mitad del desierto y a punto de meterse al interior de unas cavernas sinuosas: en esos momentos la seguridad era aquello que más le hacía falta.

—Tenemos que movernos –señaló Emilio–; los primeros grupos de turistas siempre llegan en la mañana.

No muy convencida, Magdalena afirmó con la cabeza.

Por Milena y Lucas.

Por Pedro y Damián.

Por sus hermanas.

Por Mercedes.

Se internaron en las cavernas de sal. Emilio llevaba la delantera a un ritmo propio, despreocupado de los demás, mientras que Vanesa, cada cierto tiempo, volteaba para ver cómo iban ella y Gabriel. Por un momento le pareció extraño que Vanesa estuviera con él –tanto más parecido a alguien como Luciana–, pero pronto entendió que sabía tan poco de ellos, que cualquier juicio hecho con anterioridad era un error.

No sabía exactamente cuánto tiempo llevaban caminando. Tal vez, el hecho de subir y bajar por espacios tan reducidos hizo que la caminata se le hiciera más larga de lo que era. El sendero era demasiado estrecho e incluso, a ratos, muy pequeño para su altura. Las cavernas se bifurcaban, se expandían y encogían de un paso a otro; tenían vida propia. Una extraña sensación de irrealidad la embargó, como si fuera imposible que existiera un lugar así o, más aún, que ella estuviera en un lugar como ese. Recordó los años junto a Cayla, cuando haciéndose pasar por Matilde, les contaba sus aventuras de verano, sus viajes por parajes insólitos, lugares recónditos que Magdalena con suerte era capaz de imaginar. Qué lejanos le parecían ahora todos esos recuerdos. Más de otra vida que de la propia.

De pronto, a mitad de camino, Vanesa se detuvo justo detrás de Emilio. Magdalena y Gabriel quedaron quietos esperando a que alguno de los dos dijera algo. Pero no lo hicieron. La elemental de fuego puso su mano sobre la pared rocosa y recitó unas palabras en irlandés, que solo Manuela habría logrado reconocer.

—¿Qué pasa? ¿Por qué paramos? –dijo, no tanto por curiosidad, sino más por la sensación de ahogo.

—Pasa que llegamos –contestó Emilio.

Lo miró con extrañeza, al mismo tiempo que se preguntaba adónde habían llegado exactamente, si lo único que les rodeaban eran las rocas de sal. Emilio sonrió con suficiencia, como si fuera gracioso que estuvieran ahí dentro y ni ella ni Gabriel supieran qué pasaba.

Vanesa terminó de recitar, apartó la mano de la roca y en seguida, un sonido grave se produjo desde el interior de la caverna.

Parecía un temblor, pero no lo era.

Parecía un derrumbe, tampoco lo era.

Una enorme porción de piedra –la misma que segundos antes había estado inmóvil bajo la mano de Vanesa– comenzó a moverse. La roca se deslizó hacia la izquierda y, poco a poco, los rayos del sol entraron en la cueva. Magdalena cubrió los ojos con su antebrazo mientras la luz y el sonido casi llegaban a su fin. Cuando el silencio volvió, miró más allá del portal abierto. Entonces, abrió la boca y dejó entrar todo el asombro: más allá, escondidos tras las rocas de sal, vivían las hijas e hijos del fuego perdido.

Magdalena cruzó el umbral dejando atrás las cuevas, el paso decisivo. Una vez que todos estuvieron del otro lado, Vanesa recitó las palabras y el muro de piedra volvió a deslizarse hasta quedar completamente sellado. “Síganme”, les dijo, y luego los guio entre la comunidad mientras Emilio alzaba la mano para saludar a la gente. Si hace poco rato Magdalena aún desconfiaba de ellos, ahora no le cabía duda de que decían la verdad: las miradas de temor e inseguridad con que la observaban a ella y a Gabriel no le dejaron cabida para otra historia.

