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Bueno, limpio y justo: mi amigo y colaborador Carlo Bogliotti y yo estábamos en el patio de casa cuando se nos ocurrió este posible título para el libro en el que estábamos trabajando allá por 2005 —y que la editorial turinesa Einaudi publicaría a finales de ese mismo año—9. El tiempo del que disponíamos lo aprovechábamos al máximo para averiguar cómo conseguir que la filosofía de Slow Food, que en veinte años había evolucionado mucho y se había hecho más compleja, se volviera más orgánica. Incluso de camino de vuelta a casa discutíamos y trabajábamos sin parar. En una de esas elucubraciones vio la luz aquella pequeña fórmula del «Bueno, limpio y justo» y, al principio, fruncimos el ceño. Nos parecía banal.

«No funcionará nunca», nos dijimos, y la dejamos un poco de lado, pensando que solo podía servir como guía implícita para la estructura del libro. Sin embargo, cuando llegó el momento de publicarlo, de todos los títulos disponibles al final nos decantamos justo por este que al principio nos había parecido tan poco adecuado. ¡Y vaya si nos habíamos equivocado! La acogida del título en todo el movimiento fue espléndida y, con el tiempo, ha llegado a convertirse en un eslogan-bandera de la asociación, que vale tanto para comunicarnos entre nosotros como para promocionar los eventos que organizamos, tanto para afinar aún más nuestras reflexiones como para poner en orden el pensamiento y la acción. Y lo más importante: se ha llegado a conocer en todo el mundo, no solo en el nuestro. Good, clean and fair funciona a la perfección; uno puede encontrar este lema en los farmers’ markets10 estadounidenses o estampado sobre una gran pancarta como aquella con la que me recibieron en un colegio de Kenia, y también he llegado a verlo en ideogramas japoneses y coreanos. Bueno, limpio y justo se ha convertido en la consigna de los campesinos11 de las comunidades del alimento de Terra Madre en Sudamérica, y se me hizo un nudo en la garganta cuando lo vi escrito con barniz en las cabañas de un pueblo de Chiapas, acompañado del dibujo de un gran caracol, símbolo de Slow Food. En Francia, es posible que bon, propre et juste tenga casi más difusión que el propio movimiento. A estas alturas, se ha convertido en una frase hecha que trasciende la galaxia de Slow Food, como demuestra que se pueda ver en los lugares y contextos más impensables, y que se pueda seguir su rastro incluso en algunas campañas publicitarias del sector alimentario que tal vez aún no se atreven a hacerla completamente suya, pero que sin ninguna duda hacen alusión a ella. Además, a veces se utiliza de forma despectiva o burlona para criticar a Slow Food o a aquel que busca algo más que el simple gusto narcisista o estético por la comida, es decir, aquel que se preocupa por lo ecológico, las buenas prácticas, la lucha contra el desperdicio y la justicia social en el ámbito agroalimentario. Está claro: el título ha dado en el blanco gracias a aquella inmediatez que en el patio de mi casa confundimos con banalidad.

Principios de una nueva gastronomía, el subtítulo del libro, quería por el contrario ser cualquier cosa menos banal, y por eso subió un poco el listón. Aquel subtítulo había nacido del deseo de poner negro sobre blanco que estamos ante una auténtica ciencia —inexacta, tal vez, pero con poco que envidiar a otras ciencias humanas que académicamente se consideran más nobles—. ¿Y realmente sirvió todo esto para hacer de la gastronomía una ciencia liberada? La tríada BLJ, en buena medida, sí; a los Principios quizá les haya costado un poco más. Lo digo porque me doy cuenta de que, mientras que el título ha tenido un eco que era inimaginable para nosotros, gran parte del contenido del libro todavía no ha llegado a hacerse realidad, en especial por lo que se refiere a los proyectos que se proponen. De vez en cuando vuelvo a leerlo y me sorprende el hecho de que algo escrito hace casi diez años mantenga su actualidad en las dinámicas del movimiento internacional Slow Food y de todo el mundo de la gastronomía, aunque en parte sigue sin cumplirse. También compruebo cómo y hasta qué extremo algunas de las medidas urgentes que allí se expresaban continúan siendo imprescindibles para completar aquella forma de liberación que hoy distinguimos mejor, pero que todavía se conoce poco entre quienes no han hecho del caracol su bandera.

