Читать книгу Una Iglesia devorada por su propia sombra - Camilo Barrionuevo Durán - Страница 10
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
La idea de que defecto, sombra u otra
desgracia podría alguna vez
causar que la Iglesia tenga necesidad de
restauración o renovación
es condenada de esta forma como
evidentemente absurda.
Papa Gregorio XVI, 1832
“Esta es la peor crisis que ha sufrido la Iglesia católica desde el cisma de la reforma de Lutero” afirmó conmovido un amigo sacerdote con el que me reuní a conversar hace poco tiempo atrás. Sin ser él un experto en el problema de los abusos sexuales de la Iglesia, me expresaba un sentir que se encuentra presente no solo en una parte importante del mundo católico confesional, sino que también encarna una apreciación diagnóstica que es posible de encontrar en la voz de innumerables autores, académicos e investigadores que han dedicado sus esfuerzos reflexivos e intelectuales a comprender la crisis que vive la Iglesia católica. Por cierto, uno puede estar legítimamente en desacuerdo teórico respecto de la “gravedad” de la actual crisis de la Iglesia. Sin embargo, creo que la experiencia emocional que está implícita en la declaración de mi amigo se condice bastante con la vivencia de muchos laicos y religiosos en nuestra sociedad: existe una sensación ambiental de que la Iglesia católica —probablemente una de las instituciones humanas que más influencia ha tenido en el modelamiento del alma de la cultura occidental— se encuentra crujiendo y resquebrajándose, quizás hasta sus mismos cimientos.
Desde la década de los ochenta, y con mayor decisión desde los noventa en adelante, en occidente se ha producido una verdadera avalancha de denuncias públicas sobre abusos sexuales sistemáticos que decenas de miles de sacerdotes, religiosos y religiosas han cometido contra niños, niñas y adolescentes pertenecientes a sus comunidades eclesiales. En estos casi treinta años de develamiento progresivo e ininterrumpido han surgido incontables testimonios y relatos de víctimas que nos hablan de miles de crímenes de parte de miembros del clero católico, los que van desde el ejercicio de la violencia física y psicológica, a la manipulación de conciencias, la extorsión, el abuso de poder, el abuso sexual, la violación y la tortura.
Por otra parte, se ha develado un esparcido sistema de encubrimiento de estas conductas abusivas y delictivas que ha sido llevado a cabo por obispos y autoridades eclesiales. En nuestra sociedad ha causado casi tanto o mayor impacto, desconcierto e indignación la constatación del patrón de protección y encubrimiento criminal que la Iglesia —en tanto institución— ha ejercido durante décadas, que los casos de abusos sexuales en sí mismos. En ese sentido, ha habido una aguda y dolorosa toma de conciencia general de que estos sacerdotes, religiosos y obispos miembros de la Iglesia católica —una Iglesia que dice ser heredera del mensaje de Cristo—, se han comportado con un nivel de malignidad propia de los peores criminales que pululan en los regímenes dictatoriales. Es decir, que nuestros pastores y líderes espirituales han encarnado y accionado el peor aspecto del género humano, a saber, la capacidad de abusar, instrumentalizar, dominar y parasitar destructivamente a personas que están en una condición de vulnerabilidad y dependencia comparativa.
Tomar conciencia de la gravedad y profundidad del problema no ha sido fácil. Ciertamente ha habido una enorme resistencia para poder nombrar y escuchar la realidad de los abusos sexuales, y en grandes sectores del mundo de la Iglesia la primera reacción ha sido la de negar, descreer y/o minimizar la gravedad del problema. Solo con el paso de los años, y con la abrumadora cantidad de evidencias sobre lo anquilosado que estas prácticas abusivas han estado en el interior de la Iglesia, es que se ha llegado a un reconocimiento general de las dimensiones que el problema de los abusos —y el patrón de encubrir y proteger a los perpetradores— ha significado para el mundo católico. En ese sentido, mi percepción es que nos hemos movido de un clima de negación y minimización del problema, a uno donde el aturdimiento, confusión, y desorientación son los estados emocionales que priman. Ciertamente también han emergido la rabia, la indignación moral y el dolor como respuestas espontáneas colectivas saludables ante la realidad de estos abusos, pero junto con ellas muchas veces la experiencia personal y colectiva de mirar de frente el horror de los abusos sexuales en la Iglesia, se asemeja a la vivencia de quedar petrificado ante un tsunami de malignidad que se yergue gigantesco frente a nosotros.
Escuchar los relatos de las víctimas nos aturde y nos aplasta, nos confronta y nos desafía, y a ratos la experiencia de estar en contacto con el dolor de nuestros prójimos abusados nos deja con una sensación de estupefacción. ¿Cómo ha sido posible que esto sucediera? ¿Cómo entender que en el seno mismo de la Iglesia —una Iglesia dedicada supuestamente a la protección de los más débiles e indefensos— se produjera este nivel de daño y victimización? Nos encontramos en ese sentido experimentando un aturdimiento similar al que debe haber sufrido Pandora al entreabrir la caja prohibida, y constatar, perpleja, como la avalancha de los males se desbordaba por el mundo. En nuestro caso, la caja eclesial que contenía sellada e invisible los horrores vividos por cientos de miles de niños, niñas y adolescentes se ha destapado de forma irreversible; y, para nuestro espanto y pese a que hace al menos treinta años que se viene vaciando, no parecen haber señales de que estemos cerca de terminar de conocer toda la verdad de lo que yacía escondido en el interior de nuestras iglesias, colegios y comunidades.
DIMENSIONANDO LA GRAVEDAD DEL PROBLEMA
Es importante respaldar las afirmaciones iniciales respecto de la gravedad de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia con información que resulte legítima y fidedigna acerca de cómo esta se ha manifestado concreta y operativamente. Existen, en ese sentido, algunos datos investigativos relevantes que sería bueno discutir de forma introductoria. Esto resulta adecuado de realizar ya que aún existen ciertos círculos en que se descree de la seriedad del problema (personalmente aun me ha tocado escuchar quienes afirman que hay una injusta persecución hacia la Iglesia y que comparado con la prevalencia de los abusos sexuales en el resto de la sociedad, lo de la Iglesia no es un problema en sí particularmente sintomático o significativo). Por tanto, considero pertinente realizar al menos una somera revisión de los hitos mundiales respecto de este conflicto. No pretendo con ello dar un minucioso, acabado y definitivo informe de todos los casos de abusos sexuales eclesiales en el mundo —objetivo que escapa al espíritu de esta reflexión y que, por lo demás, periodistas e investigadores ya han hecho ese trabajo de una forma más completa de lo que yo mismo podría realizar— sino que traer al frente algunas de las investigaciones y casos más emblemáticos para ilustrar el alcance y gravedad de este problema. Por su valor simbólico e impacto mundial me gustaría discutir brevemente los casos de Estados Unidos, Irlanda y Australia, luego de lo cual me referiré de forma esquemática al escenario latinoamericano, y, específicamente, al caso de los abusos sexuales en la Iglesia chilena.
Hay cierto consenso en fijar como uno de los hitos que marca el comienzo de las denuncias públicas contra sacerdotes en Estados Unidos, las acusaciones realizadas en Luisiana contra Gilbert Gauthe, en el año 1983. Durante el juicio, Gauthe admitió que había abusado de 37 niños de su comunidad, los que aparte de ser violados por él eran forzados a tener relaciones sexuales grupales entre ellos bajo amenaza de muerte —Gauthe los intimidaba con su pistola si se rehusaban a sus demandas sexuales— mientras él fotografiaba dichos encuentros. Posteriormente, durante su tratamiento en prisión le confiesa a su psicoterapeuta haber abusado al menos 100 niños y niñas1. El caso de Gauthe es significativo ya que pone el tema de los abusos sexuales de sacerdotes católicos por primera vez en la prensa nacional estadounidense y, además, devela el modus operandi de la jerarquía eclesial para manejar este tipo de situaciones: traslados de parroquia, encubrimientos, amedrentamientos a las familias y/o arreglos económicos extra oficiales condicionados a silenciamiento público.
