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Éalú

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Contae Ard Mhacha

Ulster, 1769

“La oscuridad busca la oscuridad”, pensó Melantha mientras arrojaba otro leño dentro de la chimenea. Esa noche se cumplían tres lunas desde la última liberación del Maldito. Era solo cosa de tiempo para que llegara hasta ella y su familia que, al parecer, eran los últimos descendientes del agua.

Miró por encima de su hombro. Tras ella, Melinda mecía la cuna para mantener dormida a Maeve, su hermana menor. Sus ojos se toparon y sonrieron, aunque no había rastro de alegría en ellos. Con apenas diez años, el don de la visión le permitía a Melinda entender aspectos de la vida que ni siquiera Melantha era capaz de comprender. Quizás por eso estaba tan cerca de Maeve: algo ocurriría.

Melantha removió los leños por última vez para asegurarse de que el fuego estuviera bien asentado. Se quedó de cuclillas observando las llamas que iban y venían hacia ella, como queriendo y no devorarla. Nada bueno auguraba la sensación que tenía anclada en el pecho ni el comportamiento de Melinda, pero no había nada más que pudieran hacer.

Se levantó y caminó hacia el fondo de la cocina, no sin antes besar la frente de sus hijas. Maeve solo la miró y Melinda se quedó quieta como el tronco de un árbol vetusto. Seguía esperando y Melantha intuía qué, o peor aún, a quién. Le preguntó a Melinda si ya había aprendido el hechizo y ella asintió. “Ahora solo falta la poción y el candado, madre”, le dijo al mismo tiempo que dejaba de mecer la cuna para acercarse a ella. La abrazó fuerte, con necesidad, y Melantha temió lo que pudiera significar ese gesto.

“Revuelve mientras busco los frascos”, dijo entregándole la cuchara de madera. Melinda se quedó junto a la poción verdeazulada, que gorgoteaba y echaba humo. Mientras, Melantha se acercó a la despensa para sacar de ahí dos pequeños frascos de vidrio. Su hija le preguntó si la poción sería realmente necesaria; después de todo, ya había visto el poder del candado sobre otros oscuros. Melantha quiso contarle los detalles de la historia. Quiso explicarle que el Maldito no era como los demás, pero se convenció a sí misma de que no había tiempo para eso, que Melinda ya tenía suficiente con sus premoniciones. Su respuesta fue clara y limitada: “Este oscuro es más fuerte que los otros, Melinda. La poción es necesaria para debilitarlo antes de usar el candado”, contestó. No era mentira. Tampoco era toda la verdad.

Apagó el fuego con una mano y con la otra tomó el embudo. Melinda afirmó uno de los frascos tubulares y Melantha dejó caer el líquido dentro de él; no pudo evitar que una parte cayera fuera. “¿No debiera ser más azul?”, preguntó Melinda, que acostumbraba a preparar las pociones con Lucio, su padre, y conocía muy bien las tonalidades. “Sí, debiera serlo”, dijo. “Pero no queda tiempo”, pensó.

Tapó el frasco con un corcho y lo dejó sobre el mesón. En seguida, se prepararon para llenar la segunda botella. Melantha no sabía con exactitud cuántas serían necesarias para debilitar al Maldito; quizás con una era suficiente, quizás con dos. Lo único que tenía claro era que no correría riesgos y, si había preparado bastante como para llenar diez frascos, entonces usaría los diez. El líquido corrió con rapidez dentro del vidrio. Esta vez, ni una sola gota cayó fuera. Melinda lo tapó y lo dejó justo al lado del primero.

Iban a llenar el tercero cuando una de las ventanas se abrió de golpe. El viento helado movió las cortinas y azuzó al fuego. Melinda clavó una mirada de alarma sobre su madre, pero Melantha no se dio por aludida. Nada de lo que ocurría era una buena señal –la noche sin luna, el viento sin tregua, los invitados inesperados que acechaban entre las sombras–; aun así, Melantha no dejaría caer más peso sobre Melinda.

Cerró la ventana, movió suavemente la cuna de Maeve que, una vez dormida, no despertaba ni con tormenta, y le dijo a Melinda que no se preocupara, que solo había sido el viento de invierno. “Eso no fue solo el viento”, respondió su hija, “esas fueron las hermanas del aire”. ¿Cómo podía Melinda tener solo diez años y entender cada detalle que se presentara frente a ella? ¿Heredaría de Bahee algo más que la premonición? Tal vez, todas las elementales que tuvieran el don de la visión tenían, además, algo de druida, como sus ancestros Kene y Bahee. “No, Melinda, es el invierno. Hay que mantener la calma”, dijo, aunque no supo si más por ella que por su hija.

