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Golpe

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Las palabras de Muriel en la voz de Mercedes eran un eco infinito dentro de su mente. “La voz del fuego silenciada por el barro. La voz del fuego evocada por el viento. La voz del fuego devorada por el mar”.

Quedaban muchas preguntas por responder; acertijos sombríos para los que no encontraban solución. Solo Mercedes podía hacerlo, al menos en teoría, mientras siguiera viva.

—Lo lograron.

No escuchó llegar a León. La tormenta –una mezcla terrible del invierno con la magia oscura– no le habría permitido oír algo más aparte de la lluvia. Estaba detenido a su lado con la vista fija en el mismo punto que ella: la energía, negra y tubular, que rompía entre las copas de los árboles.

“Perdimos la casona”, pensó.

El último espacio al que pudo llamar hogar.

Marina afirmó con la cabeza y añadió:

—No tenemos mucho tiempo.

—Hay que irse de aquí.

—Sí. Pero no podemos movernos con la Meche así…

—Tampoco podemos pelear contra ellos.

La miró:

—Tenemos que encontrar ese talismán.

Marina lo sabía; era la única forma de derrotar a An Damnaigh.

—¡¿Qué hacen aquí afuera?! ¡Entren!

Magdalena aún tenía el hilo de sangre que corría desde el costado izquierdo de su cabeza hasta el cuello. En todo caso, era un alivio que fuera solo eso. Los dos ataques seguidos que tuvieron en la casona podrían haber terminado peor. Mucho peor. Por el momento, sin embargo, no había bajas y solo Mercedes estaba herida de gravedad. Probablemente, más por los recuerdos, las historias veladas y los familiares perdidos que por la posesión del oscuro.

—Blyth y Celina lo hicieron, liberaron al Maldito y a los oscuros –dijo Marina a Magdalena, señalando la concentración de energía oscura a los lejos.

—Por eso tenemos que decidir rápido qué vamos a hacer.

Marina supo que su hermana se refería más a Luciana, Vanesa y Emilio que a la consecuencia inmediata de la liberación masiva de oscuros. La pregunta que daba vueltas en la cabeza de las hermanas –o al menos, de ella y Magdalena– era una: ¿podían o no confiar en las hijas e hijos del fuego perdido?

—Lo único que podemos hacer es salir de este lugar.

—Sí sé, León –contestó Magdalena–. Pero hay que decidir dónde y con quién. Vengan, vamos.

Magdalena se dio vuelta y caminó con paso rápido hacia el interior de la cúpula de copas de árboles entrelazadas que ella misma había creado. Si no hubiera sido por sus habilidades, Mercedes estaría muerta y los demás descubiertos en la mitad de una tormenta.

Aunque no lo quisiera, en especial luego de conocer la otra versión de la historia, Magdalena tenía bastante de Aïne.

Marina la siguió, pero antes de que pudiera avanzar mucho más, León tomó su mano. Se veía inquietamente calmo. Y por algún motivo, Marina intuía que esa calma también era parte de su máscara.

—Vamos a tener que separarnos.

Ya lo habían esbozado antes: si querían ganar la guerra tenían un talismán perdido que encontrar y cuatro clanes que reunir. Así, todo apuntaba a la necesidad de dividir al grupo para cumplir con ambas misiones sin morir en el intento.

—Es lo más probable.

—Me gustaría ir contigo.

—No necesito guardaespaldas, León. Voy a estar bien.

—Lo sé. Es por mí que lo digo.

—¿Por ti?

—No puedo explicarte todo ahora.

—No me has explicado nada.

Era un hecho: León estaba lleno de secretos y ella no conocía ninguno.

No podía confiar en él.

—Yo creo que esto es la primera vez que pasa –le dijo.

—¿Qué cosa?

—Una elemental que no sabe nada del enviado que le asignaron –supo lo horrible que sonaba antes de decirlo; y aun así lo dijo.

—Ninguno de los dos es muy apegado a la tradición –sintió el golpe de vuelta–. Dime, ¿podemos ir juntos?

Cambio de tema. Era bueno que se parecieran en algo.

—No funciona así. No estamos armando equipos para una kermesse. Todo depende de la estrategia.

—Es estratégico que estemos juntos. Viajando, digo.

Marina buscó señales dentro de los ojos de León. Algo, cualquier cosa que le dijera qué pensaba realmente. Como siempre, no obtuvo más que silencios y vacíos.

Sin embargo, una respuesta tenía clara: ninguno de los dos necesitaba la protección del otro. Como decía él, su relación era pura estrategia.

—¡Marina! ¡León! ¡Ya, pues! ¡Vengan!

La voz de Magdalena fue como un eco distante.

León caminó solo hacia la cúpula. No esperó palabras de ella. Quizás, no quería escuchar un “no” como respuesta.