Uno de los primeros trabajos reflexivos que emergieron a raíz del caso Gauthe fue El problema del abuso sexual por el clero católico romano (1985), el que fue elaborado por Ray Mouton, Thomas Doyle y Michael Peterson, escrito que sería popularmente conocido como “el manual”. En ese profético trabajo se postuló la tesis de que la comprensión del abuso sexual clerical debía implicar consideraciones legales judiciales, canónicas, clínicas y espirituales. Pese al tono de urgencia advirtiendo la seriedad y gravedad del problema y que sus autores enviaron su trabajo para su discusión a la Conferencia de Obispos Católicos Estadounidenses, la jerarquía de la Iglesia hizo caso omiso de sus recomendaciones. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, “el manual” tendría una importante influencia en las décadas siguientes para la comprensión de la crisis de la Iglesia estadounidense2.
El nivel de prensa que adquirió el caso Gauthe alentó a que comenzara una ola de denuncias hacia otros sacerdotes involucrados en abusos sexuales en el estado y creó un efecto dominó a nivel nacional. Entre 1983 y 1987 hubo un promedio de una denuncia a la semana relacionada con casos de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes católicos a lo largo y ancho de Estados Unidos3. Para comienzo de los años noventa ya habían suficientes antecedentes investigativos de que el problema de los abusos sexuales en la Iglesia católica de Estados Unidos era una realidad incomoda, quemante y ciertamente no reducible a la noción de “casos aislados”4.
Sin embargo, iba a ser el escándalo y terremoto del develamiento de los abusos sexuales de la arquidiócesis de Boston, los que, en enero de 2002, gracias al notable trabajo investigativo realizado por el equipo de Boston Globe 5, mostraría la profundidad y severidad del problema vivido en al interior de la Iglesia católica. El símbolo de esa tragedia iba tener dos rostros concretos, el sacerdote John Geoghan y el cardenal Bernard Law. El primero de ellos abusó de al menos 130 niños, mayoritariamente prepúberes de sectores marginales vulnerables, entre los años 1960 y 1998. El cardenal Law en cambio, fallecido a finales del año 2017, pasaría a la historia como el responsable directo de uno de los mayores encubrimientos sistemáticos documentados en la Iglesia católica; ya que solamente en la arquidiócesis de Boston, se descubrió que alrededor de 237 sacerdotes cometieron delitos de abuso sexual a menores durante décadas, al amparo del minucioso trabajo de encubrimiento perpetrado por dicho cardenal. Paradójicamente, luego de aceptar su renuncia, Juan Pablo II le traslada al vaticano y le nombra arcipreste de la basílica de Santa María la Mayor —una de las más importantes de Roma—, llegando incluso a participar en la elección del papa Benedicto XVI en el año 2005.
En el año 2004 se publica uno de los trabajos investigativos más serios y exhaustivos realizados a la fecha para evaluar el alcance del problema de los abusos sexuales en la Iglesia católica de Estados Unidos. Dicha investigación fue solicitada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos y la realizó el equipo del prestigioso John Jay College de Justicia Criminal, la cual fue liderada por la doctora Karen Terry. El estudio llevado a cabo por el equipo John Jay documentó 4.392 sacerdotes con denuncias fidedignas de haber cometido agresiones sexuales a menores de edad entre los años 1950 y 2002, lo que representa el 4,3 % de los sacerdotes diocesanos y el 2,5 % de los sacerdotes de órdenes religiosas de todo el país6. Sin embargo, se ha estimado que el porcentaje real de sacerdotes que han cometido abusos es bastante superior. Argumentos que sustentan dicha hipótesis son: 1) hubo una significativa cantidad de sacerdotes diocesanos y religiosos que no fueron incluidos en el estudio; 2) la información enviada a los investigadores dependía directamente de los obispos y la verosimilitud de los registros eclesiales, lo que hace levantar razonables sospechas sobre omisiones de información; y 3) el gran número de casos en los que el abuso simplemente no se denunció7. Por otra parte, el número total de víctimas se estimó en cerca de 11.000 niños, niñas y adolescentes, aunque autores posteriores han estimado que la cifra real debiera estar cercana entre las 40.000 a 60.0008.
Otro hito relevante en la historia de descubrir los alcances de los abusos sexuales en la Iglesia ha provenido del icónico caso Irlandés. Luego de varios años de revelaciones paulatinas respecto del infierno soportado por cientos de niños y jóvenes irlandeses, los que fueron brutalmente abusados, violados y torturados durante décadas en instituciones católicas relacionadas con la educación y la beneficencia (orfanatos, colegios, institutos, etc.); en el año 2009 dos contundentes investigaciones verían la luz: los reportes Ryan y Murphy.
El reporte Ryan ha sido particularmente agudo en revelar la simbiótica y patológica relación establecida entre la Iglesia y las instituciones del Estado Irlandés —específicamente la policía y la fiscalía— las que funcionaron como cómplices encubridoras. Al mismo tiempo, vuelve a develar el patrón de encubrimiento y traslado de los abusadores de parte de las autoridades eclesiales. Por otra parte, se ha estimado que el reporte Ryan también ha mostrado la profunda contradicción y escisión del espíritu nacional irlandés, el que por una parte era orgullosamente católico —el “país más católico del mundo”— y autorreconocido como un modelo de fidelidad religiosa a imitar por otras naciones; pero cuyo lado sombrío se reveló a través de estos 1.090 testimonios de abusos sistemáticos y brutales vejaciones que eran parte de la cotidianeidad de diversas instituciones relacionadas con la Iglesia realizados por alrededor de 800 abusadores, laicos y religiosos9.
Teniendo un enfoque más acotado y específico respecto de la realidad de la arquidiócesis de Dublín y sus 200 parroquias, el reporte Murphy se centró en documentar a 320 víctimas —niños y niñas— que entre los años 1975 y 2004 fueron abusados sexualmente por 46 sacerdotes católicos. De los casos investigados solo 11 sacerdotes fueron condenados por delitos de abuso sexual. En dicha investigación se concluye categóricamente que las autoridades eclesiales de la arquidiócesis de Dublín se preocuparon de ejercer su influencia, bajo todos los medios posibles, para mantener en secreto los casos de violaciones y abusos sexuales, poniendo la protección y reputación de la Iglesia —es decir, la “evitación del escándalo”— por sobre un mínimo cuidado a las víctimas10. Tomando la totalidad de sacerdotes en la zona el porcentaje de sacerdotes abusadores se acerca al 6.1 %11.
El impacto causado por el caso Irlandés hizo que durante el 2010 no solo el papa Benedicto XVI tuviera que enfrentar la situación públicamente —pidiendo perdón y reconociendo que se había fallado de forma sistemática en proteger a los niños, niñas y jóvenes bajo el cuidado de la Iglesia12—, sino que nuevamente se desencadenó una ola de denuncias de abusos sexuales y encubrimientos de parte de la Iglesia, pero esta vez en toda Europa. Recibieron atención internacional los casos denunciados en Bélgica, Austria, Francia, Holanda y, de una manera particularmente aguda, los casos denunciados en Alemania. El caso Alemán incluyó el develamiento de los brutales abusos sexuales y torturas sistemáticas (privación de alimentos, golpizas y amenazas) que sufrieron al menos 547 niños pertenecientes al coro católico de Ratisbona, institución que por años estuvo a cargo del hermano del papa Benedicto XVI, monseñor Georg Ratzinger.
