Читать книгу Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis - Carlos Fernández Salinas - Страница 5
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ОглавлениеEn la sección de citas de un boletín cultural leí que un narrador debe contar su historia como si no conociera todos los detalles. Estas son las típicas reflexiones de un escritor (¿tal vez Borges?). Los críticos, ya no digamos los traductores o los profesores de lengua (peor me lo ponen), nunca reparan en este tipo de cosas. Da la sensación de que siempre van un paso por detrás. Sea como fuere, es justo reconocer que la cita tiene su enjundia, ya que nos viene a recordar que la duda es el leitmotiv de nuestra existencia. Muerte y certidumbre son sinónimos a todos los efectos; quien está vivo camina sopesando la repercusión de sus pisadas sobre la superficie del terreno.
Atribulado por los escrúpulos de la duda, descendía yo por la escala de un mercante, tal día como hoy, en otro mes, en otro año. La pregunta me sacudía la cabeza una y otra vez. Había empezado la noche anterior y según se acercaba el desenlace percutía con más insistencia. ¿Qué derecho me amparaba para llevar a cabo una acción de resultados imprevisibles? Recuerdo que era temprano, si bien el sol del Caribe ya se sujetaba a la piel con cinta adhesiva. Por los muelles vacíos solo se escuchaba el eco vago de las suelas de mis zapatos, nada que ver con cualquier jornada de diario, donde estibadores y carretillas recorrían las explanadas con la anarquía de un puñado de bolas de pinball. El uno de enero en ningún lugar decente se trabaja y, en este sentido, Tamarildo no iba a ser una excepción. Así que seguí caminando bajo la mirada metálica de unas grúas que se suspendían en el aire en un equilibrio inverosímil. Según me alejaba de mi barco, el cual hasta el día de la fecha me había brindado la protección de un castillo inexpugnable, sentí que a mi espalda izaban el puente levadizo y trancaban por dentro el portón con un cerrado de siete llaves.
A la salida del puerto me subí a uno de los numerosos taxis que ahí montan guardia en espera de un marinero con los bolsillos repletos de dólares. Le di la dirección al taxista (la misma que había conseguido la noche anterior en el chiringuito de la playa) y tras asentir con una mirada de suficiencia, el hombre embragó el motor. El orgullo es una cuestión de piel, sopesé, nada que ver con la renta disponible o el índice de suicidios de un país.
Según nos adentrábamos en Tamarildo el tráfico se hizo imposible. Por el hueco de las ventanas (que estaban completamente bajadas o simplemente no existían), se colaba una brisa impregnada de esencias criollas. El taxista había decorado el salpicadero con un rosario de cuentas y varias fotos decoloradas de los que, imaginé, serían su esposa y sus chamacos. En la radio sonaba una cumbia o un vallenato, en cualquier caso música jovial y festiva. El conductor llevaba un brazo por fuera de la ventanilla y, golpeando la puerta con la palma de la mano, pedía paso a los vehículos que circulaban en nuestro mismo carril. A la altura de un guardia de tráfico que nos detuvo para que se incorporaran los coches de un vial perpendicular, el taxista le dio un par de monedas que el agente guardó en un bolsillo de su guayabera en un visto y no visto. Me di la vuelta y a través de la luneta observé cómo otros conductores hacían lo mismo.
No sé lo que tardamos en llegar al barrio del Ronquero, pero a mí se me hizo eterno. Pudiera ser que el taxista estuviera dilatando el trayecto a fin de incrementar el importe de la carrera, toda vez que antes de subirme no había tomado la precaución de acordar un precio cerrado. Una vez en el arrabal, situado en las estribaciones de un cerro cuyas calles subían y bajaban igual que toboganes, el taxista, que parecía desorientado, se detuvo a preguntar a una cuadrilla de jóvenes que platicaban desinhibidos a la sombra de una tapia. Parecían resacosos por la fiesta de la noche anterior, aunque lo más probable es que ni siquiera se hubieran acostado. Vestían jeans ajustados y camisetas de tirantes. Varios de ellos mostraban el torso desnudo. En sus rostros habitaba el hálito de quien está acostumbrado a convivir con la violencia. Al escuchar el motivo de la consulta, los jóvenes desviaron sus ojos curiosos a la parte trasera del auto y, al comprobar que yo era extranjero y que tendría poco más que su edad, me miraron incrédulos, como si un tipo como yo, remilgado y enjuto a partes iguales, tuviera vedada la entrada en ese distrito marginal. Como lavándose las manos, uno de los descamisados le dio las indicaciones definitivas al taxista, quien al escucharlas soltó freno y embrague, lo que provocó que las ruedas levantaran una gran polvareda.
Tras surcar varias manzanas llegamos a una explanada limitada por una serie de viviendas unifamiliares, distanciadas entre sí lo suficiente como para dificultar la tarea a los vecinos que disfrutan con las vidas ajenas. Pagué la carrera y cuando el taxista terminó de contar los billetes, me indicó con el mentón la casa que estaba buscando. Según salía del coche, del temblequeo mis rodillas amenazaron con dislocarse. Quizás desde el interior de la vivienda hubieran escuchado detenerse un vehículo y me estuvieran observando por detrás de los visillos. No había dado dos pasos cuando oí cómo el taxi se alejaba. No quedaba otra que avanzar.
Desesperado por alargar el momento, en lugar de llamar a la puerta principal me decidí por un corredor lateral flanqueado por un arriate. Al final resultó que el arriate circunvalaba la casa. Enseguida me encontré con un patio colmado de macetas, donde una joven ataviada con una bata japonesa dormitaba en una hamaca. El sol iluminaba sus piernas, exageradamente largas, con muslos torneados que terminaban en el inicio de la ropa interior. Avergonzado, retiré los ojos, lo cual tan solo suponía una solución transitoria. En un intento por llamar su atención carraspeé y, al ver que ella no reaccionaba, golpeé ligeramente con la punta del zapato una de las patas de la hamaca. Nada. Volví a mirar a la chica eludiendo su cuerpo para centrarme en el rostro. Tenía labios abruptos y una nariz un tanto ancha, en contraste con un óvalo delicado. La piel era del color de la arena mojada. Tras la mata de pelo ensortijado me di cuenta de que llevaba puestos los cascos de un walkman. Aposté por zarandearla con delicadeza. Solo entonces la joven abrió los ojos a la par que arqueaba los labios.
Para que no pensara que la había estado espiando, inmediatamente le pregunté por doña Cecilia Garrido. Mi tono de voz, más implorante que solemne, le debió de parecer suficiente para incorporarse. Cuando al fin se puso de pie, resultó ser una joven tan alta como exuberante. Desapareció sonriendo por detrás de la puerta trasera y tras unos instantes de incontenible ansiedad surgió la figura diminuta de una mujer que, aun rondando los sesenta, dibujaba movimientos rápidos y precisos. En líneas generales era tal y como me la había imaginado. Durante años había perfilado un discurso minucioso, lleno de matices y palabras escogidas, pero a la hora de la verdad solté lo primero que me vino a la mente:
—Buenos días, señora. Me llamo Darío. Creo que es usted mi madre.
La mujer se frotó las manos en el delantal mientras me escudriñaba con una mirada imparcial.
—Te quedarás a comer, supongo.
—Si me invita —contesté, procurando disimular el impacto que me había causado el timbre atiplado de su voz. La foto habla, me dije. La foto por fin ha hablado.