En medio de una zona desértica, el clan había construido trece domos alrededor de un fogón central, tal como en la antigua tradición celta. Hacia su izquierda se encontraba otra construcción de forma circular, aunque bastante más grande que las otras, que no supo reconocer. En total, no debían ser más de setenta personas. Había niños y niñas, mujeres y hombres, ancianos y ancianas. De algún modo habían logrado sobrevivir lo suficiente como para alcanzar ese número que, si bien no era mucho, al menos era más de lo que quedaba de su propio clan. La preocupación aumentó: aun con el fuego y el agua unidos, seguían siendo pocos para los oscuros.

Llegaron al centro del sector y Magdalena, todavía con la mirada recorriendo su alrededor, escuchó la voz de Vanesa: “Espérenme aquí”.

—¿Adónde va? –le preguntó a Emilio.

—A buscar a Ester, nuestra matriarca.

—¡Emilio, Emilio! –gritó una niña de unos doce años, que se acercaba corriendo hacia él.

Como todos los demás, se veía demasiado delgada. Su piel, teñida por el sol, mostraba los rasgos de sus antepasados irlandeses, aunque de forma remota.

—¡Buena, loca! –gritó él, dándole un abrazo con una sonrisa amplia; algo del antiguo Emilio se asomó en ese gesto.

Quizás, después de todo, lo que había alcanzado a conocer de él no era completamente una fachada.

—¿Qué me contái? ¿Me echaste de menos?

—Sí po, cachái que ahora mi mamá me deja ver cómo entrenan los guardianes.

Emilio extendió la palma de su mano y ella la chocó con la suya.

—Bien hecho, loquita. Pronto serás una de los nuestros, entonces.

—Sí –dijo orgullosa con el pecho abierto–: una guardiana.

—Suena bien, ¿verdad?

Ella asintió con una sonrisa.

—Oye, ¿y mi hermana?

—Nos tuvimos que separar y ella se quedó con el otro grupo –contestó Emilio, sin dudas ni inquietudes en su rostro.

Entonces, Magdalena entendió: era Irene, la hermana menor de Luciana.

—Pero, ¿con quién se quedó si tú y la Vane están acá?

—Con la Marina, nuestra amiga. ¿Recuerdas que te contamos sobre ella?

Irene afirmó.

—Pero esa Marina… ¿es de confianza?

Emilio la abrazó fuerte. Le habló despacio al oído, pero no lo suficiente como para que Magdalena no escuchara:

—Es de toda mi confianza.

Irene devolvió el abrazo con más ganas. “Bienvenidos, entonces”, dijo mirando a Magdalena y Gabriel. Luego se fue corriendo, tal como llegó. Algo se removió dentro de Magdalena.

—¿Guardiana? –le preguntó, una vez que Irene se hubo ido.

—Desde siempre hemos vivido en comunidad, así que tenemos formas específicas de dividirnos el trabajo.

—¿Tú eres un guardián?

—Sí.

—¿Todos los enviados lo son? –preguntó Gabriel.

—No.

Antes de que pudieran hablar algo más, vieron a Vanesa que les hacía una seña desde la entrada del domo. Magdalena y Gabriel siguieron de cerca a Emilio. A medida que avanzaban, la gente que estaba afuera detenía sus tareas solo para observarlos; unos con desconfianza, otros con temor. Tal vez, pensó Magdalena, todos tenían un poco de ambos.

Dentro del domo se podía sentir el calor del desierto. La construcción de madera y vidrio era un receptor perfecto y conservaba la temperatura que, sobre todo en la noche, tendía a bajar drásticamente. Al fondo había cinco camas, a la derecha una pequeña cocina y a la izquierda un baño. Nada de salitas, living ni bibliotecas: solo lo justo.

Detenida en el centro, los esperaba una mujer de pelo negro y corto, ojos tristes y aguerridos. Magdalena creyó reconocer en ella una energía similar a la de Luciana: era fuego y sabiduría.

—Bienvenidos –les dijo con algo que intentaba ser una sonrisa, aunque en el fondo solo se veía una profunda tristeza–. Por favor, tomen asiento.

