Читать книгу Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis - Carlos Fernández Salinas - Страница 6

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La música surge de la arbitrariedad. Tómenlo como una declaración de principios. Es cierto que a lo largo de la historia muchos compositores han evocado imágenes con total impunidad. Vivaldi, sin ir más lejos. Paseaba desinhibido por el bosque cuando el mero crepitar de las hojas bajo sus botines lo hacía regresar alborotado para traducir en un pentagrama ese sonido seco y crujiente. La música no es eso. No. Me quedo con Bach. El más recordado de los turingios deslizaba al azar los dedos por el teclado y si le gustaba el resultado porfiaba hasta completar la secuencia. Lo que pretendo decir es que la música, al menos la que a mí me interesa, obedece a sus propias leyes, y la primera, tal vez la única, dice que no hay reglas prescritas de antemano. Algo así como sálvese quien pueda.

Posiblemente yo, un humilde organista de iglesia con escuetos conocimientos de solfeo, no sea la persona indicada para poner los puntos sobre las íes. En mi época, la gran música estaba reservada a bohemios introvertidos que preferían morirse de hambre antes que enrolarse en una de las numerosas orquestas que, de pueblo en pueblo, iban versionando la canción del verano, sin dejar de lado los pasodobles y las rancheras que les reclamaba un público exaltado y mucho más exigente de lo que se pensaba en la capital. Más de un músico acabó en la alberca por un alarde virtuoso que no venía a cuento. Aquí venimos a lo que venimos, le reprendían los mozos del pueblo, así que olvídate de las escalas para las que te faltan dedos y céntrate en los acordes abiertos de los boleros. Mañana, si quieres, hablamos de música dodecafónica mientras tomamos un café, una cosa no quita la otra, pero las fiestas del pueblo son para espolonear nuestras hormonas en una época particularmente propicia para la función reproductora, así ha sucedido de generación en generación, una suerte de ritual que asegura que no se despueblen los campos desde los tiempos de Maricastaña, ¿o qué te creías?

Así de pragmáticos eran mis vecinos, que en los pueblos son alérgicos a las filigranas, un paso en falso y adiós a la cosecha, y no conozco a ningún campesino que la perdiera por pura negligencia. De hecho, la palabra «negligencia» no existe en su diccionario. Llegados a este punto, he de matizar que mi pueblo era un caso atípico que se alejaba del estándar. Dos décadas antes de que yo naciera, San Andrés había experimentado un notable desarrollo económico y demográfico bajo el esplendor de los años del carbón. El mineral llegaba a nosotros en los mismos vagones rebosantes que salían de las minas, algunas de ellas situadas a cincuenta kilómetros, y sin manipulación previa eran volcados en los mercantes de remaches oxidados que atracaban en el muelle de carga. Esto provocaba una polvareda de tintes negruzcos que en los días de mayor actividad teñía de luto las calles, hasta el punto de que al llegar los niños a casa, antes de merendar, además de lavarse las manos debían frotarse con un cepillo los pliegues de las orejas. Tender al sol sábanas blancas era una temeridad. Cada buque solía permanecer en el muelle cuatro o cinco días, si bien no acababa de zarpar y ya había otro preparado para ocupar su puesto. Para aquellos barcos de tres cuerpos (castillo, alcázar y toldilla) y bodegas de por medio, constituía toda una proeza el salir o entrar en la dársena sin dejarse la quilla en el intento, y es que debido a que el puerto se ubicaba al final del río que circunvalaba la cuenca minera, en la desembocadura el fondo cambiaba de posición de forma caprichosa a cada marea. Eso cuando los temporales del Cantábrico no removían cantidades ingentes de arena y guijarro que iban al encuentro de los mercantes con la mala idea de tenderles la zancadilla. ¡Cuántos buques se quedaron varados a la vista de unos paseantes que ya ni se sentían excitados al ver una mole de acero encallada a pocos metros de la bocana! Y eso que hasta muchos años después, incluso cuando las minas prácticamente se habían agotado, una vetusta draga se esforzaba a diario en ensanchar los límites del canal. La draga se llamaba Ría de Cantos y su patrón era mi padrino, Rafael Belloso, íntimo amigo de mi padre, por no decir el único. Todas las tardes se acercaba hasta el faro donde mi padre prestaba sus servicios. Se presentaba tras la caída del sol, cuando la draga dejaba de revolver las tripas del canal, pues hasta para un marino al que le crecían percebes en la espalda resultaba sumamente peligroso navegar sobre un fondo que a oscuras lanzaba dentelladas.

