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Herty los recibe en albornoz con cara de dormido. Lleva puesta una camiseta con su cara impresa: el Herty de la foto parece más alegre de verlos que el verdadero.

—¿En qué los puedo ayudar? –pregunta de mala gana.

Eduardo le explica el motivo de la visita: la plata asignada para la producción del comercial no alcanza para encargar la construcción de la mosca a un estudio en Los Ángeles especializado en robots computarizados y que los movimientos del insecto se programen a la distancia. Herty se agarra la cabeza.

—Pero ustedes qué piensan, muchacho… ¿que esto es Hollywú? No, no, no…

Su presagio de malhumor se materializa. Los temas de platas lo sacan de quicio. Está ansioso. Quiere salir al aire ya, rápido, como sea: con el comercial de la mierda o con un video casero que le filme algún pariente, no le importa. El Frente Sandinista taqueó los medios y la imagen de Ortega se le aparece a uno hasta en las nubes. Basta poner el canal cuatro para encontrárselo en cualquier momento del día declamando como un cura en una misa perenne. Lo grave no son sus discursos que no se entienden ni medio, sino el caudal de la inversión. Los punteros barriales se venden por un paquete de galletas y hay que hacer algo para frenar la estampida. Eduardo le explica que un producto de calidad puede revertir los números de las encuestas, pero es imposible: los ojos celestes de Herty están a punto de lanzar unos rayos láser capaces de desintegrarlos sobre la alfombra indígena. Eduardo le habla con el tonito modulado de una maestra de primaria.

—Vea, Heeeerty… la buena publicidad requiere tieeeempo, no puede pretender que…

—¡Qué tiempo ni que tiempo, hombre! ¡Ya todos salieron con su propaganda! –se levanta del sillón.

Eduardo insiste.

—La clase de porquería que ha hecho el Frente no tiene nombre. ¡Son unos comerciales mal producidos sin profesionalismo de ningún tipo!

—¡Pero están al aire, muchacho! ¡Y me llevan seis puntos de ventaja!

—Perdóneme, Herty, pero lo que pasa es que lo que nosotros hacemos no se puede comparar con esa porquería que filma el Frente.

Herty tritura el silencio con la mandíbula. Eduardo enciende la computadora y le muestra una foto que ha bajado de internet: la mosca de David Cronenberg. Hace un zoom a los detalles de aquel robot hasta que la foto se pixela. Lograr esa calidad requiere mucho trabajo. Le muestra la textura del insecto, las patas, las antenas.

—Yo de esas carajadas no sé nada –lo interrumpe Herty contundente–. Pero o hacen ese bicho en menos tiempo o contrato a otros.

Eduardo, ofendido, cierra la computadora de un golpe.

—Vea, Herty, solo porque va a ser Presidente eso no le da derecho a amenazarme… ¡A mí nadie me amenaza! ¡Ni usted ni nadie!

A Victoria la reacción de Eduardo le parece sorprendentemente confusa: oscila entre la agresividad y el lavado de bolas. Herty mira al jardín como si pensara en otra cosa. Victoria, en cambio, sostiene una sonrisa mansa.

—Vamos a hacer todo lo posible por acelerar el proceso –susurra ella.

Herty no le presta la más mínima atención.

—Nada más que hablar entonces –concluye Eduardo y enfila hacia la salida.

—Esperate, muchacho. No te vayás –lo frena Herty y desaparece por un pasillo.

Eduardo vuelve sobre sus pasos, se tumba en el sillón con cara de ofendido. En la cocina la empleada lava los platos y cada tanto levanta la vista para observarlos de reojo. Herty regresa agitando una tarjeta que le entrega a Eduardo.

—Llamate a Osman –lo mira amigable y conciliador–, este carajo es muy amigo mío, él me hizo todos los muñecos de Hertylandia. Llamalo y le decís que te haga tu mosca, contale que es para mí, así te hace precio.

Hertylandia es el único parque con toboganes de agua de toda Nicaragua. Herty lo creó inspirado en Disney. Según su lógica, si Disney hizo Disneylandia, Herty podía hacer Hertylandia.

Esa misma tarde van en busca del tal Osman.

—Me parece una pérdida de tiempo esto –dice Victoria durante el viaje–. ¿Qué clase de muñeco va a hacer ese tipo?

—Se lo hubieras dicho a Herty –responde Eduardo harto.

—¿Y vos para qué le aceptaste la tarjeta?

Eduardo enciende la radio y cambia de tema, habla de un bar que conoció hace poco donde hacen un ceviche extraordinario. Recorren las periferias un poco a ciegas. En Nicaragua las direcciones son como las pistas de un tesoro: se llega de referencia en referencia, de punto a punto, más que una dirección es una intriga. Frenan frente a una carnicería. Un perro, como una culebra, duerme con la cabeza apoyada sobre las costillas; sobre el hocico le zumban las moscas. Eduardo baja la ventanilla y pregunta por Osman a un niño que juega fútbol con una bolsa en media calle. Afuera huele a basura, a caca, a agua servida. El niño señala el laterío al final de la cuadra y le indica que es la casa sin puerta. El techo se sostiene con unas piedras. Eduardo aplaude, se asoma una mujer. Él le indica que buscan a don Osman Castro. La mujer los deja pasar y desaparece tras una sábana que oficia de mampara. Adentro el lugar es extenso, un galpón con piso de tierra donde se ubica una carroza de una Blancanieves rodeada de cuatro enanos y un Mickey con una oreja más grande que la otra. Por una rendija se filtra un rayo de luz que ilumina el polvo y se extiende como una cuerda imaginaria. Un pájaro hizo su nido justo detrás del fluorescente. Al rato vuelve la mujer junto a un hombre despeinado y con el torso desnudo y musculoso al que han despertado de una siesta eterna. Las venas se le marcan en la piel como las raíces de un árbol milenario. El hombre se acerca desconfiado.

—¿Qué fue? –dice con aliento a guaro.

—¿Don Osman? –pregunta Eduardo con la prudencia que inspira un animal salvaje.

El tipo asiente. Un bebé como de un año se asoma entre la tela y camina llorando hasta las piernas de la mujer que lo alza y le huele el pañal. Eduardo saca del bolsillo la gastada tarjeta.

—Herty nos dio su nombre y nos dijo que usted hace muñecos.

Al parecer el nombre de “Herty” le hace bajar la guardia, pues inmediatamente cambia de pose y su voz se torna pasiva y obediente.

—Ah, no, ese era mi papá, pero se murió hace como un mes con lo del guarón –dice restregándose los ojos.

—Ah, qué pena.

—Pero dígale al señor alcalde, que lo que necesite… yo tengo un taller de carros –señala hacia la calle–, pero ahorita está cerrado. Si lo ocupan pueden venir mañana.

—Ah, bueno, muchas gracias –le dice Eduardo.

—Para servirle.

Se dan la mano y se despiden con cierto alivio de que don Osman ya no esté localizable. Durante el camino de regreso, Eduardo vuelve a la idea inicial de producirla como dios manda y hacer algo relevante, o al menos, decente. Victoria lo convence de que con ese presupuesto en Costa Rica pueden lograr un producto de la misma calidad que en Los Ángeles.

Mierda

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