Dejó la olla sobre el quemador y le pidió a Melinda que la esperara ahí mismo para que cuidara el sueño de Maeve. Inquieta, fue hasta la habitación que compartía con Lucio. Melinda tenía razón: esa ráfaga de viento helado fue una advertencia de las hermanas del aire. ¿Habría llegado también ese llamado hasta Lucio? Quizás era mejor que no, que siguiera lejos del hogar, para que el Maldito no lo alcanzara también a él. Si el señor de los oscuros odiaba a las elementales del agua, no existían palabras que describieran lo que sentía por sus enviados. Estos, a su vez, eran simples ovejas desprevenidas ante el poder del Maldito; nada de lo que pudiera hacer un enviado significaba una amenaza para él. Por eso, cuando Melinda le contó sobre la visión que tuvo, cuando le dijo que una sombra de ojos ardientes se aproximaba, inventó una excusa a Lucio para que saliera de la casa, para que estuviera lejos todo el día. Era una lucha de elementales, no de enviados. Eso pensaba ella.

Caminó por la habitación lentamente hasta que, por fin, el tablón que buscaba se levantó. Corrió la alfombra que lo cubría, se agachó y levantó la madera hasta sacar el pedazo flojo del piso. Metió su mano dentro del agujero negro. No tuvo que ir muy lejos para percibir la frialdad del cofre. Sintió un alivio profundo y respiró. Respiró como si fuera la primera y última vez. Por un momento creyó que esa era la advertencia del aire: el Maldito logró hallar el cofre y ya no había vuelta atrás. Pero no. Ahí estaba, frente a ella.

Sus bordes redondeados, la frialdad del metal, las cuatro gemas pequeñas que recordaban a los cuatro talismanes del poder: sodalita, turmalina verde, cuarzo transparente y piedra del Sol; cada una ocupando una de las cuatro esquinas. Al medio, justo bajo la rueda del Ser, en un grabado delicado y agudo, la sentencia: “Gach rud bás. Saol gach rud”1. Volvió a respirar como si fuera la primera y última vez, y lo guardó nuevamente en su escondite. Poco importaba lo que pasara con ella, lo único realmente importante era ese cofre; mientras el agua lo tuviera, la rueda seguiría girando.

“¡Madre! ¡Ven, rápido!”, gritó Melinda que estaba justo detrás de ella. “¿Qué pasa? ¿Por qué dejaste sola a Maeve?”, le preguntó mientras las dos caminaban de vuelta al salón principal. Melantha no tuvo necesidad de escuchar explicaciones: una bruma negra se colaba por debajo de la puerta. “Llegó la hora”, pensó. Deprisa, dejó ambas manos sobre los hombros de Melinda y antes de que pudiera hablar, su hija se le adelantó: “Vida, muerte y resurrección: la rueda del Ser volverá a girar”. Melantha asintió con lágrimas en sus ojos. Sintió la despedida inminente en esas palabras, la soledad irrevocable de su clan. Melinda no se lo dijo, pero entonces Melantha supo que una de sus premoniciones había sido la muerte.

Quizás la mía, pensó.

Quizás la suya.

Nunca, jamás, imaginó que sería otra.

La niebla oscura entró a la casa por cada espacio posible: hendiduras de las puertas, grietas escondidas en las murallas, rendijas de las ventanas. Al principio, lenta y suave como si se tratara del vapor que emana el agua hirviendo; luego, densa y violentamente como solo la oscuridad podría hacerlo. Sin embargo, no era cualquier oscuridad, era el Maldito que venía por ellas y, en especial, por el cofre. No importaba cuánto dolor le infligiera, cuántas pérdidas tuviera que asumir: desde el día en que el cofre había llegado a ella, hizo un juramento y no estaba dispuesta a romperlo. Rápido, Melantha tomó dos de los frascos que contenían la poción y se los entregó a Melinda junto con la estricta orden de quedarse escondida detrás del mueble. Su hija asintió y se agachó.