A mi padrino todos lo conocían como el Taheño, en homenaje a un cabello entre bermejo y pelirrojo, y eso que el hombre era más calvo que una lagartija, lo que intentaba disimular con su inseparable gorra de patrón y una barba que solo se arreglaba en los solsticios y equinoccios, que —como todo el mundo sabe— en su conjunto suman cuatro al año. Mi padre recibía sus visitas con verdadera ansiedad. No en vano, exceptuándonos a mí y a mi tía Francisca, el Taheño era la única persona con quien a lo largo del día cruzaba una palabra, circunstancia desde el punto de vista social cuando menos embarazosa, y que, al igual que la gran mayoría de este tipo de patologías, tiene un origen cognitivo más que congénito.

No siempre fue así. Por lo que tengo entendido, en su juventud mi padre era lo que en mi tierra popularmente se conoce por un bandarra. Su trabajo como representante de una fábrica de abonos, unido a un carácter jovial y desinhibido, lo llevaron por una senda alejada de la virtud. Tengo oído que los representantes de cualquier género, cuyos ingresos son directamente proporcionales a las ventas, se ven obligados en infinidad de ocasiones a agasajar al cliente con toda suerte de caprichos, entre estos, comidas y cenas de negocios, algunas de las cuales terminan como terminan, ustedes ya me entienden. A quien quiera cerrar un pedido no le queda otra que pasar por el aro, aunque no daba la impresión de que esto fuese un sacrificio desproporcionado para mi progenitor. Para sazonar más el mejunje, mi padre era un joven apuesto, más alto que la media, que vestía con una elegancia que solo se veía en los galanes de las comedias ligeras que acaparaban las carteleras. Carne de cañón, que diría mi tía Francisca. Tal era la aureola de crápula con la que se iba invistiendo, que en su lecho de muerte su madre le arrancó la promesa de que sentaría la cabeza y formaría una familia como Dios manda. Llegado el momento del fatal desenlace, mi padre, contrito, sintió una necesidad vehemente de cumplir su palabra, así que poco después del funeral se puso manos a la obra. Como es costumbre en los hombres de carácter libertino, tras redactar una lista de posibles candidatas se acabó decantando por la mujer más piadosa y recatada de toda la comarca. La elegida solo salía de casa a misa y de misa a casa, y en el ínterin realizaba algunos recados inexcusables de índole doméstica. Dos años mayor que él, su futura esposa jamás había dado que hablar ni se le conocían novios ni pretendientes ni amigos especiales, menos aún relaciones tormentosas, tal vez porque (y siento de corazón ser yo el que así lo exponga) la mujer no reunía los atributos necesarios para que el varón menos exigente perdiera por ella la cabeza. No hablo de oídas sino por lo que corroboré con mis propios ojos una y mil veces en la foto que mi padre mantenía en su mesita como una reliquia, y que todas las noches antes de acostarse besaba con veneración. ¡Cuántas horas me he pasado enfrente de esa fotografía intentando descubrir en ella la clave que pusiera en orden mi confusa infancia! En aquella instantánea de colores inertes se podía ver a una mujer menuda y enjuta, con el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y los ojos achinados, un tanto bizcos. Los prominentes dientes recordaban la boca de una ardilla. Soy consciente de que lo habitual en los hijos expósitos es que idealicen a su madre como un arquetipo de virtudes físicas y morales; tal vez esto último fuera cierto, pero guapa, lo que se dice guapa, rotundamente no. Ni siquiera gozaba de ese particular atractivo con el que a veces cuentan las personas de facciones difíciles. En cualquier caso, cuando mi padre se presentó en casa de su futuro suegro, un sargento de la Guardia Civil que dormía con la capa y el tricornio debajo de la almohada, este se sintió encantado de que al fin alguien se interesara por una hija que dejaba peligrosamente atrás la edad núbil para dedicarse en cuerpo y alma al atrezo de imágenes de santos y beatas de la circunscripción parroquial.

