Читать книгу Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis - Carlos Fernández Salinas - Страница 7
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ОглавлениеTal y como era de esperar, la noticia de la fuga de los amantes corrió por el pueblo como un trueno de tormenta. A nadie se le escapaba que durante las semanas venideras San Andrés iba a estar en boca de toda la comarca, no precisamente por mor de sus virtudes sino a costa de un suceso del que se harían múltiples chascarrillos a cada cual más delirante, lo que a la larga supondría que la deshonra que había sufrido mi padre se hiciera extensible al resto de vecinos. Palabras mayores en una época en la que los asuntos de honor tenían especial trascendencia en el acervo popular. Visto así lo primero que hicieron mis paisanos fue negar la mayor. Si ellos no daban pábulo a la historia, cabía la posibilidad de que en el resto de poblaciones pasara desapercibida, una actitud tan infantil como ineficaz ante las lenguas procaces, pero con pocas más opciones contaban. Al menos el faro volvía a funcionar, lo que en parte embozaba la prueba del ultraje. Solo cabía esperar que los fugitivos recapacitaran y tras el fusilazo de la pasión regresaran con sus respectivas parejas, y aquí paz y después gloria. Tan infundada esperanza fue la que a la postre le concedió a mi padre un tiempo precioso para afianzarse en el puesto de farero, hecho a todas luces irregular desde el punto de vista administrativo, si bien peores cosas se han visto con efectos más perniciosos sobre los bolsillos de los contribuyentes.
Decía que el pueblo entero se confabuló para tender una cortina de humo, pues estaban convencidos de que conocido el talante y la hasta entonces irreprochable conducta de los protagonistas del culebrón, el conflicto se acabaría solventando sin la intervención de terceros. Ni una sola mención en los sermones dominicales de don Gabino, tan dado a comentar desde el púlpito los acontecimientos de la más rabiosa actualidad. Durante los domingos sucesivos se limitó a destacar los valores de la familia cristiana reencarnados en la institución del matrimonio, pilar de la civilización occidental. En vista de que el faro funcionaba a satisfacción de los usuarios, el ayudante de marina se sumó al tiempo de gracia en espera de que el Emilio y la Cecilia regresaran con el rabo entre las piernas.
Mi abuelo materno respiró aliviado cuando fue a visitar a mi padre y este le manifestó su firme negativa a presentar una denuncia por abandono del domicilio conyugal. Como responsable del cuartelillo de la Guardia Civil, le aseguró que en los incidentes domésticos la discreción resultaba esencial para resolver el caso. Ahora bien, al contrario que mi padre, lo que mi abuelo pretendía con ese momentáneo silencio era aplacar la inmensa vergüenza de que una persona como él, baluarte de los valores irrenunciables, hubiese entregado en santo matrimonio a una hija adúltera. Además, nadie sabía a ciencia cierta lo que en realidad había sucedido. No había cartas ni notas de despedida, por lo que todo se resumía a vagas presunciones, o eso ansiaban creer. No hay más ciego que el que no quiere ver, qué voy a decirles que ustedes no sepan. En San Andrés la consigna fue todos a una como en Fuenteovejuna, y con la excepción de mi abuela materna, como ya explicaré si tengo ocasión, todos los vecinos estaban en el ajo, desde el primero al último.
Vino entonces a acontecer un hecho decisivo para los intereses de mi padre. Sucedió a los tres o cuatro meses de la huida de su esposa, a eso de finales de septiembre, cuando hasta los más optimistas comenzaban a caerse de la burra. A ver si acierto a contarlo bien, que el suceso presenta múltiples matices. Veamos. Dentro de las funciones del farero se encontraba la recolección de datos atmosféricos. Para tal fin contaba con una rudimentaria estación meteorológica dotada de varios instrumentos de medida. Mi padre, con el prurito de un penitente, se afanaba en recabar todos los días la pluviometría, la humedad relativa, la fuerza y dirección del viento, qué clases de nubes poblaban el cielo y las octas que estas ocupaban. Por supuesto que había otras variables especialmente significativas, como la temperatura o la altura de las olas (la cual medía a ojo de buen cubero), si bien de todas ellas la más determinante era sin duda la tendencia barométrica, para lo cual mi padre trazaba unas gráficas donde quedaba recogida la evolución de la presión con el paso de las horas. Todo marino sabe que las variaciones de la presión son la huella que dejan los desplazamientos de anticiclones y borrascas. Tanto es así que los navegantes han ideado un refranero marinero con dichos tales como «barómetro que lentamente se eleva, el viento se lleva», y lindezas por el estilo.
