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Capítulo 2

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ERA evidente que David era un hombre demasiado acostumbrado a que todo el mundo le obedeciese. Y aunque a Kayla la irritó la facilidad con que capituló a sus dotes de mando, la verdad era que se sentía algo mareada, sin duda porque se le había bajado la tensión por la picadura.

Se apartó de él y se sentó en la acera.

–Está en mi bolso, en la cesta de la bicicleta –murmuró, sintiéndose como una cobarde por rendirse.

Observó a David mientras se alejaba, y a pesar del desprecio que despertaba en ella, no pudo sino sentir admiración por él en ese momento. Habían pasado años desde la época en la que David, siendo un adolescente, había trabajado como socorrista, pero seguía manteniendo la calma y la eficiencia que lo habían caracterizado entonces.

Al llegar junto a la bicicleta, David se acuclilló y rebuscó en la cesta, bajo las flores, hasta encontrar el bolso. Lo abrió y lo puso boca abajo, vaciándolo sin miramientos en la carretera.

Ella protestó con un «¡Eh!», pero él la ignoró por completo.

Poco después se incorporaba con el autoinyector de epinefrina en la mano, el aparato con el que debía autoinyectarse.

–¿Lo haces tú o lo hago yo? –le preguntó, volviendo a su lado y acuclillándose junto a ella.

Al mirarla y ver que no respondía, le levantó la falda y le plantó la mano izquierda en la cara externa del muslo, tensando un trozo de piel con el pulgar y el índice para ponerle la inyección.

–Creo que voy a desmayarme –murmuró ella, presa del pánico.

–No vas a desmayarte.

Más que como una afirmación, sonó como una orden. Era ella a quien le había picado una abeja, y era ella quien sabía si iba a desmayarse o no, pensó Kayla irritada.

Nerviosa, puso su mano sobre la de él y le pidió:

–Dame un segundo, ¿quieres?

David apartó su mano y, cuando ella volvió a ponerla, le agarró la muñeca y volvió a apartarla.

–Deja de comportarte como una cría –la increpó, apretándole la muñeca.

–¡No estoy preparada! –protestó ella.

–Mírame –le ordenó David.

Kayla obedeció, y la hipnotizaron la fuerza y la calma en sus profundos ojos castaños. De pronto fue como si todos los años que habían pasado se disolvieran.

David era una hebra que formaba parte del tejido de su vida y, aunque había pasado el tiempo, en sus ojos veía al David de antaño. Se encontró recordando su risa, el modo en que ladeaba la cabeza cuando la escuchaba atentamente, la intensidad de su mirada, la confianza que inspiraba…

Notó que su respiración se había vuelto más calmada, pero cuando sus ojos descendieron, como atraídos por una fuerza magnética, a sus sensuales labios, sintió que el corazón empezaba a latirle con más fuerza y que su respiración se tornó agitada de nuevo.

Una vez, años atrás, cuando los dos tenían diecisiete años, había besado esos labios, rindiéndose a la tentación, al deseo que despertaba en ella. Se había sentido igual que la primera vez que había tomado un trago de vino, embriagada.

Había sido un beso excitante y apasionado. David había explorado cada rincón de su boca con fruición, como si en los dos años que, por aquel entonces, hacía que se conocían, no hubiese podido pensar en nada más que besarla.

Sin embargo, había pagado un alto precio por aquel beso. Después de aquel día, David se había tornado distante y frío con ella, y se había esfumado la camaradería que solía haber entre los dos. David había empezado a salir con Emily Carson, y ella con Kevin.

Y a pesar de todo, en ese momento, sentada allí, en la acera, un pensamiento descabellado cruzó por su mente: si fuese a morir por la picadura de aquella abeja y pudiese pedir un último deseo, ¿sería volver a besar a David?

Y de pronto, aunque se detestó a sí misma por lo que estaba a punto de hacer, no pudo evitar inclinarse hacia delante, como si tirara de ella un hilo invisible.

David se inclinó hacia ella también. Kayla cerró lentamente los ojos, entreabrió los labios… y justo entonces David empujó el autoinyector de epinefrina contra su muslo y sintió el picotazo de la aguja.

–¡Ay!

El dolor devolvió a Kayla a la realidad. Abrió los ojos y se echó hacia atrás, avergonzada y preguntándose si David habría adivinado sus intenciones.

A juzgar por su cara de póquer, por suerte parecía que no. Esa expresión de indiferencia le recordó el dolor emocional que había sentido después de ese primer beso. Había pensado, llena de emoción, que aquello era el principio de algo, pero en vez de eso se había vuelto invisible para él.

Igual que Kevin se había vuelto invisible para él. Eso era lo que tenía que mantener presente con respecto a David Blaze: parecía alguien con quien se podía contar, pero, cuando uno lo necesitaba, no estaba a tu lado.

–Eso ha dolido –murmuró.

–Lo siento –se limitó a contestar él.

Solo que no lo sentía en absoluto, igual que no le había importado su dolor ni el de Kevin años atrás. David se incorporó, fue hasta el coche y regresó poco después con un maletín de primeros auxilios.