No estuvieron de novios siquiera un año, lo cual dio lugar a no pocos chismorreos acerca de si el enlace se precipitaba por motivos expeditos, rumores ignominiosos a oídos de mi patrio abuelo que para su tranquilidad yo me encargué de desmentir viniendo al mundo a los dieciocho meses de la boda. Mi otro abuelo, al que no llegué a conocer, había estado cuatro décadas al cargo del faro de San Andrés, al igual que su padre y el padre de este, así hasta que en el año 1847 la reina Isabel II firmó el Real Decreto por el que se aprobaba el Plan Nacional de alumbrado de las costas españolas. Como cabía esperar, a la muerte de mi abuelo lo sustituyó el mayor de sus hijos, mi tío Emilio, a la sazón único hermano de mi padre. Fiel a la tradición familiar, y como si se tratara del primogénito del mayorazgo más próspero, mi tío heredó la responsabilidad del mantenimiento de la ayuda a la navegación más importante al oeste de cabo Peñas, y se entregaba al oficio con una actitud profesional digna de encomio. La peligrosidad de las aguas que amenazaban el puerto y que traían en jaque tanto a los marinos como a las autoridades responsables, justificaban su celo meticuloso hasta la obsesión.

Debajo del imponente faro de veintiún metros de altura (ciento treinta y cinco, si el cómputo se realizaba desde el nivel del mar), se encontraba el caserón de dos plantas que el Ministerio cedía a la familia del farero para que viviera lo más próximo a su puesto de trabajo, el cual se suele ubicar en cabos prominentes e islas aisladas del meollo de la civilización. Tal era el caso del faro de San Andrés, construido en el límite del acantilado de Punta Casandra, a cuatro kilómetros del pueblo. Al faro se accedía por una carretera cuyos flancos escarpados daban forma a una protuberancia inusualmente estrecha que se adentraba en el mar cual lengua de tierra. La exposición a los elementos era tal que mi padre siempre tomaba la precaución de dejar en la furgoneta dos sacos de abono para que los días de temporal el viento no se llevara el vehículo por los aires. Dado que por aquel entonces los responsables del Ministerio no eran muy quisquillosos, mi tío Emilio, que como he dicho era el titular del faro, no solo permitió que una vez casado mi padre siguiera viviendo en la casa en la que había nacido, sino que le cedió la planta de arriba del caserón para que la pareja gozara de la debida intimidad.

Emilio, por su parte, estaba casado con mi tía Francisca, persona a la que le debo los mejores y más escuetos consejos que he recibido en mi vida. Emilio y Francisca formaban un matrimonio bien avenido, posiblemente porque ninguno de los dos se inmiscuía en los asuntos del otro, lo que les permitía vivir volcados en sus respectivos oficios. De temperamento diametralmente opuesto al de su marido, mi tía Francisca era de esa clase de mujeres que se ponen el mundo por montera. A los pocos años de casarse, y ante la ausencia de hijos en los que ocupar las horas de tedio en aquel faro dejado de la mano de Dios, decidió emplearse en una pescadería de un familiar lejano y extremadamente avaro que le pagaba cuatro pesetas. Lloviese o cayese un sol de espanto, mi tía iba a trabajar subida en una bicicleta de hierro forjado. Ningún día se ausentó, ni siquiera cuando la fiebre le arrebolaba los mofletes. La mujer se movía por la pescadería con total desparpajo y ¡ay de aquel que pusiera en duda la calidad del género que ella disponía con llamativa simetría a lo largo y ancho del mostrador! Salmonetes de Lastres, pescadilla de Cudillero, parrocha de Avilés y, en Navidades, percebes de Luarca, frutos del Cantábrico que según mi tía llegaban a la pescadería dando brincos en las cajas. Mujer de talle grueso, limpia hasta la exageración, exigía encarecidamente a los clientes según entraban que cerrasen la puerta a fin de impedir que el polvillo del carbón que nimbaba el pueblo se colase en el local. Los albures de la Providencia quisieron que cuando mi tía hubo alcanzado un dominio básico en el negocio de la venta minorista, el dueño de la pescadería pasase inesperadamente a mejor vida. Como el hijo de este, hastiado de lo huraño que resultaba su progenitor, hacía años que había emigrado a Alemania (sin que tuviera la menor intención de regresar en un presente inmediato), accedió sin reparos a venderle a mi tía la pescadería a plazos trimestrales que coincidían con las temporadas más señaladas de las distintas especies. Compensando unas con otras, mi tía cumplió con los pagos a rajatabla.

