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Capítulo 3

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DAVID se quedó mirándola, y Kayla no pudo evitar contraer el rostro al ver cómo se ensombrecían sus ojos y apretaba la mandíbula.

–Esto no es un juego –le dijo David–. No va de caballeros y princesas; la vida no es un cuento de hadas.

–A mí no hace falta que me lo recuerdes –le espetó ella.

–Entonces tal vez tenga que recordarte que tienes una fuerte alergia a la picadura de las abejas –contestó él, al límite de su paciencia, como un científico intentando explicarle a un tonto una complicada fórmula–. La anafilaxis puede provocar la muerte.

Kayla se llevó una mano a la frente y comprobó, como se había temido, que estaba hinchándosele la cara. Seguramente, más que a una princesa, debía de estar empezando a parecerse a Quasimodo, el jorobado de Notre Dame.

–Hemos conseguido frenar la emergencia con la inyección –continuó David–, pero, como sabes, no es inusual que se produzca una reacción secundaria. Tiene que verte un médico.

–Pero mi perro… –insistió ella, ya sin fuerzas.

Sabía que David había ganado, antes incluso de que la cortara con un autoritario «ya basta».

–Kayla, o subes al coche por tu propio pie, o te echaré sobre mi hombro y te meteré en el coche yo mismo.

Ella escrutó su rostro, y le ardieron las mejillas al comprender que no bromeaba.

Gruñó irritada y alzó la barbilla a modo de protesta, pero, como sabía que tenía razón en lo que estaba diciéndole, no se resistió cuando David la asió por el codo para levantarla.

Irritada consigo misma por claudicar, sacudió el brazo para soltarse, fue hasta el descapotable y se subió a él. Nunca se había subido a un coche tan caro. El que ella tenía era un coche pequeño y modesto, pero que cumplía su función, el que había podido comprar gracias al dinero del seguro de vida de Kevin.

No quería ni acordarse de los que habían tenido antes: una sucesión de coches que solo podían calificarse de chatarra. Siempre necesitaban alguna reparación que Kevin y ella no se habían podido permitir.

Aquel pensamiento la reafirmó en su decisión de no dar a David la satisfacción de parecer impresionada con su descapotable.

David se puso al volante, miró por encima del hombro antes de dar marcha atrás. Se dirigió al pueblo, pero tomó una ruta alternativa para evitar la congestionada calle principal e ir hacia el lago, junto al que estaba la clínica.

Kayla echó la cabeza hacia atrás en el mullido asiento de cuero. Era algo que no le había contado a nadie, pero siempre había soñado con montar en un descapotable y, aunque las circunstancias no eran las que había imaginado, no sabía si alguna vez volvería a presentársele la oportunidad.

David la miró y reprimió una sonrisa a duras penas. Extrañada, Kayla bajó la visera del parabrisas y se miró en el espejito. A pesar de la inyección, seguía hinchándosele la cara. Podría haberse ocultado bajo su sombrero de paja… si no fuera porque se había quedado tirado en medio de la carretera, con el resto de sus cosas, esperando a que un coche les pasase por encima.

Y su pobre perrito… ¿dónde estaría?

–¿Me dejas tu móvil? –le pidió a David.

Su voz sonó como la de un borracho; también debía de estar hinchándosele la lengua, pensó, y tuvo que admitir de nuevo, para sus adentros, que David había hecho lo correcto al insistirle en que debían ir a la clínica de inmediato.

David se sacó el móvil del bolsillo y lo arrojó a su regazo.

¿A quién podría llamar para que buscaran a su perro y recogieran sus cosas? Pensó en los vecinos que vivían al otro lado de la calle. No los conocía, pero al pasar había visto su apellido en el buzón frente a la casa, y sabía que tenían un par de niños que estaban en sus vacaciones de verano.

Usando el navegador de Internet del móvil de David, buscó en la guía telefónica el número de sus vecinos. Fue la madre quien contestó. Kayla le explicó lo ocurrido, y le preguntó si sus hijos podrían buscar a su perro y recoger su bicicleta y sus cosas de la carretera, añadiendo que les daría una buena propina si le hacían el favor. Su vecina le dijo que estaba segura de que lo harían encantados y, después de prometerle que se lo diría enseguida, se despidieron y colgó.

–Te dije que me ocuparía yo –le recordó David.

Ella le lanzó una mirada gélida esperando que, a pesar de que tuviese la cara hinchada, le diese a entender que podía hacerse cargo ella misma de sus asuntos.

Le devolvió el móvil, y no pudo evitar volver a pasear la mirada por el lujoso interior del vehículo. Aquel coche era el símbolo visible de la fortuna que David había amasado y de su éxito. «No como Kevin».

De nuevo aquel pensamiento había salido de la nada, como si la presencia de David estuviese haciendo salir a la superficie los sentimientos que no quería admitir con respecto a su difunto marido.

Una ola de vergüenza la invadió, y volvió a sentir rabia hacia David. Ella había intentado ayudar a Kevin, pero David les había dado la espalda.

Suerte que el trayecto no era muy largo, porque el olor de su colonia, mezclado con el olor del cuero de la tapicería calentado por el sol, resultaba demasiado tentador. Poco después llegaban a la clínica.

