Читать книгу Una Iglesia devorada por su propia sombra - Camilo Barrionuevo Durán - Страница 11
ОглавлениеI LA SOMBRA
En el año 1886, el escritor escocés Robert Louis Stevenson se encontraba sumergido en profundas cavilaciones referidas a una de sus mayores y más frecuentes preocupaciones existenciales, a saber, el problema del bien y el mal en el alma humana y la dolorosa tensión que dicha dualidad le producía; cuando fue sacudido por un sueño, o, en rigor, por una pesadilla. Fue tal el impacto que le ocasionó ese sueño que en los días siguientes se vio impelido a trabajar febrilmente en la que sería una de sus grandes producciones literarias: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Al parecer, el contenido de su pesadilla habría inspirado muchas escenas relevantes de su novela, incluida, por cierto, la primera metamorfosis de su personaje el doctor Jekyll en el siniestro y despreciable mister Hyde1.
El argumento de la novela de Stevenson es conocido. Doctor Jekyll, un ciudadano victoriano londinense ejemplar, atormentado por la dualidad de su ser, intenta desarrollar un brebaje capaz de dividir las dos naturalezas que habitan en su interior: el ser civilizado que se inclina por el bien y la virtud; y la bestia primitiva, egoísta, amoral e impulsiva. Según el razonamiento de Jekyll, es insufrible que estas dos naturalezas habiten en cada ser humano y que se tenga que cargar con la culpa y el remordimiento que cada tanto produce la emergencia del lado oscuro de la personalidad. Si cada aspecto fuera por una senda distinta y separada, pensaba él, la vida podría hacerse más llevadera. Finalmente Jekyll consigue exitosamente cumplir con su deseo, y a través del brebaje creado permite que aflore separadamente mister Hyde, un ser despreciable, misántropo y malvado, el que no solo ostentaba una personalidad psíquica completamente inversa a la de doctor Jekyll, sino que incluso adquiría una nueva apariencia física, la cual se volvía grotesca y afeada. La gran tensión y conflicto que comienza a emerger en la relación de Jekyll y Hyde termina por ser de naturaleza destructiva y, como es sabido, la historia finaliza en la tragedia de la autodestrucción.
La novela de Stevenson se convirtió rápidamente en un clásico, teniendo un gran impacto en el imaginario colectivo de nuestra cultura, incluso hasta nuestros días. El libro fue llevado en varias ocasiones al cine y al teatro, y ha servido como una matriz simbólica para leer algunas psicopatologías (como el trastorno de personalidad múltiple), fenómenos culturales y sociales, e incluso también para dar cuenta de tensiones propias de la psicología de personas “comunes” o “normales”. Por otra parte, no han sido pocos los académicos que han sugerido que Stevenson se adelantó veinte años al surgimiento de la psicología contemporánea, y que parte de su imaginación literaria podría ser particularmente dialogante con algunas de la ideas de Sigmund Freud y Carl Jung. Con respecto a este último hay un temática explicita que la tensión de Jekyll/Hyde convoca de forma directa, a saber, el problema de la relación entre el yo y la sombra. Permítame hacer una breve introducción explicativa al respecto para poder ilustrar bien el punto.
Muy tempranamente en su carrera Jung había afirmado una de las nociones centrales de su psicología: según él la psique tendría un carácter altamente disociable —tendiente a la fragmentación y escisión interna— lo que tiene como consecuencia que el alma humana fuera en último término de naturaleza múltiple. Dicho en sencillo, Jung afirmó que la noción de que somos un individuo —que proviene de individuus, es decir, indivisible— es una completa ilusión, y que, en último término, todas las personas tenemos distintas “partes” que conforman nuestra personalidad, las cuales pueden estar más o menos armónicas entre sí. Aunque esta sea una idea que en la actualidad es bien aceptada y esparcida en nuestra cultura en términos cotidianos, ciertamente fue motivo de polémica y controversia para la época, dado que desafiaba el imaginario racional-unitario de la antroplogía dominante de la modernidad científica.
