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La gran galerna que azotó el Cantábrico consolidó a mi padre como uno de los referentes de la comarca. Un hombre que avergonzado de su pasado renuncia a las veleidades del mundo para demostrarle a su esposa su firme arrepentimiento, pero, al mismo tiempo, capaz de seguir ojo avizor el devenir de los acontecimientos, percatándose de que se estaba mascando una gran tragedia que de no ser por él se hubiera cobrado muchas vidas. El héroe asceta que alguna vez todos soñamos ser.

Y detrás de esta figura legendaria estaba yo, dando mis primeros pasos y tropezando, sobre todo esto último. Tanto es así, que mi infancia transcurrió en el caos más absoluto, al menos de la piel hacia dentro, donde me negaba a aceptar un orden de las cosas que para los otros niños era bien distinto. La ausencia de un vínculo materno me causó no pocos conflictos de índole afectiva que, sin duda, hicieron mella en mi carácter, introvertido y receloso de cualquier muestra de cariño. Cierto que todos me tenían por un niño comedido y obediente, nada propenso a las peleas ni a saltar las tapias para robar manzanas, lo que no quería decir que yo estuviera en paz conmigo mismo. Asunto distinto era que lo exteriorizara. Dicen los especialistas que los grandes psicópatas sufrieron experiencias por el estilo. Nunca se sabe lo que uno esconde por detrás de las pupilas.

No guardo recuerdo alguno sobre quién se ocupó de mí hasta mi escolarización. Por lo que me han dicho, sé que en la época en la que estalló la galerna estaba al cuidado de mi abuela materna, si bien con el nombramiento definitivo de mi padre como farero oficial volví al caserón. A partir de entonces me imagino que mi tía haría encaje de bolillos echando mano de unos y otros para no desatender la pescadería al tiempo que se ocupaba del mocoso que le había tocado en suerte.

Las cosas le resultarían más sencillas el día que me matriculó en párvulos. Como mi padre no salía del faro y mi tía Francisca, al verse con más horas libres, se volcó en su negocio (el cual, todo hay que decirlo, comenzaba a darle pingües beneficios), al colegio me acercaba una vecina que vivía a unos veinte minutos de nuestra casa. Mi abuelo materno, abochornado por la conducta de una hija que no daba señales de vida, en menos de un año acabó pidiendo destino al cuartelillo de Guardamar del Segura, en la provincia de Alicante. Como es natural se llevó consigo a su esposa, quien posiblemente fuera la otra causa que motivó su precipitado traslado voluntario a la otra punta del país. Contra todo pronóstico, mi abuela fue la única persona en San Andrés que exigió soluciones drásticas. De siempre se había mostrado como una mujer prudente. Sin embargo, tras el incidente sufrió una mutación que la situó al límite de la vesania. Desde un principio se desmarcó de la actitud de su marido, a quien según ella lo único que le preocupaba era que las jerarquías de la Benemérita lo señalaran con el dedo. De mi tía Francisca criticaba la apatía que demostraba ante la huida de su marido. Pero con quien realmente se cebaba era con mi padre. Lo tildaba de auténtico calzonazos y decía que aquel era un momento en que un hombre debía dar el do de pecho, no esconderse como una gallina asustadiza. Los cuernos y las calvas se llevan con dignidad, sentenciaba. Si su hija había hecho algo impropio, ella misma le daría un bofetón cuando la tuviera delante, que para eso era su madre, pero, por amor de Dios, que cuando menos pusiera una denuncia ante la embajada española en Australia. Como nadie le daba pie, la mujer se volvió suspicaz y pendenciera. Bastaba con que en el mercado cualquiera la mirara por el rabillo del ojo para que se lanzara sobre él o ella como una posesa. Convencida de la mala influencia que la conducta de mi padre ejercería sobre mí, una semana antes de partir hacia Guardamar del Segura mi abuela se acercó al faro y le planteó que lo mejor para mi educación sería que me fuera con ellos, a lo que él, en esta ocasión furibundo, le dio con la puerta en las narices. Nunca más supe de mis abuelos maternos.