A Slow Food le quedan todavía algunos pasos que dar, pocos pero decisivos. No siempre sabemos poner en valor la diversidad, biológica y humana, que nos sirve de motor creativo y que es una energía fundamental para la red que representamos, así como para aquella en la que nos estamos convirtiendo: Terra Madre. Una red que sigue creciendo año tras año y que intentamos orientar con paciencia y determinación, pero con cuidado de no limitarla, ni siquiera bajo la insignia de Slow Food, como prueba nuestra voluntad de que Slow Food esté «en» la red y no «sobre» la red —ya que de otro modo estaría fuera de ella—. También nos preguntamos si la fórmula asociativa sigue siendo válida, ya que es típicamente occidental y no existe en muchas otras culturas del mundo. Es un tema sobre el que volveremos más adelante, a lo largo de estas páginas, pero valorar hoy el impacto de Bueno, limpio y justo es ciertamente un ejercicio interesante, entre otros motivos porque nos brinda la oportunidad de subrayar cómo determinados procesos que han tenido lugar en territorios gastronómicos menos complejos no son un fenómeno tan espontáneo como puede parecer y cómo estos procesos, por otra parte, todavía no han dado los pasos esperados para alcanzar cierta forma de liberación.

Pero volvamos a 2005. En las conclusiones del libro escribí:

Soy gastrónomo.

No, no el glotón que no tiene sentido del límite y disfruta de un alimento solo cuanto más abundante sea o cuanto más prohibido esté.

No, no el necio entregado a los placeres de la mesa al cual le importa un bledo cómo haya llegado esa comida hasta ahí.

Me gusta conocer la historia de un alimento y del lugar del que procede, me gusta imaginar las manos de quienes lo han cultivado, transportado, manipulado y cocinado, antes de que me lo sirvan.

Deseo que la comida que tomo no prive de comida a otros en el mundo.

Me gusta la gente del campo, su modo de vivir la tierra y de saber apreciar lo bueno.

Lo bueno es de todos; el placer es de todos, porque está en la naturaleza humana.

Hay comida para todos en este planeta, pero no todos comen. Los que comen, además, a menudo no disfrutan, se limitan a echar gasolina en un motor. Y los que disfrutan, por su parte, con frecuencia no se preocupan de nada más: de los agricultores y de la tierra, de la naturaleza y de los bienes que nos puede ofrecer.

Pocos conocen lo que comen y disfrutan con ese conocimiento, fuente de placer que une con un hilo imaginario a la humanidad que lo comparte.

Soy gastrónomo, y si eso les produce una sonrisa, sepan que no es sencillo serlo. Es complejo, porque la gastronomía, considerada una cenicienta en el mundo del saber, es, por el contrario, una verdadera ciencia, que puede abrir muchos ojos.

Y en este mundo de hoy es muy difícil comer bien, es decir, como mandaría la gastronomía.

Pero existe un futuro, siempre, si el gastrónomo tiene hambre de cambio12.

En esta «declaración espontánea», con la que cerraba el último capítulo del libro, sostenía que la ciencia gastronómica es una ciencia de la felicidad. Debo decir que entre mis viejos amigos gastrónomos hubo hasta quien casi se ofendió por las primeras frases, llegando a lanzar alguna acusación pública en mi contra, aunque años después se dejaría conquistar por la «cocina de producto» o el «nuevo localismo» gastronómico que hoy, por suerte, tiene tanto éxito en los restaurantes más de moda (y en los que mejor se come) del mundo. En cuanto a la fórmula en sí, siempre he dicho que «Bueno, limpio y justo» no es un dogma sino una aspiración a la que deberían apuntar agricultores, cocineros, productores y ciudadanos. Una tríada a partir de la cual construir una alianza. Y, en efecto, en casi diez años no son pocos los productos que hemos encontrado a lo largo del camino, de nuestro recorrido por los territorios italianos más problemáticos y también más olvidados, por las periferias urbanas de todo el mundo, en las regiones más áridas y más húmedas, en África y en los nuevos y contradictorios paisajes del centro y el sur de América, a todo lo largo y ancho de Estados Unidos —la patria del fast food—, que reúnen los tres atributos.

