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Capítulo 3

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CORINNE le dirigió una funesta mirada y trató de devolverle el sobre, pero éste se abrió y su contenido cayó por el asiento. Cuando hubo tomado todas las fotografías la puerta de la limusina ya se había cerrado y el chófer ya había arrancado.

Metió el sobre con las fotografías en su bolso ya que solamente porque Raffaello le había dicho que debía aceptarlas no significaba que tenía que mirarlas. Pretendía devolvérselas por correo al día siguiente, junto con su negativa a la propuesta de él.

Cuando por fin el chófer aparcó la limusina frente al complejo residencial en el cual vivía, se sintió embargada por una sensación de alivio. Aquello era su hogar y lo que a ella más le importaba en el mundo estaba bajo el techo de su casa. Bajó del vehículo y se apresuró hacia la puerta de entrada de su casa. Pero cuando entró, se percató de que todo estaba demasiado silencioso. Normalmente la señora Lehman veía la televisión en el saloncito que había junto a la cocina. Pero aquella noche salió a su encuentro en el vestíbulo. Llevaba las llaves en la mano, como si no pudiera esperar para marcharse. Aquello en sí ya era extraño, pero lo que consternó a Corinne fue la sangre seca y el moretón que tenía la niñera en el pómulo, justo debajo del ojo izquierdo.

–¡Cielo santo, señora Lehman! –exclamó, dejando caer su bolso al suelo y acercándose a ella–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde están sus gafas? ¿Se ha caído?

–No, querida –contestó la mujer sin mirar a Corinne a los ojos–. Mis gafas se han roto.

–¿Cómo? ¡Oh…! –exclamó Corinne, sintiendo una horrible premonición–. ¡Por favor, dígame que Matthew no es el responsable!

–Bueno, sí, me temo que sí que lo es. Discutimos un poco acerca de la hora en la que debía acostarse y… me tiró uno de sus camiones de juguete. No ha sido hasta después de las diez cuando por fin se ha calmado.

Corinne se sintió físicamente enferma. No podía creer el comportamiento de su hijo con aquella dulce mujer.

–No sé qué decir, señora Lehman. Una disculpa no es suficiente –dijo, acercándose a examinar el corte que tenía la niñera. No parecía profundo, pero le debía doler–. ¿Hay algo que pueda darle? ¿Hielo, quizá?

–No, querida, gracias. Simplemente me gustaría irme a la cama, si no te importa.

–Entonces vamos, la acompañaré a su casa –tomándola del brazo, Corinne la guió hacia la puerta.

–No te molestes, Corinne. Está aquí al lado, puedo ir yo sola.

Pero Corinne la acompañó igualmente. Había escarcha por el camino y no quería correr el riesgo de que la pobre mujer se cayera y se rompiera una cadera.

–Mañana Matthew y yo iremos a verla… después de que yo haya hablado con él –dijo.

Aquella noche apenas pudo dormir debido a la preocupación. No paró de preguntarse si la herida de la señora Lehman sería más seria de lo que parecía. La mujer tenía setenta y tantos años y a esa edad…

Entonces se centró en la causa subyacente de tanta angustia. Se preguntó qué le estaba ocurriendo a su hijo, por qué tenía tan mal comportamiento. Ella misma había tenido algunos altercados con el pequeño similares al que aquella noche había sufrido la señora Lehman.

Finalmente, más o menos a las cuatro de la madrugada, se quedó dormida. Pero no fue un sueño tranquilo, sino que tuvo muchas pesadillas.

Se despertó justo después de las ocho con el pulso acelerado. Vio que su hijo se había metido en la cama con ella y que estaba dormido y acurrucado a su lado. Era la imagen de la inocencia y sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

Quería a su hijo más que a su propia vida. A veces pensaba que lo quería demasiado para poder mantener la disciplina. Cuando las cosas marchaban mal, como había ocurrido la noche anterior, la responsabilidad de ser madre y padre a la vez le pesaba en la conciencia. Pero sabía que, aunque hubiera vivido, Joe no habría compartido con ella esa responsabilidad.

