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Capítulo 1

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ESCUETA y enigmática, la carta reposaba en el tocador de Corinne Mallory. Al principio había decidido ignorar la citación que había en la misiva, pero la había detenido el nombre que la firmaba. Raffaello Orsini había estado casado con su mejor amiga, y Lindsay había estado loca por él… hasta el día de su muerte. Eso había logrado que Corinne se tragara su orgullo. Fuera cual fuera el motivo de la visita de él a Canadá, la lealtad que le guardaba a Lindsay había hecho que aceptara verse con Raffaello.

Pero en aquel momento, cuando faltaban menos de dos horas para que se viera con aquel hombre cara a cara, no estaba tan segura de haber tomado la decisión adecuada.

Miró la poca ropa que tenía en su armario y decidió que algo de color negro sería lo más adecuado. Lo combinaría con perlas ya que una cena en el Pan Pacific, el hotel más prestigioso de Vancouver, requería un toque de elegancia… aunque las perlas no fueran verdaderas y el vestido negro fuera de seda falsa.

Por lo menos sus zapatos negros llevaban grabado el emblema de un conocido diseñador, lo que suponía un recordatorio de la época en la cual había podido permitirse algunos lujos.

También era un recordatorio de Lindsay, una pequeña mujer llena de sueños que no había creído en la expresión «no puedo hacerlo».

–Compraremos un edificio destartalado en una buena zona de la ciudad –le había dicho su amiga–. Y lo convertiremos en un hotel, Corinne. Yo me encargaré de la gestión y de la decoración y tú de la cocina. Podemos hacer lo que nos propongamos. Nada nos detendrá. ¿Y si nos enamoramos y nos casamos? Tendrá que ser con hombres que compartan nuestra visión de la vida.

En aquel momento su amiga había esbozado una gran sonrisa.

–¡Y ayudaría si fueran muy, muy ricos! –había continuado–. ¿Y si no lo son? No importa porque nosotras labraremos nuestra propia suerte. Podemos hacerlo, Corinne. Sé que podemos. Lo llamaremos Hotel Bowman-Raines. Cuando cumplamos treinta años seremos famosas por nuestra hospitalidad y nuestra cocina. La gente matará para hospedarse en nuestro hotel…

Pero todo aquello había sido antes de que Lindsay fuera a Sicilia de vacaciones y se enamorara de Raffaello Orsini, que era muy, muy rico, pero que no había tenido ningún interés en absoluto en compartir los sueños de ella. En vez de ello, la había hecho suya. Y Lindsay se había olvidado de su sueño de crear un bonito hotel y se había mudado al otro extremo del mundo para convertirse en su esposa y crear una familia.

Pero la suerte en la que su amiga había creído tanto la había golpeado con ferocidad ya que con sólo veinticuatro años había enfermado de leucemia y su pequeña hija de tres años se había quedado huérfana…

Corinne parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y se aplicó máscara de pestañas.

En la planta de abajo, oyó cómo la señora Lehman, su vecina y niñera ocasional, colocaba los platos para darle de cenar a Matthew.

Al pequeño no le había hecho gracia enterarse de que su madre iba a salir.

–Odio cuando vas a trabajar –había dicho mientras le temblaba el labio inferior.

Corinne tenía que admitir que su hijo tenía razón ya que muchas veces no podía llegar para acostarlo. Frecuentemente su trabajo le exigía trabajar hasta tarde y durante las vacaciones de su pequeño. Pero no había mucho que pudiera hacer para evitarlo, no si quería tener dinero para pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa.

–No llegaré tarde y prepararé tortitas con arándanos para desayunar –le había prometido a Matthew–. Pórtate bien con la señora Lehman y no le hagas pasar un mal rato cuando te acueste.

–Quizá lo haga –advirtió el pequeño. Aunque sólo tenía cuatro años, había desarrollado un alarmante talento para el chantaje.

Mientras se ponía el vestido negro pensó que debía quedarse en casa y se sintió invadida por un sentimiento de culpa. Pero la carta que había recibido no se lo permitía. La agarró y la leyó de nuevo.

Villa di Cascata,

Sicilia,

Seis de enero, 2008.

Signora Mallory:

Estaré en Vancouver a finales de mes para atender una urgencia que se me ha presentado y de la que deseo hablar con usted en privado.

Tengo una habitación reservada en el hotel Pan Pacific y apreciaría mucho si me acompañara a cenar el viernes veintiocho de enero, fecha que espero estime conveniente. A no ser que usted me diga lo contrario, mandaré un coche a buscarla a las siete y media del citado día.

Un saludo cordial,

Raffaello Orsini.