Me explico. Hoy en día nadie se sorprendería mucho si en una conversación cotidiana entre dos amigos en un bar uno le dijera al otro: “Mira, mi problema es que creo que hay una parte de mí que quiere conservar este trabajo y forma de vida por la responsabilidad que tengo respecto a mi familia, pero otra parte de mí, muy profunda y auténtica, se siente hastiada y me llama a hacer algo más auténtico con mi vida… quizás algo de naturaleza artística; y, finalmente, hay otra parte que juzga esa intuición como un simple capricho infantil”.
Ciertamente, a comienzos del siglo pasado, esta era una conversación que tenía mucho menos posibilidad de suceder en ambientes sintonizados con la cultura dominante, debido a la noción de ser humano que primaba. De hecho, la concepción que el ser humano “normal y saludable” puede tener muchas partes o aspectos en su personalidad (que el sí mismo [self ] es una especie de crisol discontinuo y variable, compuesto de diferentes estados, tonos emocionales y dimensiones, diríamos en lenguaje contemporáneo), era una idea que bien podía llegar a ser ofensiva o delirante. El implícito dado por la cultura de la modernidad era que somos seres racionales únicos e indivisibles, y que en el ejercicio de nuestra soberana voluntad y otras facultades conscientes, podíamos lograr llevar una vida plena, autogobernada y completa. La idea de que los seres humanos tenemos distintas partes y que incluso no conocemos muchas de ellas fue una idea profundamente revolucionaria introducida por la naciente psicología contemporánea. Idea que, ciertamente, desafió todo el proyecto e imaginario cultural de la modernidad.
A comienzos de su carrera profesional, cuando se desempeñaba en el Hospital Mental de Burghölzli en Zúrich, Jung descubrió que incluso en sujetos “normales”, se puede detectar la presencia de lo que él denominó complejos. Los complejos serían partes del aparato psíquico, que se diferencian del yo central y al cual pueden incluso oponérsele. Los complejos generalmente son de carácter inconsciente y, además, cuentan con una fuerte autonomía, un tono emocional especifico en torno al cual están estructurados, y tienen la posibilidad de influenciar directamente al yo. Jung creía que los complejos suelen funcionar como especies de sub personalidades, que ante determinadas situaciones vitales emergen (en lenguaje junguiano diríamos “se constelan”) y dominan parcialmente al yo, el cual sufre de lapsos de tiempo, más o menos transitorios, en que experimenta una relativa pérdida de libertad. En aquellos momentos en que uno está dominado por una fuerte emoción, y que se comporta de una forma particularmente obstinada, caprichosa o irracional, incluso a sabiendas de que se está realizando algo poco provechoso —y que, sin embargo, en el mejor de los casos, uno simplemente puede tener algo de consciencia que se está comportando de forma inadecuada sin lograr detenerse— se puede reconocer la influencia de un complejo. Robert Stevenson pone en voz de Jekyll un lúcido y profético insight respecto una temática que la psicología contemporánea del siglo xx llegaría a estudiar en profundidad:
De esta manera me fui acercando todos los días, y desde ambos extremos de mi inteligencia, a la verdad cuyo parcial descubrimiento me ha arrastrado a un naufragio tan espantoso: que el hombre no es realmente uno, sino dos. Y digo dos, porque al punto a que han llegado mis conocimientos no puede pasar de esa cifra. Otros me seguirán, otros vendrán que me dejarán atrás en ese mismo camino; y me arriesgo a barruntar que acabará por descubrirse que el hombre es una simple comunidad organizada de personalidades independientes, contradictorias y variadas 2.
Ciertamente por limitaciones de espacio no me es posible detallar todo el elaborado mapa de la teoría de la personalidad de la psicología analítica junguiana, el cual incluye el funcionamiento de los distintos complejos del inconsciente personal sobre los que Jung escribió e investigó durante su vida, y que se vinculan con estas “personalidades independientes, contradictorias y variadas” a las que Stevenson hacía alusión en la reciente cita. Sin embargo, sí hay un complejo particular sobre el que debemos reflexionar y que, como afirmé hace unos momentos, es el más directamente relacionado con el problema que aquí nos convoca. Por cierto, es el complejo —es decir, la parte autónoma de la psique— que evoca explícitamente la relación simbólica de la historia de Jekyll y Hyde. Como se adivina, me refiero al complejo de la sombra.