Esa mañana, al terminar de llevar la primera lectura del día sobre la gráfica correspondiente, mi padre sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo. Volvió al barómetro y lo comprobó de nuevo por si había cometido un error de apreciación. Fue entonces cuando se percató de la gran diferencia angular que había entre la aguja del barómetro y la del puntero que marcaba la última lectura del día anterior. Mi padre salió al exterior para asomarse al mar. La visibilidad era del todo inusual, del orden de cuarenta millas. Una cenefa nacarada se elevaba por encima del horizonte, acorralándolo. El hombre se tuvo que sujetar a la barandilla para compensar el temblor de piernas. La superficie del agua era una sábana recién planchada surcada por decenas de pequeños pesqueros que a lo lejos recordaban el carapacho de un caracol. Por oriente el sol resurgía como una bola de fuego. Mi padre giró la cabeza hacia poniente. Justo en el límite del extraordinario campo de visión que le ofrecía el hecho de estar a ciento y muchos metros de altura en conjunción con unas condiciones meteorológicas excepcionales, pudo ver emerger unos cúmulos tiznados que se tragaban todo lo que les salía al paso. Aquellas nubes fuliginosas crecían por momentos, como si desde el cielo las estuvieran sazonando con levadura. A pesar de que el fenómeno acontecía de Pascuas a Ramos, mi padre supo reconocerlo de inmediato. Observó de nuevo los botes de bajura que faenaban en las inmediaciones del faro sin caer en la cuenta del peligro que se les venía encima, dado que a ras de agua la visibilidad es de solo unas millas. Eran pequeños pesqueros artesanales de cubierta corrida donde se enrolaban un cabeza de familia con algún hijo o un hermano. Mi padre sintió cómo la angustia se apoderaba de su pecho. No había tiempo que perder.
Tras bajar la escalera de caracol a trompicones se subió apresuradamente a la furgoneta, que al llevar meses sin ser arrancada no obedeció a la llave de contacto. La empujó por la pequeña pendiente que terminaba en la entrada al faro y, a poco que alcanzó velocidad, saltó sobre el asiento del conductor. Luego accionó la llave y esta vez el motor sí respondió. Mi padre realizó el recorrido a velocidad supersónica hasta que llegó a las puertas de la cofradía de pescadores. Entró en el local llamando a gritos al patrón mayor sin que este diera señales de vida. Lo encontró en un hangar adyacente, repasando unos aparejos. A esas alturas los pulmones de mi padre más que exhalar aire lo desmenuzaban.
—¡Una galerna, viene una galerna! Hay que hacer que los pesqueros regresen de inmediato —lo exhortó, al tiempo que le extendía la gráfica donde quedaban recogidas las variaciones de la presión atmosférica.
El patrón mayor tuvo que darle la vuelta al papel. Mi padre no estaba para interpretaciones sectarias.
—Créeme, Arturo, la he visto con mis propios ojos desde lo alto del faro. En unos minutos estará aquí.
El patrón le devolvió el papel con una mirada impotente.
—Difícil me lo pones. Dado que el mar estaba como un plato, esta madrugada han salido todos a faenar. No se ha quedado ni el Tato. Mientras sacamos el bote de la Sociedad de Náufragos, la galerna se nos echará encima. Cierto que también está la lancha de la Ayudantía de Marina, pero tengo miedo de que ni arranque.
Durante siglos fue costumbre en las cofradías del Cantábrico que el patrón más experimentado se situara en lo alto de un acantilado para leer las nubes. En el caso de que estas no fueran favorables, tenía acordada una serie de señales como fogatas y gallardetes de color gualda para que los pesqueros regresaran a puerto. Desgraciadamente, esa tradición había sido abandonada en favor de los servicios meteorológicos profesionales, los cuales, en aquel momento, se mostraban ineficaces para hacer frente a un suceso tan imprevisible como inmediato.
Si algo tenía mi padre era que se crecía en aquellas situaciones en las que los demás lo daban todo por perdido. Echando un vistazo alrededor del hangar, le preguntó al patrón mayor:
—¿Tienes por aquí alguna bengala?
