Читать книгу Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate - Cara Colter - Страница 12
Capítulo 8
ОглавлениеAL PRINCIPIO Kayla pensó que era un truco. Algunas veces Kevin había recurrido a trucos de esa clase, valiéndose de lo que ella más quería para salirse con la suya. Como aquella vez que le había dicho: «Cuando ya estemos instalados en la nueva ciudad, hablaremos de lo de tener un bebé».
Se giró, segura de que David se estaba inventando lo del perro, pero él no estaba mirándola a ella, sino a los arbustos del jardín. Kayla miró también allí, y vio algo peludo apenas unos segundos antes de que saliera disparado hacia la carretera. El corazón le dio un brinco de esperanza. David bajó las escaleras del porche, saltó por encima de la valla y salió corriendo detrás del animal.
Kayla pensó en entrar en su casa a por una rebeca, ya que la madre de David se había quedado con la suya, pero dudaba que él solo pudiese atrapar a Bastigal, y para cuando saliese de la casa su perro ya estaría lejos. Además, era de noche; tampoco iba a verla nadie.
Sin pensárselo más, y dejándose llevar por una espontaneidad maravillosamente liberadora, fue tras David y lo siguió hasta que dobló la esquina de una de las casas al otro lado de la calle.
El jardín trasero estaba rodeado por una valla baja, y David la saltó con una agilidad pasmosa. Kayla, que no estaba igual de atlética, pasó una pierna por encima y luego la otra.
–¿Lo ves? –le preguntó en un susurro.
Él se llevó un dedo a los labios y los dos se quedaron escuchando. Sé oyó un ruido en los arbustos que bordeaban el otro extremo del jardín.
–¡Bastigal! –llamó Kayla en un siseo, para no asustar a su perro y no despertar a los dueños de la casa.
Se oyó el crujir de una ramita y las hojas del seto se movieron. David avanzó lentamente hacia allí y ella fue de puntillas detrás de él. El animal salió corriendo de nuevo, calle abajo, y David y Kayla lo persiguieron.
Cuando David se detuvo, habían llegado a Peachtree Lane.
–Me parece que lo hemos perdido –dijo jadeante, inclinándose para apoyar las manos en las rodillas e intentar recobrar el aliento.
Kayla maldijo entre dientes e hizo lo mismo que él.
–No muevas ni un músculo –susurró David de repente.
Con un movimiento de cabeza señaló un arbusto del que colgaban delgadas ramas cuajadas de unas flores de color morado. Las hojas del arbusto se movieron y Kayla contuvo el aliento, pero de debajo de él no salió Bastigal, sino un conejo de color beis que se quedó mirándolos y movió la nariz con sus largos bigotes.
–¿Es eso lo que hemos estado persiguiendo? –le preguntó a David.
–Me temo que sí.
Kayla maldijo por segunda vez, pero notaba cómo la sangre le corría por las venas por la carrera, y se sentía deliciosamente viva. Se echó a reír y se tapó la boca con las manos para no despertar a los vecinos.
David se irguió, se cruzó de brazos y se quedó mirándola con una sonrisa divertida antes de reírse suavemente.
Kayla se dejó caer boca arriba sobre el césped y se llevó una mano al pecho entre jadeos y risitas.
David se tumbó a su lado y, cuando recobraron el aliento, los envolvió el silencio de la noche. La fragancia de alguna flor que Kayla no acertaba a distinguir flotaba en el aire, y las estrellas brillaban como nunca en el cielo.
–Esta es una de las cosas que más echaba de menos cuando nos mudamos a Windsor –le susurró a David–. En la ciudad no se ven las estrellas como aquí.
–No, es verdad –asintió él–. ¿Por qué os fuisteis? Siempre te gustó este sitio.
«Esperaba que fuera el comienzo de una nueva vida. Esperaba que un hijo pudiese cubrir el vacío de algunas cosas que habíamos perdido», respondió para sus adentros.
En voz alta, lo que contestó fue:
–A Kevin le salió un trabajo en Windsor.
Lo que no le dijo fue que aquel trabajo no le había durado mucho, pero para entonces no podían permitirse volver a Blossom Valley, y mucho menos tener un bebé. Tampoco le dijo la clase de trabajos que había tenido que aceptar para poder mantenerlos a flote. Había trabajado de camarera, había fregado suelos y había cuidado niños.
Tampoco le dijo lo mucho que había echado de menos la vida que había dejado atrás allí, en Blossom Valley. Sin embargo, tenía curiosidad por saber si David sentía lo mismo, y se lo preguntó:
–¿Echas de menos Blossom Valley alguna vez?
Él se quedó callado un buen rato.
–No, no tengo tiempo para echarlo de menos.
–Y si lo tuvieras… ¿lo echarías de menos?
David volvió a permanecer callado hasta que, casi a regañadientes, admitió:
–Sí, supongo que sí. Lo pasamos muy bien de críos aquí, ¿verdad?
Ella asintió.
–No recuerdo cuándo fue la última vez que me tumbé a mirar las estrellas así, como ahora –murmuró.
–Yo tampoco –contestó David–. ¿Esa es la constelación de Orión? –inquirió señalando el cielo.
–Sí, el Cazador.
–Recuerdo lo impresionado que me dejaste una vez, recitándome los nombres de todas las estrellas de esa constelación.
Kayla se rio suavemente y empezó a enumerarlas:
–Zeta, Épsilon y Delta; son las que forman el cinturón.
–Continúa.
Kayla prosiguió, nombrando una por una las estrellas de aquella constelación y, cuando terminó, se quedaron mirando en silencio el cielo nocturno.
–Siempre pensé que acabarías siendo profesora –le confesó David–. Siempre fuiste la más lista de la clase y te encantaba aprender.
