Читать книгу Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis - Carlos Fernández Salinas - Страница 9
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ОглавлениеCon la partida de Elva comencé a ir solo al colegio, práctica habitual en los pueblos donde todos se conocían y no cabía imaginar amenaza capaz de doblegar a unas criaturas que parecían hechas de plástico reforzado, habida cuenta de los trompazos que nos dábamos sin sufrir apenas menoscabo. Con el tiempo mi tía me regaló una bicicleta de un único plato y piñón que acortaba los tiempos de mis desplazamientos. Por las tardes, una vez finalizadas las clases, subía puntualmente a la cúspide del faro para relatarle a mi padre las nuevas de mi infantil existencia. Tras remontar la escalera de caracol, lo solía encontrar en compañía del Taheño, que tras darle un repaso a los fondos de una ría cada vez menos transitada, atracaba la draga y se acercaba a echar una partida de ajedrez. Lo del ajedrez era un pretexto. A poco que empezaban la partida (mi padre solía salir con el peón del rey, a lo que mi padrino respondía con una obtusa defensa siciliana y, cuando giraban el tablero, Gambito de dama y variante Tartakower), la conversación se imponía a los movimientos de las piezas. Trazaban diagonales con los alfiles, daban cabriolas con los caballos o comían peones como si fueran dulces de Navidad, bajo el convencimiento de que toda esa parafernalia era necesaria para mantener viva la charla, la cual era monotemática: el mundo de los barcos, particularmente el de las tripulaciones que los manejaban. Hombre y máquina se unían en un único concepto para cumplir un mismo propósito. Desde el punto de vista ergonómico la imagen era demoledora.
—Don Fabián, el capitán del Gaviota, ha desembarcado por vacaciones y lo ha sustituido un tal Enrique Rosales.
—¿El que navegaba en los buques de Fierros?
—El mismo. Al venir de fuera de la compañía se ha saltado todo el escalafón. El primer oficial del Gaviota anda que se sube por las paredes.
—Ese Alberto Medeiro. Su armador sabe que bebe como una esponja. ¿Cómo iba a darle el cargo, aun fuera por unas semanas?
—Qué quieres que te diga. Si fuera por mí suprimía el vino en los barcos. No da más que problemas. Recuerdo cuando subimos con el Indalo a descargar pirita de Huelva a una fábrica en Sundsvall, al norte de Suecia, en el paralelo 620. A pesar de que el capitán se lo había prohibido expresamente a los marineros, estos hicieron oídos sordos y comenzaron a vender coñac de garrafón a los operarios que se dejaban caer por el barco. Los suecos les pagaban veinte veces su valor. Ya sabes cómo se toman los gobernantes nórdicos los asuntos del alcohol, que temen que sus conciudadanos agarren curdas de campeonato si lo encuentran barato, de ahí que lo graven con unos impuestos faraónicos...
—Con ese clima es de esperar que la gente se dé a la bebida. Ya me dirás sino qué haces la mayor parte del año encerrado en casa con dos metros de nieve bloqueándote la puerta.
—Déjame que termine, que ahora viene lo mejor. En el Indalo la venta de coñac iba viento en popa hasta que de pronto la fábrica paró la producción. Estaban todos borrachos como cubas, desde el gerente hasta la secretaria de recepción, ya no digamos los que estaban a pie de muelle, que en vez de un barco veían dos. Y eso que el Indalo apenas medía cien metros de eslora. Al poco llegaron los de la aduana sueca y le metieron al barco un fondeo de cuidado. Le costó el puesto al jefe de máquinas, pues había hecho la vista gorda cuando los engrasadores dispusieron un falso tabique en el cuarto de las depuradoras para esconder el matute.
—No creo que le importara mucho. Los maquinistas encuentran empleo rápido. Seguro que desde entonces ha pasado por una docena de barcos. De estudiar náutica hay que hacerlo por la rama de máquinas. Los de puente siempre andan con sus trabajos pendientes de un hilo.
—¿Y qué me dices de eso de estar todo el día lleno de grasa y sudando como un pollo? Para mí no lo quiero, aun me paguen con doblones de oro.