El caso de la Iglesia Australiana ha sido uno de los últimos en cobrar relevancia a nivel mundial. El gobierno de ese país decide el año 2012 constituir la Comisión Real de Respuestas Institucionales al Abuso Sexual Infantil, comisión compuesta por connotados académicos e investigadores que trabajarían durante cinco años entrevistando a cerca de 8.000 víctimas de abusos sexuales infantiles en todo el territorio australiano. Respecto al caso específico del abuso infantil en contextos institucionales religiosos, la Comisión Real reportó un total de 4.029 casos, la mayoría de ellos —el 61,8 %— ocurrieron en un contexto institucional ligado a la Iglesia católica. Se estimó que un 7 % del total de sacerdotes católicos australianos, entre 1950 y 2010, estuvo involucrado en la realización de estos delitos13.
Las prácticas abusivas descritas por las autoridades australianas implican los mismos patrones presentes en otras partes del mundo de manipulación, extorsión y profanación del discurso religioso para justificar dichos crímenes. Destaca en ese sentido los sórdidos relatos en torno a los abusos del sacerdote Gerald Ridsdale —responsable comprobado de más de un centenar de víctimas—, quien durante las violaciones le pedía a sus víctimas que rezaran para ser perdonados, afirmando que el abuso “era parte del trabajo de Dios”, llegando incluso a violar a una niña en el altar de la iglesia ante la presencia del padre de la menor, y amenazando que si alguna de sus víctimas decía algo al respecto “Dios castigaría a sus familias”14. Debido a las evidentes políticas de encubrimiento y negligencia de parte de las autoridades eclesiales en Australia, el cardenal George Pell —responsable de las finanzas del vaticano, y muy cercano al papa Francisco— tuvo que reconocer públicamente haber fallado gravemente en el manejo de los sacerdotes pederastas. Con posterioridad, el mismo cardenal tuvo que enfrentar acusaciones legales que le imputan diversos tipos de delitos de abuso sexual a menores. En marzo de 2019 fue condenado a seis años de cárcel por violación de un niño de 13 años y abuso de otro, convirtiéndose en la persona de más alta jerarquía eclesial en ser condenada por este tipo de crímenes15.
Ciertamente América Latina no ha estado exenta de esta oleada de denuncias. Uno de los casos que mayor repercusión pública ha tenido en el continente es el del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de la congregación Legionarios de Cristo.
Pese a que hay evidencia de que el Vaticano tenía información de abusos sexuales perpetrados por Maciel al menos desde los años cuarenta, no sería hasta 1997 que el caso alcanzaría una repercusión internacional cuando ocho exmiembros de la Legión difundieron una carta abierta al papa Juan Pablo II donde denunciaban haber sido abusados reiteradamente por Maciel. Respecto al caso de Maciel se ha planteado que el congelamiento y obstaculización de su proceso investigativo en el Vaticano se debió a la protección que ejerció Juan Pablo II hacia su figura, debido al aprecio y consideración especial que dicho Papa le profesaba. Solo con la llegada de Benedicto XVI se reabrió el proceso canónico investigativo contra Maciel. La sentencia iba a llegar finalmente el año 2006, cuando se le condenó a la prohibición de ejercer su ministerio públicamente, recomendándole retirarse a una vida de “oración y penitencia”. Luego de su muerte en el año 2008 terminaron de salir a la luz pública eventos relacionados con su vida, los que incluían decenas de denuncias de abuso sexual, paternidad de varios hijos no reconocidos —incluyendo el testimonios de sus hijos de haber sido abusados sexualmente por el mismo Maciel—, adicción a la morfina, y plagio intelectual.
El resto de la información sobre los abusos sexuales realizados por sacerdotes y religiosos en México se encuentra dispersa y aun no sistematizada, aunque existan varios casos emblemáticos relevantes. Entre ellos se puede mencionar: el de Juan Aguilar de Puebla (denunciado por abuso a setenta menores), Gerardo Silvestre de Oaxaca (condenado a 16 años de cárcel, se presume que sus víctimas pueden llegar al menos al centenar), Manuel Ramírez en nueva León (cinco años de prisión por abuso a nueve niños), y Eduardo Córdova de San Luis de Potosí (prófugo, al menos 19 víctimas).
Los últimos 15 años han existido denuncias de cientos de sacerdotes en toda América Latina, incluso produciéndose encarcelamiento de varios de ellos. Se han reportado denuncias y condenas de religiosos en los países de Argentina, Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Puerto Rico, Brasil y Chile. De entre ellos me referiré brevemente al escenario chileno.
La visibilización pública de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos en Chile tendría un punto de inflexión el año 2002, cuando se conociera la denuncia contra José Aguirre, el “cura Tato”. Luego de diez meses de proceso judicial, Aguirre fue sentenciado a doce años de cárcel habiéndose comprobado al menos una decena de abusos sexuales a menores. El mismo año 2002, el Arzobispo Emérito de la Serena, Francisco Cox fue retirado de sus funciones pastorales por “conductas impropias” y, sin que enfrentara a la justicia, se le recluyó en un monasterio en Alemania.
Sin embargo, el rostro y símbolo de los abusos sexuales en la Iglesia chilena iba a ser el caso del exsacerdote Fernando Karadima. Pese a que ya se había realizado una denuncia eclesial en el año 2004, no iba a ser hasta el 2010 cuando el caso terminó de salir a la luz pública, y a desatar una de las mayores crisis de la Iglesia chilena, cuya duración se extiende hasta nuestros días. Karadima fue condenado el año 2011 por la justicia canónica a una vida de “penitencia y oración” debido a sus múltiples casos de abuso sexual. Un poco más tarde y pese a estar prescrito el caso, la justicia civil reafirma la veracidad de cada uno de los delitos que se le acusaban. Siete años después, en septiembre de 2018, sería finalmente dimitido del estado clerical “por el bien de la Iglesia”.
Las repercusiones de los crímenes que Karadima cometió han sido vastas y complejas. No solo porque ha quedado al descubierto que, al igual que en otras partes del mundo, ha existido toda una red eclesial de encubrimiento, manipulación, y proteccionismo de parte de obispos y autoridades religiosas para obstruir el proceso investigativo respecto a estos crímenes; sino que, además, el caso Karadima ha develado de una forma particularmente evidente la forma como se administraba el poder en la Iglesia, sus problemáticas alianzas estratégicas con sectores de la elite políticosocial nacional, y las oscuras prácticas de control, tortura y amedrentamiento psicoespirituales que se implementaron en la formación de toda una generación de sacerdotes, muchos de los cuales siguieron ocupando posiciones de poder en la Iglesia16.