Tal era el escenario familiar cuando mi padre decidió casarse y acomodarse con su esposa en la planta superior del caserón. De esta manera debió de pensar que el buen nombre de su mujer se mantendría inmaculado a pesar de las numerosas noches que por motivos laborales él tendría que ausentarse del domicilio conyugal. Así que siguió con su vida libidinosa mientras en casa le aguardaba una esposa sumisa que parecía entender sobradamente cuál era el papel que le habían asignado.

Una noche, cuando mi padre regresaba por la estrecha y escarpada carretera que terminaba en el faro, tuvo el pálpito de que una sombra inquietante se cernía sobre la furgoneta y que a resultas de la misma las cosas no volverían a ser como antes. Tal vez influyera el hecho de que en ningún momento vio el haz luminoso que como cada noche tenía que estar cortando la cerrazón con filo de guadaña. Mi padre completó el trayecto con el corazón en un puño, y cuando terminó de aparcar la furgoneta ya no le cabía duda alguna de que se había producido el desastre. Por primera vez en sus ciento y pico años de historia, el faro de San Andrés no había sido encendido.

Como si esperara un milagro, mi padre alzó la vista hacia la cúspide pero la oscuridad le engulló la vista. Temiéndose lo peor, entró precipitadamente en la planta baja de la vivienda y allí se encontró a mi tía Francisca sentada al calor de la cocina de carbón. Sobre los mullidos pechos de la mujer dormitaba un bebé. Ese era yo, Darío Prendes Garrido. Acababa de cumplir once meses. Entre la resignación y el cansancio mi tía Francisca le espetó:

—Se han ido.

Mi padre la miró perplejo.

—¿Quiénes se han ido?

—El Emilio y tu Cenicienta. Tuvieron la delicadeza de esperar a que yo llegara para no dejar a la criatura sola.

Mi padre empezó a perder la paciencia.

—Vamos a ver, Paca, haz el favor de explicarte para no crear malentendidos.

Mi tía Francisca ni se inmutó por el tono desabrido de mi padre y comenzó a relatar los acontecimientos como si estuviera hablando para sí.

—Cuando llegué de la pescadería, sobre las tres, no noté nada extraño en Cecilia, a la que encontré barriendo el descansillo con la mirada hundida en las baldosas. Nada nuevo bajo el sol. Dado que Emilio no estaba en casa me imaginé que seguiría ocupado en el faro. Estos días me hablaba de no sé qué problema en los transformadores. Así que comí y luego me eché en el sillón a dormir la siesta, que eso de levantarme a las cinco de la mañana se me hace muy cuesta arriba. Me despertó el llanto de tu hijo —la mujer me señaló con los ojos con los que se mira a un huérfano—. Subí al piso de arriba y me lo encontré en el corralito, muerto de hambre. Comprobé el reloj. Acababan de dar las cinco y media. Con Darío en brazos empecé a dar vueltas por aquí y por allá llamando a tu mujer, pero nadie me contestó. Me acerqué hasta el faro y al pie de la escalera de caracol llamé a gritos a Emilio. Recibí la callada por respuesta. Le di unas galletas al chiquillo y esperé inútilmente a que tu mujer o mi esposo dieran señales de vida. Así toda la tarde. Después de la cena, Darío terminó por dormirse. Pobrecillo, míralo, ¡da una pena! Se ha pasado toda la tarde llamando a su mamá.

Mi padre comenzó a dar pasos alrededor de sí mismo.

—Paca, Paca, vigila lo que dices. Para empezar, ¿por qué das por sentado que se han ido juntos?

—Nunca dejaré de sorprenderme de lo pardillos que sois los hombres. Tu mujer no está y mi marido no ha encendido el faro. Faltan dos bicicletas. ¿Qué más pruebas necesitas, alma de Dios?

—¡Esto es absurdo! Ni Emilio ni Cecilia son propensos a las frivolidades.

—¡Precisamente! Tú no me extraña, pero yo no sé cómo no me di cuenta del peligro. Emilio y Cecilia son como dos piedras de una misma cantera. Era cuestión de tiempo que un día, sin pretenderlo, se rozaran y saltara la chispa.