—Eso lo dices ahora, Taheño, que a tus años no puedes dar vuelta atrás.
—Piensa lo que quieras, pero yo antes de bajar a una máquina prefiero meterme a minero. A efectos prácticos es lo mismo y estoy en casa. Encima ese ruido atronador, a todas horas perforándote los tímpanos a resultas de lo cual no hay maquinista que tenga la cabeza en su sitio. Están todos como regaderas. El otro día me encontré por la calle a Ramón Argüelles, ese jefe de máquinas de Cudillero casado con una hija del Tarabico. Estaba muy preocupado porque según él le perseguían unos extraterrestres para secuestrarlo. En medio de la conversación corrió a esconderse tras una furgoneta aparcada. Están ahí, me susurró, no puedes reconocerlos porque son invisibles al ojo humano. Me acerqué y le pregunté: ¿Entonces tú cómo los ves? Por eso quieren secuestrarme, para que no los delate, me juró por su difunta madre.
—¿Ese no andaba a la madera por Guinea en la compañía de Pinillos? Seguro que allí pilló el paludismo y a la postre le ha afectado a la cabeza.
—Lo que allí pillaría serían unas ladillas de agárrate y no te menees, que en el África meridional las nativas tienen un concepto muy peculiar de las relaciones cuerpo a cuerpo.
—Límpiate la boca, Taheño, que está presente tu ahijado.
—Déjalo que se vaya acostumbrando a estas cosas, que no quiero que Darío sea el pardillo de la clase.
—¡Que solo tiene nueve años!
—¡Bah! Los niños se enteran de mucho más de lo que dan a entender. ¿O no te acuerdas de cuando tenías su edad? Oye, ese barco que se ve a lo lejos, ¿no será el María de Maeztu?
Ante la mínima duda, mi padre sacaba su viejo catalejo.
—Pues lleva proa hacia Bilbao. Un viaje más que no entra en San Andrés. Esto se está poniendo feo, Taheño, cada vez hay menos actividad en los muelles.
—El año que viene, en noviembre, se jubila uno de los prácticos y dicen que no lo van a sustituir. Que con los ingresos de los últimos años, la corporación no tiene ni para pipas. Tú no te preocupes, que el faro no lo van a echar abajo. Cosa distinta es que sigan poniendo fondos para dragar la ría, y es ahí donde me duele.
Así transcurrían las tardes entre mi padre y el Taheño, en la cúspide del faro, con el sol alargando la fina sombra sobre el caserón. Cuando se hacía de noche, escuchábamos a mi tía Francisca llamándome a gritos para que le subiera la cena a mi padre, pues debido a un cuerpo entregado a las alubias y al chorizo, se negaba a trepar por la interminable escalera de caracol salvo en casos de extrema gravedad. Cuando escuchaba la voz de mi tía, el Taheño mudaba la expresión. Saltaba a la vista que ella le traía de cabeza, si bien le tenía mucho respeto y nunca se atrevía a decirle ni la más mínima lisonja, no fuera a ser que la mujer se lo tomara a la tremenda. Siempre que ella estaba presente, el Taheño procuraba mostrarse prudente y juicioso, curioso tratándose de un hombre tan irreverente como guasón. Cuando la sabía bien lejos, mitad en broma mitad en serio, azuzaba a mi padre:
—Mucha mujer es la Paca. Si algún día me animo, ¿cuento con tu consentimiento?
—A mí no me metas en jaleos. Las cornadas las recibes tú.
—¿No será que a ti también te interesa? Si supieras lo que por ahí andan diciendo...