A lo que íbamos. Cuando entré en párvulos, de mis idas y venidas al colegio se hizo cargo una mujer argentina (universalmente argentina, yo diría) llamada Elva. En su país natal había conocido a su futuro marido, un vecino de San Andrés que como tantos otros había hecho las maletas para probar fortuna en una tierra donde alimentaban a los terneros con forraje del Edén. Otras fuentes apuntaban a que el hombre había tenido que salir por piernas, pues las autoridades le pisaban los talones por no sé qué asunto de estraperlo, actividad en la que, como en tantas otras de dudosísima legalidad, se debe contar con el beneplácito de algún responsable público, gracia que, por algún motivo que se desconoce, nuestro vecino debió de perder en un momento crucial para sus intereses. En Argentina gozó de una vida al margen de sus antiguas aficiones hasta que Dios decidió llevárselo con Él. Tras quedarse viuda, Elva, que era cumplidora hasta la exageración, cruzó expresamente el Atlántico para comunicarles de viva voz el deceso a los familiares de su difunto esposo. Estos agradecieron de corazón aquel gesto que ensalzaba la memoria del fallecido, y colmaron a la mujer con todos los agasajos que estaban a su alcance. Más de uno llegó a pensar que, habida cuenta de la habilidad que su pariente había demostrado para los negocios de alto valor añadido, este había amasado en Argentina una fabulosa fortuna, y esperaban que de un instante a otro Elva sacara el tema a colación, por si había dispuesto en el testamento alguna dádiva post mortem.

Pero de boca de la mujer no solo no se escuchó palabra sobre herencia alguna, sino que a medida que pasaba el tiempo se hacía evidente que la viuda se había venido con lo puesto. Las hojas del calendario se sucedían sin que Elva hiciera amago de hacer las maletas, lo que encendió todas las alarmas. Desprovista del carisma con el que te inviste el dinero, ahora esa mujer revivía la mácula de tener en la familia a un señalado por la Justicia, en una época en la que te exigían un certificado de buena conducta hasta para ir al excusado. Así que cuando Elva les comunicó que había decidido quedarse en una tierra que la cautivaba porque, según ella, en un mismo día se podían dar las cuatro estaciones del año, en contraste con su pampa argentina sometida a la tiranía del sol, a más de un familiar le salieron sarpullidos.

Poco a poco comenzaron a dejarla de lado. Elva tampoco parecía poner mucho de su parte. La famosa sonrisa argentina que popularizaron no pocos artistas de la posguerra, en sus labios era la excepción que confirmaba la regla. Para colmo, la manera de expresarse que le brindaba una educación muy por encima de la media de unos vecinos que sabían poco más que las cuatro reglas, resultaba apabullante. Parecía que cada vez que abría la boca lo hacía para adoctrinar. Porque a la mujer podía gustarle el clima de San Andrés, pero tampoco le dolían prendas a la hora de criticar las costumbres locales. Nunca se andaba con rodeos, soltaba las cosas tal cual le venían a la mente, y siempre terminaba las denostaciones en el ámbito comparativo, algo así como que en Argentina vuestros problemas los solucionamos antes de que lleguen a plantearse.

—Este país es un quilombo. Por el mismo precio la gente quiere el chancho, la chancha y los veinte lechones.

Este tipo de aforismos solo los puedes sostener cuando no te tienes de pie de la carretada de billetes que llevas en los bolsillos. Que se vuelva a la pampa con sus gauchos y terneros de mil kilos, apostillaban sus familiares nada más Elva se daba la espalda.

Sus parientes se sintieron aliviados cuando Elva les pidió permiso para irse a vivir a un viejo hórreo de un tío abuelo, que se caía de pretérito a las afueras del pueblo, e incluso le echaron una mano para improvisar en él una suerte de vivienda. Una vez terminadas las obras, sus familiares se alejaron del lugar con el zurrón de las herramientas en ristre, dispuestos a pasar página, y cuando se la encontraban por las calles, salvo que Elva hiciera amago de saludarles, se hacían los locos.

El encontrarse sola para nada amilanó a la mujer. Antes que atractiva, pertenecía a esa clase de personajes secundarios que dan vida a los decorados. Tirando a bajita, llevaba el pelo corto con raya a un lado. La mirada al frente, fija en un punto indefinido, siempre melancólica. El rictus bien podría indicar tanto sorpresa como reprobación. A mí me parecía muy mayor, aunque luego me enteré de que en aquel tiempo contaba con cuarenta y pocos.

Su fuente de ingresos provenía de varias actividades, la más reconocida la de pitonisa. Elva echaba las cartas y pasaba el agua por un precio ajustado a las circunstancias del mercado. Por entonces San Andrés ya se encontraba sumido en el declive económico y demográfico. Cada vez costaba más trabajo extraer el carbón que llegaba de las minas, pues una vez agotadas las menas superiores había que adentrarse en las entrañas de la tierra para obtener el mineral, lo que disparaba los gastos. Para más inri, de aquella irrumpieron nuevas fuentes de energía, más baratas y limpias, que mantenían a la industria del carbón en puntos suspensivos.