Se levantó de la cama, se duchó y se vistió con unos cómodos pantalones de lana y una camiseta. Entonces bajó a la cocina para preparar el desayuno. Se preguntó si debía prepararle a su hijo unas tortitas tal y como le había prometido o si ello implicaría que estaba aprobando su mala conducta.

Todavía estaba planteándose qué hacer cuando Matthew apareció en la cocina y se subió al taburete que había junto a la mesa del desayuno. Tenía el pelo alborotado y las marcas de las sábanas en un lado de la cara. Al mirarlo, a Corinne se le derritió el corazón.

Mientras le servía un vaso de zumo se dijo a sí misma que le prepararía tortitas, pero sin arándanos. Ella necesitaba una taza de café muy fuerte ya que le hacía falta mucha cafeína para afrontar el día que tenía por delante.

Durante la noche el cielo se había encapotado y la humedad se colaba en la casa. Oyó cómo en la casa de sus vecinos la señora Shaw le gritaba a su marido que bajara a desayunar antes de que lo que le había preparado se enfriara. En su propia cocina, un adormilado Matthew comenzó a comerse las tortitas y a mancharse de sirope por todas partes.

Ella esperó a que su hijo terminara de desayunar antes de tratar el tema de lo que había ocurrido la noche anterior. Como esperaba, la conversación no fue muy bien.

–No tengo que hacerlo –contestó el niño cuando su madre le dijo que debía obedecer a la señora Lehman–. Ella no es mi madre. Es tonta –añadió, bajándose del taburete–. Ahora me voy a jugar con mis trenes y caballos.

Rápidamente, Corinne le impidió salir de la cocina y le llevó de nuevo al taburete.

–No vas a hacerlo, jovencito. Vas a escucharme y una vez te hayas vestido vamos a ir a ver a la señora Lehman para que le digas que sientes haberle hecho daño.

–No –contestó Matthew–. Tú también eres tonta.

Ya eran casi las nueve. Cuando fue a llevar a su hijo a su dormitorio, el pequeño se tiró al suelo y comenzó a llorar. Todavía estaba gritando cuando sonó el timbre de la puerta. Corinne se dirigió a abrir y vio que había sido la señora Lehman quien había llamado. Tenía el ojo muy hinchado y un gran moretón.

–No, querida, no voy a pasar, gracias –contestó su vecina ante la invitación de Corinne–. Voy a quedarme en casa de mi hija, la que está casada, para ayudarla con el nuevo bebé. Llegará en cualquier momento para buscarme.

–¡Qué bien! –dijo Corinne, a quien le costaba mirar a la mujer a la cara–. Pero debería simplemente haber telefoneado, en vez de haber salido con este tiempo. Y si está preocupada porque no va a poder cuidar a Matthew, por favor, no se inquiete. El negocio nunca va muy bien en enero y estoy segura de que puedo…

–Sí, bueno, acerca de eso. Me temo que no voy a cuidarlo nunca más, querida, porque no voy a vivir aquí durante mucho más tiempo. Mi hija y su marido me han estado insistiendo desde hace mucho para que me vaya a vivir con ellos y he decidido aceptar. Por eso he venido. Tú siempre has sido muy amable conmigo y quería decírtelo personalmente. Y devolverte la llave.

–Ya veo –respondió Corinne, que tenía todo demasiado claro. Lo ocurrido la noche anterior había sido el colmo–. Lo siento tanto, señora Lehman. Me siento como si la estuviéramos empujando a marcharse de su casa.

–¡Qué tontería! La verdad es que no hay nada que me ate a este lugar desde que perdí a mi marido. Pero para ser sincera, aunque no me mudara con mi hija, no iba a poder seguir cuidando de tu pequeño durante mucho más tiempo. Tiene mucha más energía de la que puede quemar y yo ya estoy demasiado mayor para eso –explicó la señora Lehman, esbozando una irónica sonrisa al oír los llantos de Matthew–. Bueno, será mejor que te deje volver con él. Parece que vas a estar ocupada esta mañana.

Justo en ese momento llegó un coche que aparcó frente a la puerta de su vecina.