GÉNESIS Y CONFORMACIÓN DE LA SOMBRA PERSONAL
Ya en el año 1917, en su escrito Sobre la psicología de lo inconsciente Jung había comenzado a esbozar de forma incipiente lo que él denominó como “la sombra”. La sombra implicaría el lado oscuro del psiquismo humano, la parte negativa de la personalidad que incluye todas aquellas cualidades, características y formas de ser que resultan desagradables y reprobables para el yo consciente3. En ese sentido, Jung consideraba que las exigencias propias de la cultura y el proceso de socialización humano implicaban la imposibilidad de poder incluir adecuadamente la parte de nuestra naturaleza primitiva-instintiva, por lo que, desde temprana edad, comienza a producirse un proceso de escisión entre el yo consciente, domesticado por la cultura, y el aspecto salvaje o bestial —nuestra animalidad instintiva— que habita en toda persona. En ese sentido, no son pocos los teóricos que han notado la semejanza del concepto de sombra de Jung con la noción de “lo reprimido” propia del pensamiento freudiano.
Jung observó que una de las características naturales del funcionamiento psíquico humano tiene que ver con la dificultad de sostener la tensión y contradicción que implica la complejidad de la experiencia humana total. En ese sentido, tempranamente el funcionamiento psíquico desarrolla estrategias para evitar experiencias displacenteras que produzcan sufrimiento anímico. Estos mecanismos adaptativos de funcionamiento consciente implican, entonces, la posibilidad de desalojar hacia lo inconsciente aspectos, vivencias y representaciones internas que puedan generar un grado de conflicto, disonancia y/o sufrimiento para el yo. Piénsese a modo de ejemplo, el caso de un hijo único de 3 ó 4 años de edad que enfrenta el desafío de la llegada de un nuevo hermanito. Dicho evento es altamente probable que despierte de forma natural intensos sentimientos de inseguridad, rabia y celos hacia el hermanito recién llegado. Imaginemos que nuestro niño expresa dichas vivencias a través de pataletas y/o ataques de rabia hacia los padres y hacia el hermano recién llegado. Si los padres reaccionan censurando y/o condenando la vivencia del menor con mensajes del tipo: “no seas tan malo”, “los niños buenos no se enojan”, “debes ser generoso y/o amoroso con tu hermano”, desaprobando la vivencia interna del niño, es probable que, a la larga, el niño introyecte ese estilo de vinculación interno respecto de sus vivencias, y el mismo termine negando y reprimiendo su sentir. En dicho caso, si el niño aprende a ser “un niño bueno”, como una estrategia de sobrevivencia para no perder el amor/protección de sus padres, es posible que la expresión de la rabia termine habitando en su sombra personal. De esta forma, el yo consolida un sentido de identidad positivo que implica la automutilación o escisión de este aspecto de la experiencia humana.
La sombra se va cargando así de todas las características que en el proceso de crianza y culturización han sido consideradas como oscuras, malas, reprobables o inadecuadas. Por cierto, el contenido de lo sombrío varía de persona a persona, y de cultura a cultura. Piénsese por ejemplo, como en general en nuestra cultura a los varones se nos ha enseñado que la expresión de emociones, y la vivencia de la vulnerabilidad y la dependencia hacia otros, es algo “malo” o que hay que evitar a toda costa. Hasta hace no muchos años, no era poco frecuente escuchar cosas como que “los hombres no lloran”, o que los hombres debíamos ser “fuertes”, “seguros de sí”, e “independientes”. De esta forma, en la sombra de la mayoría de los hombres de nuestra cultura —sobre todo aquellos pertenecientes a las generaciones mayores— la vulnerabilidad, la dependencia y la expresión de afectos eran contenidos, a menudo, relegados a lo sombrío. Cuando la consciencia del yo se hallaba de alguna manera más debilitada, por ejemplo gracias a una borrachera, podía suceder que la sombra tuviera una oportunidad de emerger, y el frío, racional y autónomo varón, se transformaba en alguien emotivo, lábil, cariñoso (incluyendo demostraciones del prohibido contacto físico entre hombres) y sensible respecto de sus amigos; a los que solo entonces podía expresar lo mucho que los apreciaba y estimaba. De igual forma, en términos amplios y generales, hasta hace no mucho tiempo atrás en nuestra cultura a las mujeres se les prohibía la expresión de la agresividad y la rabia, pues “las señoritas —o las damas— nunca se enojan, ni protestan”, y mucho menos pueden expresar libremente su agresividad. Entonces, no en pocas ocasiones estos contenidos emocionales eran depositados en la sombra personal, desde donde, debido a la fuerte represión, podían emerger cada tanto de forma disociada, desmedida, y, la más de las veces, destructiva.