Desafortunadamente, han existido cientos de otras denuncias y procesos hacia pederastas religiosos en nuestro país. Los intentos de sistematizar la información aún son incipientes y dificultosos debido al continuo aumento de denuncias y develamiento de abusos sexuales cometidos por religiosos. Por ejemplo, en enero de 2018 la ONG Bishop Accountability reportó que habría cerca de 80 sacerdotes que han recibido acusaciones de abuso sexual en Chile17. Sin embargo, un año más tarde, luego de la polémica visita del papa Francisco al país, las denuncias de abuso habían crecido exponencialmente, llegando a existir 164 investigaciones en curso, 220 personas investigadas, y 246 víctimas para abril de 201918. En un reciente trabajo la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico de Chile sistematizó la información disponible de 230 casos de denuncia de abuso sexual, los que involucrarían a dos cardenales, seis obispos, 35 autoridades eclesiásticas, 146 sacerdotes, 37 hermanos y hermanas, cinco diáconos, tres capellanes y nueve laicos19. La Iglesia chilena ha enfrentado una profunda crisis que ha incluido numerosas órdenes religiosas a lo largo de todo el país, entre las cuales se cuenta a los Salesianos, los Hermanos Maristas, la Compañía de Jesús, la Orden de la Merced, Los Legionarios de Cristo, Franciscanos y el movimiento Schöenstatt, entre otras. En ese sentido, los últimos años ha ido en aumento la consciencia de que este es un problema que se encuentra considerablemente extendido en la Iglesia, y que las acusaciones de abusos sexuales a sacerdotes implican todo el espectro de sectores eclesiales; desde los más conservadores a los más liberales, desde el caso de O’Reilly al de Cristian Precht. Dentro de este último universo, destaca la reciente denuncia de abuso de consciencia y abuso sexual que la teóloga chilena Marcela Aranda, realizó en el año 2019 al fallecido sacerdote Renato Poblete, icónico, carismático y querido sacerdote jesuita chileno. De acuerdo a la teóloga los abusos implicaron siniestras prácticas de abuso sexual colectivo, violencia física y amedrentamiento para que se realice tres abortos como consecuencia de las violaciones del religioso20.
Por incompleta y apresurada que haya sido esta revisión de antecedentes, los datos actuales que disponemos al respecto debieran poder ayudarnos a dimensionar el nivel del problema que se enfrenta. Lo que dichas cifras revelan es que el establecimiento de relaciones abusivas de parte del clero católico se expresa de forma consistente y significativa en distintas partes del mundo, trascendiendo, con creces, la noción de casos aislados o anecdóticos. Pero más allá de todo número, de toda estadística y porcentaje, están ante nosotros las miles de víctimas y sobrevivientes. En última instancia, nuestro deber intelectivo está justamente del lado de todos aquellos que han sido tan profundamente heridos y traicionados. Una traición que no solo ha sido perpetrada por aquellos religiosos y sacerdotes católicos que a las víctimas les han arrebatado sus infancias, manipulado sus consciencias, envenenado su sexualidad y corrompido sus almas y su espiritualidad; sino que también ha sido ejercida por toda una estructura jerárquica e institucional que no ha estado a la altura del desafío de abordar el problema de la pederastia en su interior. En rigor, siendo más precisos sería más correcto afirmar que, en una abrumadora cantidad de veces, la jerarquía eclesial ha colaborado pasiva o activamente en la perpetuación de los abusos, ya sea apartando la vista del problema, escondiendo y/o reubicando sacerdotes con conductas criminales, o francamente realizando prácticas encubridoras propias de un funcionamiento gansteril.
ACTITUDES PROBLEMÁTICAS PARA EL ESTUDIO Y COMPRENSIÓN DEL FENÓMENO
Sin embargo, una de las primeras dificultades que emergen luego del sano reconocimiento de la gravedad de la situación de la crisis de la Iglesia, es la de poder vincularnos con el horror de los abusos sin sucumbir ante algunas actitudes que, aunque humanamente comprensibles, pueden dificultar una aproximación al fenómeno lo suficientemente profunda, constructiva y potencialmente transformadora.
En mi camino de intentar vincularme con los casos de abusos sexuales en la Iglesia para comprender sus mecanismos, dinámicas y factores subyacentes he encontrado algunas actitudes, perspectivas y opiniones —de ciudadanos comunes que se han sentido interpelados por la crisis, de miembros activos de la Iglesia y de personas provenientes del mundo académico— que he considerado particularmente nocivas. A ellas me referiré a continuación.
La primera de estas actitudes es una reacción bien esparcida en ciertos círculos no confesionales o abiertamente anticatólicos. Básicamente es una respuesta fuertemente emocional que, ante la constatación de la gravedad del problema de los abusos sexuales en la Iglesia, realiza una generalización desproporcionada respecto el funcionamiento de la totalidad del clero. Es decir, toma la premisa a priori de que un sacerdote o religioso va tener, por definición, algún tipo de desorden psicológico y/o sexual, ya que en último término “todos los sacerdotes son pedófilos encubiertos o son abusadores de algún tipo”. La —legítima— indignación contra la conducta del clero, y sobre todo con el comportamiento de su jerarquía, va a llevar a afirmaciones un tanto apodícticas, las que se suelen acompañar con golpes en la mesa, donde se corre el riesgo de “tirar al bebé con el agua de la bañera”, si se me permite el modismo explicativo. Lo inadecuado de la generalización se relaciona con lo que conocemos hoy en día por el estado de las investigaciones más relevantes al respecto: aunque los caso de los abusos sexuales emergen como una terrible y devastadora realidad, lo cierto es que el porcentaje de religiosos que presentan estas conductas se ha encontrado, hasta ahora, en el terreno del único dígito. Ciertamente, esto puede sufrir modificaciones en el futuro y dicho porcentaje puede ir en aumento. No obstante, existe evidencia suficientemente sólida para afirmar que la gran mayoría de los sacerdotes y religiosos no presentaría un comportamiento destructivo predatorio hacia niños y adolescentes.
En la vereda del frente, entre las personas que aprecian o pertenecen a la Iglesia católica, han existido una variedad de posturas desafortunadas.
La primera de ellas son las personas que adoptan una actitud de fuerte defensa corporativa, esgrimiendo una serie de argumentos autovictimizantes y persecutorios respecto a ciertos “enemigos” de la Iglesia que estarían detrás de la “magnificación” de la crisis.
La estructura de la argumentación sería algo así como:
1) Este es un problema en la Iglesia, es cierto,
2) pero…
3) a) no es tan grave, o, b) está agrandado/magnificado, o, c) en otros lugares es peor o igual que en la Iglesia;
4) ergo, esto es una creación que quiere destruir la Iglesia y su influencia en el mundo.
Entre los enemigos favoritos que este grupo de personas suele nombrar, se encuentran: la prensa, el mundo judío, los masones, la izquierda, entre otros. Me detendré más en profundidad a reflexionar sobre este mecanismo defensivo para abordar la crisis en el Capítulo III del presente libro, cuando reflexione sobre el problema del clericalismo o el narcisismo institucionalizado.
Por ahora baste con detenernos a mirar la estructura lógica de la primera parte del argumento. Dijimos que esta era así: a) Sí, esto es un problema en la Iglesia / b) pero, / c) esto es igual de grave que (o no tan grave como) en “x” lugar, ambiente o grupo.
Algunos ejemplos de cómo personas vinculadas a la Iglesia suelen usar esta argumentación podrían ser: “es cierto que en la Iglesia se cometen abusos sexuales, pero este es un problema que pasa en toda la sociedad”, “hay abusos en otras religiones también, ¿por qué la obsesión con la Iglesia?, “es cierto que hay abusos en la Iglesia pero esto también es un problema que sucede en otras relaciones de ayuda, como con los médicos o los psicoterapeutas”.
Como puede resultar evidente al lector, esta forma de argumentar tiene la estructura de la falacia lógica llamada tu quoque —tú también, o tú más—. Dicha falacia lógica implica intentar desacreditar una acusación apelando a que el que interpela —o su ambiente— también ha cometido esa falta en particular o, incluso, que no tendría la autoridad moral para entablar un reclamo (por tanto, esta es una falacia que es una variante de ad hominem). En este caso se afirma, a la vez, que este es un problema, pero se alega que es un delito que comente mucha más gente, no solo el clero de la Iglesia católica. Con ello, se intenta anular la eficacia de la pregunta por los abusos eclesiales, distrayendo el foco de atención hacia un otro que tendría un comportamiento, al menos, igualmente de destructivo.
