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Jonathan, ¿dónde te masturbá? Bueno, yo vivo en este lugar, aquí duermo yo, aquí mi hermana y aquí mis padres. ¿Todos en el mismo cuarto? Sí, todos. En la noche, cuando están dormidos, y mis hormonas se excitan y no puedo controlarlo me comienzo a masturbar yo mismo, para estar tranquilo, porque si no hago eso, no me siento bien. ¡Y yo no me doy cuenta, Padre, porque se pone con la música! Papa-papapa-papapapamampam. ¿Y este tipo de canciones son las que te inspiran? Parampamam… vamos en la tarde, con siete minutos, vamos con comunicaciones, te sigo complaciendo. ¡Más deejay hasta las tres de la tarde, jodido! ¿Te fías de que eso es pecado hablando bíblicamente? Dice la Biblia: “Cualquier varón cuando tuviera flujos de semen será inmundo”. ¡Yo le dije que es malo! ¡Mucho! ¿Y con qué limpias lo que sale? Bueno, pues, con un moñito de hojas. Lo limpio y después lo vuelo y ahí nadie se da cuenta. ¡Son esperma, esperma que salen en la expulsión! Y eso es pura sangre, lo esencial. ¡Cualquier varón que tenga flujos de semen será inmundo! ¿Oíste, Jonathan? Los profesores dicen que a los treinta y tres años si uno se masturba mucho, el pene ya no le funciona, le cuesta erectarse. ¿Será verdad o será mentira? Es verdad, está comprobado científicamente. Ya no hay esa misma erección por tanto estiramiento, por tantas perturbaciones de la mente. Entonces hay un decaimiento. Por eso Dios estableció el matrimonio… por eso Dios estableció que la mujer y el hombre tuvieran una relación.

A cualquier hora se enciende la radio cristiana de Giselle como si se activara una alarma. Giselle y sus extraños hábitos nocturnos. La prende a las dos, tres, cuatro de la mañana, diez, quince minutos y la vuelve a apagar. Bien puede ser una torturadora poniendo a prueba la calidad de sus nervios. Toda la pared es un televisor sin imagen.

—Hay que decirle a Joselo que aisle un poco el ruido –dice Victoria.

Eduardo le contesta prácticamente dormido. La tela de las cortinas se tambalea con el viento. A ella le entran ganas de hacer el amor. Siente un deseo que la perturba, seguro fue la radio, los programas correctivos de Giselle. Busca a Eduardo pero este se aferra a su almohada. Todo su cuerpo es un gran bulto que la ignora, una montaña fronteriza.

Giselle por fin decide silenciar la noche y las voces se apagan. Solo queda el viento, las bolas de aire tibio que peinan las palmeras enanas del jardín y chocan contra la ventana. Ya no hay música ni ruido más allá del motorcito del ventilador que gira sincopado. Victoria se masturba mientras imagina que baila con un antiguo profesor. No sabe por qué justo él que no tuvo ningún rol protagónico en su vida, pero es el primero que se le aparece en sus fantasías. Ahí está este tipo del que prácticamente no recuerda ni el rostro, pero recuerda someramente las clases de baile de su adolescencia, el día en que él la sacó a bailar para demostrarle a los demás cómo se hacían los pasos (¿de salsa? ¿vals?, tampoco recuerda); solo el movimiento: los giros seguros a los que ella se acoplaba dejándose guiar. Ese día descubrió una de las ventajas de la sumisión: la fuerza de lo oculto. Tanto que le costaba a su mente seguir los pasos de un hombre. Las primeras clases se resistía con todo su feminismo. Quería tomar el mando y forcejeaba con su compañero de pieza, había más que un problema de baile, un problema de poder, ella debía derrocar el machismo de la danza, dejar bien claro que el hombre debía seguirla a ella, que el baile debía cambiar sus estatutos por el bien de la igualdad de género. Hasta que el macho alfa de su profesor la tomó de la cintura y la pegó contra su cuerpo y la hizo retroceder una y otra vez sobre todos sus avances.

Gregorio la despierta a los gritos y con ganas de jugar. Victoria mira por la ventana: el cielo todavía flamea sus estrellas. ¡Son las cinco de la mañana! Ella apenas ha dormido un par de horas. Es evidente que el cambio de país le desajustó los horarios a su hijo. ¿Qué hacer? ¿Intentar dormirlo con formol? Piensa en despertar a Giselle pero aún no son ni las siete de la mañana y no puede abusarse en un país acostumbrado al abuso del personal doméstico. Por momentos le entra una especie de altanería y se siente una representante del código de trabajo de su país, alguien que respeta los horarios laborales porque vino aquí no a ser buena sino justa. Así que malhumorada se levanta a preparar el desayuno y se putea a sí misma por su propia corrección moral, bien que le gustaría despertar a Giselle, en el fondo siente el fuego de su Pedrarias emergiendo poco a poco, ¿para qué cumplir leyes que no existen? ¿Quién está mirando? Nadie. Coloca agua sobre la hornalla y espera a que hierva. Gregorio se acerca con el oso de peluche y lo pone sobre sus piernas. El cuerpo flácido del muñeco espera a que le inyecten vida, pero ella lo ignora; no anda con espíritu titiritero. Gregorio, al ver a Pepín todavía inerte y con los ojos mirando al techo, se larga a llorar y agarra al oso y lo revolea por el aire como le gustaría hacerlo con ella.

—¡Gregorio, calmate! ¿Querés?

Eduardo se levanta de la cama indignado, alza al niño y se lo lleva al patio. Hay en su actitud un gran dedo que la señala. Ella se queda inmóvil viéndolos jugar con una bola de Elmo. Llevan menos de una semana en Managua y, contrario al entusiasmo antes del viaje, ya se siente agobiada. La falta de sueño la está trastornando. Lo nota en esos repentinos cambios de ánimo. ¿O será la actitud estoica de Eduardo lo que realmente le molesta? Esa sensación de que siempre sabe lo que hace, de que tiene un norte tan claro en su vida. Por otro lado, ¿cómo le va a constestar así a su hijo? Es una desalmada. A veces la maternidad no es tal y como la pintan en los anuncios de pañales, a veces es un balde imposible de acarrear. Pensar en ello la hace sentir mal consigo misma, decepcionada de su poca tolerancia, de su cansancio y de su egoísmo. Haría cualquier cosa para apagar el incendio que se le enciende en el pecho cuando piensa de esa forma.

Mierda

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