Dentro de la cúpula el ambiente no era mejor. Gabriel cuidaba de Mercedes, quien seguía en un espacio intermedio entre la vigilia y el sueño, herida y con quejidos de dolor. Luciana y Manuela observaban un mapa de Chile mientras discutían posibles rutas. Emilio se paseaba de un rincón a otro y Vanesa lo seguía con la mirada, probablemente a solo segundos de pedirle que se detuviera.

Cuando los tres entraron nuevamente, los ojos se posaron sobre Marina.

—¿Qué pasa afuera? –le preguntó Manuela.

—Mal. Tenemos que irnos rápido.

—Y tenemos que separarnos –añadió Emilio; los demás dejaron ver su desconfianza en un silencio prolongado, después de todo, apenas unas horas antes habían descubierto la supuesta verdad sobre ellos–. Es la única forma para alcanzar a encontrar el talismán y advertir a los clanes, antes de que nos maten a todos.

—No nos vamos a separar altiro –declaró Magdalena–. Lo primero es encontrar un lugar seguro para la Meche. Después vemos cómo lo hacemos.

—¿Te refieres a “después”… como cuando confíes en nosotros?

—Sí, Emilio.

—No hay tiempo para eso.

—Bueno, vamos a tener que encontrar el tiempo, porque no voy a viajar por Chile con personas en las que ni siquiera confío –antes que Emilio pudiera contestarle, Magdalena le habló a Manuela–: ¿encontraste algún lugar seguro adonde podamos ir?

—Al interior del bosque.

—¿Algún punto exacto?

—No. Solo sabemos que si los oscuros fueron liberados en el sector de los ríos, que es más o menos el límite entre el pueblo y el bosque, el interior debiera estar despejado.

—Y probablemente primero vayan al pueblo –agregó Luciana–. Son espíritus, necesitan cuerpos si quieren pelear en una guerra.

Magdalena la miró solo unos segundos, como si pudiera ver más allá de las palabras.

Luego volvió a Manuela:

—Vamos para allá, entonces.

—No sabía que estabas a cargo –dijo Luciana.

—No lo estoy. Pero nosotros, al menos, vamos adonde dice Manuela.

—Decidimos juntas el lugar, Maida –comentó Manuela que, en realidad, parecía querer decir mucho más.

Quería explicarle que sus elementos funcionaban mejor juntos; que ella y Luciana formaban parte de un todo; que la rueda del Ser no dejaba atrás al fuego. Quería que supiera, que entendiera, que no importaba el tiempo o las historias contadas a medias: ella confiaba en Luciana y no la dejaría atrás.

—¿Qué más necesitas para confiar en ellos? –añadió Manuela–. Ya nos contaron todo lo que pasó.

—Eso es algo que tenemos que discutir en privado.

—Sabes que fue tu lado el genocida, ah… –comentó Emilio–, y aun así sigues desconfiando de nosotros –miró a Luciana y luego a Vanesa–: Vámonos no más. No tenemos nada que hacer aquí. Que se las arreglen solas.

Iba camino a tomar su mochila cuando Marina lo interceptó. Puso la palma de su mano sobre el pecho y lo detuvo. No dijo nada, ese gesto fue suficiente. Todavía quedaba algo de la amistad que alguna vez tuvieron.

Después, les habló a los demás:

—Si queremos salir vivos de esta, tenemos que dejar de lado nuestras diferencias y aprender a trabajar juntos –miró a Magdalena–: más tarde vamos a tener el momento para conocer los detalles. Hay que preocuparse de llevar a la Meche a un lugar seguro.

—Eso es cierto –dijo Manuela–; probablemente es la única que nos puede dar las respuestas que necesitamos para encontrar el talismán. La necesitamos viva.

—La Meche ni siquiera sabía que existía otro talismán –dijo Gabriel quien, cruzando una mirada con Magdalena, compartió con ella una inevitable sensación de engaño.

—No, pero su hermana mayor sí –dijo Luciana–. Mercedes conoció muy bien a Muriel y ella fue la elemental de estos tiempos que quizás tuvo más información.

—Información real y de confianza –agregó Vanesa, creyendo que eso podría servir de algo.

—Ya, esto es lo que vamos a hacer –dijo Marina–: León lleva a la Meche y a…

Quiso terminar la idea, pero no alcanzó. La tierra bajo ella se movió, no muy fuerte, pero lo suficiente como para saber que no era algo natural.

Las miradas cayeron sobre Magdalena.

—No fui yo –aseguró y salió de la cúpula junto a los demás.

Gabriel, por su parte, continuó anclado junto a Mercedes; si empezaba un nuevo ataque y la barrera de protección cedía, ninguna de sus nietas tendría tiempo de ayudarla. “No soy yo”, pensó, “no es ninguno de mis hermanos quienes llevan esta batalla”.