—Ahí tienes las que quieras y más —dijo, señalando unos enormes estantes metálicos donde imprudentemente almacenaban la pirotecnia—. He de advertirte que están todas caducadas. También hay cohetes de señales y botes fumígenos. Con la humedad que hay aquí dentro dudo mucho de que prendan, y de hacerlo puede que te exploten en la mano.
Esto último mi padre no lo escuchó, pues literalmente había trepado hasta una de las baldas para examinar minuciosamente el material. Dijo:
—Avisa al ayudante de marina mientras yo voy metiendo todo esto en la furgoneta. Luego te vienes conmigo.
Tanto arrojo le insufló ánimos al patrón mayor.
—Al primer bache saltamos por los aires. Pero ¡qué carajo!
Cuando al fin regresaron a Punta Casandra, las nubes negras se habían hecho fuertes en el oeste, si bien desde las lanchas de pesca, que estaban faenando en una rebanada de sol, todavía no eran visibles. Mi padre y el patrón mayor subieron por la escalera de caracol con el corazón en la boca y cuando llegaron a lo más alto salieron al balcón que circundaba la cúspide del faro. Antes, mi padre había accionado el interruptor de la bocina de niebla con la esperanza de que los pesqueros la escucharan y, al contrastar la luminosidad del día con el anacronismo de la señal, advirtieran que algo extraño estaba sucediendo. Se le había ocurrido según regresaban en la furgoneta por la carretera escarpada que conducía al faro. Tampoco albergaba muchas esperanzas de que el ardid diera resultado. Las señales acústicas se escuchan a escasa distancia, sin olvidar que la propagación del sonido es de por sí muy caprichosa. Mi padre empuñó el vetusto catalejo que heredaban los titulares del faro cual cetro de reyes, y con él apuntó al bote más cercano. Aunque podía vislumbrar a sus dos tripulantes ocupados con las nasas, estos no parecían alterados por la irrupción de las señales de niebla en un día soleado. Tal vez pensaran que las estaban probando después de una revisión.
Mi padre volvió a mirar hacia occidente. Los cúmulos, alborotados, saltaban unos sobre los otros, propinándose zarpazos violentos. El mar recordaba un charco a los pies de un gigante indolente. El patrón mayor, que había vuelto a bajar para subir la última caja de pirotecnia, le dio a entender con un gesto de suficiencia que se les agotaba el tiempo. El sonido de la bocina de niebla, que se ubicaba a pocos metros de donde ellos se encontraban, los había dejado momentáneamente sordos, lo que impidió que discutieran los pormenores. Así que decidieron jugársela al todo o nada y comenzaron a lanzar bengalas, cohetes y demás señales, faro abajo. Mi padre, que no tenía experiencia en su manejo, se limitaba a imitar los movimientos del patrón mayor, quien como reconocería el día que se jubiló, era la primera vez que lanzaba una bengala a pesar de llevar muchos años en la pesca, pues de aquella los marinos no hacían prácticas de supervivencia, no tanto por dejadez, que también, sino porque les daba mal fario andar provocando al destino.
A ras de agua, el espectáculo debía de ser conmovedor. Ni en las fiestas del pueblo se tiraban fuegos artificiales tan vistosos, ya que al caer desde lo alto del faro las bengalas describían una trayectoria parabólica al límite de las leyes físicas. Otro tanto sucedía con los botes de humo que, tras quitarles la tapa protectora, desprendían una estela azafranada que duraba varios minutos. Por su parte, los cohetes se elevaban en dirección al mar, estallando a varios centenares de metros para quedar suspendidos en el aire igual que mariposas incandescentes. En definitiva, a ningún pesquero se le pasó por alto la inesperada función de fuegos de artificio e inmediatamente comenzaron a sospechar que algo anormal estaba sucediendo. El instinto del marino que se brega en las aguas septentrionales los obligó a mirar hacia occidente, pues es por ahí por donde se cuelan los temporales que barren la costa de oeste a este. De tal forma advirtieron cómo unas nubes caliginosas asomaban el hocico. Ninguna de ellas corría en dirección a la brisa que comenzaba a zarandear las lanchas. Eso también explicaba el porqué de aquel aire espeso que entraba en sus pulmones como un bloque de granito. Visto el panorama, los pescadores no tardaron en arrancar el motor y poner proa a San Andrés.