De esta forma, los contenidos específicos que son depositados en la sombra dependerán de la actitud del entorno social inmediato, de los valores que primen en la cultura, y del tipo de características con las que el yo comience a identificarse en su proceso de desarrollo. En la sombra solemos encontrar, por tanto, todas aquellas características clásicamente repudiables como son el egoísmo, la envidia, la agresividad, la pereza, etc. Sin embargo, también pueden existir aspectos que, específicamente, son considerados como “negativos” por una cultura o un grupo humano, a saber, la vulnerabilidad, la dependencia, los impulsos sexuales y/o eróticos, la espontaneidad, la voluntad de poder, la rabia, etc. Como se ve, los contenidos de la sombra no suelen ser “malos en sí mismos”, ya que como Jung afirmó en reiteradas ocasiones, en la sombra suelen haber muchos aspectos que podrían convertirnos en seres humanos más completos e integrados. Al sobrecivilizado, sobrio, autocontrolado y frío hombre de ciencia no le vendría mal una dosis de espontaneidad y capacidad lúdica infantil; de la misma forma que a la dócil, suave y mansa muchacha piadosa, le podría traer muchos beneficios el reapropiarse de su agresividad, intensidad vital y sana capacidad de poner límites (si se me permite hablar en caricaturas sociales para ilustrar el punto).
La riqueza terapéutica que implica el conocimiento de la sombra personal suele expresarse en el motivo mitopoético del “descenso al inframundo personal” y el encuentro del “tesoro escondido” que tiene el potencial de transformar la, hasta ahora, unilateral personalidad del héroe. No por nada, mitológicamente hablando, Plutón, Dios de las profundidades del inframundo, se superpone con Pluto, Dios de las riquezas y la abundancia.
PERCEPCIÓN Y PROYECCIÓN DE LO SOMBRÍO
En mi experiencia, considero que la mayoría de las personas expuestas al concepto teórico de “la sombra” pueden tener un tipo de aprehensión intuitiva de su significado, sobre todo debido al lenguaje mitopoético y simbólico con que ella está formulada. Comprender que se tiene un lado sombrío de la personalidad recuerda, en cierto sentido, a la experiencia que tiene el infante cuando descubre súbitamente que tiene una sombra. Todos hemos atestiguado en alguna ocasión a un niño o niña que con sorpresa descubre que su cuerpo proyecta una sombra, y que, haga lo que haga, esta insiste en, terca y porfiadamente, seguirle y no desprenderse de sí, pese a cualquier movimiento o pirueta intempestiva que realice. De esta forma, la imagen simbólica de la sombra logra representar gráficamente el indisoluble vínculo que une al yo con su hermano gemelo sombrío, con esa contraparte de su naturaleza, con esa oscuridad que persistentemente nos acompaña en nuestro caminar como seres humanos. La sombra es un problema ético, psicológico y existencial que nos involucra a todos y todas, a santos y criminales, a justos y pecadores; ya que no hay ser humano en el mundo que se libre de tener un compañero o compañera de viaje oscuro, que, silenciosamente, avance a su lado.
