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Capítulo 4

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UNA VEZ que subió a la planta de arriba, Corinne se encerró en su habitación y, temblando, se echó sobre la cama. La impresión de haber encontrado a Raffaello Orsini en su puerta la había dejado sin facultades. ¿Cómo si no podría justificar haberle dicho que estaba dispuesta a casarse con él?

Haber accedido a aquella propuesta había sido una locura, pero haber solicitado un mensajero para que le llevara la respuesta había sido incluso peor. Pero durante todo ese tiempo había tenido la esperanza de que antes de darle la carta al mensajero entraría en razón. O que Raffaello Orsini recuperaría la cordura y retiraría su oferta antes de que nadie saliera herido.

Pero que él hubiera aparecido en su puerta y no le hubiera dejado ninguna opción más que decirle a la cara su respuesta era chantaje emocional. Como también lo era el hecho de que Raffaello era tan guapo como recordaba de su primera cita. No se podía esperar que ninguna mujer actuara racionalmente si se la enfrentaba con un espécimen de tanta belleza masculina.

Oyó cómo Matthew se revolvía en la cama en la habitación de al lado. Se levantó apresuradamente y se cambió de ropa. Se puso unos pantalones negros, una camisa blanca y unos zapatos planos del mismo color que los pantalones. Se quitó la coleta y se peinó hasta que logró un cierto estilo. Al mirarse en el espejo se percató de que tenía un aspecto muy triste, por lo que se puso unos pendientes de aro rojos, se aplicó brillo en los labios y colorete en sus pálidas mejillas.

Sintió cómo su hijo le daba una patada a la pared, señal de que se estaba inquietando ante su reclusión.

–Tenemos compañía, cariño –le dijo al pequeño al entrar en su dormitorio. Le puso unos pantalones vaqueros limpios–. Compórtate bien, ¿sí?

A continuación tomó de la mano a su hijo y ambos bajaron a la planta de abajo para que él conociera al hombre que quizá se iba a convertir en su padrastro.

Raffaello Orsini estaba leyendo el periódico que había en la cocina, pero lo dejó a un lado al verlos entrar.

–Éste es mi hijo –dijo Corinne–. Saluda al señor Orsini, Matthew.

Durante un momento ella pensó que el niño no iba a decir nada, pero finalmente Matthew se separó de sus piernas y habló.

–Hola –fue todo lo que dijo.

Raffaello se agachó y le estrechó la mano.

–Ciao, Matthew. Es un placer conocerte.

–¿Sabes qué? Tengo una colección de trenes –comentó el pequeño, a quien claramente le gustó aquella interacción masculina.

–¿De verdad? –contestó Raffaello–. ¿Me la enseñas?

–Está bien.

Apoyada en la mesa de la cocina, Corinne observó cómo sacaron la colección de trenes de la caja de juguetes y cómo comenzaron a hablar de cuál sería la mejor manera de construir la vía férrea. Se preguntó qué tendrían los trenes para cautivar a los hombres y a los niños pequeños. El traje que llevaba puesto Raffaello Orsini seguramente costaba más de lo que ella ganaba en seis meses, pero a él no pareció importarle echarse sobre su vieja alfombra para poder construir la vía férrea junto al pequeño.

–¿Cuántos años tienes, Matthew? –le preguntó al niño.

–Cuatro –contestó el pequeño, levantando cuatro dedos al aire–. ¿Y tú cuántos años tienes?

–Treinta y cinco –contestó Raffaello, ajustando una de las vías–. Soy muy mayor.

–¿Eres mi nuevo papi? –preguntó entonces Matthew.

–Todavía no –respondió el señor Orsini, dirigiéndole a Corinne una divertida mirada–. No.

Consternada, ella se percató de que debía haber previsto algo así. Frecuentemente Matthew preguntaba por qué él no tenía papi como los otros niños que veían en el parque y, aunque ella le había explicado que Joe había muerto cuando él todavía era un bebé, su hijo no había comprendido por qué ella no podía simplemente salir y comprarle uno nuevo.

–Me gustan los caballos –dijo Matthew, ignorando la tensión que se había creado.

–A mí también –respondió Raffaello–. ¿Cuáles te gustan más?

–Los marrones.

–Una elección muy buena.

–Y los negros.

–¿Grandes o pequeños?

–Grandes.