Por cierto, como suele ser el caso de las falacias lógicas, parte del argumento es cierto. Existe evidencia de sobra para afirmar que los abusos sexuales hacia niños, niñas y adolescentes es un devastador problema humano que atraviesa a la sociedad completa siendo, de hecho, uno de los lugares de mayor riesgo de abuso sexual la propia familia del menor. El lugar de trabajo, los ambientes educativos escolares, y los lugares de formación académica formal, también son espacios donde las personas tienen riesgo de sufrir abusos sexuales21. Así mismo, existen muchos estudios que señalan que el problema de los abusos sexuales ocurre también en varias de las profesiones de ayuda22. Por cierto, todo parece indicar que el establecimiento de relaciones humanas en el contexto de una tradición religiosa donde el líder, guía o facilitador mal usa y/o abusa del poder es una dolorosa, cotidiana y destructiva realidad. El abuso sexual sucede también en el contexto del budismo23, del islam24, de las tradiciones chamánicas25, en la Iglesia anglicana26, y en otras
Iglesias protestantes27, por nombrar solo algunas. De todas formas, al no existir un tipo de gobierno centralizado que sea semejante a la estructura organizativa de la Iglesia católica, las comparaciones entre religiones son prácticamente imposibles28. Sin embargo, algunas investigaciones locales han postulado que parece existir una mayor presencia de abusos sexuales en la Iglesia católica que en otras religiones29. Independiente de la discusión comparativa, el argumento esgrimido por parte del mundo católico que abraza la lógica del tu quoque parece sumamente desafortunado y, en última instancia, innecesariamente defensivo. Básicamente el argumento reducido a su nivel elemental equivale a la pataleta de un niño que pillado en falta se defiende afirmando: “¿y cómo mi hermano también?”. Lo cual, dicho sea de paso, es tan absurdo y grotesco como la justificación de aquellos que interrogados por la cantidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura militar de derecha en Chile durante los años setenta y ochenta, afirman rápidamente que es cierto, pero que en los regímenes comunistas los crímenes han sido mucho peores. Por cierto, me parece que de las brutales declaraciones que existirían dictaduras “menos malas” que otras, tenemos ya bastante.
Que la Iglesia necesite afirmar que el problema de los abusos sexuales “es un problema de la sociedad entera” parece innecesario y desafortunado, y en última instancia un pobre consuelo para una tradición religiosa que clama actuar en el nombre de un Dios-Amor que anhela el florecimiento de todos sus hijos, sobre todo los más humildes y desamparados.
Finalmente, me gustaría nombrar una última problemática actitud respecto los abusos sexuales en la Iglesia. Ella se refiere al uso no-reflexivo de ciertas explicaciones que son esgrimidas a priori respecto las supuestas causas que estarían a la base de los abusos sexuales eclesiales. En rigor, se enarbolan esas teorías como una forma de validar, de antemano, lo que la persona considera que “está mal en la Iglesia”, sin ninguna consideración seria a las actuales investigaciones y estudios disponibles al respecto. Entre estas posturas, es posible nombrar las justificaciones clásicas de los sectores conservadores y liberales para explicar la crisis. De los primeros, los argumentos favoritos para explicar los casos de los abusos sexuales suelen ser: 1) la supuesta “homosexualidad” de los sacerdotes abusadores, 2) la influencia de la “moral sexual liberal” de nuestra [pecadora] sociedad secular, y 3) la falta de “fe real” o de “fidelidad” con la tradición doctrinaria de la Iglesia30. Por otra parte, en los sectores liberales, es frecuente encontrar la precipitada ligazón de los abusos sexuales con el celibato del clero y con la falta de sacerdotes mujeres.
Como se aprecia ambas líneas argumentativas suelen usar narrativas que contienen un razonamiento lineal, unicausal y que, en último término, resulta simplista. Además, ninguna de las afirmaciones precedentes está basada en la evidencia investigativa que disponemos en la actualidad. Por ejemplo, existe bastante claridad de que el problema de los abusos no está causado por ninguna orientación sexual específica: por una parte, la mayoría de los abusadores son heterosexuales, y, por otra, personas homosexuales y heterosexuales que cuentan con una personalidad integrada tienden a sentirse atraídos por personas adultas, no por menores de edad31. Así mismo, existe evidencia consistente de que los casos de abusos sexuales en la Iglesia suceden desde los albores de dicha tradición religiosa, siendo un problema que ha emergido en distintos momentos de su historia, por lo que de mala forma se podrían atribuir a nuestra “actual falta de fe” y/o un producto de la “decadente moral moderna”32. Por otra parte, no existe estudio científico alguno que pruebe una ligazón directa entre el abuso sexual y el celibato; como es sabido, la inmensa mayoría de los abusadores en el mundo son personas no célibes, por lo que la relación lineal entre la abstinencia de una vida sexual activa y el convertirse en un predador sexual de menores emerge como simplista e infundada33. Por último, pese a que la inclusión de la mujer en la Iglesia es una empresa que evidentemente reclama urgencia, existen múltiples autores que apuntan a que el problema de la crisis es multicausado, y que incluir a mujeres en posiciones de poder, sin realizar otras modificaciones significativas, no sería una garantía de acabar con este mal. Los casos donde mujeres religiosas en posiciones de poder —madres superioras, directoras de hogares y colegios, etcétera— han abusado física y psicológicamente de niños y niñas a su cargo es una evidencia clara de ello34 (aunque, por otra parte, también es cierto que los porcentajes de abuso sexual realizados por mujeres religiosas son significativamente menores)35. Volveré a discutir en mayor profundidad cada una de estas problemáticas narrativas explicativas respecto de la crisis a lo largo del presente trabajo.
Una vez que el problema de los abusos eclesiales es considerado con la gravedad y severidad objetiva que implica, el paso siguiente debiera poder ser el de elaborar algún intento de reflexión o comprensión integral del fenómeno. Pues, no podremos avanzar en un intento de reparación y/o solución de esta tragedia, sino contamos, primero, con un esbozo de diagnóstico comprensivo. Por tanto, nuestro desafío es intentar abordar este problema desde una perspectiva que resulte lo más multifocal posible, de manera de realizar una lectura de los distintos niveles involucrados. En ese sentido, tenemos el deber de trascender interpretaciones simplistas y unidimensionales, las que, lamentablemente, abundan en la conversación social y que, por cierto, han primado al interior de la misma Iglesia.
TESIS Y ESTRUCTURA DEL LIBRO
El presente trabajo está estructurado en torno a dos “ideas fuerza” principales. Dichas tesis funcionan como un tronco central que se encuentra presente en cada uno de los capítulos del libro, y son las que le dan continuidad e ilación al mismo.
La primera de ellas tiene relación con lo recién enunciado: el problema de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia tiene una naturaleza multicausal, es decir, implica una combinación e interacción de factores que tienen una naturaleza psicológica, sistémica estructural, eclesiológica, teológica, cultural y, también, una dimensión espiritual. En ese sentido, la presente propuesta interpretativa se contrapone —de manera directa— a perspectivas que abracen, de alguna forma, la lógica de la “manzanas podridas”. Este tipo de posicionamiento frente a la crisis afirma que los abusos están causados —linealmente— por individuos “enfermos”, en tanto sujetos aislados, los que se suelen categorizar usando las expresiones de: psicópatas, irrefrenables pedófilos, predadores sexuales encubiertos, curas homosexuales reprimidos, miembros del clero que no han sido fieles con la enseñanza del magisterio, entre otras. Como afirmé hace un momento, dependiendo de la posición ético-política de la persona será el tipo de “manzana podrida” que ella conceptualizará para achacar la responsabilidad de la crisis.