A mi padre y al patrón mayor se les debieron hacer eternos los minutos que mediaron hasta que comprobaron que efectivamente los botes regresaban a puerto. La perspectiva que ellos gozaban les ofrecía un escenario mucho más apremiante del que podían percibir los pesqueros, ya de por sí preocupante. La mitad del cielo se cubría de una turba de nubes inconexas que terminó por caer sobre ellos como si desde lo más alto les hubieran arrojado un tendal repleto de sotanas.
La pareja abandonó el faro y se dirigió en la furgoneta hasta el dique de abrigo de San Andrés. Para entonces los vecinos ya estaban sobre aviso y se agolpaban impacientes tras las protecciones de piedra del dique de abrigo, en espera de que sus familiares y conocidos alcanzaran la bocana. Rostros ansiosos que lanzaban los ojos al mar. El viento del suroeste, que comenzaba a aullar por encima de sus cabezas, ponía en peligro el regreso de unos botes que tenían que batirse con unas olas que reventaban en las amuras. Fueron minutos de auténtica tortura donde la incertidumbre carcomía el ánimo de unos y otros. Según se acercaban las lanchas, la costa hizo de resguardo, y aunque empezó a llover con rabia, los pesqueros fueron entrando entre la baliza roja y la verde mientras la gente se abrazaba sin contener las lágrimas. Y cuando todo parecía haber quedado en un susto, a la última lancha se le paró el motor a trescientos metros de la bocana. Se trataba del Boliche, la lancha de Ramiro y Alfredo, dos hermanos que se habían iniciado en el oficio de marineros con pantalones cortos. Habían tenido la mala suerte de quedarse al devalo cerca del temible bajo del Serrapio. Allí el mar rompía sin tapujos y no tardó en voltear a la embarcación. Los vecinos contemplaron horrorizados cómo los dos tripulantes caían al agua y se agarraban desesperados al casco volcado, el cual derivaba peligrosamente hacia las rocas de cantos afilados.
Y cuando la mayoría ya no se atrevía ni a mirar, de la bocana del puerto surgió el viejo bote que veinte años atrás había cedido la Sociedad de Náufragos a fin de organizar en San Andrés una base de rescate. Al timón iba mi padrino, el Taheño, y en la proa el ayudante de marina. Habida cuenta del escaso tiempo disponible, les había sido imposible reclutar más voluntarios. En la maniobra más vertiginosa que jamás se recuerda en San Andrés, el Taheño llevó el bote al límite de las rocas y tras aproarlo al mar con lo mínimo que le daba el motor, el ayudante de marina logró subir a bordo a los dos pescadores, a los que todos daban por perdidos. Una vez hecho esto, dando avante toda, se puso a zigzaguear sobre las olas, ora por babor ora por estribor, hasta que la lancha de rescate se alejó de las rocas a la velocidad con la que el ratón huye del gato. Fue una treta marinera que debería quedar recogida en los manuales náuticos en negrita, cursiva y doble subrayado.
Al día siguiente toda la prensa del norte de España abrió con un único titular: «Una inesperada galerna se cobra en el Cantábrico veintisiete víctimas». Ocho de ellas estaban enroladas en un pesquero vasco que una ola se tragó a la altura de Bermeo. Ni rastro de los desaparecidos. En Santander también había hecho estragos, así como en numerosos puertos asturianos. Por fortuna, en San Andrés no hubo que oficiar ni un solo funeral. Y todos sabían a quién debían agradecérselo. No me digan cómo, pero a los pocos meses mi padre era el farero oficial del faro de Punta Casandra. En los dedos de las manos llevó de por vida unas quemaduras que daba grima mirar, al igual que en la sien, justo al lado del ojo izquierdo, lo que a la postre le afectó la visión. Esta última quemadura fue consecuencia de que la primera bengala la había encendido cara al viento, por lo que las chispas le saltaron al rostro (que sirva de lección a futuros navegantes). Al menos te queda el ojo derecho, el ojo de la patria, le comentaba jocoso el Taheño, quien había sido condecorado por su meritoria maniobra.
Ya ven, en la vida, al igual que en los juegos de manos, todo se decide por un golpe de suerte. Apenas hay resquicios para la planificación. La clave radica en subirse a la ola adecuada, cerrar los ojos y como diría mi tía Francisca, si las cosas vienen torcidas, en echar la culpa a otro.