Estas últimas palabras fueron lo suficientemente descriptivas como para que mi padre reaccionara. Volvió a la furgoneta y condujo hasta el pueblo. No es difícil imaginar el estado de ebullición en el que se encontraba su cerebro. Primero se dirigió a la parada del autobús de línea, pues ni mi tío ni mi madre sabían conducir. Preguntó en la cantina que quedaba justo enfrente y que hacía las veces de despacho de billetes. El dueño le aseguro que en el autobús de la tarde solo habían subido tres personas en dirección a Oviedo y que ninguna se correspondía con la fisonomía del Emilio o de la Cecilia.

Bajó entonces hasta el muelle, el cual se encontraba vacío. De una garita iluminada por una bombilla desnuda salía el tibio ronroneo de una radio, y hacia allí se encaminó. Dentro, un carabinero echaba una cabezada en posición de firmes, con la espalda apoyada en la pared. Ante el carraspear de mi padre, el hombre abrió desmesuradamente los ojos apretando con las manos su fusil reglamentario. Al ver a mi progenitor, se relajó y enseguida adoptó el talante seco y distante típico del cuerpo de carabineros. No obstante, y ante la avalancha de preguntas, alcanzó a recordar haber visto esa misma tarde a una pareja que se acercaba bastante a la descripción. El carabinero había supuesto que se trataba de un tripulante y de su mujer, que regresaban al barco después de dar una vuelta por San Andrés. Si no había reconocido en ellos un rostro familiar tal vez fuera porque la mujer llevaba gafas de sol y un pañuelo que le cubría la mayor parte de la cabeza, y el hombre gabardina y sombrero. También añadió que el buque había partido tres horas antes.

—¿Cómo se llama el barco?

—El Simancas. Es de un armador de Gijón. Gumersindo Junquera. Un sobrino mío trabajó de mozo de cubierta en esa compañía hasta que se fue a una naviera extranjera que paga en dólares...

—¿Hacia dónde se dirige esa nave? —lo interrumpió mi padre.

De un cajón de la tosca mesa de pino, el carabinero extrajo un documento escrito con papel de calco.

—Aquí dice que hacia Málaga.

A la mañana siguiente, mi padre cogió un autobús que lo llevó a Oviedo y allí tomó el tren de Madrid. Pasó la noche en la misma estación de Chamartín para, a primera hora, subirse al expreso de Málaga. Cuando el Simancas entraba entre la roja y la verde del puerto de la Malagueta, mi padre llevaba un día y medio esperándolo a pie de muelle. Al poco los marineros aparejaron una escala por la que subieron y descendieron varias personas, sin que ninguna de ellas fuera ni su mujer ni su hermano. A pesar de encontrarse a primeros de mayo, en Málaga hacía un calor apabullante, con un sol que le apretaba la cabeza, la cual ya estaba a punto de estallar sin necesidad de ayuda externa. Presa de un arrebato, mi padre decidió subir a bordo y empezó a amenazar a todo aquel que le salía al paso: o le entregaban a su esposa o era capaz de desarmar el buque plancha por plancha hasta que esta apareciera. Alarmado, un tripulante lo llevó hasta el capitán, quien efectivamente le reconoció que en San Andrés habían embarcado a una pareja de familiares del contramaestre, pero que ambos habían desembarcado poco después en La Coruña, puerto a donde habían recalado para rellenar los tanques de combustible. Una parada técnica que, como de costumbre, apenas les había llevado unas horas. Dado que de San Andrés a La Coruña tan solo mediaban unas millas, el capitán había accedido al favor que le había pedido con insistencia su subalterno.

Ante la incredulidad de mi padre, el capitán hizo llamar al contramaestre, quien acabó confesando que no eran familiares suyos, si bien aseguró que con ellos había hecho una suerte de obra de caridad. Por lo visto, mi tío Emilio (a quien había conocido en un chigre de San Andrés) le había comentado tras varias botellas de sidra y otras tantas raciones de oricios que él y su mujer tenían que coger un paquebote de ultramar con destino a Australia, tierra de oportunidades donde las hubiere, y que después de pagar los billetes apenas les quedaba dinero para los gastos corrientes, por lo que todo ahorro sería bienvenido. El paquebote en cuestión hacía escala en La Coruña, lugar donde el Simancas hacía acopio de gasoil una vez al mes porque en ese puerto el combustible resultaba mucho más barato al estar exento de ciertos gravámenes. Posiblemente lo que en realidad había sucedido era que el contramaestre, un hombre de aspecto ruin y de mirada aviesa, hubiese aceptado un soborno de los fugitivos, quienes más que el ahorro de los billetes del autobús a La Coruña, lo que buscaban era salir de San Andrés sin ser reconocidos, acción que en la parada situada frente a la cantina les hubiera resultado imposible.

