Читать книгу Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate - Cara Colter - Страница 11
Capítulo 7
ОглавлениеDAVID, que tenía el pelo alborotado y parecía aún medio dormido, se quedó mirándolas entre aturdido y divertido.
Kayla se quedó mirándolo a él también. Solo llevaba unos pantalones de pijama y nada más. Tenía un cuerpo de infarto; estaba más musculoso que años atrás, cuando había trabajado de socorrista.
A la luz de la luna parecía que fuese una escultura esculpida en mármol: los anchos y poderosos hombros, el pecho bien definido, los músculos del abdomen… Kayla tragó saliva.
David parpadeó, como si se hubiese despertado del todo, y ya no pareció que la situación le hiciese tanta gracia. Cuando volvió a mirarla de arriba abajo, Kayla recordó de repente que estaba en camisón, y aunque aquel camisón, corto y de algodón, era perfecto para las noches de verano porque no le daba nada de calor, no era muy apropiado para presentarse en casa de nadie.
De pronto se sentía casi desnuda, y se notaba el pulso acelerado en la garganta.
–Mamá, entra en casa –le dijo David suavemente a su madre, abriendo la puerta del todo y haciéndose a un lado.
Su madre lo escrutó con la mirada y frunció el ceño.
–No sé quién eres, pero no creas que no sé que me falta la billetera.
–La encontraremos, no te preocupes –le contestó él con paciencia, y en el mismo tono amable.
Sin embargo, a Kayla no le pasó desapercibido el dolor en sus ojos.
–Y alguien tiene que podar los rosales –lo increpó su madre.
David contrajo el rostro, y en ese momento apareció una mujer detrás de él, vestida con un uniforme de hospital blanco, de camisa y pantalón.
–No sabe cuánto lo siento, señor Blaze; yo…
David le lanzó una mirada cortante, dándole a entender que no quería oír sus excusas, y llevó a su madre con ella.
–Llévela de vuelta a la cama y cúrele esos arañazos que se ha hecho en los brazos.
–Sí, señor.
A Kayla, para quien David seguía siendo aquel chico con el que había correteado en los días de verano y que había hecho tantas travesuras en el colegio, se le hacía raro ver a alguien dirigirse a él en un tono tan respetuoso.
David salió al porche y cerró la puerta tras de sí.
–Gracias por traerla –le dijo–. ¿Dónde estaba?
Kayla apartó la vista de su torso y lo miró a la cara. La preocupación en el rostro de David la hizo olvidarse por un momento de su resentimiento hacia él.
–La he encontrado en mi jardín, podando los rosales –Kayla le tendió las tijeras.
Él las tomó y se quedó mirándolas un momento antes de girar la cabeza hacia la puerta de la valla, que estaba abierta.
–Me parece que va a haber que ponerle un candado –murmuró.
–No sabía lo de tu madre –dijo Kayla suavemente–. Todavía no me había pasado a saludarla. Y como el jardín está tan cuidado pensé que tu madre estaba bien.
–He contratado a una persona para que se ocupe del mantenimiento de la casa y del jardín –le explicó él, mirando a su alrededor con tristeza–. Nadie diría que aquí vive una mujer con Alzheimer, ¿no?
–Lo siento mucho, David; no tenía ni idea –repitió ella.
David esbozó una sonrisa algo tensa.
–No quiero que sientas lástima de mi madre, Kayla.
–No es lástima –replicó ella molesta.
–Entonces, ¿qué es?
–Compasión.
–Ya –dijo él, como si su respuesta no lo convenciese, le diera el nombre que le diera–. ¿Y cómo es que estabas levantada?, ¿qué hora es?
–Más de las tres. Estaba preocupada por mi perro –no iba a confesarle las cosas horribles que había estado pensando y que no la dejaban dormir–. Oí un ruido en el jardín y pensé que podría ser él.