Y es que podría pensarse que habida cuenta de las circunstancias, máxime con un niño de por medio, mi padre y mi tía Francisca llegaran a un acuerdo, aunque solo fuera por dar lustre a una situación cuando menos embarazosa: un hombre y su cuñada, ambos deshonrados, con la llama del despecho encendida en sus corazones. No hay que ser malpensado para sumar dos y dos. Sin embargo, mi padre seguía escrutando el horizonte en el anhelo de que tras la trémula línea surgiera un buque que le devolviese a su esposa, la misma que en su día él no supo retener por su mala cabeza y que ahora causaba en su vida un vacío insondable. Por las noches, antes de acostarse en el dormitorio que se había hecho instalar en un descansillo cerca de la cúspide, besaba con devoción la foto de la mesita. Yo era testigo a diario, pues como mi habitación quedaba en el caserón y mi padre no salía del faro, era yo el que subía a darle las buenas noches. Tras recibir una carantoña, lo veía tenderse en la cama con los ojos abiertos para materializar en el techo los rasgos de su esposa. La tragedia había mutilado en mi padre su capacidad de sentirse atraído por otra mujer, y aunque mi tía Francisca había vivido una experiencia similar, presumo que el resultado en ella no había sido el mismo pero que el recato la conminaba a guardar las apariencias. Recuerdo una noche de verano en la que había quedado con otros niños para acudir al cementerio, cosa de chiquillos. La consigna era salir de casa a escondidas cuando nuestros mayores se hubieran acostado. Al pasar por el descansillo desde el que se divisaba la ventana del dormitorio de mi tía, vi a esta contemplándose en un espejo de medio cuerpo. Vestía un camisón negro, llamativamente corto y estrecho, por el que rezumaban las mollas de la carne a la altura de la pechera y del faldón. La mujer llevaba el pelo suelto y se había pintado los labios de rojo bermellón. Se movía de un perfil a otro toqueteándose la melena al tiempo que deslizaba la otra mano por el torso. No debí de estar mirándola ni dos segundos, pero la imagen se grabó en mi cerebro a cincel. A decir verdad, no recuerdo qué pasó esa noche en el cementerio. Solo recuerdo a mi tía frente el espejo, contoneando su figura.
En la pescadería, las cosas le iban a pedir de boca hasta el punto de que necesitó el concurso de un ayudante. El escogido se llamaba Ramón, Ramonín para todos. Su padre había muerto en un naufragio de un pesquero en el Gran Sol, lo que si bien lo libraba del servicio militar, lo abocaba urgentemente a encontrar un trabajo con el que ayudar a su familia, que al no tener tierras ni ganado difícilmente podía subsistir con la minúscula pensión. Ramonín no tenía muchas luces pero era fuerte como una mula. Mi tía le compró una especie de bicicleta (la mujer estaba obsesionada con este medio de transporte) a la que se le adosaba una carretilla en la parte delantera: en ella bajaba Ramonín a la rula y luego subía con diligencia las pronunciadas pendientes con las cajas de pescado que la Paca había comprado en la subasta. Más tarde me enteré de que las malas lenguas apuntaban a que cuando Ramonín entró por la puerta de la pescadería a pedir trabajo, a mi tía por poco se le cae la faja. El mozo tenía risa de tonto pero era rubio de ojos claros y para librar el dintel tuvo que agachar el pescuezo, palabras mayores en un pueblo donde la media de los varones rondaba el metro sesenta y cinco, rabillo de boina incluido.
—¿Sabes afilar un cuchillo?
—Sí, señora pescadera.
—¿Te importa levantarte temprano?
—No, señora pescadera
—Aquí se viene limpio y afeitado.
—Descuide, señora pescadera.
—Llámame Paca. Empiezas mañana. En la parte de atrás encontrarás un mandil. Que te lo lave tu madre.
—Gracias, señora pescadera.
—Te he dicho que me llames Paca.
—Perdone, señora pescadera, digo, señora Paca.
Cuando Ramonín se dio la vuelta para salir a la calle, le enseñó una espalda de cemento armado.
—¡Oye, chaval, que no me has preguntado por el salario!
—Lo siento, señora pescadera, quiero decir, señora Paca.
—¿Te parecen bien setecientas pesetas?
—¿Cuánto es eso en duros?
Las preguntas de la gente sencilla son directamente proporcionales a sus necesidades. Por ejemplo, Ramonín nunca preguntaría acerca de la posible muerte entrópica del Universo, porque la Termodinámica, al menos a ese nivel, apenas tenía incidencia en su día a día.