Ese solo pensamiento lo devolvió al momento en el que cayó a la Tierra. Volvió a abrir los ojos, a sentir el aire y tocar el agua con la planta de los pies. Volvió a saberse prescindible, en el olvido.

Mercedes abrió los ojos, aunque apenas. Gabriel afirmó con más fuerza su mano.

—¿Meche?

—La voz… del fuego… –intentó reproducir nuevamente las palabras de Muriel, pero no tuvo fuerzas para terminar.

—Tranquila, no gastes energía. Solo respira, Meche. Respira.

—¿Salvador?

—No, Meche, soy Gabriel.

—Salvador… te he echado tanto de menos… Tantos años…

—Meche, vuelve a nosotros. Te necesitamos.

—¿Y Muriel? ¿Está contigo? Quiero verla… Dile que venga…

La anciana intentó estirar el brazo, como si con ese movimiento pudiera alcanzar a su marido o a su hermana, pero solo logró mover un poco los dedos de su mano. Sonrió tranquila, en paz.

—Mi hija querida… lo siento tanto… No te cumplí… No lo logré…

—Meche –Gabriel la movió suave. No era su momento para morir. No podía serlo–: Mercedes, ¿me escuchas?

Apenas salieron de la cúpula, el frío fue hielo sobre la piel. El cielo se había teñido de un negro grisáceo, que nada tenía que ver con la noche. Luciana aguzó la mirada y Manuela tomó su mano para potenciar su poder. Si Marina pudo hacerlo tiempo atrás, para ayudarla a conectar telepáticamente con Magdalena en el primer encuentro que tuvieron con Blyth, entonces también debía funcionar entre aire y fuego.

Manuela hizo el movimiento contrario a Luciana y cerró sus ojos. Ella no llevaba la luz interna del fuego como para poder ver al enemigo en plena oscuridad, pero tenía la claridad mental del aire. Quizás, si unía sus fuerzas con Luciana, podría escucharlos.

Luciana vio las primeras sombras acercarse. Se movían de forma serpentina por los alrededores del bosque, en busca de algún punto por donde romper la barrera para llegar a las elementales y enviados.

Ruidos blancos llegaron a Manuela. Primero, un gruñido de odio. Después, coros de voces rápidas y débiles, que más parecían emociones. “Tal vez por eso se inventó la historia de que los oscuros eran sentimientos nacidos durante la guerra elemental”, pensó, “de algún modo, lo son”.

Manuela le habló a Luciana, despacio para no aumentar la desconfianza:

—Dijiste que primero irían al pueblo.

—No, dije que primero necesitaban cuerpos.

Los suyos.

Como sus hermanas, Manuela creyó estar protegida no tanto por el perímetro de magia, sino porque eran las portadoras de los talismanes, las elegidas, las elementales. Pero ahora lo entendía: desde los tiempos antiguos que no había tantos oscuros juntos; los mismos espíritus que siglos atrás lucharon al lado de Cayla y el Maldito para derrotar a las originales. Y a pesar de que no lograron derrotarlas, pelearon con valentía, murieron y fueron condenados a una vida de eterna oscuridad. Ahora eran libres. Y de las originales solo quedaban tres talismanes.

Imaginó hasta dónde podía llegar un grupo de oscuros sin ataduras ni miedos, liderados por el Maldito, y por primera vez, sintió miedo.

—¿Qué viste? –le preguntó Emilio a Luciana.

Ella lo miró, sin soltar la mano de Manuela.

—Vienen para acá.

—¿An Damnaigh?

—Por ahora solo oscuros.

—¿Alcanzamos?

Luciana sabía lo que quería decir Emilio, lo conocía bien. Quizás, demasiado bien. A diferencia de lo que creían las hermanas, huir no sería tan fácil. Para hacerlo, debían romper la barrera protectora y, apenas lo hicieran, los oscuros caerían sobre ellas como ceniza volcánica.

Vio las sombras ocupar cada espacio del bosque a los cuales sus ojos de luz podían llegar y antes de que pudiera decirles cualquier cosa a los demás, escuchó un crujido. Primero sutil, casi imperceptible. Después, el grito del árbol que cayó hasta atravesar la barrera de protección: estaba diseñada para servir de escudo contra los oscuros, pero jamás contra la naturaleza.

Aferrada a Manuela, corrió para escapar de un roble, grueso y adusto, a pesar de que por unos segundos Emilio intentó llevarla con él. El árbol se deslizó rápidamente en un sonido sordo y siniestro hasta dar con todo su peso sobre el suelo. Un golpe de tierra las impulsó desde atrás, cayendo de boca al piso.