Kayla no dijo nada. Otra ocasión perdida que se alzaba ante ella.
–O que al menos habrías tenido hijos –añadió David–. Siempre te encantaron los niños. Incluso trabajaste como monitora en aquel horrible campamento de día. ¿Cómo se llamaba?
–Sparkling Waters. Y no era horrible; era para niños de familias que no podían permitirse mandar a sus hijos a un campamento.
–Ya entonces me pareció increíble que en un pueblo donde hay un nivel de vida tan alto fueras capaz de encontrar niños necesitados. De hecho, ni siquiera sabía que los había hasta que empezaste a trabajar allí.
–En esa barriada al sur malviven un montón de jornaleros y empleados de la limpieza de los hoteles y moteles del pueblo. Era el secreto a voces de Blossom Valley, y aún lo sigue siendo, pero la gente mira para otro lado.
–Y seguro que tienes un plan para solucionarlo –apostó David.
–Bueno, solucionarlo no, pero podría inventar un sistema de cupones en la heladería para que los niños puedan venir a tomar helado gratis.
–Ay, Kayla, Kayla… –murmuró él, pero no en tono de recriminación.
–Lo sé, así soy yo, siempre intentando cambiar el mundo, aunque cucurucho a cucurucho.
–No me extraña que esos niños te adoraran –dijo David–. Recuerdo que a veces algunos de ellos se nos pegaban por las tardes cuando salíamos por ahí porque querían estar contigo. Lo odiaba, unos adolescentes populares teniendo que cargar con unos mocosos.
–A lo mejor tú eras popular, pero yo desde luego no.
–Es broma; seguramente yo tampoco lo era –dijo él sonriendo–. Pero entonces pensaba que lo era. Supongo que todos los chicos a esa edad son así.
Kevin sí que se había creído siempre el mejor en todo, recordó Kayla, y aunque nunca se lo había dicho para que no se llevase una decepción, nunca lo había sido. Había sido divertido, sí, y encantador, desde luego. Guapo, aunque no espectacular. Atlético, pero no un as en todos los deportes.
Siempre se había mostrado competitivo con David de un modo sutil, pero siempre había llevado las de perder porque este siempre había sido más atractivo y más fuerte.
Cuando David se apuntó al cursillo de formación de socorristas, Kevin se apuntó también. Además, no solo quería igualarlo; quería ser mejor que él. Si David cruzaba a nado el lago, Kevin lo cruzaba y volvía. Cuando David se compró su primer coche, un coche de segunda mano que necesitó bastantes arreglos, Kevin se compró uno nuevo… o más bien hizo que su padre se lo comprara.
Ella se había pasado su matrimonio intentando convencerle de que no tenía que compararse con David, y perdonando sus celos y su resentimiento hacia él. Incluso había excusado su actitud, diciéndose que la había causado la repentina indiferencia de David, tras la muerte de aquella niña, hacia él, que había sido su mejor amigo.
David, en cambio, sí que había sido el chico más popular del instituto. Ya de adolescente había habido algo en él, su porte, el modo en que acostumbraba a tomar las riendas, que lo había distinguido de los otros chicos. Ese mismo algo que lo había hecho irresistible a todas las chicas del pueblo.
«Y en una noche mágica yo fui la chica afortunada a la que besó… para después no volver a mirarme siquiera», pensó Kayla.
–Yo también adoraba a esos niños –dijo.
Prefería recordar el afecto de los pequeños y no la sensación de pérdida que le había causado la repentina indiferencia de David tras aquel beso.
–Eran unos pilluelos –dijo él–. Nunca les decías que se fueran. Recuerdo cuando íbamos al lago con el resto de la pandilla a hacer una barbacoa, y a ti pasándoles los perritos calientes que yo había comprado.
–¿Eso hacía?
–Sí, y también les dabas parte de las nubes de azúcar que asábamos en la hoguera, y latas de refresco.
–Será que no podía soportar la idea de que pasasen hambre.
David se quedó callado un momento y la miró.
–Pero, en serio, siempre te imaginé con un montón de hijos; sobre todo cuando pareció que tenías tanta prisa por casarte.
Kayla se mordió el labio. Había deseado con todas sus fuerzas tener un hijo, pero ahora se daba cuenta de que había sido una bendición que no lo hubiese tenido.
–Nunca parecía el momento adecuado para tenerlo –respondió en un tono frío, que no invitaba a que le hiciera más preguntas.
–Ay, Kayla… –murmuró él y, aunque su tono había sido hermético, tuvo la impresión de que David había intuido en su respuesta cada momento infeliz de su matrimonio.
–¿Y tú?, ¿cómo es que no te has casado? ¿Por qué no tienes una esposa e hijos, una gran familia feliz?
–Al principio era porque no había conocido a ninguna mujer con la que quisiera formar una familia –respondió él en un tono quedo.
–¡Anda ya! ¡Si han salido fotos tuyas en las revistas con varias mujeres con las que has salido! Como Kelly O’Ranahan. Es guapa, tiene talento, éxito…
–Y también es insegura, superficial y no sería capaz de distinguir la constelación de Orión.
David se quedó mirándola a los ojos, y Kayla sintió que la invadía una ola de calor.
–¿Qué has querido decir con lo de «al principio»? –le preguntó en un susurro.
David no contestó, sino que alargó el brazo y deslizó una mano por su cabello, y la miró con tal anhelo, que a Kayla se le cortó el aliento.
De pronto era como si un millar de posibilidades se abriesen ante ella, algo que no había sentido en años, y por algún motivo eso la hizo sentirse aún más culpable que los pensamientos desleales que había estado teniendo con respecto a Kevin.
Y entonces, de repente, una fuerte luz blanca les dio de pleno en la cara.
–¡Policía! ¡Levántense de ahí!