–Ahí está mi hija. Y todavía tengo que meter un par de cosas en la maleta –comentó la señora Lehman, dándole a Corinne un papel–. Esto es lo que me debes. Simplemente déjame un cheque en el buzón de correos y yo lo recogeré cuando vuelva a por el resto de mis cosas –añadió, sonriendo con tristeza–. Adiós, querida. Espero que te vaya muy bien.

Corinne observó cómo la hija de su vecina se bajaba del coche y cómo, impresionada, exclamaba al ver el aspecto de su madre. Entonces la miró a ella con mala cara. Ante aquello, se apresuró a entrar de nuevo en su casa y cerró la puerta tras de sí.

Se dirigió a la cocina, donde encontró a Matthew recuperado de su pataleta y jugando con sus trenes y caballos.

Deseó poder dejar las cosas como estaban, poder olvidar el incidente de la noche anterior y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero por muy pequeño que fuera su hijo debía ser responsable de sus acciones. Y si no le enseñaba ella… ¿quién iba a hacerlo?

Suspiró y se preparó para lo que sabía sería una gran batalla. Trató de razonar con él. Trató de utilizar la calma en vez de la histeria. Pero nada funcionó. Matthew se resistió a ella durante todo el tiempo, se lanzó al suelo y volvió a llorar y a gritar.

Le rompió el corazón con sus lágrimas y enfado. Sabía lo que le ocurría a su pequeño; necesitaba una madre que se ocupara permanentemente de él. Y ella no le podía satisfacer. El saber que estaba haciendo todo lo que podía dadas las circunstancias no lograba tranquilizarle la conciencia. Algo tenía que cambiar… y rápido, pero no sabía el qué.

Una vez el pequeño subió castigado a su dormitorio, ella se sirvió una taza de café y anduvo por la cocina considerando las opciones que tenía. Podía contratar más personal para su negocio y así pasar más tiempo en casa con su hijo. Pero era muy caro y difícil contratar a personas que fueran buenas. Había tenido muchos problemas desde que Joe había muerto y su situación económica había ido cada vez a peor debido a las deudas que él había contraído.

Poco después de su muerte, el banco había ejecutado la hipoteca y se había quedado con su casa. Corinne se había visto forzada a dejar el agradable barrio en el que vivían, barrio en el que había nacido Matthew y donde casi todas las familias eran jóvenes y con niños. También había tenido que vender su fiable coche y comprar una furgoneta de segunda mano que fuera lo suficientemente larga como para poder llevar en ella los pedidos del catering.

Pero aunque fuera ella la que estaba metida en aquella situación económica, era Matthew el que estaba pagando las consecuencias. Y no se atrevía a pensar cuál podría llegar a ser el precio final.

Con tristeza pensó que su hijo y ella ya no se lo pasaban bien juntos. Ella solía jugar con él, cantarle, hacerle reír. Pero en aquel momento sólo le hacía llorar.

También se había obligado a tener ganas de que llegara el día siguiente y disfrutar al máximo de la vida. Pero en aquella época, cuando se despertaba por las mañanas se preguntaba cómo iría a sobrevivir al día. Vivía permanentemente con miedo.

Se preguntó qué clase de ejemplo le estaba dando a su hijo.

La noche anterior Raffaello Orsini había dicho que sus hijos eran los inocentes.

Raffaello Orsini… incluso sólo su nombre era suficiente para que él llenara la casa con su presencia invisible, con su lógica implacable.

Él le había dicho que pensara en su hijo.

Involuntariamente miró la mesa donde había dejado el sobre con fotografías que él le había dado y se acercó a ella. Se sentó en una silla que había al lado, tomó el sobre y se atrevió a examinar su contenido.

Descubrió las fotografías de una villa. Había unos originales cuadros colgados en la pared y unas antiguas alfombras cubrían los suelos de mármol. Había frescos pintados en el techo.

Era la típica casa que le había gustado a Lindsay; espaciosa, fresca y encantadora. Los jardines de la villa estaban repletos de palmeras y flores de llamativos colores sobre un césped de un intenso color verde. Desde la casa se veía el mar.