El lenguaje simbólico de la sombra también está profundamente anclado en nuestra corporalidad humana y puede relacionarse con la dimensión biológica del sentido de la vista y el estar direccionados intencionalmente a observar el mundo “hacia delante”. Nuestro ser corpóreo nos orienta espacial y simbólicamente, abriendo una comprensión a las posibilidades y limitaciones que vienen dadas por nuestro existir concreto y operativo en el mundo. En ese sentido, todos podemos captar intuitivamente la noción que, junto al regalo de la posibilidad de ver y/o percibir el mundo, vienen acompañadas también ciertas limitaciones o determinantes que tienen que ver con nuestros “puntos ciegos”, con la imposibilidad de percibirlo todo a la vez. El lugar simbólico de “la retaguardia”, la espalda, lo no-visto, y la posterioridad del cuerpo humano, es un buen ejemplo de lo que me refiero. De hecho, ese lugar simbólico-corporal suele vincularse directamente con lo sombrío en uno. Pues, pese a que todos tenemos consciencia de la existencia en teoría de la parte posterior de nuestro cuerpo, su percepción directa nos está parcialmente limitada. Si no está convencido de ello, le sugiero que intente observar de forma directa la totalidad de su espalda y verá cuan dificultoso resulta su percepción. Paradójicamente, todas las personas que nos rodean, tienen acceso a percibir nuestra espalda de forma clara y evidente. Es solo uno mismo el que tiene dificultad de poder observarla, requiriendo indefectiblemente de espejos u otras personas para poder percibirla. Lo mismo sucede con la sombra: su percepción directa nos está dificultada por la unilateralidad de la consciencia, de forma tal que podemos observarla y conocerla solo a través de espejos y/o de la mediación de nuestros prójimos. Si usted hace el ejercicio de, en la cotidianeidad de su hogar, preguntarle a alguna de las personas con que vive cuál es su opinión sobre su lado oscuro/sombrío, es altamente probable que, por lo general, ellos tengan una idea bastante más acabada de su “espalda” de lo que usted conoce respecto de sus propios lugares sombríos (por cierto le sugiero prudencia y templanza de espíritu si va a realizar el ejercicio, pues el ejercicio de escuchar cuáles son los aspectos sombríos personales no suele ser una experiencia que podríamos catalogar de “agradable”, e intensos afectos pueden aflorar en el proceso). En el fondo, a todos nos cuesta “vernos la espalda”, y el desafío de observar nuestros lugares sombríos suele ser un proceso que requiere de gran valentía, sinceridad, serenidad de espíritu y una buena dosis de auténtica humildad.
En ese sentido, pese a esta relativa facilidad respecto de la captación intuitiva de la existencia de la sombra, la experiencia demuestra que su conocimiento y reapropiación suele ser una empresa del todo desafiante y ardua. Esto se debe en parte a los mecanismos con los que naturalmente el yo intenta deshacerse de su lado oscuro, el más conocido de ellos, la proyección. Con dicho mecanismo se quiere hacer referencia al proceso defensivo inconsciente mediante el cual un contenido que es parte de la vida psíquica interior se proyecta —se pone afuera— achacándosele al mundo, a grupos humanos o a un prójimo específico. Ejemplos de dicho proceso son, la persona mansa y sumisa, que nunca demuestra enojo con nadie, y que sin embargo percibe que la mayoría de la gente que le rodea vive enojada con ella; el empresario millonario que vive pensando que el Estado o que sus trabajadores son unos codiciosos y avaros que lo único que quieren es arrebatarle sus posesiones; la coqueta e infiel esposa que vive pensando que su marido le engaña. En el fondo, el viejo adagio de “¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo y no le das importancia a la viga que tienes en el tuyo?” refleja el proceso psicológico de proyectar la sombra personal en el prójimo —o en el grupo político contrario— y de esta forma deshacernos del lado oscuro que habita en nuestro propio interior.
Una forma sencilla de intentar intuir la sombra personal consiste en evocar cuales cualidades o atributos de las demás personas nos provocan respuestas particularmente intensas y espontáneas de rechazo. Con ello no quiere decir que la indignación o espanto que puede causar “el mal” en el mundo —como un abuso, un asesinato, un acto de violencia— no sean en sí mismos reprobables o fuentes de indignación y fuertes afectos. Sin embargo, más allá de esos casos límites, con cierto grado de esfuerzo y honestidad personal toda persona podría reconocer que hay cualidades específicas en nuestros prójimos que nos resultan particularmente enervantes y que nos despiertan reacciones viscerales ¿No es acaso curioso que a uno le resulte particularmente indignante la prepotencia, a otro la mentira, a otro el orgullo, a otro la coquetería y a otro la avaricia? Ahí donde emerge la respuesta emocional de desagrado automático frente al prójimo —ese flechazo del rechazo a primera vista— con no pocos fundamentos podríamos hipotetizar que la sombra personal se encuentra proyectada.