–A mí también –concedió Raffaello, levantando su palma para chocar los cinco.

Matthew sonrió y chocó los cinco con gran entusiasmo. Corinne soltó el aire que había estado conteniendo y tuvo que reconocer que estaba muy aliviada ante el hecho de que ambos se llevaran tan bien. Deseaba con todas sus fuerzas que alguien viera a su hijo de una manera positiva.

Sobre la cabeza de Matthew, Raffaello le dirigió una intensa mirada.

–Parece que tu chico y yo nos llevamos muy bien. Es algo para celebrar, ¿no te parece?

–Supongo que sí –contestó ella, ruborizada–. Se está haciendo un poco tarde para tomar el té. ¿Querrías… acompañarnos a cenar?

–Tengo una idea mejor –respondió él, alborotando el pelo de Matthew al levantarse–. ¿Por qué no os invito yo a cenar fuera?

–Oh, creo que no, gracias. No hay muchos restaurantes agradables en este barrio, sólo lugares para familias.

–Pero a mí me gustan esos lugares, Corinne.

–Me estoy refiriendo a restaurantes con sillas altas para niños, cartas con comida apetecible para los pequeños y manteles de papel para colorear –explicó Corinne.

–Pero también pueden cenar allí hombres y mujeres, ¿verdad?

–Bueno, los padres de los niños desde luego.

–Entonces tú y yo estamos autorizados, ¿no es así?

Corinne pensó que él siempre tenía respuesta para todo.

–Está bien –concedió–. Pero luego no digas que no te advertí.

Fueron a un lugar que estaba lo suficientemente lejos como para que tuvieran que ir en la limusina que él había dejado esperando a las puertas del complejo residencial. Matthew estaba emocionado, fascinado al ver al chófer con su uniforme y la sillita de cuero para niños del vehículo. Quiso saberlo todo sobre los canales de televisión que tenía la limusina.

–Está interesado en esta nueva experiencia –dijo Raffaello cuando Corinne se disculpó por la cantidad de preguntas que estaba haciendo su hijo–. Me parecería extraño si no lo estuviera.

Una vez sentados en el restaurante, ella miró a su alrededor. Todo estaba diseñado para atraer a los niños, desde la carta hasta los platos. Se les acercó una cariñosa camarera.

–¿Qué vais a tomar?

–Alitas de pollo para mi hijo, sin salsa, por favor –contestó Corinne.

–¿Y tú qué vas a tomar, Corinne? –preguntó Raffaello.

–No me he decidido todavía –murmuró ella, fingiendo estudiar la carta.

–¿Qué nos recomienda, signora? –le preguntó entonces Raffaello a la camarera.

–Las hamburguesas –contestó la mujer sin vacilar–. Sencillas, con queso, con champiñones, con beicon o con cualquier otra combinación. Son las mejores de la ciudad.

–Entonces eso es lo que yo tomaré. Una hamburguesa con champiñones.

–¿Quieres café para acompañar, cariño?

–Sí, per favore –contestó él.

–Eso es italiano, ¿verdad? Lo reconozco por esa película tan antigua de Marlon Brando, El Padrino –comentó la camarera–. ¿No serás parte de la mafia, verdad?

–No que yo sepa –respondió él, sonriendo de manera encantadora.

–Yo tomaré lo mismo que mi amigo –terció Corinne–. Y un vaso de zumo de manzana para mi hijo.

Hasta que llegó la comida, que gracias a Dios no tardó mucho, Raffaello entretuvo a Matthew ayudándolo a colorear su mantel de papel y a la vez habló con Corinne. Pero ella no contribuyó mucho a la conversación; todavía estaba demasiado nerviosa.

No había esperado que la noche fuera a desarrollarse de aquella manera, pero suponía que podía haber sido peor. Matthew estaba contento y comía al mismo tiempo que pintaba su mantel. Y, a pesar de sus dudas, Raffaello parecía estar muy cómodo.

Se preguntó cómo podía un hombre italiano tan sofisticado como él disfrutar de la experiencia de comer patatas fritas con ketchup… y cómo podía ella plantearse casarse con él. También se planteó que pronto Matthew se cansaría de portarse tan bien y comenzaría a protestar. Incluso en ese momento ya estaba retorciéndose en la silla y pidiendo que le dejaran levantarse.