Corinne levantó la mirada y observó lo que le rodeaba… el lugar que Matthew llamaba «casa». La vivienda era antigua y tenía unas diminutas habitaciones que, en días como aquél, estaban muy oscuras. Las paredes eran tan finas que por la noche podía oír a su vecino, el señor Shaw, roncar en la cama.

Pensó en el diminuto patio en el que jugaba su hijo, patio demasiado pequeño como para que él jugara con su triciclo. Recordó cuando el verano anterior la señora Shaw había acusado a Matthew de haberle dado un pelotazo a las macetas que contenían sus geranios y de haberlas roto.

–Mantén a ese mocoso en tu parte de la propiedad –había espetado su vecina.

Pensó en que su hijo nunca quedaba para jugar con otros niños porque en el barrio no había y en que constantemente le estaba diciendo que no hiciera ruido ya que podía molestar a los vecinos. Pero se suponía que los niños pequeños hacían ruido, se suponía que debían jugar hasta quedar agotados. A su pequeño, que era como una delicada flor joven, le faltaban el sol y el agua suficientes para poder crecer bien.

Desde esa perspectiva, la petición de Lindsay no parecía tan alocada como le había parecido la noche anterior.

Raffaello Orsini había dicho que sería sólo un acuerdo de negocios por el bien de sus hijos.

Y si, como él también había dicho, los sentimientos no podían formar parte de aquello, tal vez pudieran hacer que funcionara.

Se dijo a sí misma que con una actitud como la suya era normal que Matthew se comportara mal. Su propio desencanto había afectado a su pequeño. Pero en aquel momento el poder para cambiar todo aquello reposaba en sus manos.

Horrorizada, se percató de que su resolución para rechazar la propuesta de Raffaello Orsini estaba flaqueando y, como para terminar con su resistencia, una última fotografía cayó del sobre. Al verla se quedó petrificada. No era como las otras, no tenía nada que ver con el lujo ni con paisajes. La cámara había captado la cara de una niña pequeña.

Aunque la fecha que aparecía en la fotografía indicaba que ésta se había tomado durante los seis meses anteriores, la cara que mostraba era idéntica a la de Lindsay. La vivaz sonrisa, los ojos y los hoyuelos eran idénticos a los de su amiga. Sólo el pelo era diferente. Era más oscuro, más grueso.

Lindsay le había dicho que le confiaba a ella la vida de su hija y que tenerla a su lado sería estupendo para la pequeña.

Corinne acarició las delicadas facciones que la fotografía mostraba de la niña.

–Elisabetta –dijo, suspirando. Se sintió derrotada.

La paciencia no era una de sus virtudes, sobre todo no cuando se trataba de asuntos de negocios. Y la propuesta que le había hecho a Corinne Mallory la noche anterior era completamente de negocios. Pensó que una mujer inteligente se daría cuenta de que las ventajas eran mucho más cuantiosas que los inconvenientes. Pero eran casi las cuatro de la tarde y no había tenido noticias de ella.

Decidió que había esperado mucho tiempo y agarró el teléfono. Entonces, cuando estaba a punto de marcar su número, cambió de opinión. Telefoneó a la recepción del hotel y pidió que pusieran a su disposición un coche y un conductor. Poco más de una hora después, cuando ya casi estaba anocheciendo, se encontró frente a la casa de Corinne.

Y el hecho de que ella no esperaba encontrárselo allí quedó claro en cuanto abrió la puerta.

–¿Qué estás haciendo aquí? –quiso saber Corinne, tan nerviosa que apenas pudo articular palabra.

–Preferiría no estar aquí –contestó él–. De hecho, lo que me hubiera gustado habría sido que tú te hubieras puesto en contacto conmigo como prometiste. Pero como dicen por ahí, si la montaña no viene a ti tendrás que ir tú a la montaña, ¿no es así?

–Si hubieras esperado un poco más, te habrías ahorrado la molestia –contestó ella, acercándole un gran sobre a la cara–. Aquí tengo tu respuesta. De hecho, cuando oí que llamaban a la puerta, pensé que era el mensajero que venía por esto.