LA DEMONIZACIÓN DE LO SOMBRÍO
En torno a la temática de la relación del yo con la sombra, hay un aspecto bien significativo, por sus repercusiones respecto del análisis sobre la situación actual de la Iglesia, que merece una adecuada discusión.
Como vimos hace un momento, el contenido de la sombra va a depender de la actitud del yo y del proceso de culturización específico sobre cuáles serán los aspectos de la experiencia humana que serán finalmente rechazados. Dije también que ello redunda en que una persona tenga una sombra en que esté depositada la rabia, otra la vulnerabilidad, otro su mundo pulsional erótico.
Sin embargo, la actitud del yo respecto a lo sombrío también va a determinar otro aspecto central de la fenomenología anímica de lo sombrío: su intensidad y cantidad de energía libidinal que dispone. Esto significa que la cualidad de la actitud hacia lo inconsciente, y específicamente hacia lo sombrío en uno, también va a determinar la forma como la sombra se va a manifestar. La fórmula incluye la noción de que a mayor rechazo y represión de los aspectos considerados negativos en uno mismo —mientras más unilateral es la perspectiva del yo—, más primitiva, intensa y persecutoria se volverá la sombra. Permítame traducir la fórmula de una manera más simple aún: mientras más exclusivamente bueno, inmaculado, noble y/o perfecto crea usted que es su personalidad; su sombra se volverá más oscura, grande y amenazante, y podrá incluso llegar a adquirir una cualidad demoniaca persecutoria. Un yo particularmente violento e intolerante hacia los aspectos considerados sombríos en uno mismo —un yo que neuróticamente le ha declarado la guerra a aquello que vive en él y que concibe como intrínsecamente maligno—, va a producir una sombra proporcionalmente virulenta, primitiva y grotesca.
El ejemplo paradigmático de una escisión tan radical de la personalidad, que emerge acompañada de un contumaz rechazo hacia lo sombrío que habita en uno mismo, es de hecho la trágica historia del doctor Jekyll y el señor Hyde. En dicha narración la fuerte escisión interna entre Jekyll y Hyde se vincula directamente con la incapacidad del protagonista de soportar el sufrimiento — la tensión, la ansiedad y/o angustia— que deviene de sostener, al mismo tiempo, ambos lados de su naturaleza humana. Reflexiona Jekyll al respecto:
Y solía decirme: si fuese posible aposentar cada uno de esos elementos en entes separados, quedaría con ello la vida libre de cuanto la hace insoportable; lo pecaminoso podría seguir su propio camino, sin las trabas de las aspiraciones y de los remordimientos de su hermano gemelo más puro; y lo virtuoso podría caminar con paso firme y seguro por su sendero cuesta arriba, el del bien, en el que encuentra su placer, sin seguir expuesto a la vergüenza y al arrepentimiento a que lo obliga ese ente maligno extraño a él. Fue una maldición para el género humano que estas dos gavillas incongruentes fuesen atadas en una sola... que estos gemelos que son dos polos opuestos tengan que luchar continuamente dentro del angustiado seno de la conciencia. ¿Cómo podrían ser disociados?4.
La incapacidad de sostener la contradicción interior que genera el aspecto sombrío de la propia personalidad —lo que implicaría el establecer una relación más amigable y dialógica con ella— va a precipitar la fractura anímica de Jekyll/Hyde, con la consiguiente manifestación primitiva y destructiva del aspecto sombrío. La fuerte represión y temor de lo sombrío no soluciona el problema del mal interior, sino que, paradójicamente, lo acentúa al volverlo más agresivo. Una consciencia personal que con intensidad reniegue y reprima lo sombrío va a producir que lo inconsciente se polarice y se vuelva más destructivo. En el caso de la novela de Stevenson, el doctor Jekyll iba a constatar, perplejo, que luego de decidir terminar de forma definitiva con la existencia de Hyde, este iba a aprovechar un momento de debilidad para emerger con mayores bríos y ansias destructivas: “Mi demonio llevaba largo tiempo enjaulado y salió rugiendo. En el momento mismo de tomar la pócima tuve la sensación de que su propensión al mal era ahora más indómita, más furiosa”5. Intentar destruir o eliminar el mal interior de forma violenta es una garantía certera de que este se vuelva más fuerte e indómito, y que en un momento de flaqueza, terminemos siendo presa de una constelación sombría, es decir, de un apropiación de parte de la sombra del funcionamiento general de la personalidad, lo cual suele traer aparejado desastrosas consecuencias.