–Ya se ha hartado de este lugar –comentó Raffaello al percatarse de ello.

–Me temo que sí.

–Entonces como ya hemos terminado de comer, nos marcharemos.

Rápidamente Raffaello pagó la cuenta y les guió bajo la lluvia a la limusina que les esperaba fuera.

–Este tiempo… –gruñó, ayudando a Corinne a subir al vehículo– no es civilizado.

Ella casi le responde que seguramente pensaba que ellos tampoco lo eran al ver cómo Matthew gritó cuando no le permitieron pasar por encima de la mampara que dividía la zona del conductor de la de los pasajeros. El pequeño puso sus pegajosos dedos por todo el cristal.

–Lo siento tanto, Raffaello –se disculpó ella tras lograr calmar al pequeño rebelde.

Pero pareció que aquello no alteró a Raffaello.

–Relájate, Corinne. No ha pasado nada grave.

–No me puedo relajar –admitió ella–. Quiero que te guste mi hijo.

–¿Qué hay en él que no me pueda gustar? Simplemente tiene una curiosidad de niño del mundo que le rodea. Me sorprendería si no fuera así.

Pero cuando llegaron a la casa de ellos, el comportamiento de Raffaello la desconcertó. Aunque les acompañó a la puerta principal y llevó a Matthew en brazos ya que el pequeño se negó a andar la corta distancia que había entre la limusina y la casa, se negó a entrar y rechazó el ofrecimiento de ella de probar la tarta.

–Grazie, pero no –dijo–. Tengo demasiadas cosas que hacer antes de regresar a Sicilia.

Entonces, tras darle un beso en ambas mejillas, se apresuró a marcharse.

Confundida, ella se preguntó cómo estaban las cosas en aquel momento, si la propuesta de matrimonio seguía en pie o no. Se planteó que quizá había fallado alguna prueba silenciosa que le había puesto él. Tal vez había mostrado que no era muy adecuada para ser su esposa ni para ser una madre sustituta para su hija.

Raffaello no se puso en contacto con ella ni al día siguiente ni al siguiente a éste. Sin estar segura de si sentirse insultada o aliviada, Corinne hizo todo lo que pudo para apartarlo de su mente. En realidad, toda la idea del matrimonio era absurda y se alegró de que él se hubiera dado cuenta de ello antes de que dieran otro paso más. Y si se sentía un poco decepcionada era por la leve atracción que había sentido hacia Raffaello.

Hacía mucho tiempo que no le había interesado ningún hombre. Aparentemente demasiado tiempo. Si no, ¿por qué le estaba costado tanto apartarlo de sus pensamientos?

Entonces, cuando finalmente había aceptado el hecho de que no volvería a verlo nunca más, él volvió a entrar en su vida una tormentosa tarde de enero, tres días después de su primera visita. Por lo menos en aquella ocasión la telefoneó primero para que estuviera preparada cuando fuera a su casa, lo que hizo bastante tarde.

–Ciao, otra vez –dijo al llegar, dándole dos besos en las mejillas–. He traído esto para después.

«Esto» era una botella de champán.

–¿Por qué?

–Para sellar nuestro contrato y celebrar nuestro próximo matrimonio.

Logrando contener la perturbadora emoción que le causó oír aquello, Corinne se sinceró con él.

–Pensé que te habías echado para atrás, que lo habías pensado mejor y que habías regresado a Sicilia.

–¿Sin tu hijo y sin ti? –respondió Raffaello, que parecía perplejo–. ¿No habíamos llegado a un acuerdo?

–Sí, pero…

–¿Entonces por qué supusiste que yo había cambiado de idea?

–Seguramente por la manera en la que dejaste las cosas en el aire tras tu última visita. Por la manera en la que te marchaste; dijiste que tenías asuntos de los que ocuparte. Me diste la impresión de que nosotros ya no formábamos parte de tus planes.

–He estado ocupado encargándome de que un abogado redactara los términos de nuestro acuerdo y arreglándolo todo para que seáis debidamente recibidos en mi casa.

–Así que después de todo has decidido protegerte con un contrato prematrimonial.

–No –contestó él, que la siguió hasta el salón. Una vez allí sacó un documento y lo puso sobre la mesa–. Decidí que debía protegeros tanto a ti como a tu hijo por si enviudas una segunda vez. Si no me crees, míralo tú misma.