–Y era mi madre. Ha sido una suerte que la encontraras antes de que se alejara más, o de que se cortara con las tijeras –David sacudió la cabeza–. No se acuerda de lo que ha desayunado –añadió. «Ni de su hijo», pensó ella con tristeza–, pero en cambio ha podido con dos cierres de seguridad, un pestillo y un pomo a prueba de niños. Como has visto, también he contratado a una persona para que se quede con ella por las noches, pero tengo la sospecha de que sale aquí fuera de vez en cuando a fumarse un cigarrillo –añadió irritado–. Quizá se dejó la puerta abierta.
Su tono hizo estremecer ligeramente a Kayla. No le gustaría estar en la piel de aquella chica.
–¿Cuánto lleva tu madre así? –inquirió suavemente.
Le dio la impresión de que David no quería hablar de ello, pero finalmente claudicó con un suspiro.
–Hace un par de años empezó a fallarle la memoria. Al principio eran cosas tan pequeñas que le quitaba importancia, o a lo mejor es que no quería verlo. Luego, cuando venía de visita, comencé a notar cosas un poco más preocupantes, como encontrar la pasta de dientes en la nevera, o ver que se había puesto dos calcetines de distinto color, o que repetía las mismas cosas una y otra vez. Y cuando no estaba aquí me llamaba para decirme que había perdido el coche, o para preguntarme dónde estaba mi padre. Eso era cuando aún recordaba mi número de teléfono –se quedó callado un momento e inspiró profundamente–. Contraté a esa cuidadora y a otra que está con ella por las mañanas hace dos meses, pero, por lo que me han contado, parece que durante estas últimas semanas su deterioro ha sido muy rápido. No sé si va a poder seguir viviendo aquí.
Kayla, que sabía lo que era pasar por una situación dolorosa, era consciente de que a veces las palabras, en vez de ayudar, solo hacían que la persona se sintiese aún más sola y desesperanzada.
Por eso, en vez de decir nada, alargó el brazo y puso la mano sobre el corazón de David. No estaba muy segura de por qué; ¿tal vez para que supiera que podía sentir cómo estaba resquebrajándose de dolor?
El tacto de su piel era muy agradable, como de seda calentada por el sol, y los latidos de su corazón eran fuertes y rítmicos. No sabía si aquel gesto lo reconfortaría, y al principio David se quedó mirando su mano, como traspuesto, pero al cabo de un rato la cubrió con la suya.
Kayla se estremeció por dentro y sintió algo muy intenso que no sabría definir, pero que nunca había sentido con Kevin. Agitada y temerosa de que él se diera cuenta, apartó la mano y se hizo un silencio incómodo entre ellos.
–Bueno, y… –dijo David pasándose la mano por el pelo– supongo que tu perro sigue sin aparecer, ¿no?
Kayla se sintió inmensamente aliviada con aquel cambio de tema.
–No, esperaba que pudiese encontrar él solo el camino de vuelta.
–Siento no haber podido encontrarlo.
–No será porque no lo hayas intentado. Gracias por todos esos carteles. Consiguieron que saliera en tropel todo un ejército de niños. Te lo pagaré, por supuesto.
Él se encogió de hombros.
–No es necesario.
–Y por supuesto seré yo quien pague la recompensa si lo encuentran.
–No pasa nada, Kayla. Fui yo quien me ofrecí a hacerlo; yo pagaré.
–No.
–De todos modos, tampoco tiene sentido discutir por eso.
–¿Crees que no vamos a encontrarlo? –inquirió ella, intentando refrenar el pánico que la invadió.
–No, creo que serás tú quien lo encuentre, no los niños. Me da la impresión de que debe de ser un perro bastante asustadizo, ¿no?
–Sí, ¿cómo lo sabes?
–Bueno, lo vi salir corriendo, cuando soltaste la bicicleta y él se cayó de la cesta.
–¿Crees que se haría daño con la caída?
–Por como salió corriendo, yo diría que no. De hecho, ya te había visto antes con él, en la calle principal; iba mirando nervioso a todos lados, con cara de preocupación.