A pesar de que se pudiera pensar lo contrario, desde su voluntario retiro en la cúspide del faro mi padre planificaba con mimo mi educación, y estaba atento a cualquier inquietud tanto física como artística que pudiera contribuir a mi desarrollo como persona. Desde allá en lo alto debió de escuchar cómo yo comenzaba a aporrear sin ton ni son las teclas del piano que había pertenecido a su madre, y de seguro que aquellos sonidos inconexos le trajeron a la mente rescoldos de los recuerdos familiares que ahora corrían serios riesgos de desaparecer con él.
La vida de mi abuela parece sacada de una novela de Dickens. La mujer provenía de una familia de posibles que tras muchos años de ímprobo esfuerzo acababa de ser aceptada en la alta sociedad burgalesa. Empero, la hija mayor de tan lustrosa familia llegó a San Andrés huyendo de una relación intolerable con un hombre casado. Este detalle de la historia, que hoy en día puede parecer superfluo, sino chistoso, en aquella época hubiera tenido el mismo efecto que una bomba de napalm, por lo que fue guardado con celo dentro del ecosistema familiar. Tanto es así, que sospecho que mi padre, como el resto de los vecinos, no estaba al tanto. Tuvo que ser mi tía Francisca (las mujeres administran estos secretos igual que testaferros del crimen organizado) quien me pusiera al tanto por una serie de motivos que ahora no vienen al caso. Mi tía fue incapaz de precisarme si el destierro de mi abuela había sido motu proprio o porque su padre (mi bisabuelo) había tomado cartas en el asunto nada más enterarse del affaire. Lo lógico sería inclinarse por esto último, si bien he de reconocer que no las tengo todas conmigo, y que lo más seguro es que hubieran concurrido una suerte de factores encontrados de difícil conciliación.
Justo en la pared en la que se apoyaba el piano había un óleo de medio cuerpo donde se apreciaba el linaje encopetado de la mujer. El piso donde se alojó provisionalmente era propiedad de una compañía pucelana que se dedicaba a la exportación de productos agrícolas procedentes de la meseta castellana. Allí se hospedaba el delegado comercial de la zona norte, pero después de mudarse la sede a Avilés, el piso llevaba años vacío. La empresa nunca supo el verdadero motivo por el que lo alquilaba, el cual no era otro que el aguardar a que a la joven se le pasara el mal de amores, y de paso impedir que el incidente se convirtiera en la comidilla de Burgos.
Mi abuela llegó al pueblo acompañada de una sirvienta de dieciséis años que al poco se quedó embarazada. Al menos el padre del preñado reconoció los hechos, por lo que una boda rápida dejó a todos contentos. Tras la emancipación de su criada, mi abuela mintió a su familia asegurándoles que había contratado a otra chica de los alrededores, pues bien sabía que sus padres por nada del mundo hubiesen tolerado que una joven de su posición viviera sola en un pueblo dejado de la mano de Dios.