Sin embargo, me parece relevante aclarar que al afirmar que la crisis global de la Iglesia solo se puede comprender apelando a una mirada multisistémica e interdisciplinaria que dé cuenta de la pluralidad de factores en juego, no se implica con ello que en cada caso de abuso ocurra una igual convergencia de factores. Es decir, claramente existen casos individuales donde el factor de la psicopatología del abusador tiene un rol central y preponderante. En otras palabras, ciertamente dentro de los abusadores eclesiales existe un perfil que coincide con la caricatura popular del “oscuro y pervertido sacerdote pedófilo serial”. Tenemos famosos y tristemente célebres casos de sacerdotes que individualmente cuentan con un perfil clínico suficientemente grave y psicopatológico como para explicar su sistemática conducta abusiva hacia menores de edad, algunos de los cuales acabo de discutir en el apartado anterior. No obstante, como elaboraré en varios lugares de este trabajo, las investigaciones más relevantes a la fecha señalan que, mirado el escenario desde una perspectiva amplia y global, la gran mayoría de los sacerdotes católicos que han abusado sexualmente a menores de edad ni siquiera cuentan con los criterios diagnósticos para ser calificados, clínicamente, bajo el rótulo de pedófilos36. Es decir, su conducta disruptiva no se puede explicar por una configuración psicopatológica individual. En simple, la comprensión desde la psicología individual de los agresores no es suficiente para comprender y explicar la complejidad del fenómeno de los abusos sexuales eclesiales. Por lo tanto, una mirada sistémica, integral y multifocal resulta necesaria.
La segunda tesis estructurante del presente trabajo se relaciona con un concepto que proviene de la tradición de la psicología analítica llamado “la sombra”. El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung utilizó dicho nombre para señalar el lado oscuro del psiquismo humano, la parte de la personalidad que contiene todas las cualidades, vivencias y formas de ser que son incompatibles con el propio autoconcepto. Por tanto, la sombra encarna todo aquello que el sujeto es y le gustaría no ser, lo que rechaza, teme y detesta de sí mismo, y está relacionada, por lo general, con los vicios y defectos del propio carácter.
Usando esos lentes interpretativos es posible postular que, tanto en el nivel simbólico-cultural de la institución de la Iglesia católica como en la psicología individual de muchos de los miembros del clero, existe una configuración anímica particularmente perniciosa y nefasta, la que se encontraría a la base de la actual crisis. Dicha configuración se refiere a un estado interior escindido en el cual, simultáneamente, se produce una sistemática represión de la sombra personal del sacerdote y de la sombra colectiva de la Iglesia; acompañada de una visión idealizada, espiritualizada y romántica de la identidad clerical y de la propia institución religiosa.
La primera parte del argumento señala al proceso mediante el cual se rechazan, niegan y/o reprimen ciertos aspectos humanos del clero, los que son relegados al inconsciente sombrío. Dichos aspectos suelen tener que ver con las necesidades de afecto, cuidado e intimidad de las personas dedicadas a la vida religiosa, así como también con sus ambiciones de poder y reconocimiento, con la propia vulnerabilidad y con sus vivencias erótico sexuales, entre otras. Todos aquellos aspectos personales y humanos que, supuestamente, estarían en contradicción con el imaginario ideal de lo que significa ser un “verdadero” sacerdote católico, son fuertemente combatidos y reprimidos, y, por tanto, se convierten en contenidos que comienzan a formar parte de la sombra clerical. Como desarrollaré más adelante, lo problemático de esa situación es que mientras más intensa es la represión y negación de los aspectos sombríos —mientras más enemistado se está respecto de la propia sombra— más primitiva y destructiva ella se vuelve, pudiendo llegar a influenciar y dominar a la consciencia de una forma particularmente problemática.
El segundo momento del proceso, implica la tendencia de la consciencia religiosa de volverse agudamente unilateral, es decir, de identificarse exclusivamente con atributos y cualidades luminosasespirituales. Esto se expresa cuando a la Iglesia institucional —y al clero— se le puede llegar a conceptualizar utilizando las categorías como: “perfecta”, “infalible”, “pura”, “extraterrenal”, “sacrosanta” u otras nociones similares. Esta forma de imaginación religiosa suele conllevar un fuerte dualismo interno, en el que se opondrá de distintas maneras lo espiritual idealizado versus lo cotidiano/mundano devaluado.
Esta configuración anímica —el rechazo de los propios aspectos sombríos y la sesgada identificación con aspectos luminosos trascendentales— supone una gran tensión interna y un precario equilibrio psicoespiritual. Como veremos con más detalle en el siguiente capítulo, sucede que la sombra al no poder reconocerse en el interior de la personalidad y/o propia cultura, se va a proyectar en el prójimo. Entonces, el mal que habita en el propio interior de buena gana se le achacará al vecino que ahora se vuelve oscuro y persecutorio. En el caso de la Iglesia, esto suele implicar el proceso mediante el cual ella proyecta sus propios aspectos sombríos reprimidos en el [pérfido] mundo secular, el cual, para algunos miembros de esta institución, sería la fuente última de todo mal… aquel que la santa y sagrada Iglesia debe tan intensamente combatir. Esta escisión interna en el espíritu eclesial católico constituye una verdadera neurosis colectiva, la cual contribuye a generar un exaltado clima psicológico grupal, caldo de cultivo para mesiánicas cruzadas en las que, como suele ser la norma, se termina destruyendo el mundo en el intento de salvarlo. De hecho, desde esta perspectiva, no resulta tan incomprensiblemente paradójico que la institución destinada a “traer luz sobre la tierra” haya terminado, debido a lo profundo de su escisión interior, actuando su lado sombrío en el establecimiento de relaciones destructivas y vampirezcas con los más vulnerables y desprotegidos.
La imagen que emerge de la combinación de ambas tesis rectoras de este trabajo —lo multifactorial de la crisis y la grave manifestación de la terrible sombra eclesial— recuerdan a la figura de mitológica de la Hidra de Lerna. Dicha bestia es un monstruo de naturaleza ctónica que tiene la forma de una policéfala serpiente marina, y que cuenta con la propiedad de regenerar sus cabezas cuando una de ellas es atacada de forma individual. De alguna manera, el hacerle frente al problema de la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia católica implica encontrarse con una sombra colectiva que se ha vuelto monstruosa y destructiva, y que, tal y como en la lucha contra la Hidra, no resulta plausible de abordar efectivamente si es que elegimos focalizarnos en factores individuales aislados. Dicho en sencillo: la acción de cambiar un sacerdote abusador o a un obispo encubridor —por necesario, bueno y urgente que sea— sin resolver la naturaleza sistémica y estructural de la sombra institucional católica, es altamente probable que termine siendo inefectiva y que esta sombra destructiva de la Iglesia se regenere y exprese de otras inesperadas maneras. Richard Sipe, exsacerdote benedictino, psicoterapeuta, académico y reconocido investigador sobre los abusos sexuales en la Iglesia, lo resume de esta forma:
El abuso infantil por parte del clero es la punta de un iceberg. No se sostiene por sí solo (…). Por más difícil de aceptar, las estructuras jerárquicas y de poder debajo de la superficie, son parte de un mundo secreto que apoya el abuso. Estas fuerzas ocultas son mucho más peligrosas para la salud sexual y el bienestar de la religión que las que ya podemos ver. Este es el rostro de un sistema moralmente corrupto37.