Por el contrario, una personalidad que se abra al proceso de conocimiento de los aspectos sombríos que han sido rechazados en uno mismo —un yo que tenga una actitud dialogante, curiosa y abierta hacia lo inconsciente— favorece la transformación de la sombra, permitiendo que ella se haga menos primitiva y persecutoria. De hecho, el diálogo con la sombra puede devenir en una mutua transformación con efectos positivos en el funcionamiento integral de la personalidad del sujeto. Como se afirmó un poco más arriba, el encuentro con lo sombrío, aunque doloroso y desafiante, puede producir un proceso de enriquecimiento, de volvernos seres humanos más completos. Aunque la sombra nunca se termine de transformar y/o desaparecer de forma definitiva, la relación interna entre el yo y lo sombrío puede desencadenar una reconciliación interna. En dicha reconciliación la sombra puede terminar convirtiéndose en una aliada del camino, e, incluso, en una guía o maestra del yo.
LA SOMBRA COLECTIVA
Por último, me gustaría nombrar brevemente un último aspecto teórico relevante sobre la realidad anímica de la sombra que será útil para el análisis de los siguientes capítulos. Me refiero a la noción, ya presente en Jung, de que la sombra tiene también una dimensión colectiva. Esto significa que determinados grupos humanos que comparten algún tipo de identidad común, suelen identificarse con ciertas características y atributos específicos y, a la vez, rechazar colectivamente ciertas experiencias, cualidades y formas de ser. Los “carácteres nacionales” o formas de ser cotidianos que una cultura adopta implican esta tensión interna entre la identidad nacional y la sombra colectiva6. Dice Jung al respecto:
Ciertamente, en otro estadio anterior e inferior del desarrollo psíquico, cuando todavía es imposible hallar una diferencia entre las mentalidades aria, semítica, hamítica y mongólica, todas las razas humanas tienen una psique colectiva común; pero al iniciarse una diferenciación racial, sobrevienen también esenciales diferencias en la psique colectiva. azón no nos es posible traducir globalmente el espíritu de otras razas a nuestra mentalidad, sin perjudicarla sensiblemente7.
Ello implicará que la diferenciación de una forma de ser colectiva especifica vendrá aparejada con ciertos contenidos sombríos que para ese grupo humano resultan reprobables.
Si tomamos el caso del pueblo chileno podemos apreciar un ejemplo particularmente claro donde parece existir una autopercepción inflada y exaltada respecto de las supuestas “virtudes” de la propia nación, acompañada de un desprecio y/o percepción negativa de los países vecinos. Por ejemplo, estudios realizados por el Instituto Nacional de Derechos Humanos en el año 2017 determinó que los chilenos se sienten “más cultos”, “más blancos”, “menos peligrosos-violentos” y “menos sucios” que los migrantes provenientes de otras partes del continente, percepción que, por cierto, no se haya anclada en la realidad8. En ese sentido habría evidencia suficiente para proponer la tesis de que existiría una fuerte proyección de la sombra colectiva hacia el creciente número de migrantes latinoamericanos que ha llegado a territorio nacional chileno durante los últimos años.
Cuando un grupo humano proyecta la sombra colectiva en el mundo, en una serie de individuos que están fuera de los márgenes que delimitan al propio grupo —definiendo un “nosotros y ellos” que separan a nuestros nobles y valientes soldados de los salvajes y despiadados soldados enemigos— se está en un suelo fértil para el conflicto, las guerras y las cruzadas fanáticas. Destaca, en ese sentido, el aumento de los hechos de violencia y discriminación racista y xenófoba contra los inmigrantes que han comenzado a habitar en territorio chileno, como un síntoma que ilustra el proceso de proyección de lo sombrío colectivo9. Por cierto, la proyección de la sombra colectiva en grupos marginados y/o vulnerables es un proceso del todo frecuente, siendo los “indios”, “los pobres”, “las minorías sexuales”, entre otros, blancos frecuentes donde la sombra colectiva puede depositarse para asegurar la tranquilidad de la propia —digna, superior y noble— identidad comunitaria.