Sin embargo, ella apostó por la soledad con el propósito de enfrentarse a sus paradojas. Bajo cualquier prisma que lo analizara, su aventura con un hombre casado y con hijos no tenía justificación posible. La habían educado con el único fin de ser una madre respetable y, desde muy pequeña, había ansiado que le llegara el soñado momento de subir los escalones del altar. Y mira tú por dónde que a las primeras de cambio se había dejado arrastrar por la concupiscencia, hecho que, además de demostrar que una cosa son los ideales y otra bien distinta la práctica diaria, la llenaba de remordimientos. La joven estaba considerando seriamente el ingresar en un convento cuando casualmente conoció a mi abuelo. En un momento de lucidez, debió de pensar que vivir en un faro presentaba similitudes innegables con la vida monástica, además de permitirle formar una familia, lo que se dice matar dos pájaros de un tiro. Sus padres, que leyeron espantados la misiva donde ella los informaba de sus proyectos, tuvieron que aceptarlo como un ultimátum, y habida cuenta de que el suceso de su hija había sembrado ciertos dimes y diretes en Burgos capital, consideraron que pocas opciones más tendrían de casarla con dignidad. Asimismo apostaron a que ninguna de sus amistades se dejaría caer por San Andrés, por lo que los orígenes humildes de mi abuelo, incluidas sus ocupaciones, no tenían por qué conocerse a orillas del Arlanzón. En definitiva, se acercaron al pueblo para casarla en una ceremonia estrictamente familiar y al día siguiente se despidieron de su hija y, en su caso, hermana, para a partir de entonces solo mantener contacto a través de telegramas que anunciaban el nacimiento o la muerte de un familiar, eventos noticiosos tan necesitados de un medio rápido y fiable. En fin. Al cabo de unos años los negocios familiares se desmoronaron como un castillo de naipes, y tengo entendido que un hermano de mi abuela llegó incluso a pedirle dinero para salir de un aprieto. En esta vida hay que ser considerado con todos los que vas dejando atrás cuando felizmente asciendes por la escalera, porque cuando la tengas que bajar te los vas a encontrar de nuevo.
Mientras mi abuelo permanecía ocupado atendiendo el faro y sus servicios conexos, mi abuela les proporcionaba a sus dos hijos una educación exquisita. De tal manera los enseñó a comportarse en la mesa (en mi casa se pelaban las naranjas con cuchillo y tenedor) y les inculcó la precaución de no hacer en público juicios de valor, que según ella era lo más parecido a regalarle un cartucho de balas a un francotirador. En las fiestas señaladas, la familia cantaba canciones bajo el majestuoso sonido del piano. No todo iban a ser imágenes idílicas; por lo visto la mujer sufría unas depresiones terribles que la recluían en casa durante semanas, quizás motivadas por aquel borrón del pasado que por mucho que porfiara por olvidar no lograba extirpar de la memoria. Tal vez fuera precisamente ese carácter que repentinamente se volvía inestable el que la había llevado a dar ese traspiés en un momento de confusión, vaya usted a saber, puesto que el secreto se lo llevó con ella. Eso sí, antes tuvo tiempo de arrancarle a mi padre la promesa de que dejaría de ser un tarambana para sentar de una vez por todas la cabeza. Mi padre cumplió a medias la promesa, o mejor dicho, en dos etapas claramente diferenciadas. Ciertamente primero se casó, si bien siguió con su vida de crápula. Solo cuando su esposa se fugó con su hermano se volvió un santo varón, a la vista de los hechos, demasiado tarde. Al menos su madre no tuvo que presenciar la debacle que ella misma había provocado conminando a que el calavera de su hijo se casara. Y es que por muy cargantes que nos resulten, hay personas que lo mejor para todos es que nunca cambien, pues cuando intentan reformarse se sitúan en un plano donde, desprovistos de las eficaces armas que les proporcionan la picaresca y la bravuconería, se convierten en seres particularmente vulnerables.
Volviendo a lo de mi abuela. En una ocasión, mi padre me confesó que yo había heredado en parte su carácter, me imagino que por lo propenso que desde pequeño yo era a la introspección. También me dijo que previamente mi tío Emilio había hecho lo propio, por lo que más parecía hijo de él que suyo. Esto último lo subrayó con unos ojos que anunciaban lluvia. Entiendo que mientras pronunciaba la frase, en su mente se reproducía la imagen de su furtiva esposa de la mano de su hermano y la fatídica certeza de que de existir cierta coherencia en el mundo, a mí me correspondía estar con ellos. No me lo volvió a repetir. Porque el que mi padre no saliera del faro no quería decir que lo diera todo por perdido. Sé que en su fuero interno albergaba la esperanza de que su esposa regresara para retomar los puntos suspensivos que el destino había escrito años atrás. Estoy plenamente convencido de que si efectivamente ella lo hubiera hecho en esos momentos, de boca de mi padre no hubiera escuchado ni un solo reproche. Se limitaría a convertirse en el esposo modelo que nunca fue. Por eso mi padre seguía barriendo el horizonte con su viejo catalejo, en el anhelo de ver aparecer de nuevo la silueta del Simancas enfilando la bocana de San Andrés. En su lógica simétrica, debía ser el mismo navío que le había arrebatado a su mujer el que se la devolviera sana y salva. Es el equilibrio poético con el que los apaleados pretenden recuperar sus vidas.