Apretó firmemente el tercer frasco, al mismo tiempo que corría hacia Maeve, pero a mitad de camino una figura oscura e imponente la detuvo: era la bruma y la noche en el contorno del Maldito. Se quedó detenida justo entre ella y la cuna donde lloraba Maeve. Con una mano continuó aferrada a la poción y con la otra sacó la figura del candado que llevaba colgada al cuello. Se la mostró al Maldito, no sabiendo si él sería capaz de verla siendo solo niebla y oscuridad. Aun así, la sostuvo con fuerza.

Él le habló como si la muerte fuera quien lo hiciera:

-Inis dom áit a bhfuil an rialtóir2.

Melantha respondió arrojándole la poción. Apenas lo hizo, la figura perdió consistencia, pero se mantuvo ahí. Entonces, apareció Melinda y antes de que Melantha pudiera decirle que volviera a su escondite, lanzó los otros dos frascos. Tomaron sus manos y, juntas, empezaron a recitar las palabras.

“Es el agua quien te expulsa”, dijeron y un sonido gutural emergió de la figura sombría.

“Es la tierra quien te expulsa”, dijeron y la bruma comenzó a disolverse.

“Es el aire quien te expulsa”, dijeron y la niebla retrocedió, lentamente, hasta desaparecer de la casa.

Continuaron unos segundos inmóviles, solo el pecho subía y bajaba con velocidad. Melantha podía sentir los dedos húmedos de Melinda entrelazados a los suyos. Creyendo que, por el momento, habían logrado evadir al Maldito, soltó su mano para ir en busca de Maeve. Bastó ese gesto para que, una vez más, la niebla volviera a entrar. Sin aviso, sin tiempo. La bruma llegó densa y fría, como nunca antes. Maeve sintió la oscuridad y lloró. Lloró como el alma antigua que conoce las penas y los males del mundo. Lloró como si estuviera sola, como si siempre hubiera estado sola. Pero Melantha estaba ahí, iba por ella para tomarla en sus brazos y no soltarla jamás. Eso fue lo que intentó hacer hasta que la niebla lo cubrió todo y la casa completa no fue más que oscuridad.

Caminó a ciegas, solo guiada por el llanto de Maeve. Cuando creyó tenerla cerca, cuando creyó alcanzar a sostenerla, una fuerza invisible corrió frente a ella y sintió la ola que arrasa y encoge.

No la vio, pero escuchó la cuna estrellarse contra el muro.

No la vio, pero escuchó el llanto acabar; el silencio cernirse dentro de ella.

No la vio, pero escuchó el grito de Melinda, que fue tierra sobre la tumba.

Luego, todo fue oscuridad.

***

Las piernas del caballo apenas se hundían en el barro gracias a la velocidad que impulsaba al jinete. Un diluvio abatía el bosque y la niebla le nublaba la vista. “¡Rápido, Mai, más rápido!”, le gritó a su compañero de ruta. Sus palabras se perdieron en el viento. El sudor y el vaho que exhalaba el animal hacían contraste con la lluvia que caía sobre ellos. Anduvieron millas esa tarde con una sola intención: buscar más descendientes del clan de agua que pudieran hacerse cargo del cofre. Melinda y Maeve aún eran pequeñas y no lo querían cerca de ellas; tanto él como Melantha conocían los peligros que implicaba mantener ese secreto bajo su techo. Sin embargo, no era una opción entregarlo a otro clan: el cofre debía permanecer bajo el dominio del agua, de lo contrario, nadie sabía realmente qué podría suceder.

A pesar de la búsqueda, Lucio no logró hallar ni un alma del clan de agua. Junto a Mai recorrió todo el campo, las comunidades apartadas y los pueblos cercanos, pero no encontró ni un solo rastro; al parecer ellos eran los únicos que quedaban. ¿Dónde estarían los otros clanes?, se preguntó cuando todavía quedaba camino por delante, cuando ni siquiera intuía la tragedia que se desataría en su hogar algunas horas después. En ciertas ocasiones, ritos importantes, como los sabbats o los equinoccios, escuchaban la voz del aire y sentían el poder de la tierra. Pero del agua y el fuego no había rastro alguno. Mucho tiempo pasó desde el apogeo del poder elemental, la unión entre los clanes, la conexión con la naturaleza. Ahora solo quedaba un espacio baldío y gélido.