Hay una especie de gran ola que no para de crecer, eso es algo innegable para nosotros. Incluso las cocinas de los grandes chefs, esos que no paran de hablar de sí mismos —y cuyos refinados padres estaban antaño convencidos de la absoluta primacía de la técnica sobre la materia prima—, se basan en una cuidadosa selección de productos locales y de materias primas sostenibles, sin implicaciones sociales negativas. Y no es casualidad que esto ocurra sobre todo en regiones «vírgenes», más allá de las áreas de influencia eurocéntrica, donde la gastronomía se ha liberado rápidamente de las características más restrictivas de la clásica grandeur gastronomique francesa a la que tanto debemos —se podría decir que, en los comienzos, prácticamente todo—, pero que, tras una época de grave crisis en el sector, ha sido cuestionada incluso en la propia Francia, donde se han empezado a adoptar otras formas de restauración más asequibles, contextualizadas y atentas al mundo de la producción agrícola, como, por ejemplo, el fenómeno de los neobistrots.

Con el tiempo, hemos empezado a entender y valorar mejor los distintos elementos de una concepción de la calidad gastronómica de 360 grados, es decir, holística. Hemos liberado nuevas energías en un sector que parecía apagado, despegado de la realidad, encerrado en sí mismo y en la ingenua ilusión de estar en posesión del secreto del placer. Pero no, este sector no conocía ningún secreto: había mucho que se le escapaba y todo esto ha hecho que se abra el campo de acción. A través de la responsabilidad y las ocasiones de encuentro entre distintos mundos y personas, se ha conseguido multiplicar el placer.

Bueno. Preocupación por la calidad organoléptica, el placer (individual o colectivo y social), el gusto entendido también en términos culturales (lo que es bueno para mí puede no serlo en África, en Sudamérica o en el Extremo Oriente, y viceversa).

Limpio. Sostenibilidad y durabilidad de todos los procesos vinculados a la alimentación, desde una siembra respetuosa con la biodiversidad, pasando por el cultivo, la cosecha y la transformación, hasta el trasporte, la distribución y el consumo final. Todo sin desperdicios y mediante elecciones conscientes.

Justo. Sin explotar, ni directa ni indirectamente, a los trabajadores del campo; retribuciones gratificantes y satisfactorias, respetuosas también con los bolsillos de los compradores; puesta en valor de la equidad, la solidaridad, la donación y el intercambio.

Este sistema de valores está hoy de rabiosa actualidad, aunque hay quien se centra en promoverlos o defenderlos solo parcialmente, puesto que no son muchos los que captan la envergadura del conjunto y la importancia de las relaciones ocultas. Nuestra visión, en cambio, es holística, omnicomprensiva y compleja. No podemos estudiar la alimentación desde un único punto de vista, persiguiendo de forma exclusiva y separada lo «bueno», lo «limpio» y lo «justo». De todos modos, hay también quien, estando preocupado por lo «bueno», ha terminado dando un paso hacia lo «limpio», o quien queriendo solo lo «justo» o lo «limpio», luego se ha dado cuenta de la importancia de lo «bueno». Algo se mueve —«Todo ha vuelto a empezar ya»13, afirmaba Edgar Morin—, pero a veces faltan algunas piezas, existen agujeros y relaciones que dejan de ser visibles. El camino sigue siendo largo, pero cada vez menos tortuoso.

9 Existe edición en español: Bueno, limpio y justo. Principios de una nueva gastronomía, Madrid, Ediciones Polifemo, 2007, traducción de M.a Soledad Rodríguez Val. [N. de los T.]

10 Hemos optado por dejar este término para los mercados de productores a lo largo del libro, tal como hace el autor en la edición original. [N. de los T.]

11 En español en el original.

12 Bueno, limpio y justo…, op. cit., p. 268.

13 En su «Elogio de la metamorfosis», publicado el 20 de enero de 2010 en Le Monde y La Stampa, Edgar Morin describía estos procesos y sostenía: «Todo tiene que volver a empezar. Y, en efecto, sin que lo sepamos, todo ha vuelto a empezar ya».

Comida y libertad

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