La matriarca del fuego perdido señaló unos cojines dispuestos en el suelo, al medio del domo. Cuando estuvieron sentados unos frente a otros, volvió a hablar.

—Mi nombre es Ester, soy la matriarca de esta facción del fuego. La Vanesa me contó todo lo que ha pasado con su clan… lo siento mucho.

No le era fácil recordar a sus muertos con una desconocida, así que agradeció que pronto volviera a hablar.

—Me contó también por qué se dividieron… por qué mi hija no está hoy conmigo.

—No fue una decisión fácil de tomar –comentó Vanesa.

—Lo imagino. Quiero que sepan que cuentan con el apoyo del fuego; de este lado al menos.

—Y en lo concreto, ¿eso qué significa? –preguntó Magdalena.

—Por ahora, que pueden quedarse aquí. Dormirán con nosotros en este domo.

—¿Y después?

—Cuando sea el momento de pelear, los hijos e hijas del fuego perdido estaremos ahí.

—No va a ser suficiente con eso. Necesitamos el apoyo de todos los clanes si queremos ganar esta guerra y para eso primero necesitamos saber dónde están. La Luciana nos dijo que tú podías ayudarnos con eso.

—Todo a su debido tiempo, Magdalena.

—Tiempo es lo que menos tenemos. Solo un mes para ser precisas.

—Con eso alcanzamos.

—¿A hacer qué exactamente?

—Lo que nos compete: reunir a los clanes.

—¿“Nos”… compete?

—Yo no puedo salir de aquí porque tengo responsabilidades con mi clan, pero me considero tan parte de esta misión como ustedes. Les repito: cuentan con nuestro apoyo.

—Te lo agradezco, pero yo también vuelvo a hacerte la misma pregunta: ¿en qué se traducirá concretamente ese apoyo?

—Llevamos años investigando, sabemos la ubicación general de los otros clanes, así que los ayudaremos a contactarlos de la forma más segura posible.

Una pequeña luz se iluminó dentro Magdalena.

—¿Sabes si hay más elementales y enviados del agua?

Ester negó con la cabeza; la luz se apagó.

—Solo ustedes en Puerto Frío.

—Supongo que no conocen el volumen de los otros dos, aire y tierra, ¿verdad?

—No.

—Es decir, no tenemos cómo saber si estamos en ventaja o desventaja.

—Cierto, pero al mismo tiempo nuestra historia nos demuestra que, aun siendo pocos, hemos sabido sobrevivir.

—Es distinto esta vez, Ester –agregó Emilio–; los sluaghs liberados son muchos.

—No tantos para la energía de los talismanes.

—Mientras no encontremos el talismán de Ciara, no es mucho lo que podemos hacer con ellos –declaró Magdalena.

—Estoy segura de que Luciana lo encontrará.

—¿Entonces?

—Entonces, aunque no lo creas, con el tiempo que tenemos podemos alcanzar a reunir a los clanes. Así que, por ahora, les aconsejo que descansen un poco y en la noche volvemos a conversar.

—¿En la noche? Disculpa, Ester, pero no necesitamos descansar todo el día. Al contrario, debiéramos partir cuanto antes donde los otros clanes y…

—An Damnaigh ya los debe estar buscando. Lo mejor que pueden hacer, por el momento, es quedarse tranquilos e intentar que les pierdan la pista –su tono era simple y transparente, como sus ojos–. Emilio les hará un recorrido por el sector, sería bueno que se ubiquen. Mientras, Vanesa y yo reuniremos la información que tenemos.

Le hubiese gustado que no fuera verdad, pero lo que decía Ester era cierto; al menos por unos días, era mejor que desaparecieran del mapa. Algo bueno llegó, no obstante: por fin Magdalena sintió que podía confiar en ellos.

La tarde transcurrió entre elementales y enviados del fuego que, poco a poco, se atrevían a saludar e incluso a sonreír. Probablemente, el hecho de verlos caminar junto a Emilio, hacía sentir al resto del clan que ni ella ni Gabriel eran una amenaza.