Vio la forma de su sombra proyectada en la tierra y supo que era momento de volver a casa. Emprendió un paso constante y tranquilo para no cansar de más a Mai. Suficiente le exigió durante el día, y quedaba una larga jornada de regreso. Se detuvieron en algunos arroyos que cruzaban el camino para beber agua y descansar. A pesar de la última liberación –hecha probablemente por algún traidor de fuego–, el Maldito no daba señales de su presencia en Irlanda. Solo algunas manifestaciones de la naturaleza; el mar inquieto, la tierra más húmeda y fría de lo normal, el viento rasante. Ni un rastro siniestro con las características de sus liberaciones anteriores. Quizás, pensaba Lucio, la suerte corría de su lado.

Qué equivocado estaba.

Se acercaba ya a su terreno, a su pequeña casa de campo, a sus dos niñas, a su mujer. Se acercaba a la vida, sentía con cada paso que daba Mai.

Y en realidad se acercaba a la muerte.

Un remolino de viento cruzó su camino y lo rodeó hasta quedar justo frente a él. El viento continuó girando en una hélice perfecta, poco natural. Entonces lo supo: si las hermanas del aire se manifestaban frente a él, era porque algo malo sucedía.

No fue necesario que tirara de las riendas, Mai se detuvo por sí solo al escuchar una voz, casi un murmullo, que salía desde lo más profundo del remolino: “La descendencia del agua peligra. Corre, enviado del agua”, dijo la voz de una elemental, al mismo tiempo que el remolino se deshacía. Las pupilas de Lucio se dilataron. “¡Vamos, compañero!”, le gritó a Mai, que en seguida comenzó a galopar como nunca antes lo hizo.

La capa, completamente empapada, flameaba por la velocidad del galope y el viento. Sujetó la rienda con una mano y con la otra tiró la capucha hacia atrás. La fuerza, mezclada con la adrenalina, hizo que sacara de raíz parte de su pelo ceniza. No sintió dolor. No sentía frío ni cansancio. Solo el miedo y el apuro tenían cabida esa noche.

La bruma y la oscuridad borraban el camino y a Mai se le doblaban las rodillas. La respiración de ambos se hizo cada vez más intensa al igual que la lluvia; parecía que la peor tormenta del año se había desatado de un minuto a otro. Si buscaba manifestaciones naturales que le hablaran del Maldito, ahí las tenía. Justo frente a él, de la peor manera.

Entre las sombras de la noche logró distinguir una luz a los lejos. Hizo que su compañero apresurara el paso aún más, pidiéndole un último esfuerzo. A medida que se acercaba entendió que esa luz, antes pequeña, era en realidad una sola gran llamarada: su hogar era el fuego.

No esperó a que Mai se detuviera por completo, sino que se tiró caballo abajo. Sus botas se hundieron en la profundidad del barro, pero el miedo y la desesperación lo hicieron correr como si fuera pasto en pleno verano.

No gritó, no pensó. Solo corrió.

Frente a las llamas que devoraban la casa, vio dos figuras: Melantha y Melinda. ¿Dónde estaba Maeve? Era inquieta, pero demasiado pequeña para salir arrancando por sí sola. ¿Dónde estaba el cofre? Melantha no habría permitido que el Maldito se hiciera con él; si lo hubiera hecho, no solo la casa estaría sumergida en el fuego.

“¡Melantha!”, gritó. La elemental se dio vuelta para mirarlo. Vio sus cejas caídas, su boca en una sola línea recta y lo supo: el cofre aún estaba con ellos, los últimos descendientes del clan de agua.

Se quedó detenido, observándolas. A los gestos de Melantha sumó los ojos fríos de Melinda y sospechó lo peor.

Melantha le habló como si no fuese ella, sino la muerte:


—Tá an Damnaigh iamh. Is é an cófra sábháilte3.

No quería preguntarlo. No quería saberlo con tanta certeza. Pero debía hacerlo:

—Agus an cailín?4.

Melantha negó con la cabeza, su cuerpo tembló.

—Cad a dhéanaimid anois?5.

La matriarca del clan de agua fijó sus ojos en él, y con el mar en su mirada, le dijo: “Huir”.

1“Todo muere. Todo vive”.

2 “Dime dónde está el cofre”.

3 “El Maldito está encerrado. El cofre está a salvo”.

4 “¿Y la niña?”

5 “¿Qué haremos ahora?”

Zahorí III. La rueda del Ser

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