Se sentó junto a ella en la acera, abrió el maletín y, tras rebuscar un rato en él, sacó unas pinzas pequeñas.

–Voy a ver si puedo encontrar el aguijón.

–¡Ni se te ocurra! –exclamó ella bajándose la falda y apretándola contra sus piernas.

–No seas ridícula. El aguijón podría estar aún inyectándote veneno.

Kayla vaciló, y él, al ver que dudaba, insistió.

–Ya he visto antes dónde te ha picado. Y tus bragas; son de color rosa.

Kayla sintió que se le subían los colores a la cara, y balbució algo incoherente cuando él le levantó de nuevo la falda, a pesar de sus intentos por impedírselo.

–Ya lo veo –dijo David–. Deja ya de revolverte.

–No me da la gana. ¡Dame las pinzas! –Kayla intentó alcanzarlas, pero él alejó la mano.

–Cálmate, mujer –le dijo divertido–. Es como cuando te muerde una serpiente: cuanto más nervioso te pones, peor es.

–Pues deja tranquila mi falda y dame esas pinzas –replicó ella apretando los dientes.

David resopló por la nariz, como conteniendo la risa, y la sonrisa que afloró a sus labios lo hizo parecer aún más endiabladamente atractivo.

–Deberías estar agradecida de que no te picara en otro sitio.

–Agradecida… –masculló ella mientras David maniobraba con las pinzas–. Sí, claro, estoy agradecidísima.

–¡Lo tengo! –exclamó David con satisfacción, examinando las pinzas antes de mostrárselas.

Allí estaba, en efecto, el maldito aguijón.

La sonrisa se había borrado de los labios de David.

–Sube al coche –le ordenó poniéndose de pie.

Kayla parpadeó aturdida.

–Pero mi perro… –le recordó–. Y mi bicicleta… Y mi bolso. Todas mis cosas están desperdigadas por el asfalto. Y mi teléfono móvil es nuevo. Tengo que…

–Lo que tienes que hacer es subirte al coche –la cortó él, pronunciando cada palabra con airada impaciencia.

–No –replicó ella con idéntica firmeza–. Tengo que encontrar a mi perro y quitar mi bicicleta de ahí en medio y recuperar mi teléfono. Es un teléfono muy caro.

David frunció el ceño. Era un hombre que estaba acostumbrado a mandar, al que nadie cuestionaba ni llevaba la contraria, y Kayla sintió una satisfacción algo pueril al ver la sorpresa y el enfado en su rostro.

Hablándole muy despacio, como si fuera tonta, David le respondió:

–Voy a llevarte a urgencias. Y voy a hacerlo ahora.

–Mira, David, te agradezco que me hayas puesto la inyección, y sí, estoy segura de que te debo el seguir con vida, pero…

–Me ocuparé del perro, la bicicleta, el bolso y el teléfono cuando me haya asegurado de que estás bien.

–¡Pero si estoy bien!

En realidad era una mentira; se sentía bastante débil y mareada.

Sin embargo, tuvo la impresión de que a David no lo había engañado ni por un instante.

–Sube al coche –repitió.

Esa actitud autoritaria que tenía era de lo más irritante. Lanzó una mirada a sus posesiones, desperdigadas por el asfalto.

–Con la epinefrina hemos ganado tiempo –le dijo, alzando la barbilla con obstinación–. No hay ninguna prisa.

David suspiró hastiado.

–Kayla, sé razonable; te he dicho que me ocuparé de tus cosas cuando te haya llevado a la clínica.

Kayla escrutó sus serias facciones y se sintió un poco ridícula. ¿Tan malo sería ceder el control a otra persona por una vez, dejar que cuidaran de ella?

David era esa clase de persona, la persona que sabías que podía ocuparse de todo, la persona que uno querría tener a su lado cuando se avecinase un huracán o cuando se declarase un incendio en la casa.

Pero no había estado a su lado cuando lo había necesitado, no se había portado bien con Kevin, se recordó.

Aunque sí era verdad que, cuando decía que iba a ocuparse de algo, lo hacía, eso no podía negarlo. Al contrario que Kevin, que nunca se había preocupado de nada. Aquel pensamiento desleal salido de la nada la hizo sentirse culpable. Bueno, sí, Kevin no había sido muy responsable, pero había tenido otras muchas virtudes. ¿Verdad? La duda la hizo sentirse fatal otra vez, y su animadversión hacia David aumentó, como si tuviese la culpa de que estuviesen acudiendo esos pensamientos a su mente.

–Mi perro anda por ahí solo. Podría llevárselo un extraño, o podrían atropellarlo. Y podrían robarme la bicicleta. Y cualquier coche que pase podría aplastar mi teléfono –le insistió–. Tengo que encontrar a mi perro –reiteró cruzándose de brazos–. Agradezco que quieras hacer el papel de caballero de brillante armadura que acude al rescate de la damisela en apuros, pero ya no necesito tu ayuda, así que sube a tu coche y deja que me ocupe yo. Puedo arreglármelas sola.

Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate

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