Sigamos con lo del piano. Cuando mi padre escuchó cómo yo intentaba arrancarle sonidos opacos al marfil del instrumento, le pidió a mi tía Francisca que hablara con don Gabino. El párroco era un apasionado de la música sacra, y cuando no estaba en el púlpito era habitual que se pusiera al órgano de la iglesia para disfrute de los piadosos oídos de las mujeres que se acercaban a rezar fuera de los servicios religiosos. Don Gabino acogió la posibilidad de tener un discípulo con verdadero entusiasmo. En su imaginación ya se veía celebrando oficios donde sus sermones eran subrayados por los sostenidos arpegios del órgano. Así que no le dio importancia al hecho de que yo tuviera una edad tardía para iniciarse en el estudio de un instrumento polifónico. Gracias a Dios, don Gabino no consideró necesario hacerme una prueba, en la que sin duda yo habría hecho un ridículo de los que hacen época.
La realidad era que me había acercado al piano familiar en busca de una identidad. Mis compañeros de clase solo tenían en la cabeza una pelota de balompié. Coleccionaban estampitas de futbolistas que intercambiaban en los recreos y se agolpaban tras el cristal de la cantina que quedaba enfrente de la estación de autobuses para ver los partidos de fútbol que televisaban los fines de semana en horario vespertino. Durante los días siguientes no dejaban de comentar las jugadas más relevantes, en particular clamorosos penaltis y fueras de juego que tenían de sustrato la falta de equidad del estamento arbitral. Como mis escasas aptitudes para el regate me condenaban a la frustración más desoladora, cuando me propusieron asistir a clases de solfeo no puse ni un solo pero.
De tal guisa empecé mi aprendizaje con el bueno de don Gabino, un sacerdote de lo más peculiar. Representaba lo que por entonces se conocía por un cura moderno, pero con matices. En mi pueblo un cura moderno básicamente era un sacerdote de los de toda la vida que en lugar de sotana vestía un traje gris marengo, camisa negra y clériman. Para lo de los vaqueros y las sentadas con pancartas enfrente del Gobierno Civil aún hubo que esperar unos años. Sé que la mayoría de los hombres del pueblo lo tildaban de finolis, por su prosa escogida y pulcritud en el vestir. Además de cura, relamido, sentenciaban torciendo la boca. Eso sí, en presencia de sus esposas se cuidaban muy mucho de no resultar irreverentes, pues las mujeres del pueblo tenían en alta estima al máximo representante en San Andrés del clero regular, y unas por otras colaboraban fervientemente en las actividades parroquiales.
El sacerdote me daba clases las tardes de los martes y jueves, de ocho a nueve. Como en invierno se hacía de noche (cuando no llovía o tronaba), antes de acudir a recoger los lotes de pescado que mi tía Francisca adquiría en la subasta de la rula, Ramonín aparcaba el motocarro justo en la parte trasera de la sacristía y esperaba a que yo terminase la práctica para acercarme a casa. El motocarro era la prueba palpable de que la pescadería había apostado definitivamente por una estrategia empresarial que incrementaba el volumen de ventas. Su compra había suscitado tanto la admiración como la envidia de los vecinos, pues lo normal en la venta al por menor eran los traslados en vehículos fraccionados por burros y caballos, nunca por un motor de combustión interna, toda una innovación que revolucionó el negocio al acortar significativamente los tiempos de entrega. Las verduleras, que siempre estaban con la escopeta cargada, afirmaban que la Paca lo había adquirido para que su ayudante reservara las fuerzas para otros menesteres igualmente exigentes desde el punto de vista muscular.