Siguiendo la nueva pista, mi padre se dirigió a la central de teléfonos de Málaga y desde allí inició una serie de llamadas a La Coruña a fin de recabar información sobre las fechas en las que recalaba en la ciudad un paquebote con ruta fija a Australia. Por medio de un agente de aduanas supo que el buque en cuestión se llamaba el New Hampshire, y que saliendo de Hamburgo, admitía pasajeros en Amberes, Plymouth, Brest, y finalmente en La Coruña antes de partir hacia Sídney. El New Hampshire había zarpado, precisamente, la tarde anterior.

Cómo se las habría arreglado mi tío para poner en marcha una huida a la que no le faltaba detalle resultaba irrelevante frente al hecho de que, en esos momentos, la pareja estaría navegando por el Atlántico proa al cabo de Buena Esperanza, extremo meridional del continente africano desde el cual pondrían rumbo a Australia. Gracias a una documentación donde tan solo había que cambiar el nombre de pila de un hermano por otro, no debió de haberle supuesto gran esfuerzo conseguir los visados pertinentes.

Mi padre regresó al norte bajo el total convencimiento de que viajar a La Coruña resultaría un esfuerzo baldío toda vez que el New Hampshire ya había partido. De haber sabido que el Simancas iba a realizar allí una escala corta a lo mejor habría tenido una oportunidad de recuperar a su esposa, pero el viaje a Málaga le había hecho perder un tiempo valioso, además de socavar su ánimo hasta límites en él insospechables. El otrora hombre parlanchín y dicharachero se debatía en el albero de la culpa. Se había casado con una mujer recta y discreta para que soportara su vida de tunante y, ahora, ella le devolvía el guante sin ningún recato. Quien inflige daño solo es consciente de ello cuando le pagan con la misma moneda. Según el tren avanzaba por la interminable meseta castellana, mi padre, desprendiéndose del orgullo que ampara al ofendido, llegó a la conclusión de que lo que le había sucedido no había sido un mero contratiempo del destino, sino que albergaba un especial significado en el que debía profundizar. Decidió no presentar denuncia alguna en los juzgados competentes y, menos aún, ante el consulado australiano. Su mujer debería volver a su lado por su propia iniciativa. Ese era el único y definitivo plan. Y para animarla a dar el paso, él haría que llegase a sus oídos su firme propósito de cambiar de vida, de demostrarle a ella, a su familia, a los vecinos, al mundo entero si fuera preciso, que a partir de entonces sería un hombre distinto, un hombre responsable y comprometido, capaz de sacrificarse como solo lo hacen los héroes mitológicos.

Cuando mi padre regresó por fin al pueblo, el faro llevaba cinco días sin ser encendido. La Comandancia de Marina de Gijón había enviado un telegrama a la Ayudantía de San Andrés exigiendo una explicación. El teniente de navío responsable de la misma, que conocía personalmente a mi tío Emilio y no dudaba de su profesionalidad, ya no sabía qué excusa poner. Se había acercado varias veces al faro y allí mi tía Francisca, arrullándome entre sus pechos infinitos, lo informaba de las últimas noticias que en realidad se resumían en una sola: no hay noticias.

Mi padre llegó a casa a eso de las ocho de la tarde. Sin mayor dilación subió por la escalera de caracol y cuando alcanzó el último peldaño del faro asomó la cabeza al mar. El sol estaba a punto de descalabrarse. En unos minutos las nubes se incendiaron, deflagración que dio paso al azul cobalto de la noche. Después de un impasse de introspección, el hombre se dirigió al cuadro eléctrico y accionó la secuencia de interruptores, como desde niño había visto hacer a su padre a la caída del crepúsculo. Una vez los pulsadores estuvieron en su sitio, volvió a asomarse. La inmensidad del mar, recortada ahora por los haces del faro, recobraba toda su sustancia. La imagen terminó de arrancarle de un plumazo lo poco o nada que quedaba de su carácter disoluto. Desde ese día mi padre no volvió a poner un pie por fuera de los límites del faro. Miento, sí lo hizo, en una ocasión. ¡Como para olvidarlo!

Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis

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