Primero los llevó al domo más grande, el que Magdalena vio apenas salió de las cuevas de sal; era una construcción amplia que les servía para múltiples tareas. Hacia el costado derecho, estaba la cocina y el comedor con tres mesas largas; mientras que al izquierdo y dividido por biombos rústicos, seguramente también fabricados por ellos, había un sector de entrenamiento. Ahí, observando todo con unos grandes ojos cafés, estaba Irene. Entonces, Magdalena recordó la palabra: “Guardianes”.

—¿Aquí entrenan los guardianes? –se atrevió a preguntar.

—Y guardianas –agregó Emilio, después de saludar al grupo que entrenaba.

—¿Tú también eres uno?

—Era –contestó mientras se sentaba y luego escogía una fruta de la fuente que había sobre la mesa–; ahora soy un emisario.

—Qué dividido y organizado tienen todo –comentó Gabriel.

—Es la única forma de sobrevivir, hermano.

—¿Y qué otras categorías tienen? –preguntó Magdalena.

—Cinco en total: emisarios, sanadores, cocineros, consejeros y guardianes.

—Los guardianes, imagino que vigilan y defienden; los cocineros y sanadores, está más que claro; los consejeros… ¿aconsejan a Ester?

—No. Los consejeros son las elementales y enviados más viejos. A veces se encargan de aconsejar a la Ester, pero en general se dedican a traspasar el conocimiento a las generaciones más jóvenes.

—Por eso todavía conocen el idioma original.

—Y las plantas medicinales, las leyendas, las historias que no calzan…

—¿Qué rol juegan los emisarios, entonces? –quiso saber Gabriel.

—Son los únicos que pueden salir del sector: salen, se forman, trabajan y así nos mandan comida o plata, directamente. No es que yo sea uno como tal, en realidad, soy una mezcla entre guardián y emisario.

—Cómo es eso, ¿pueden estar en dos categorías? –comentó Magdalena.

—No, pero en tiempos de guerra todo cambia.

—La Luciana es emisaria, ¿no?

—Sí.

—Hay algo que no entiendo, ¿ustedes eligen a lo que se van a dedicar o los obligan?

—No, nadie nos obliga. Estamos conscientes de que somos mejores o peores para ciertas tareas y así nos dividimos. La Luciana, por ejemplo, dicen que desde chica mostró condiciones para ser emisaria.

—Y la Vanesa… ¿para ser guardiana? –preguntó Gabriel.

—Sí, ¿por qué?

—No sé, si hubiera sabido que se dividían de esa forma, habría pensado que la Vanesa era sanadora. Pero bueno, la verdad es que ya no estoy seguro de si llegué a conocerlos en algo.

Lo dijo así, libremente, sin eufemismos. “Seguro Marina también habría querido escuchar esta conversación”, pensó Magdalena al recordar la mirada decepcionada de su hermana cuando se enteró de que sus amigos eran en realidad desconocidos.

—No todo fue una fachada –aseguró Emilio, probablemente aludiendo a Marina–. Y sí, la Vanesa quería ser sanadora, pero su poder era preciso para que fuera guardiana.

—Todavía no entiendo bien cómo funciona su poder –comentó Magdalena, que luego sacó una manzana de la fuente de madera. Después de un buen tiempo, volvía a tener algo de hambre.

—Es capaz de sentir la energía, elemental u oscura, y canalizarla de vuelta; ese es un poder de guardiana, no de sanadora.

—Pero ella no quería ser guardiana.

—Ya lo dije: en tiempos de guerra, todo cambia.

—¿Y tú?

—Yo qué.

—¿Siempre quisiste ser guardián?

Emilio corrió la silla hacia atrás y se levantó. No había una sola señal en sus gestos que le dijera a Magdalena lo que pasaba por su mente. Desde abajo, ella y Gabriel lo miraron sin comprender por qué la repentina actitud.

—Se nos está haciendo tarde y quiero mostrarles cómo funciona todo el sector antes de la comida.

—Vamos –afirmó Magdalena, y Gabriel la siguió.