Los trayectos con Ramonín transcurrían prácticamente en silencio al ser este una persona no propensa a la conversación más allá de los monosílabos. Algo parecido me había sucedido con Elva, mi otrora cuidadora de ultramar, por lo que llegué a pensar que de buscar un responsable yo debía dar un paso hacia delante y confesar lo poco inclinado que era a la peroración. Cosas de niños.
Si cuando llegábamos al faro todavía se encontraba allí el Taheño, este empezaba a soltar sapos y culebras por la boca, pues a Ramonín no lo podía ni ver. Tal vez fuera por el hecho de que el ayudante de la pescadería se pasaba las horas junto a mi tía, la única mujer por la que mi padrino, como ya he dicho, se quitaba su gorra de patrón. Para colmo Ramonín era más joven que él y bien parecido, aunque un tanto lerdo, todo hay que decirlo. El Taheño le lanzaba unas pullas de campeonato.
—Hay que ver qué elegante nos vienes hoy, Ramonín, ni que fueras de verbena —apostillaba en clara alusión al sobado mandil del ayudante, deslucido por los años y por el uso.
Otras veces la tomaba con el singular aroma con el que impregnan los frutos del mar a quienes prestan sus servicios por detrás del mostrador de una pescadería.
—¿No oléis a Eau de Parfum? ¡Ah, eres tú, Ramonín! Perdona, no te había oído entrar por la puerta.
Ramonín no se enteraba de la misa la media, y cuando mi padrino lo provocaba con alguna ironía, esgrimía esa risa boba tan suya que le servía de comodín para salir airoso de cualquier situación en la que no se sentía cómodo.
Pero aquel que desafía nunca tiene bastante, en especial cuando ve que su contrincante no le presenta batalla (uno de los axiomas inexorables de las relaciones personales) por lo que las chanzas fueron subiendo de tono hasta anunciar el desastre.
Efectivamente, un noche en la que en lugar de llevarme directamente a casa, Ramonín tuvo que detener el motocarro en la cantina para cobrar una caja de centollos que les había servido esa misma mañana, se encontró en la barra con el Taheño abrazado a una botella de aguardiente. Más tarde nos enteramos de que unas horas antes le había propuesto matrimonio a mi tía Francisca y que esta le había dado calabazas sin ningún tipo de miramientos. Con el aguardiente mi padrino intentaba subsanar la herida, donde el desamor y la humillación formaban un cóctel explosivo. La aparición súbita e imprevista de Ramonín no hizo más que elevar la temperatura, que ya estaba de por sí a punto de ebullición. Alguien tenía que pagar por el desplante y quién mejor que el presunto culpable, pues los celos le decían a mi padrino que aquel mozo zopenco y a su vez atlético, era el desiderátum de la mujer (en esos momentos libidinosa) que acababa de rechazarle. Ahora bien, ¿cómo desafiar a quien una y otra vez rehúye el enfrentamiento? Mi padrino miró a su alrededor. La cantina estaba hasta la bandera a causa de un vendaval que le peinaba las cejas a todo vecino que anduviera por las calles. El Taheño se la jugó todo a una:
—¡Pero miren quién está aquí! Toda una celebridad. No hay pescador de la comarca por cuyas manos hayan pasado tantos peces como nuestro querido Ramonín. Eso sí, sin sufrir un solo golpe de mar, lo que tiene mérito. ¡Si su difunto padre hubiera tenido la misma suerte! Cuando había marejada tengo entendido que vomitaba hasta los higadillos.
No pondría en los labios de ningún hombre semejante ofensa si yo mismo no la hubiera escuchado con mis propios oídos. Mientras aguardaba afuera, el motocarro había sufrido dos sacudidas a causa de las violentas rachas de viento que por poco lo vuelcan en mitad de la acera, de ahí que hubiera salido del vehículo a toda prisa para refugiarme en la cantina. Atiné a escuchar las palabras de mi padrino cuando a duras penas, apoyando el cuerpo, intentaba cerrar la puerta del local. Ningún parroquiano se volvió para ver quién había entrado. Todos se habían quedado mudos. Ramonín también lo estaba. Mudo y quieto. Nadie le quitaba ojo, yo incluido. Al poco esgrimió su sonrisa de paleto. Los presentes respiramos aliviados. Parecía que el aprendiz de pescadero lo iba a pasar por alto como cualquier otro de los denuestos del Taheño, cuando de pronto una mueca severa le crujió el rostro. Debido a su retardo congénito, el cerebro de Ramonín procesaba el alcance de la frase a velocidad de caracol. Cuando al final lo descifró debió de sufrir algo así como una implosión. Sus facciones se incendiaron a la par que sus músculos se le contraían para convertirse en bloques compactos de hormigón.
