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9 UNISG

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En 1998 logré entrar en un lugar que llevaba décadas atrayendo mi curiosidad. Cada vez que pasaba por la pequeña plaza central de Pollenzo —una aldea de origen romano a las afueras de Bra—, me preguntaba qué habría más allá de una gran verja que estaba recubierta de hiedra, maleza y zarzas, situada en el lado opuesto de la iglesia parroquial que se había construido a mediados del siglo XIX en un neogótico extravagante. Al lado de aquella verja, el Ayuntamiento había instalado unos grandes paneles metálicos que servían para colgar carteles electorales en época de elecciones y anuncios publicitarios durante el resto del año, pero más allá de ellos, emplazada en la parte privada de aquella gran finca que había pertenecido a los Saboya, se vislumbraba una voluminosa construcción con dos torreones y, un poco más lejos, un castillo que también se encontraba cerrado al público. Desde que hacía años fue vendido a una familia de antiguos industriales, nadie podía meter allí la nariz, y mi curiosidad no paraba de crecer. Me enteré de que aquella gran construcción había sido separada del castillo y puesta a la venta. A pesar de no tener una lira en el bolsillo, decidí que la íbamos a comprar. Al menos, tenía una buena razón para entrar y echar por fin un vistazo.

L’Agenzia di Pollenzo —así se llama la propiedad— había sido construida a lo largo de la primera mitad del siglo XIX por Carlos Alberto de Saboya, al mismo tiempo que la iglesia, los soportales de la plaza, una original torre almenada y el propio castillo. Se trataba de una granja real, neogótica por fuera y neoclásica por dentro, de planta cuadrada. Enorme. Por desgracia, cuando yo entré se encontraba en un estado lamentable. Construida por los Saboya como sede de las oficinas desde las que gestionaban y administraban sus propiedades, y como lugar donde almacenaban grano y otros productos agrícolas procedentes de las extensas tierras reales, ahora hacía las veces de establo y de depósito de maquinaria agrícola. Además, estaba dotada de una amplia bodega que, como supe después, fue el lugar en el que el general Staglieno, amante de los vinos, realizó los primeros experimentos para volver más longevo el barolo y permitirle competir con los vinos franceses que se bebían en la Corte. La Agenzia era uno de los centros de actividad agrícola de la realeza piamontesa e italiana. En 1998, tras caer en el olvido, aún cumplía parte de su propósito. Era un almacén para productos y maquinaria agrícola, y contaba con una pajarera donde criaban faisanes que eran liberados durante la temporada de caza y con un corral para pollos y conejos. El edificio, muy bonito y muy grande, se caía a pedazos, y la reparación costaría una fortuna.

Medio en broma, medio en serio, le propuse a uno de mis amigos más queridos, Giovanni Ravinale, que me acompañara en la primera visita. Me miraba como si estuviese loco. No entendía si se trataba de una de las muchas bromas que nos gustaba gastarnos el uno al otro, o si de verdad me estaba planteando comprar aquellas gigantescas ruinas teniendo los bolsillos vacíos. Cuando vi la inmensa bodega de 1700 metros cuadrados, enseguida pensé en los grandes courtiers franceses, esos intermediarios que desde tiempos muy antiguos compran vinos de envejecimiento cuando son jóvenes, los almacenan en los châteaux, y posteriormente los devuelven al mercado. Una larga tradición que, en las zonas más idóneas de Francia, ha creado auténticos bancos de vino donde se pueden adquirir casi todas las añadas, incluso las más antiguas. Estos bancos, además, garantizan la memoria histórica del producto local y ofrecen la posibilidad de hacer catas comparadas incluso entre añadas muy lejanas en el tiempo, una práctica que ha contribuido de forma notable a crear y mantener el mito de Burdeos y de Borgoña. Por hacer una comparación, en 1998, en las Langhe, después de solo cinco años desde su comercialización, era ya muy complicado encontrar un barolo o un barbaresco de 1990, una añada excepcional. Se habían vendido solos y a un precio altísimo, como es natural, y no quedaba casi nada para trasmitir a la posteridad: un poco más y nunca hubiéramos sabido cómo evolucionaron aquellos vinos tan importantes en las décadas siguientes. La emoción de descorchar un premier cru francés cien años después de su embotellado y de descubrir que sigue siendo un vino exquisito no se podía repetir con los grandes vinos de las Langhe. «Vamos a montar aquí un banco de vino, una memoria histórica del territorio. Tenemos que implicar desde ya a los productores en esta empresa», le dije a Giovanni. Y así, tras haber hablado también con los colaboradores más antiguos de Slow Food en Bra (por aquel entonces, en las oficinas no éramos más que una treintena), partimos a una aventura más grande que nosotros, pero que hoy nos da muchas satisfacciones: una iniciativa fundamental para completar la liberación de la gastronomía, donde la teoría de la complejidad de esta ciencia y el «Bueno, limpio y justo» han encontrado un techo bajo el que vivir, crecer, evolucionar y ser objeto de estudio.