Pero exactamente igual a la primera vez que había leído la misiva, no pudo intuir nada. No tenía ni idea de lo que se podía tratar. Oyó el jaleo que había en la cocina y supuso que Matthew le iba a dar a la señora Lehman otra noche de pesadilla.

–Será mejor que esto merezca la pena, señor Orsini –murmuró, apartando la carta.

Entonces se miró por última vez en el espejo antes de bajar a la planta de abajo para apaciguar a su pequeño, el cual no tenía ningún recuerdo de su padre y cuya madre no parecía estar ejerciendo bien de padre y madre a la vez.

Raffaello pensó que las vistas eran espectaculares. Al norte se podían divisar las montañas nevadas y casi debajo de su suite podía ver un gran yate amarrado en el puerto.

No era Sicilia, pero igualmente era fascinante sobre todo porque había sido el hogar de Lindsay. Era un lugar salvaje y sofisticado, bello e intrigante… exactamente igual a ella.

Dos años atrás, incluso sólo uno, no habría sido capaz de ir allí. El dolor todavía había sido demasiado intenso y su duelo había estado riñéndose con el enfado. Pero el tiempo tenía la capacidad de curar incluso las heridas más profundas.

–Lo haré por ti, amore mio –murmuró, mirando al cielo.

Oyó cómo las campanas de una iglesia de la ciudad daban las ocho. Corinne Mallory llegaba tarde. Impaciente por comenzar con lo que tenía que hacer aquella noche, tomó el teléfono y marcó para hablar con recepción y recordarles que debían guiar a la señorita Mallory a su habitación. Si llegaba… Lo que tenía que proponerle era algo que no podía hacerse en público.

Pasaron diez minutos más antes de que llamaran a la puerta.

Raffaello se levantó y se recordó a sí mismo que ella había sido la mejor amiga de Lindsay, pero que eso no implicaba que fuera a serlo de él. Aunque por el bien de todos lo que tenía que lograr era una cierta cordialidad.

Había visto fotografías y pensaba que sabía lo que esperar de la mujer que estaba al otro lado de la puerta. Pero ella era más delicada de lo que él había esperado. Tenía una piel muy blanca y unos ojos de un azul muy intenso.

–Signora Mallory, gracias por acceder a verme. Por favor, pase.

Corinne vaciló un momento antes de entrar en la suite.

–Creo que no me ha dado mucha opción, señor Orsini –contestó.

El acento de aquella mujer le recordó mucho a Raffaello el de Lindsay… tanto que por un momento se quedó desconcertado.

–Como tampoco esperaba que nuestra reunión se fuera a celebrar en su habitación –continuó ella–. No puedo decir que esté muy cómoda con ello.

–Mis intenciones son completamente honestas –contestó él.

Corinne le permitió agarrar su abrigo y se encogió de hombros.

–Será mejor que así sea –dijo.

–¿Le apetece beber algo antes de cenar? –preguntó Raffaello, señalando el bar de la suite.

–Tomaré un vino que sea suave, por favor.

–Así que… –comenzó a decir él, sirviéndole vino a ella y un whisky para sí mismo– hábleme de usted, signora. Sólo sé que mi difunta esposa y usted eran grandes amigas, así como que usted se ha quedado viuda y que tiene un niño pequeño.

–Pues ya es bastante más de lo que yo sé de usted, señor Orsini –contestó ella–. Y como no sé de qué trata esta reunión, preferiría que fuéramos al grano en vez de perder el tiempo contándole la historia de mi vida… historia que estoy segura no tiene el menor interés en escuchar.

Raffaello se acercó a Corinne y le dio el vaso de vino que le había servido. Entonces levantó su vaso de whisky a modo de brindis silencioso.

–Se equivoca. Por favor, comprenda que tengo una razón legítima y convincente para querer saber más de usted –aseguró.

–Está bien. Entonces comprenda que hasta que no comparta esa razón conmigo no voy a satisfacer su curiosidad. No sé cómo son las cosas en Sicilia, pero aquí ninguna mujer con un poco de sentido común accede a verse a solas con un hombre que no conoce en su habitación de hotel. Si hubiera sabido que éste era su plan, no habría venido.

Corinne dejó su vaso sobre la mesa de la suite y miró su reloj.

–Tiene exactamente cinco minutos para explicarse, señor Orsini. Después me marcho de aquí.

–Puedo ver por qué mi esposa y usted eran tan buenas amigas –comentó Raffaello–. Ella también iba directa al asunto. Era una de las muchas cualidades que yo admiraba en ella.