Ramonín se acercó hasta el Taheño, quien en actitud chulesca, apoyaba la espalda en la barra con las manos en los bolsillos. De la guantada que le arreó Ramonín, mi padrino salió volando por los aires, igual que en los dibujos animados. Fue a estrellarse contra el futbolín, donde se enmarañó con las barras de los jugadores. Ramonín se abalanzó sobre él y lo agarró por el cuello. Fuera de sí le empezó a apretar la garganta como si pretendiera descorcharle la tapa de los sesos de pura presión. Los vecinos corrieron a intentar separarlos, pues la cara de orate de Ramonín no parecía presagiar nada bueno. Todos los esfuerzos parecían en vano.
—Ramonín, por amor de Dios, suéltalo, que te buscas la ruina.
—¿Pero no ves que está borracho como una cuba?
Ramonín no atendía a razones al tiempo que el rostro de mi padrino se volvía del color de la harina por falta de un riego sanguíneo que no encontraba paso a la altura de la vena carótida.
De súbito se abrió la puerta de la cantina. Lo hizo con tal violencia que no nos quedó otra que volvernos en conjunto. Era mi tía Francisca. El viento le había alborotado el cabello. Ni siquiera se había quitado las katiuskas que usaba en la pescadería. Por detrás de ella estaba Arturo, el patrón mayor de la cofradía, quien al ver el follón que se montaba en la cantina la había ido a buscar a la rula, donde como de costumbre la mujer participaba en la subasta. Sin esperar a que le concedieran la palabra, mi tía se expresó con precisión y contundencia.
—Ramón, suelta a ese desgraciado que quiero que esté en condiciones de escuchar lo que le tengo que decir. —Como impulsado por un resorte, Ramonín dejó de apretarle el cuello y mi padrino alzó la cabeza para orientar las orejas—. Oídme todos, por si luego se lo tenéis que explicar cuando se le pase la curda. —La Paca hinchó el pecho y acometió su discurso—: Para bien o para mal, a fecha de hoy sigo casada ante los ojos del Altísimo. Que el simplón de Emilio se fugara con la mojigata de mi cuñada —mi tía inclinó los ojos hacia mí en señal de disculpa— no es eximente que me desliga de este anillo —recalcó alzando el dedo anular en el que exhibía una alianza dorada de dos centímetros de grosor—. Así que, mientras nadie me presente un certificado de defunción avalado por la autoridad competente, la menda que viste y calza seguirá fiel a los votos matrimoniales a los que en su día se comprometió. Y esto es tanto válido para el Taheño como para Míster Universo —pienso que aquí a mi tía le pudo el acaloramiento del momento, que una cosa son las hipótesis y otra bien distinta las debilidades de la carne cuando se tercia la ocasión—. Si alguien lo solicita se lo pongo por escrito. — Antes de darse la vuelta para abrir la puerta, apostilló—: ¡Y haced el favor de dejar de pelearos, que parecéis chiquillos, y llevad a mi sobrino a casa, que ya son horas!
Con la mano en el pomo todavía tuvo tiempo de gritarle al cantinero.
—Y tú, no te olvides de pagarme la caja de centollos.
Solo entonces se marchó. Mi padrino aprovechó la confusión para reclinarse sobre el futbolín y tras tomar impulso solmenarle a Ramonín un puñetazo a la altura del estómago. Tuvo el mismo efecto que una mosca posándose sobre la cubierta de un portaviones.