–Ya veo –comentó ella, tragando saliva.

–Espero que así sea –dijo él, mirándola fijamente–. Quizá nuestro matrimonio no sea uno convencional… pero aun así requiere que ambos pongamos en él nuestra confianza si queremos que tenga éxito. Yo no soy un hombre que incumpla mi palabra y, aunque te parezca que me faltan otras muchas cualidades, puedes confiar en eso.

Lo tranquilo y directo que fue Raffaello hizo que ella se sintiera tonta y avergonzada. No todo el mundo era tan irresponsable con la verdad como su difunto marido.

–Te creo, Raffaello –contestó–. Y por todo lo que Lindsay me dijo acerca de ti, también sé que puedo confiar en ti. No contemplaría la posibilidad de poner el futuro de Matthew en tus manos si no lo hiciera. Es sólo que, cuando se trata de él, soy… débil. Quiero lo mejor para mi hijo.

–Ésa es la manera en la que actúan todas las buenas madres.

–Me gustaría pensar que así es, pero últimamente no lo he estado haciendo muy bien. La noche que nos conocimos dijiste que nuestros hijos son inocentes y que se merecen lo mejor que podamos darles. Cuanto más pensé en ello más me di cuenta de que tenías razón. No es la única razón por la que cambié de idea sobre nuestro acuerdo, pero es la que tuvo mayor importancia.

–¿Entonces por qué has perdido repentinamente la confianza en mí?

–Porque cuando mi marido murió y yo me encontré sola y con un bebé, me dije a mí misma que no debía confiar en nadie más ya que la única persona de la que podía depender era de mí. Decidí que desde ese momento en adelante íbamos a estar sólo mi hijo y yo y que jamás haría nada que arriesgara su felicidad o seguridad. Entonces apareciste tú y casi de repente todo eso no tenía sentido. Pero tras lo que pareció un principio prometedor, no tuve noticias de ti durante dos días y me impresiona lo cerca que he estado de romper mi promesa y de poner en peligro el futuro de Matthew.

–Siento si te he causado una preocupación innecesaria. No era mi intención –aseguró Raffaello, acercándose a ella. Le tomó las manos con firmeza–. Sea lo que sea lo que depare el futuro, te doy mi palabra de que ni tu hijo ni tú sufriréis como resultado de este matrimonio.

Las manos de él estaban frías, pero aun así aquella caricia inundó el cuerpo de Corinne de calidez. No podía recordar la última vez que se había sentido tan segura.

–Yo haré todo lo que pueda para asegurar que no te arrepientes de haber hecho esa promesa.

–Entonces tenemos un acuerdo, ¿no es así?

–Así es.

Corinne había esperado que en aquel momento él le soltara las manos y que abriera la botella de champán… pero no lo hizo. En vez de ello la acercó hacia sí y posó los labios sobre los suyos en un beso tan fugaz que ella se preguntó si lo había imaginado. Pero la explosión de calor que sintió en una zona casi olvidada bajo su cintura le aseguraba lo contrario.

Impresionada, se apartó de él.

–¿Qué es lo próximo?

–Por ahora… –contestó él– sugiero que leas el contrato. Entonces, si es de tu agrado, ambos lo firmaremos y brindaremos por nuestra aventura conjunta.

–No tengo que leerlo. Ya te lo he dicho, confío en ti.

–No puedo estar de acuerdo con eso. Jamás debes firmar nada, por no hablar de un documento legal, sin haberlo leído –contestó él, señalando con la cabeza el documento que reposaba sobre la mesa–. Adelante, Corinne. Es claro y conciso. Dudo que vayas a tener ninguna dificultad en comprenderlo, pero si tienes alguna preocupación éste es el momento para hablar.

Raffaello tenía razón y ella leyó el contrato, que era muy específico. Corinne accedía a vivir con él en Sicilia lo antes posible una vez el acuerdo estuviera firmado.

Ambos compartirían las responsabilidades paternales tanto de la hija de él como del hijo de ella.

Si Raffaello fallecía antes que ella, Corinne heredaría la mitad del patrimonio de él, mientras que la otra mitad le correspondería a Elisabetta. Si era Corinne la que fallecía antes que su marido, sería Matthew el que heredaría su parte de la herencia.

Si alguno de los dos fallecía antes de que sus hijos alcanzaran la mayoría de edad, el que sobreviviera se ocuparía del cuidado de los dos menores.