–Le quedan cuatro minutos y medio, señor Orsini, y ya estoy perdiendo la paciencia.

–Muy bien –dijo él, agarrando una carpeta de cuero que había dejado sobre la mesa. De ella sacó una carta–. Esto es para usted. Creo que su contenido le resultará muy claro.

Ella miró brevemente la carta, que estaba escrita a mano, y palideció.

–Es de Lindsay.

–Sí.

–¿Cómo sabe de qué trata?

–La he leído.

–¿Quién le dio el derecho? –exigió saber Corinne, sonrojándose.

–Me lo di yo mismo.

–Recuérdeme que no deje correspondencia privada cuando usted esté alrededor –dijo ella con la indignación reflejada en los ojos.

–Lea su carta, signora, y entonces le permitiré leer la mía. Tal vez cuando lo haya hecho sentirá menos hostilidad hacia mí y comprenderá mejor por qué he venido hasta aquí para conocerla.

Corinne le dirigió una última mirada dubitativa antes de centrar su atención en la carta. Al principio sujetó la hoja con firmeza, pero cuando terminó de leer le temblaba la mano.

–¿Bueno, signora?

–Esto es… ridículo. Lindsay no podía haber estado en sus cabales cuando lo escribió –contestó ella con la impresión reflejada en los ojos.

–Mi esposa estuvo lúcida hasta el final. La enfermedad dañó su cuerpo, no su mente –dijo Raffaello, acercándole su propia carta–. Aquí está lo que me pidió a mí. Ambas cartas fueron escritas el mismo día. La mía es una copia de la original. Si lo desea, puede quedársela para leerla con más calma.

A regañadientes, Corinne tomó la segunda carta, la leyó rápidamente y se la devolvió a él.

–Me cuesta creer que Lindsay sabía lo que estaba pidiendo –dijo, incrédula.

–Analizándolo fríamente tiene cierto sentido.

–No, para mí no –respondió ella rotundamente–. Y no puedo creer que para usted lo tenga, de lo contrario me las hubiera enseñado antes. Estas cartas fueron escritas hace más de tres años. ¿Por qué ha esperado hasta ahora para enseñármelas?

–Yo mismo las descubrí por accidente hace pocas semanas. Lindsay las había metido dentro de un álbum de fotografías y tengo que admitir que cuando las leí por primera vez mi reacción fue muy parecida a la de usted.

–Espero que no esté queriendo decir que ahora está de acuerdo con los deseos de Lindsay.

–Por lo menos requieren que los consideremos.

Corinne Mallory tomó su vaso de vino.

–Finalmente quizá vaya a necesitar algo más fuerte que esto.

–Comprendo que acostumbrarse a la idea requiere tiempo, signora Mallory, pero espero que no la desestime sin pensarlo. Desde un punto de vista práctico, un acuerdo como ése tiene muchas cosas buenas.

–No tengo intención de ofenderle, señor Orsini, pero si realmente cree eso, no puedo evitar pensar que está un poco loco.

–No tiene razón… y pretendo convencerla de ello durante la cena –aseguró él, sonriendo.

–Después de leer estas cartas, no sé si cenar con usted es tan buena idea.

–¿Por qué no? ¿Tiene miedo de que le haga cambiar de idea?

–No –contestó Corinne, completamente convencida.

–¿Entonces cuál es el problema? Si al final de la cena usted sigue pensando lo mismo, no trataré de persuadirla. Yo también tengo dudas y no estoy convencido de la viabilidad de las peticiones de mi esposa. Pero en honor a su memoria, lo menos que puedo hacer es intentarlo. Ella no esperaría menos de mí… ni, me atrevo a señalar, de usted.

–Está bien –concedió Corinne Mallory tras unos segundos–. Está bien, me quedaré… por Lindsay, porque esto significaba tanto para ella. Pero, por favor, no albergue ninguna ilusión de que cumpliré sus deseos.

Raffaello levantó su vaso de nuevo.

–Por Lindsay –concedió, señalando el comedor de la suite al oír que llamaban a la puerta–. Ésa será nuestra cena. Pedí que la sirvieran aquí. Ahora que usted conoce el asunto a tratar, seguro que estará de acuerdo en que no es algo que deba discutirse en público.

–Supongo que tiene razón –contestó ella, mirando a su alrededor–. ¿Hay algún lugar donde pueda refrescarme antes de sentarnos a cenar?

–Desde luego –respondió él, indicándole el cuarto de baño de invitados–. Tómese su tiempo, signora. Supongo que el chef y su personal necesitarán unos minutos para prepararlo todo.