LA SOMBRA DE LA IGLESIA
Esquematizadas algunas de las ideas centrales respecto al postulado psicológico de la sombra me es posible ahora ya plantear la tesis central de este libro, a saber, la noción de que es posible comprender la situación de los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes y religiosos del mundo católico como una constelación de los aspectos sombríos y oscuros de la Iglesia. Es decir, la Iglesia aquí ha sido víctima de una violenta irrupción de lo reprimido, de una sombra colectiva que se volvió peligrosamente primitiva y virulenta, la que ciertamente ha eclipsado sus aspectos luminosos espirituales. Tal como en la historia de Jekyll y Hyde, es posible plantear que el fuerte rechazo y represión de la Iglesia a sus dimensiones sombrías, sumada a su auto identificación orgullosa y auto indulgente respecto a su supuesta “santidad”, ha terminado por marcar una violenta escisión interna donde lo oscuro ha terminado por hacerse realmente demoniaco, emergiendo de forma disociada y con una enorme fuerza destructiva.
En ese sentido, que la Iglesia se haya visto envuelta en escándalos de naturaleza sexual resulta particularmente sintomático y revelador de la escisión anímica interna que han padecido tanto sus miembros como la institución entera. Que la Iglesia haya sido, o esté siendo, devorada por su sombra no es un proceso fortuito o azaroso, producido por el sino de algún designio invisible. Mucho menos es un padecimiento enviado por Dios, o algo que esté sucediendo por voluntad divina. La posesión sombría que ha padecido la Iglesia es un proceso que tiene una lógica, una estructura y un devenir psicoespiritual específico del cual se debe hacer responsable en aras de una restructuración auténtica. Pero, como acabo de afirmar, Jekyll no puede eliminar a Hyde sin destruirse a sí mismo. Y si es que ha sido Hyde quien ha manejado el rumbo de la Iglesia estos últimos años, no se le va a poder arrebatar el timón por la fuerza, haciendo como si nada hubiese pasado y mandando a lo sombrío de vuelta al sótano desde donde se ha liberado. Dicha lógica maniquea solo ha traído disociación, padecimiento y neurosis al destino del mundo católico.
Es pues necesario pagar el alto precio en valentía y coraje que requiere el acto del cuidadoso análisis y autoconocimiento de la dimensión oscura que habita en el corazón de la propia casa. Solo de esta forma Jekyll puede llegar a ser transformado por Hyde. Solo a través de la templanza que da la autoobservación sincera se puede mantener la mirada puesta en la oscuridad propia, sin caer en la tentación de salir corriendo de forma despavorida o de volver a meter la cabeza bajo tierra con la esperanza de que todo termine pronto.
La sombra de la Iglesia se ha vuelto monstruosa. Se ha convertido en una sombra demoniaca que ha crecido en poder y fiereza gracias a la enorme energía libidinal que le ha brindado la colosal represión colectiva vivida en el núcleo mismo del mundo católico. Debemos pues lograr mirar —y comprender— cada una de las distintas cabezas que conforman este monstruo, con la esperanza de poder deshacer los diques que han redirigido la energía psíquica hacia esta bestia, y que han sido los que la han nutrido y alimentado. Mi interés en las páginas venideras es justamente el poder contribuir en dicha labor, analizando —esto es, descomponiendo— las distintas partes de la sombra de la ecclesia. Intentaré pues generar una narrativa hermenéutica que alumbre algunos de los factores conjugados en la mantención de este problema.
Cuando un problema se alza gigante ante nosotros y nos paraliza y petrifica, una estrategia plausible es la de romperlo en factores más pequeños, y así generar estrategias para cada uno de los aspectos que mantienen la situación problemática vigente. Espero, de corazón, que el intento valga la pena.