Giovanni Ravinale encarnó la primera oficina de la sociedad anónima —más tarde, en parte gracias a la intervención de algunas instituciones, se convirtió en empresa pública— que creamos para reunir los fondos que requería la inversión. Cargados de determinación, nos lanzamos a visitar a cualquiera que pudiese estar interesado en el proyecto Banca del Vino, empezando justamente por los productores de las Langhe. Las gestiones fueron avanzando a buen ritmo —en tres años logramos realizar la compra, y pasados otros tres, ejecutar la remodelación completa— y, mientras tanto, empezamos a pensar en cómo llenar lo que estaba encima de las bodegas, un cuadrilátero de edificios bastante espaciosos. La idea más obvia era la de abrir un hotel y un restaurante de renombre internacional —cosa que luego hicimos con el Hotel de la Agenzia y el Ristorante Guido (ahora convertido en un comedor universitario)—; menos obvia, en cambio, fue la idea de montar una auténtica universidad: la Universidad de Ciencias Gastronómicas, UNISG (la sigla en italiano de Università di Scienze Gastronomiche), como la llamamos hoy.

Slow Food llevaba tiempo comprometido con la educación alimentaria y del gusto. Las primeras ediciones de los Laboratorios del Gusto tuvieron su continuación en otros eventos que organizábamos: primero el Salone del Gusto, y luego también Cheese, Slow Fish y cada uno de los encuentros regionales. Estos Laboratorios, como hemos visto antes, tenían un formato muy preciso, pero pronto evolucionaron hacia algo que no tenía por qué estar relacionado con un evento ni tampoco con el público adulto. Nacieron así los Master of Food, unos cursos nocturnos sobre distintos tipos de alimentos que se celebraban en las sedes de toda Italia, como una especie de universidad popular, y también otras iniciativas con los profesores y en las escuelas gracias a la constitución de un verdadero departamento de educación que hoy gestiona tanto el proyecto Orti in Condotta (creación de huertas para los más pequeños en los colegios locales), como también una serie de programas de formación para los demás niveles de la enseñanza obligatoria. A medida que este compromiso evolucionaba y progresaba, sentíamos la necesidad cada vez más fuerte de que también el mundo académico empezara a ocuparse de la gastronomía y a estudiarla como una auténtica ciencia. Los Principios de una nueva gastronomía de Bueno, limpio y justo se publicaron en 2005, pero la idea de una universidad o Academia del Gusto ya había empezado a tomar fuerza en el año 2000, así que decidimos organizarla en los locales de L’Agenzia di Pollenzo, en fase de remodelación. Ya por aquel entonces estábamos convencidos de la complejidad y multidisciplinariedad de la gastronomía: todo se movía en esta dirección. No voy a extenderme sobre las infinitas dificultades a las que tuvimos que hacer frente —y que todavía hoy, de vez en cuando, siguen presentándose— para conseguir penetrar en el imperio académico italiano y convencerlo de que aceptara una nueva materia que no estaba prevista en los planes de estudio oficiales del Ministerio de Universidades e Investigación. Tampoco me apetece hablar de los numerosos obstáculos que por el camino fueron levantando los mandarines del mundo académico. Se necesitaría un libro entero para explicar lo cerrado y lo replegado sobre sí mismo que está ese ámbito, y cómo las mentes más deslumbrantes brillan por su ausencia y son en su mayoría de todo menos abiertas, prácticamente incapaces de superar las barreras entre las distintas disciplinas y especialidades (que representan, después de todo, su pequeño reino del saber). Ha sido una de las luchas más arduas de cuantas he vivido hasta hoy con Slow Food, pero al final lo conseguimos gracias a la testarudez que nace de una convicción férrea en las propias ideas.

En 2004 inauguramos —junto con la Agenzia de Pollenzo recién remodelada, la Banca del Vino18, el Hotel de la Agenzia y el Ristorante Guido— la Universidad de Ciencias Gastronómicas, que acogió a sus primeros setenta y cinco alumnos, en buena parte procedentes del extranjero. Habíamos introducido una nueva materia en los estudios universitarios, habíamos dignificado la gastronomía también en el ámbito académico. Era otro paso fundamental hacia una gastronomía liberada. El día de la inauguración, mi amigo Giovanni ya no se encontraba entre nosotros. Por desgracia, había fallecido de forma repentina en 1999, solo un año después del comienzo de las obras de construcción de la nueva Agenzia de Pollenzo. Fue el primero que creyó en ella, y es normal que me venga a la memoria cuando me acuerdo de aquellos tiempos, de aquella loca idea de buscar millones de euros para una empresa tan utópica. También cuando pienso que algunas pasiones son casi como la amistad: no hay límite, no hay obstáculo que pueda contenerlas. Son ideas, sentimientos, cosas en las que creer. Si siembras bien, la utopía permite cosechar realidad. Y esto es lo que seguimos haciendo, mientras el grupo de amigos que en todo el mundo disfruta de una gastronomía liberada no para de ampliarse cada día.

18 Fundada en 2001 y emplazada en las bodegas de la propia Agenzia, la Banca del Vino es un lugar donde se seleccionan, almacenan y conservan botellas de los mejores vinos italianos. Su objetivo declarado es construir la memoria histórica del vino italiano. [N. de los T.]

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