Si algo había aprendido en esos años de duelos, secretos y pérdidas, era respetar el dolor y los silencios ajenos.

La noche llegó después de lo esperado. Había olvidado que, en pleno desierto, el sol tendía a ponerse tarde. Una luz cobriza tiñó la tierra con sus reflejos cálidos. Poco a poco, las estrellas aparecieron en el cielo hasta transformarse en un manto de luz que Magdalena jamás había visto, ni siquiera en Puerto Frío. Si no hubiera sido por la ausencia de sus hermanas y la guerra inminente, seguramente habría podido disfrutar ese momento.

Las pocas cosas que llevaban en las mochilas ya estaban dentro del domo. Le parecía extraño dormir en el mismo lugar que Vanesa, Emilio, Ester e Irene –a quienes apenas conocía–, pero también estaba agradecida de la hospitalidad. Sintió un pequeño brote de culpa: incluso teniendo en cuenta las circunstancias o el hecho de que no sabían nada de ella ni de Gabriel, eran amables; aún más, les habían enseñado su hogar, sus costumbres, les daban alojamiento y comida. Quizás no estaba todo perdido para los clanes.

Antes de entrar al domo mayor se podía sentir el olor a carbonada, en especial del zapallo y la cebolla. En el interior, el clan se preparaba para comer; mientras algunos cocinaban, otros ponían la mesa. Había una energía distinta pero extraña, como si solo unas horas hubieran bastado para decantar el temor de su llegada. Tal vez, el hecho de haberlos visto todo el día en compañía de Emilio, y teniendo además el apoyo de Ester, era suficiente para la tranquilidad completa del clan. También en esas cosas eran muy diferentes, porque mientras su familia habría discutido, cada uno aferrándose a su punto de vista, a esta porción del fuego solo le bastaban algunas señales.

Tomaron asiento cerca de sus conocidos y al poco rato empezaron a circular los platos. A diferencia de la carbonada de su abuela, que llevaba caldo y verduras, esta era más bien un guiso seco con mucho zapallo y un poco de papas. Sin embargo, estaba riquísimo. Tragó la comida como nunca y agradeció que Emilio rellenara su plato con un poco más. Mientas comía en silencio, escuchó las conversaciones ajenas y el sonido metálico de los cubiertos, pero sobre todo, sintió la ausencia de Manuela y Marina.

Luciana no se había contactado con Vanesa ni Emilio por medio de la cruz solar, probablemente por la misma razón que ellos tampoco lo habían hecho: mejor perder la pista que terminar todos muertos.

—Maida… –la voz de Gabriel llegó de lejos, incluso estando él a su lado–: seguro mañana tenemos noticias de tus hermanas.

Ella le sonrió y puso la mano sobre su mejilla.

—Eso espero.

—¿Confías más en ellos? –le habló despacio mientras señalaba con su mirada al clan de fuego.

—Sí, cada vez más. ¿Tú?

—También…

—¿Pero? Viene un pero…

—No sé… tanta hospitalidad me produce curiosidad, por decir lo menos.

—Yo creo que están desesperados, Gabriel. Llevan siglos viviendo de forma clandestina, con miedo a ser encontrados por la oscuridad o por su mismo clan… Esta guerra es la única opción que tienen para ser libres.

—O morir en el intento.

Magdalena observó a su alrededor; imaginó una vida condicionada, limitada, sintiéndose como una extraña en su propia tierra.

—Creo que están dispuestos a todo: pelear para vivir o morir intentándolo.

—¿Y tú?

—Yo solo quiero que mis hermanas estén bien.

—Magdalena, Gabriel –interrumpió Ester quien, como ellos, ya había terminado de comer–. Los invito al fogón central para que conversemos antes de irnos a dormir.

Ambos asintieron y, junto con Vanesa y Emilio, salieron del domo.

La noche estaba más estrellada que antes, como si con cada hora que pasara, una nueva estrella naciera. A Magdalena le costaba creer que algunas de ellas pudieran ser enviados, pero luego, cuando veía la luz en Gabriel, se convencía a sí misma de que esa debía ser una de las pocas historias verdaderas que provenían de las originales.