A Marina le costaba respirar. Estaba de espaldas cuando el roble comenzó a caer, solo alcanzó a darse vuelta mientras León la empujaba lejos de las ramas que iban directo hacia ellos. Ahora, el peso del cuerpo ajeno arriba de ella apenas dejaba espacio para que pasara el aire. Podía sentir la respiración de León detrás de su oreja, densa y corta como la de ella. Él se movió hacia la derecha y Marina cargó su peso al lado contrario hasta que, finalmente, lograron levantar la rama y salir de debajo del árbol. A su alrededor todo era oscuridad. No sabían dónde o cómo estaban los demás y ninguno de ellos emitía un solo sonido: la barrera había caído y temían que el ataque empezara en ese mismo momento, apenas se dieran cuenta de que la protección ya no existía.

Le habló bajo, casi en un susurro:

—¿Cómo estás?

—Bien. ¿Tú?

—Bien. Tenemos que ir a buscar a la Meche, no sabemos si Gabriel pudo hacer una ventana.

León asintió, pero les bastó darse vuelta para entender que, si Gabriel no alcanzaba a crear una ventana a tiempo, entonces estaban los dos muertos: él y Mercedes. Los oscuros dejaron caer el roble justo encima de la cúpula que había hecho Magdalena y ahora no era más que un conjunto de ramas y hojas aplastadas.

—Seguro alcanzó. Tiene que haberlo hecho –Marina trató de convencerse de que así era, que no podía ser de otro modo–. Tenemos que buscarlos.

Era la peor escena para ellos: separados sin aviso, perdidos unos de otros y sin poder hablar para encontrarse, sin llamar la atención de los oscuros.

León también se quedó mudo, pero comiéndose sus propios pensamientos: la primera ventana nunca salía como uno lo esperaba. Gabriel y Mercedes podían aparecerse a tres metros, tres kilómetros o tres ciudades del punto en que se encontraban. A menos que Gabriel fuera un enviado prodigio, lo más seguro es que ambos estuvieran perdidos.

—Espera –le dijo a Marina y tomó su mano, antes de que fuera directo hacia los escombros–: la barrera cayó… son más oscuros de los que tú y yo hemos enfrentado juntos hasta ahora.

—¿Y qué quieres hacer? No podemos irnos y dejar a los demás.

—No digo que nos vayamos –León soltó su mano y miró alrededor–. No solos, al menos.

—¿Qué quieres decir?

—Tú eres la única que nos puede sacar de aquí.

—No domino así el viaje astral, menos con tanta gente. Necesito tenerlos al lado como para hacerlos viajar a todos.

—No, eso no es cierto. Tú lo sabes –León señaló su talismán.

Quizás, si solo pudiera sentirlos…

—Inténtalo.

Entonces recordó las palabras que alguna vez le dijo su abuela: “No tienes idea de lo que eres capaz, Marina”. Si quería averiguarlo, este era el momento.

Cerró sus ojos.

Expandió sus sentidos. Fue una con el agua como en tantas otras ocasiones. De a poco, muy lentamente, pudo sentir a Magdalena. Luego, a Manuela y Luciana, a Vanesa y Emilio. Suspiró aliviada.

Cuando abrió los ojos, los tenía más azules que antes.

—Los tengo, menos a Gabriel y a la Meche.

—No importa, haz el viaje.

— Cómo que no importa, ¡no podemos dejarlos botados!

—No están botados. Vámonos antes de que los oscuros nos encuentren y cuando lleguemos te explico todo, Marina.

—No, explícame ahora.

No podía ser de otra forma. No confiaba en él. No completamente.

Aun en la noche más oscura, Marina pudo ver la mirada tensa de León. Nada bueno vendría de ahí.

—Las primeras ventanas no salen como uno espera: uno puede caer en cualquier parte –le dijo como siempre, sin sutilezas innecesarias.

—Gabriel no va a poder encontrarnos. No, si la Meche está semiconsciente y él no tiene idea de cómo usarlas.

—Pero yo sí. Los enviados tenemos una conexión entre nosotros. Te prometo que lo voy a encontrar.

Una vez, Matilde le dijo que a los mentirosos se les dilataban las pupilas.

Esperaba no equivocarse. No de nuevo:

—Dale. Hagámoslo.

—Hazlo.

—La Manuela dijo que cualquier punto al interior del bosque era más seguro que este, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué?

—Porque no tengo idea adónde los voy a llevar.

—Lo único importante es que nos saques de aquí.

Se tomaron de la mano y cerraron sus ojos.

Marina volvió a sentir a sus hermanas y a los hijos del fuego perdido. Sintió, también, como si un láser penetrara su piel para formar un círculo a la altura del entrecejo. León entreabrió los ojos y pudo ver una delgada línea azul dibujarse ahí donde Marina sentía el calor.

Una luz brillante y cerúlea los tomó a todos en una onda expansiva. Entonces, el viaje comenzó.

Zahorí III. La rueda del Ser

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