¡Corinne necesitaba mucho más que unos minutos para recomponerse! Cerró la puerta del cuarto de baño y se miró en el espejo. Ruborizada, vio que tenía los ojos brillantes. Estaba muy alterada y lo había estado desde que había llegado a aquella suite y había conocido al hombre más guapo que jamás había visto.

Lindsay le había mandado fotografías de la boda, pero hacía muchos años de aquello. En realidad ninguna cámara podía captar el magnetismo sexual que desprendía aquel hombre…

Raffaello tenía la piel aceitunada, un brillante pelo oscuro y era muy alto y fuerte. Poseía una boca muy sensual y unos ojos grises en los cuales perderse…

Pensó que si no hubiera reconocido la letra de Lindsay jamás habría creído que aquellas cartas eran auténticas. Sacó la que estaba dirigida a ella y la leyó de nuevo.

Doce de junio, 2005

Querida Corinne.

Esperaba poder volver a verte una vez más y que pudiéramos hablar… de la manera en la que siempre solíamos hacer, siendo muy sinceras. También esperaba poder estar con Elisabetta para celebrar su tercer cumpleaños. Pero ahora sé que no voy a estar aquí para hacer ninguna de esas dos cosas y que tengo muy poco tiempo para dejar todo arreglado. Y por eso me he visto forzada a escribirte esta carta, algo que nunca fue uno de mis puntos fuertes.

Corinne, llevas viuda casi un año y yo sé mejor que nadie lo duro que ha sido para ti. Yo estoy aprendiendo de primera mano lo terrible que el sufrimiento puede llegar a ser. Pero tener problemas económicos que sumar al dolor, como tú continúas teniendo, es más de lo que nadie debería soportar. Por lo menos yo no tengo que preocuparme por el dinero. Pero el dinero no puede comprar la salud ni puede compensar a un niño la pérdida de un progenitor, algo que tanto tu hijo como mi hija tienen que soportar. Y eso me lleva al asunto que quiero tratar.

Todos los niños se merecen tener dos padres, Corinne. Una madre que les dé un beso cuando se hagan daño y que enseñe a una hija a convertirse en mujer y a un hijo a ser sensible. También merecen un padre que les defienda de un mundo que puede llegar a ser muy cruel.

He sido muy feliz con Raffaello. Es un hombre estupendo, un magnífico modelo en el que un niño pequeño que crece sin padre puede fijarse. Él sería magnífico para tu Matthew. Y si yo no puedo estar ahí para mi Elisabetta, no puedo pensar en nadie que quisiera que ocupara mi lugar que no seas tú, Corinne.

Te he querido casi desde el día que nos conocimos en segundo grado. Eres mi hermana del alma. Así que te estoy pidiendo que, por favor, consideres mi último deseo, que es que Raffaello y tú unáis fuerzas…y sí, me refiero a que os caséis… y que juntos llenéis los espacios que han quedado vacíos en las vidas de nuestros hijos.

Ambos tenéis mucho que aportar a un acuerdo como ése y también mucho que ganar. Pero hay otra razón que no es tan desinteresada. Elisabetta es demasiado pequeña para mantener recuerdos de mí… y odio que sea así. Raffaello lo hará lo mejor que pueda para mantenerme viva en su corazón, pero nadie me conoce tan bien como tú. Sólo tú, amiga mía, le podrás contar cómo era yo de niña y de joven. Sólo tú le podrás hablar de la primera vez que me enamoré, de la primera vez que me rompieron el corazón y de mi primer beso, de mi libro, canción y película favoritos y de tantas cosas más de las que ahora no tengo tiempo de escribir.

Es suficiente decir que tú y yo compartimos una historia muy larga y que jamás hemos guardado secretos entre nosotras. Tener la posibilidad de recurrir a ti sería estupendo para ella.

Te confiaría mi vida, Corinne, pero ahora ya no vale nada, así que te estoy confiando la de mi hija. Deseo vivir con todas mis fuerzas y tengo muchísimo miedo de morir, pero creo que podría afrontarlo más fácilmente si supiera que Raffaello y tú…

La carta terminaba de aquella manera, como si a Lindsay se le hubieran terminado las fuerzas para continuar escribiendo. O quizá había tenido la visión borrosa por las lágrimas, lágrimas que habían dejado manchas acuosas en el papel… manchas que se estaban haciendo incluso más grandes por las lágrimas que la propia Corinne estaba derramando en aquel momento.

Desesperada porque Raffaello no la oyera llorar, tiró de la cadena y se secó la cara con unos pañuelos.

–Oh, Lindsay… sabes que haría lo que fuera por ti… lo que fuera. Aparte de esto.

En Sicilia con amor

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