El objetivo de este libro es el de esbozar una reflexión que pueda discernir cuáles son algunos de los principales factores psicológicos, teológicos y espirituales —a nivel individual y colectivo estructural— que puedan haberse conjugado para propiciar la crisis actual. Es decir, intentaré analizar las múltiples “cabezas” de la sombra de la Iglesia, intentando generar una narrativa explicativa que señale como es que ella llegó a adquirir este carácter destructivo y monstruoso. Considero que, como primer paso, debiéramos tener la capacidad de conocer, analizar y reflexionar respecto de cada uno de los factores que están a la base del problema de los abusos sexuales eclesiales, con la esperanza que de dicho conocimiento puedan surgir las acciones y cambios necesarios para que se interrumpan las relaciones de violencia y abuso, produciendo la tan anhelada transformación de dicha institución.
Para llevar a cabo esta empresa el Capítulo I realiza una introducción al concepto de la sombra, tal y como es entendida en el pensamiento de la psicología analítica. En ello se discuten algunas tesis fundantes del pensamiento junguiano, como la noción de lo inconsciente, la multiplicidad del alma y una introducción a la teoría de los complejos. Se describe el complejo de la sombra, nombrando su etiología y la forma como ella se manifiesta fenomenológicamente. Se discute, por último, el problema de la proyección de lo sombrío. Al final del capítulo se reelabora la tesis de que el problema de los abusos sexuales eclesiales expresaría sintomáticamente la configuración anímica escindida que implica la represión de la sombra de Iglesia.
En el Capítulo II se aborda el problema del perfil psicológico de los sacerdotes que han cometido abuso sexual. Se describen los hallazgos de varias investigaciones respecto de las configuraciones de personalidad presentes en los abusadores clericales. Como idea central del capítulo se describe la tesis de que el factor psicológico del narcisismo, como rasgo de personalidad preponderante, sería trasversal en los perfiles de sacerdotes pederastas. Recurriendo al mito griego sobre Narciso se discuten las características de personalidad principales de dicha configuración psicológica, presentando las discusiones teóricas contemporáneas en psicología al respecto. El capítulo cierra con una elaboración mitológico-simbólica de la psicodinámica del abuso sexual, desde la perspectiva del mito de Narciso, en relación con las configuraciones de personalidad y patrones familiares frecuentes en la vida de religiosos y sacerdotes.
El Capítulo III del libro plantea la hipótesis de un acople patológico entre un clero en cuya psicología predominan configuraciones narcisistas de la personalidad, con un cultura eclesial de tipo clericalista. Para ello se describe y explica que se comprende por clericalismo, cuáles son sus características principales y las formas como se manifiesta en la vida de la Iglesia. Se desarrolla una perspectiva histórica eclesiológica para comprender como se fue instaurando una cultura clerical en la Iglesia. Para eso, se recurre a cuatro hitos paradigmáticos del desarrollo de la Iglesia: la Iglesia temprana, la adopción del Imperio romano de la religión católica como culto principal, la reforma y la entrada de la Iglesia a la modernidad y, finalmente, el Concilio Vaticano II. Por último, se describen algunos síntomas del comportamiento de la Iglesia para afrontar la crisis que coinciden con la hipótesis de un narcisismo clerical, a saber, la obsesión con la autoimagen y la evitación del escándalo, la dificultad para considerar el sufrimiento y perspectiva de las víctimas, la devaluación de las víctimas, una relación paranoide y autovictimizante con la cultura (prensa), y el problema de la “psicología de elite”.
El Capítulo IV introduce y describe el problema del “bypass espiritual”, nombrando cuáles son sus principales características y formas de manifestación. Se plantea que el problema del bypass espiritual se encuentra presente de dos formas en la crisis: en la espiritualización del problema de los abusos y en el perfil psicológico del clero. Respecto del primer punto se describe y ejemplifica como parte considerable de los modos de enfrentamiento del problema de los abusos sexuales ha conllevado un enfoque espiritual-romántico que postula que la crisis se explica por “una falta de fe”. Discuto al respecto algunos escritos de Juan Pablo II y Benedicto XVI que ilustran dicha posición, describiendo cuáles son sus aspectos problemáticos. Por otra parte, desde la perspectiva de la investigación actual sobre la configuración de personalidad del clero, se plantean cuáles son los problemas de integración y coherencia psicológica más frecuentes en ellos, y como se ha usado un lenguaje espiritualizado para ocultar y no enfrentar dichos problemas. Se ilustra esa situación describiendo patrones frecuentes en la relación que suele establecer el clero con la emoción de la rabia, con los impulsos erótico-sexuales y con el enmascaramiento de las consecuencias del trauma relacional temprano.
El Capítulo V aborda el problema del lado oscuro del poder en las relaciones pastorales, postulando la tesis de que el clero tiene una falta de conocimiento, formación y supervisión respecto de las dinámicas inconscientes relacionales que se manifiestan en los vínculos de acompañamiento que desarrollan cotidianamente. Para ello se explica que se entiende por transferencia y contratransferencia y como se manifiesta ese tipo de procesos inconscientes en las distintas relaciones de ayuda, incluidas las de tipo pastoral, acentuando los aspectos problemáticos de que no haya una formación y supervisión eclesial al respecto. Así mismo se postula la tesis de que el lado oscuro del poder implica una partición del “arquetipo del sanador/herido”, y se explica cómo personas con vulnerabilidades narcisistas están en una posición particularmente precaria para enfrentar dicha configuración relacional sombría. Por último, el capítulo plantea la tesis de la transferencia arquetípica, se la describe clínicamente y se abordan formas problemáticas en que religiosos y sacerdotes pueden relacionarse con ella, y como esas formas de vinculación pueden gatillar distintas trasgresiones en la relación de ayuda.
En el Capítulo VI se desarrolla el problema de la negación y represión de las dimensiones humanas vulnerables de sacerdotes y religiosos tanto en su formación, en su acompañamiento cotidiano, y en la forma como estructuran su rutina diaria. Se plantea la existencia de una cultura de expectativas desmedidas —soberbia— respecto la vida psicosocial del clero, lo que implica fomentar un clima cotidiano atravesado por una alta carga de estrés laboral y burnout. Se postula la hipótesis de un cruce entre tres factores distintos que configuran ese escenario. Primero una dimensión psicológica relacionada con cómo personas religiosas que cuentan con un precario grado de cohesión interna pueden experimentar de forma patológica el problema de los ideales del self. Segundo, un nivel institucional en que se alienta una cultura de falta de autocuidado, soledad y estrés, que crea situaciones psíquicas riesgosas para sus miembros, afirmando que existe evidencia suficiente de estudios que apuntan a la relevancia de estos factores para propiciar la ocurrencia de abusos sexuales. Por último, se plantea la hipótesis de que el escenario anterior se acoplaría problemáticamente con un imaginario simbólico, de algunos miembros del clero, en los que habría una cristología predominante que, de facto, negaría o minimizaría la dimensión humana de Jesús. Es decir, a los desmedidos ideales del self y al clima de exigencia institucional se le sumaría un imaginario espiritual dominado simbólicamente por una “cristología desde arriba”.
El Capítulo VII reflexiona en torno al factor de la vida sexual sombría, secreta y oscura del clero, vinculándola con los aspectos problemáticos del celibato obligatorio para intentar discernir como dicha configuración influenciaría la crisis de los abusos sexuales. Para ello se estructura el capítulo en cinco momentos. Primero, un breve esbozo histórico de como la Iglesia ha intentado normar la vida erótica sexual de sacerdotes y religiosos e imponer la obligatoriedad del celibato, de forma tal que dicha perspectiva pueda dar un contexto adecuado al escenario en que se levantan los cuestionamientos y reflexiones actuales. Segundo, se aborda cual es la racionalidad del celibato, es decir, cuáles son los argumentos y razones que se esgrimen para afirmar la necesidad de tener un celibato obligatorio en el clero. Se revisan en ello tanto en las razones explícitas constructivas, como las motivaciones “sombrías” implícitas. Tercero, se aborda el problema de la teología católica que está detrás de los argumentos que afirman la necesidad de llevar una vida célibe, es decir, las ideas religiosas respecto al lugar del cuerpo, lo erótico y el placer en el universo simbólico espiritual católico. Cuarto se discuten algunos de los estudios e investigaciones más relevantes a la fecha que han intentado dilucidar la posible relación causal —directa e indirecta— entre el celibato y el problema de los abusos sexuales. Por último, el capítulo cierra con una reflexión sobre la tensión entre celibato ideal y el celibato real del clero, es decir, sobre el problema de cómo es vivida en realidad la vida sexual del mundo religioso católico —más allá del problema de los abusos— y las consecuencias psicológicas y culturales que dicha tensión provoca.