A pesar de lo preocupada que estaba, Kayla no pudo evitar reírse.
–Sí, así es Bastigal. Después de esto, seguramente no querrá volver a subirse en la bicicleta conmigo.
–De tal ama, tal perro, ¿eh? Seguro que se preocupa tanto por todo como tú.
A Kayla le molestó un poco que dijera eso de ella, aunque no estaba segura de cómo querría si no que la viese. ¿Cómo una persona despreocupada?, ¿vital?, ¿feliz?
Sin embargo, la verdad era que David siempre había sido capaz de ver más allá.
–Dudo que vaya a salir de su escondite con todos esos niños corriendo por ahí gritando su nombre. Perdona por eso, fue un error de cálculo por mi parte.
–Ya aparecerá –dijo ella, sin poder reprimir una nota de preocupación y tristeza en su voz.
–Eso espero.
Kayla sabía que debería darle las buenas noches y volver a su casa, pero no se movió. Necesitaba su compañía; no quería regresar a aquella casa vacía, donde empezaría otra vez a darle vueltas a todas esas cosas en las que no quería pensar.
David se había quedado mirándola con una leve sonrisa en los labios.
–¿Qué? –inquirió ella.
–Hay algo en ti que parece que está pidiendo a gritos que te pinten.
–¿Cómo? –preguntó Kayla frunciendo el ceño.
–Es lo que pensé cuando te vi montada en la bicicleta. Casi podía imaginarme un cuadro de ti con el título Chica en bicicleta –le explicó él encogiéndose de hombros, como azorado–. Y ahora aquí fuera, en el porche, con ese camisón, pareces otro cuadro: Chica en una noche de verano.
Para Kayla, esas palabras fueron como gotas de lluvia para una planta que no había sido regada en mucho tiempo.
En aquella revista en la que había salido publicado un artículo sobre David y su compañía, Blaze Enterprises, decía que tenía una de las colecciones privadas de arte más importantes del país.
Al recordarlo, Kayla volvió a pensar que el hombre que tenía enfrente no se parecía al chico que había echado carreras con ella en bicicleta por aquellas mismas calles bordeadas de árboles.
Tampoco podía creerse que ese David adulto, ese hombre de mundo y coleccionista de arte, pudiera ver en ella algo digno de un cuadro. ¿Significaba eso que no la veía solo como a alguien que no hacía más que preocuparse por todo?
Cuando sintió de pronto que los ojos se le llenaban de lágrimas, parpadeó con fuerza para contenerlas y giró el rostro para que no pudiera verle la cara.
–Pues, si me ves como un cuadro, será que ya se me ha deshinchado la cara del todo –dijo en un tono despreocupado.
David la tomó de la barbilla, le giró la cara de nuevo hacia él y, cuando escrutó su rostro en silencio, Kayla tuvo de nuevo esa impresión de que era capaz de leer en ella como en un libro abierto: su soledad, lo decepcionada que se sentía con Kevin, sus constantes preocupaciones… todo.
Mientras la miraba, sintió también un ansia, un anhelo, que la aterró, porque de repente se apoderó de ella la sensación de que cada una de las decisiones que había tomado en su vida habían sido equivocadas.
Y probablemente seguía tomando decisiones erróneas. Se recordó que se había jurado a sí misma no volver a casarse, que sería feliz simplemente con vivir en la casa que le habían dado los padres de Kevin y un pequeño negocio.
Un negocio propio le daría un propósito a su vida, la llenaría y sería capaz de dejar atrás el dolor del pasado, se dijo dando un paso atrás para apartarse de David.
Le dio las buenas noches, bajó los escalones del porche y echó a andar hacia la verja abierta del jardín.
–Kayla, espera, para –la llamó él de repente.
Pero no lo hizo. ¿Para qué iba a pararse?, ¿para que pudiera diseccionar el dolor que le desgarraba el corazón? Ni hablar, se dijo y siguió andando. Nada que pudiera decir la detendría.
–Kayla espera, creo que estoy viendo a tu perro.