Por motivos prácticos, esta se encontraba junto al lago, donde los turistas no siempre eran consciente de los peligros a los que se exponían con frecuencia con su conducta imprudente en el agua.

David, en cambio, conocía muy bien esos peligros, y a Kayla no se le escapó lo tenso que se había puesto de repente. Aparcaron y, cuando se bajaron del coche, David se quedó mirando el lago con el ceño fruncido, como si estuviese recordando aquel día aciago.

Ella no había estado allí cuando pasó, pero después de aquello sus vidas habían cambiado para siempre. Al alzar la vista hacia David vio dolor en sus ojos, y a pesar de su animosidad hacia él, sintió lástima. ¿Podría ser que, al igual que Kevin, no hubiese sido capaz de superar aquello?

–¿David? –lo llamó, tocándole el brazo.

Él salió de su ensimismamiento y la miró aturdido por un instante, como si no supiera quién era, o que estaba haciendo él allí.

–De eso hace mucho tiempo –murmuró Kayla.

David contrajo el rostro y se apartó de ella.

–No necesito tu compasión –le dijo en un tono frío y áspero.

–No lo he dicho por compasión –replicó ella, dolida.

–Entonces, ¿por qué? –inquirió él, con la misma aspereza.

Kayla vaciló.

–Porque desearía poder volver atrás en el tiempo y evitar que aquello ocurriera, que volviésemos a ser quienes éramos antes de ese día.

David apretó los labios.

–Los deseos son algo pueril –dijo sombrío.

–Y aquel día dejaste atrás para siempre la niñez, ¿no es así? –inquirió ella con suavidad.

–Yo ya no era un niño –contestó David. «Y Kevin tampoco», le faltó añadir, pero para Kayla fue como si lo hubiese dicho–. Para la pequeña que se ahogó, sin embargo, sí se truncó su niñez para siempre.

–No fue culpa tuya.

–No –asintió él con firmeza–, no lo fue.

Por supuesto que no; había sido un accidente. Una terrible tragedia. Excepto que para David no había sido así. Él siempre había culpado a Kevin, que había muerto sin que lo perdonara. Y en parte había sido esa actitud intransigente de David lo que lo había destruido.

Eso era lo que tenía que recordarse, se dijo Kayla, cuando volviese a encontrarse pensando en besar sus labios.

–Fue un accidente –le recordó–. Hubo una investigación y se determinó que fue un accidente. Sus padres deberían haber estado vigilándola mejor.

David la miró con los ojos entornados.

–¿Cuántas veces te dijo eso antes de que empezaras a creértelo?

–¿Cómo dices?

La voz de David destilaba ira cuando le respondió.

–Los padres de esa niña no habían recibido el entrenamiento de un socorrista. ¿Cómo podían saber que cuando se ahoga alguien no es como en las películas? ¿Cómo podían saber que hay veces que no se oye ni un ruido? Ni un grito, ni chapoteo. Ni siquiera se ve una mano agitándose frenética en el aire –le espetó–. Kevin sí lo sabía, ¿pero sabes qué? No estaba vigilando, que era lo que tendría que haber estado haciendo.

Kayla se sintió palidecer.

–Siempre lo has culpado a él –murmuró–. Todo cambió entre vosotros después de aquello. ¿Cómo pudiste? Eras su mejor amigo; te necesitaba.

–¡Aquello no habría pasado si hubiese cumplido con su deber!

–Era muy joven; se había distraído. Cualquiera puede distraerse un segundo.

–El fin de nuestra amistad no fue solo cosa mía –respondió él–. Kevin se negaba a hablar conmigo después de la investigación. Estaba furioso porque dije la verdad.

–¿Qué verdad?

David inspiró profundamente y se quedó callado, como vacilante.

–Dímelo –insistió ella.

–Estaba flirteando con una chica en vez de cumpliendo con su deber. Estaba junto a su puesto, pero no estaba mirando al agua.

–¡Mientes! –exclamó ella entre indignada y desesperada–. Entonces ya estaba saliendo conmigo.

–¿Eso crees?, ¿que estoy mintiéndote? –respondió él sin alzar la voz–. Yo llegaba en ese momento, porque mi turno empezaba media hora después, y cuando miré al agua supe de inmediato que algo pasaba. Lo sentí. Y entonces vi a la niña. Tenía el pelo rubio y estaba flotando boca abajo en el agua. Grité a Kevin al pasar corriendo junto a él, y salió corriendo detrás de mí.

–Mientes –repitió ella apretando los dientes.

David la miró con tristeza.

–Para cuando llegamos junto a ella y la sacamos ya era demasiado tarde.

–¿Cómo puedes decirme algo tan hiriente? –le preguntó ella en un hilo de voz–. ¿Cómo puedes mentirme de esa manera?

David no apartó sus ojos de los de ella.

–¿Acaso te he mentido alguna vez, Kayla? –le preguntó quedamente.

–¡Sí!, sí que lo has hecho –le espetó ella.

Y, dándose la vuelta, echó a andar hacia la entrada de la clínica para que no viera las lágrimas en sus ojos.

Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate

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