Pero Elva era una mujer realista que se adaptaba sin fisuras a la coyuntura imperante. De su consulta guardaba el mayor sigilo profesional, y los vecinos, aunque no fueran por ahí pregonándolo, desfilaban por el hórreo con cierta asiduidad. Las jóvenes le pedían consejo para atrapar a determinado mozo por el que bebían los vientos y las más veteranas venían a que les quitase el mal de ojo, auténtica epidemia entre las mujeres del Cantábrico occidental. Los varones, por su parte, también se dejaban caer para entrever en qué terminarían los litigios por los lindes de las tierras, o, si eran pescadores, para averiguar si los signos eran propicios para llevar a cabo una remodelación en la lancha. Lo que en la Antigua Grecia se conocía por consultar el oráculo. Además el acento argentino, tan meloso y a la vez categórico, envolvía sus profecías del esoterismo necesario para que los clientes pusieran toda su confianza en el mazo de las cartas. En su oficio, fondo y forma constituían un binomio insoluble que la mujer combinaba a la perfección.

Dado que de aquella en las villas marineras la asistencia médica universal y gratuita se encontraba en pañales, Elva también ejercía de curandera. Tal pluralidad de funciones hacía que la mujer resultara extremadamente ceremoniosa, como si ella fuera consciente de la gran responsabilidad que recaía en sus espaldas por el hecho de haber nacido con el don de la clarividencia y la curación de los cuerpos, el cual se reservaba a unos pocos elegidos, normalmente uno por partido judicial, que el negocio no daba para más. De lo contrario no hubiera ofrecido sus servicios para llevarme y recogerme del colegio, al cual íbamos caminando, pues para cuando yo entré en párvulos la vieja furgoneta en la que de antaño mi padre repartía sacos de abono, descansaba en la parte trasera del caserón, sin puertas ni neumáticos y con las zarzas creciendo a sus anchas por los asientos. De haber tenido perro, la vieja furgoneta hubiera servido de caseta, pero mi padre no quiso que de pequeño yo tuviera mascota alguna con la que encariñarme, siquiera una cría de conejo, so pena de que llegara el día de la fatal separación, temor paternal más que justificado habida cuenta de su currículum.

Con anterioridad ya he señalado lo difícil que resultaba atravesar la carretera escarpada que terminaba en el faro. Ahora bien, junto a Elva nunca tuve ni el más mínimo contratiempo, como si el viento y las nubes reconocieran en ella a un ser excelso al que debían rendir pleitesía. Pudiera ser que el tiempo haya tamizado mi memoria, o que los días de temporal simplemente Elva no me llevase a clase. Lo que sí recuerdo es que de su mano iba y venía sin apenas intercambiar las dos palabras que la buena educación obliga. Por la manera en la que la describo pudiera dar la falsa impresión de que Elva no me tenía ningún apego, cuando en realidad se comportaba así porque durante el trayecto iba totalmente concentrada en que yo no sufriera ni el mínimo desperfecto, una versión de nanny de la época victoriana exenta de todo glamur. Tal vez lo que menos necesitaba un chiquillo que veía cómo al resto de sus amigos los colmaban de atenciones. No, aquel escenario no era fácil para un niño a efectos prácticos huérfano de madre, una auténtica degollina a nivel emocional.

A pesar de su rigor profesional, a la vuelta del colegio en algunas ocasiones nos deteníamos en su hórreo, el cual nos quedaba de camino. Esto solo ocurría cuando a la puerta de su singular morada la estaba esperando un vecino que se había dislocado una muñeca o a quien los apretones de estómago hacían retorcerse del dolor. En una ocasión sucedió que una vecina necesitaba urgentemente de su dominio de la quiromancia tras soñar que se había quedado embarazada a pesar de que había cumplido los sesenta. Solo en estos casos excepcionales, insisto, Elva aparcaba momentáneamente sus obligaciones de niñera y entendiendo que mi integridad física estaba asegurada dentro de los límites del hórreo, me dejaba a solas mientras ella subía con el paciente para despachar una consulta rápida. La única condición que me imponía era que no pisara el huerto.

Yo recibía la noticia con alborozo, pues aquello rompía por unos minutos la monotonía de mi aburrida existencia. Para mí la casa de Elva era un espacio de lo más sugerente. Debajo del hórreo, la mujer había improvisado un corral con cinco gallinas cluecas y un gallo de lo más eficiente. Elva también tenía un perro, al que llamaba Cicerón, en homenaje a su orador predilecto. Cicerón era un chucho callejero de bajo talle y cuello grueso en contraste con una cabeza ridícula, lo que no lo dotaba de la aerodinámica idónea para la caza y otros cometidos caninos de mayor envergadura. Se limitaba a vigilar que en la finca no se colara ningún pequeño depredador que pusiera en peligro a los habitantes del gallinero. Cicerón me tenía mucho cariño. Nos entendíamos sin necesidad de hacer muchos aspavientos. Compartíamos la mímica del jugador neófito que, al descubrir el escaso valor de sus cartas, intenta sonreír antes de apostar pero se queda a medio camino.