Si ambos fallecían antes de que sus hijos alcanzaran la mayoría de edad, un tutor, que debían elegir entre ambos, sería el encargado de administrar los fondos y de encargarse de la tutela legal de los pequeños.

–¿Qué te parece? –quiso saber él cuando ella dejó de leer.

–Estoy impresionada ante tu generosidad. Si tengo alguna reserva ante todo esto es que yo no estoy aportando suficientes cosas al acuerdo.

–Estás satisfaciendo los últimos deseos de mi esposa. Eso es suficiente para satisfacerme a mí.

A Corinne le bajó el ánimo oír que él seguía refiriéndose a Lindsay como «mi esposa» y se preguntó cómo se iría a referir a ella cuando se casaran. Mientras firmaba el acuerdo pensó que quizá la fuera a llamar «mi cónyuge sustituto» o «mi esposa suplente».

–Ahora que ya hemos arreglado los negocios, podemos celebrarlo –dijo entonces Raffaello, descorchando la botella de champán–. ¿Dónde guardas las copas, Corinne?

Afortunadamente ella tenía un par de copas, aunque no eran muy finas ni elegantes. Pero si él se percataba de ello era lo suficientemente educado como para no comentar nada.

–¡Por el futuro! –brindó Raffaello.

–Y por nuestros hijos. En realidad esto versa sobre ellos –comentó Corinne, indicándole que se sentara en el sofá–. ¿Y ahora qué?

–Mañana obtendré una licencia de matrimonio. Nos casaremos tan pronto como podamos, lo que seguramente será esta semana.

–¡No seas ridículo! –exclamó ella–. ¡En una semana no tendré tiempo para nada! Tengo que cerrar mi negocio, hacer las maletas, hablar con mi casero…

–Eso son sólo detalles, Corinne. Ahora que ya has tomado tu decisión, todo lo que debes hacer es decidir qué cosas quieres llevar contigo a Sicilia. Yo me encargaré del resto.

–Pero…

–Y estoy seguro de que comprenderás que no quiero estar alejado de Elisabetta durante más tiempo del necesario.

–Sí claro, desde luego –contestó Corinne, consciente de que si la situación fuera a la inversa ella estaría deseando volver con Matthew.

Pero aun así le parecía imposible hacer lo que proponía Raffaello en sólo un par de días.

–Confía en mí, cara mía –pidió él, acariciándole la mejilla.

–Lo hago –dijo ella, sorprendida al percatarse de que era cierto–. Simplemente no estoy acostumbrada a que se ocupen de mí, eso es todo.

–Pues acostúmbrate ya que ése será mi regalo de boda –ordenó Raffaello–. Estás frunciendo el ceño, ¿dudas de mi palabra?

–No. Simplemente me acabo de dar cuenta de algo que hemos pasado por alto. Matthew iba a comenzar el colegio en septiembre, pero no podrá hacerlo en Sicilia ya que no conoce el idioma.

–Te preocupas por nada, querida. Elisabetta tiene una institutriz que le enseña en inglés aparte de en italiano. Matthew encajará a la perfección y para navidades ya hablará italiano con fluidez. ¿Hay algún otro problema por el que creas que debemos retrasar la boda?

–No –contestó ella–. Nada.

Las cosas ocurrieron con mucha rapidez después de aquella conversación ya que, como Corinne aprendió a toda prisa, Raffaello no era un hombre que dejara que los obstáculos se interpusieran en su camino. En muy poco tiempo arregló la situación con su casero, pagó sus deudas y envió un equipo de mudanzas para que embalaran las pertenencias de Matthew y de ella. También lo dispuso todo para que su empresa de catering pasara a ser propiedad de tres mujeres que habían trabajado para ella y que querían hacerse cargo del negocio. Lo único que no consiguió fueron pasaportes para su hijo y para ella… pero eso fue porque Corinne los había conseguido ella misma hacía dos años, cuando había viajado a México.

Por consiguiente, diez días después de haber conocido a Raffaello, Corinne estaba frente a un juez y se convirtió en la señora Orsini. Ese mismo día por la tarde, acompañada de su recién estrenado esposo y de su hijo, embarcó en un avión de la compañía Air Canada con destino a Roma. Allí comenzaba su nueva vida.

En Sicilia con amor

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