Se sentaron alrededor del fuego, a excepción de Ester que se preocupó de avivar un poco más las llamas; eran color carmín y moradas, amarillas y anaranjadas. Todos los colores formaban parte de esa fogata. La matriarca del clan arrojó el último trozo de madera y luego tomó asiento junto a los demás.

—Bien, con la Vane ya reunimos toda la información que necesitan para el viaje, principalmente, la ubicación de los clanes.

—Oye, ¿y cómo pudieron reunir esos datos si siempre han vivido aquí? –preguntó Gabriel.

—Emisarios –contestó Ester–; como les contó Emilio, ellos son los pocos que pueden tener una vida fuera del sector.

—Es decir que estuvieron allá, los conocieron.

—No, los observaron de lejos sin saber quiénes eran. Así logramos unir cabos sueltos, rastros, historias.

—¿Dónde están?

—El clan de tierra está en Conguillio.

Magdalena nunca había estado ahí, solo lo conocía por la notoria mancha verde que ocupaba en el mapa de Chile. Sabía que quedaba en la Araucanía, al noreste de Temuco, pero nada más. Sus tripas sonaron y esta vez no fue de hambre.

—El clan de aire, por otro lado, está en Puerto Natales.

Sintió como si la oscuridad jugara con un cuchillo recién afilado cerca de ella. No bastaba con tener que separarse de sus hermanas, viajar con extraños o estar en pleno desierto, ahora sabía que tendría que recorrer Chile de norte a sur y, como si fuera poco, lo más silenciosamente posible.

Una cosa era tener la idea de una guerra que te pisa los talones; otra muy distinta era caer dentro de ella de golpe.

—La distancia es mucha –comentó Gabriel.

Al igual que ella, estaba preocupado. Eran cuatro personas y Emilio no sería capaz de llevarlos a todos en un mismo viaje: de algún modo tendría que aprender a usar las ventanas y rápido.

“Pero, ¿cómo?”, pensó Magdalena. Cómo hacerlo rápido para no llamar la atención de los oscuros, si Gabriel ni siquiera dominaba remotamente bien ese poder. Lo miró y supo que él pensaba lo mismo.

—No se preocupen –dijo Ester–; entiendo que solo usaste la ventana una vez, Gabriel, pero hay formas de hacerlos viajar de forma segura.

—¿Cómo? Aquí ni siquiera podemos usar magia como para practicar –añadió él.

Entonces, Magdalena comprendió: no sería Gabriel quien haría la ventana.

—Vanesa –dijo apenas, como para sí.

—¿Qué tiene que ver Vanesa? –le preguntó.

—Puede sentir y absorber la energía, la magia o como quieras llamarlo –ambos fijaron la vista en ella–. Vas a canalizar la ventana de Emilio y nos harás viajar a los cuatro de una vez, ¿verdad?

La miró con los ojos cada vez más abiertos, sorprendida de que fuera capaz de hacer algo así. Vanesa afirmó con la cabeza, muda.

—Pueden partir dentro de una semana –dijo Ester.

—Entiendo el peligro, pero me parece que eso es mucho tiempo.

—Es la única forma de tener algo de seguridad durante el viaje, Magdalena.

—Lo que dice la Ester es cierto –comentó Vanesa–; es muy peligroso movernos altiro. Por lo que sabemos, fácilmente nos pueden haber seguido hasta Atacama después de dejar Puerto Frío.

Observó todo a su alrededor. El grupo de personas a su lado, una mezcla extraña de compañeros y desconocidos. Fue hacia el cielo, con las estrellas. Buscó en su interior un consejo de Mercedes, de Milena o Lucas. Imaginó a sus hermanas; las palabras de Manuela, el abrazo cálido de Marina.


Cómo estarán. Dónde estarán.

No había nada claro.

Quizás solo una cosa: le esperaba una semana junto al clan del fuego perdido.

Zahorí III. La rueda del Ser

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