Una tarde en la que Cicerón y yo nos enzarzamos en una lucha cuerpo a cuerpo fingiendo una violencia que no estaba a nuestro alcance, la puerta del piso superior se abrió de forma repentina. Alcé la cabeza y vi cómo Elva sostenía el pomo con una mano y con la otra señalaba la escalera de salida. Detrás de ella salió Armando, el joven patrón de La Versal, uno de los pesqueros que más rulaba en la lonja. Últimamente Armando se dejaba caer mucho por el hórreo. El joven parecía desolado.

—Por favor, Elva, reconsidéralo.

Elva apuntaba impertérrita los escalones de piedra. No le dio opción:

—¡Vos no te enteraste de que esto es una consulta seria!

Por lo visto Armando, que tenía quince años menos que Elva, le acababa de proponer matrimonio mientras ella le echaba las cartas. Armando era un patrón que a pesar de la edad siempre regresaba a puerto con las bodegas llenas. Olía el pescado como nadie y sabía cómo tenderle la celada. Tanto es así que el armador de La Versal había ido expresamente a buscarlo para ofrecerle un quiñón muy por encima de lo acostumbrado. Dicen que la pesca es un arte donde magia y técnica van de la mano. Quizás ese fuera el motivo por el que Armando se había sentido atraído por una mujer mitad hechicera, mitad medicastro. Juntos podían formar un tándem inigualable. Ahora bien, lo que Armando tenía de pescador taimado, a su vez lo tenía de joven timorato. Así que la única manera que se le ocurrió de abordar a esa altiva mujer fue frecuentando su consulta bajo las más banales de las excusas. En el momento cumbre de su cortejo, Armando acababa de cometer un error imperdonable. Al pedirle que se casara con él mientras ella barajaba las cartas del tarot, inevitablemente la había hecho ver que el motivo de sus visitas no guardaba relación alguna con su buen quehacer profesional, un torpedo a la línea de flotación de su orgullo. Una argentina herida en su orgullo. ¡Acabáramos! A pesar de lo lucrativas que resultaban las propinas, la mujer le aseguró que no lo recibiría más.

—Duerma sin frazada que acá yo me ato el corazón con un alambre.

Y no es que tras la muerte de su esposo ella hubiera cerrado definitivamente las puertas al amor, ningún ser vivo es capaz de cometer semejante disparate. Para muestra la propia Elva, que no mucho tiempo después del incidente con Armando, un día anunció a mi padre que ya no me volvería a llevar al colegio. Como ella misma reconoció, llevaba meses carteándose con un canadiense que había puesto un anuncio en un periódico de tirada nacional y, tras un pormenorizado intercambio epistolar y fotográfico, la pareja decidió casarse. De aquella este tipo de relaciones no eran inusuales. Eso sí, antes de irse a Canadá, Elva se desposó por poderes en la iglesia de San Andrés, arropada por unos familiares políticos que no veían el momento de librarse de esa figura tan incómoda. Ninguno de ellos le echó en cara que hubiese olvidado de forma tan repentina a su antiguo familiar, antes al contrario, la animaban a que no se enrocara en su papel de viuda, que aún era joven y que tenía todo el derecho a rehacer su vida. Con decir que un hermano de su primer marido hizo de padrino, lo digo todo. Hasta el cura del pueblo, don Gabino, se alegró de perder de vista a tan dura competidora en las artes de la persuasión.

En mi inocencia había albergado la esperanza de que mi padre accediera a que nos quedáramos con Cicerón, pero antes de que pudiera proponérselo me enteré de que Elva se lo había regalado a una de las rederas de San Andrés, de manera que mi canino amigo se quedó sin conocer la fría región de Halifax, lugar hacia el que partió la adusta argentina.

Si lo piensan, es en la infancia cuando más personas entran y salen de nuestro impúber campo visual. O será que es cuando más nos encariñamos con la gente, porque mira que Elva se hacía bien poco de querer. A Cicerón lo seguí viendo las tardes de verano, cuando las rederas extendían por la explanada del muelle las mallas en busca de descosidos. De las gallinas y del gallo nada más se supo. En fin.

Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis

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