Finalmente, en el Capítulo VIII se aborda el minimizado problema de los abusos a las mujeres en la Iglesia, planteando algunas hipótesis explicativas respecto de este fenómeno. Para ello se elaboran tres perspectivas confluyentes de tipo cultural-teológico en el universo católico. Primero, se describe el problema de la misoginia en el universo simbólico espiritual católico, planteando la perspectiva que ha sido una cultura religiosa que, históricamente, ha estado dominada por un discurso de tipo patriarcal, el cual ha rechazado a lo femenino, equiparándolo simbólicamente a lo maligno/demoníaco. Segundo, se discute la posible relación entre la teología de la cruz, la romantización e idealización del sufrimiento como camino redentivo y la aceptación de dinámicas abusivas de parte de las mujeres en la Iglesia. Para ello se esbozan las principales teologías de la cruz y se elabora la crítica de las teologías feministas al respecto. Por último, el capítulo cierra discutiendo sobre el problemático encuentro de una espiritualidad religiosa femenina de un marcado acento kenótico con ambientes y climas institucionales gobernados por dinámicas de tipo abusivo.
CONSIDERACIONES FINALES
Estoy consciente de que la agenda de este libro es, de cierta manera, ambiciosa. El intento de pensar sistémicamente, desde distintos niveles lógicos, y bajo perspectivas disciplinares y teóricas disimiles para abordar la crisis de la Iglesia conlleva, en sí mismo, cierta “confianza narcisista” en la posibilidad de realizar semejante empresa. De alguna forma, hacerle frente a la gigantesca oscuridad destructiva que la sombra de la Iglesia ha develado convoca algo de un espíritu épico. Sin embargo, si hemos de tomar seriamente el patrón mítico subyacente a la presente reflexión —la historia del encuentro con la Hidra—, eso debiera alertarnos de que esta no es una bestia que se le pueda hacer frente en soledad y aislamiento, sino que un trabajo comunitario y colectivo es requerido como condición mínima para tener alguna posibilidad de éxito (tal y como lúcidamente lo intuye Heracles en el mito). En ese sentido, se debe entender que las reflexiones que ofreceré a continuación tienen un carácter provisorio e incompleto, y que estarán llenas de puntos ciegos, errores y limitaciones comprensivas. Personalmente, es mi esperanza que ellas puedan ser corregidas y mejoradas por otros con mayor lucidez sobre este problema.
Una segunda limitación de mi trabajo también se relaciona con mi particular experticia y formación académica. Aunque he insistido en la necesidad de poder abrazar un enfoque “multisistémico e interdisciplinario” para abordar la crisis, ello no significa que personalmente esté en las condiciones de realizar dicho cruce de perspectivas con completo éxito. Como podrá resultarle evidente al lector respecto de la presentación de capítulos recién realizada, mi principal abordaje disciplinar está anclado en la psicología clínica, específicamente —aunque no limitada a ella— dentro del ámbito de la psicología analítica. Aunque mi formación académica tiene una naturaleza híbrida, la que incluye los campos de la teología y la espiritualidad, mi vertiente principal es, sin duda, la psicológica. Es decir, pienso, leo e interpreto la realidad fundamentalmente desde esa perspectiva específica, y desde allí hago cruces, establezco puentes y genero diálogos con otras tradiciones académicas. En ese sentido, sea una advertencia para que el lector especializado no espere encontrar un libro nacido de una reflexividad teológica pura. Por tanto, lo “multisistémico” e “interdisciplinario” de mi reflexión va a estar seriamente limitada por los sesgos y predominancia de mi tradición madre, la psicología profunda.
Otra aclaración para los colegas provenientes del campo académico clínico. Cuando he hablado de la necesidad de generar un “diagnóstico definido y claro” sobre el problema de los abusos sexuales en la Iglesia, no tengo en mente la necesidad de realizar un juicio “cientificista clásico”, lleno de rotulo psiquiátricos y/o clasificaciones de manual de salud mental. Más bien, cuando he usado el concepto de “diagnosticar” tengo en mente el intento de comprender reflexivamente, es decir, la posibilidad de ofrecer ciertas narrativa interpretativas que puedan dar cuenta de la abismal oscuridad de los abusos y torturas que han sufrido nuestros niños, niñas y jóvenes al interior de la Iglesia.
En el campo de la psicología profunda se considera que la psique tiene una función mito-poética —término acuñado inicialmente por Fredrick Myers en la segunda mitad del siglo XIX— que le es innata y que se refiere a la capacidad de la mente humana de expresarse en fantasías e imágenes simbólicas que contienen un patrón estructural subyacente de tipo mitológico38. Esto significa que las historias, los relatos y los mitos son el lenguaje principal de la psique, y que estos pueden ayudar a comprendernos de forma más plena y transformadora que un idioma propio de manual de diagnóstico clínico. En ese sentido, considero que el lenguaje y marco conceptual que ofrece la psicología analítica para referirse a los problemas del Alma —y específicamente al problema del mal a través de su concepto de “la sombra”—, pueden ser un aporte que estimule nuestra comprensión e imaginación simbólica respecto de lo acaecido en la Iglesia.
Como el mismo Carl Gustav Jung lo afirmó muchas veces en sus escritos, uno de los problemas que produce el encuentro con el mal es que suele devenir un estado de profundo aturdimiento, perplejidad y desorientación existencial. Y si la caja de Pandora de los abusos sexuales en la Iglesia se ha abierto de una vez por todas, debemos construir un relato, una mirada simbólica compresiva, un nuevo lenguaje sobre el Alma y sus conflictos psicoreligiosos, que nos ayude a vincularnos e integrar —esperemos— este tsunami de oscuridad que nos ha explotado encima desde la cotidianidad de nuestras iglesias, colegios y comunidades.
Por último, la final aclaración se desprende del anterior punto, y tiene que ver con una “corrección” que es necesaria de realizar respecto del mito de la Hidra recién señalado para describir el aspecto monstruoso y multicausado de la crisis de la Iglesia. Pues mi personal posicionamiento respecto del problema de la sombra de la Iglesia, como espero que quede claro durante este trabajo, está gobernado no por un ánimo heroico-bélico sino por uno dialógico-comprensivo. Es decir, a diferencia de la historia tradicional de la Hidra en que Heracles y Yolao terminan “matando a la bestia”, mi perspectiva personal será más bien la de intentar describir, comprender y, por sobre todo, la de hacer el esfuerzo de sentarnos a dialogar con este gigantesco monstruo de la sombra eclesial. Esto significa, en lo concreto, que no me guía ánimo triunfalista alguno respecto de un supuesto escenario escatológico en que logremos una “erradicación definitiva de lo sombrío” del mundo católico —en rigor, de ningún mundo humano—, sino más bien la fe y confianza de que en el encuentro con el lado oscuro de la naturaleza humana, tal y como se ha manifestado en la crisis de la Iglesia, podamos aprender algo que resulte valioso y fundamental para nuestro caminar colectivo.