–Bueno, como no pretendo marcharme sin obtener ningún resultado, será mejor que telefonees y canceles la orden de que vengan por ello.

–Supongo que será mejor que lo haga. Como estás aquí de todas maneras, lo más inteligente sería que hablemos del tema. Por favor, pasa.

El comportamiento de ella indicaba que le parecía haber invitado a entrar a su casa a una plaga de ratas.

–Grazie tante –comentó él con cierto toque de ironía.

Corinne se dirigió a la cocina, donde agarró el teléfono. Él miró a su alrededor. Vio los muebles que había y lo que parecía una caja de juguetes en una esquina. Las paredes estaban pintadas de amarillo, en el suelo había una alfombra vieja y sobre la encimera había un vaso con narcisos. El aire estaba impregnado de la fragancia que desprendía una tarta recién cocinada. Pero aunque ella era una mujer con buen gusto y había hecho que el lugar fuera lo más acogedor posible, para él aquél no era un lugar adecuado y carecía del confort que él mismo podía ofrecerles.

Se preguntó si ella había mirado las fotografías que le había dado la noche anterior y si había tomado una decisión conveniente para ambos. Se sentó en uno de los taburetes que había junto a la encimera y se dirigió a agarrar el sobre que ella había dejado allí. Pero cuando Corinne terminó de hablar por teléfono se adelantó a él y agarró el sobre repentinamente.

–Ahora que estás aquí podemos hablar cara a cara –dijo.

–Como desees.

–Acabo de preparar té. ¿Te gustaría tomar un poco?

–Preferiría tratar el asunto que nos traemos entre manos. Después, si tenemos la oportunidad, podemos tomarnos un té.

–Muy bien –contestó Corinne–. Después de pensarlo mucho, he decidido aceptar tu oferta.

En el mundo de los negocios, a Raffaello se le conocía por su gran capacidad para enmascarar sus emociones y reacciones de tal manera que sus socios nunca podían predecir su comportamiento. Pero aquella mujer, con muy pocas palabras, casi desnuda sus más profundos sentimientos.

Con dificultad trató de recomponerse.

–Estaba esperando una respuesta distinta –dijo.

–¿Estás decepcionado?

–Sorprendido, desde luego, pero no decepcionado –contestó él, acercándose a ella y examinándola de cerca.

Tenía una piel exquisita, unos ojos muy azules y una bonita melena que aquel día llevaba peinada en una coleta.

–Anoche me dejaste con la sensación de que nada podía persuadirte para que aceptaras mi propuesta. ¿Qué ha hecho que cambiaras de idea?

–Mi hijo –respondió Corinne, mirándolo abiertamente–. Permíteme ser muy sincera contigo; si hubiera alguna manera en la que pudiera rechazar tu propuesta, lo haría. Pero he visto tus fotografías y me he hecho una buena idea de la clase de vida que llevas. Y tú has visto suficientes partes de esta casa como para hacerte una buena idea de la mía. Anoche dijiste que todo esto era por el bien de los niños y tenías razón. Si, al venderme a ti, puedo ofrecerle a Matthew una vida mejor, eso es lo que quiero hacer. A cambio, haré todo lo que pueda para ser una buena madre para tu hija.

–¿Y como mi esposa?

Corinne se ruborizó de tal manera que parecía que era una mujer virgen enfrentándose a la idea de tener intimidad por primera vez con un hombre, en vez de una mujer viuda con un hijo.

–Haré honor a mis votos en la medida que tú quieras.

–En otras palabras; serás consciente de tus deberes, ¿no es así?

–Lo haré lo mejor que pueda. Y si quieres que firme un acuerdo prematrimonial, también estoy dispuesta a hacerlo –respondió ella.

–¿Por qué iría a pedirte una cosa así?

–Como muestra de mi buena fe. No soy tan materialista como para casarme contigo sólo por tu dinero y después divorciarme apresuradamente.

–Me alegra oír eso –dijo él–. Aunque para ser sincero debo señalar que, si hubieras planeado hacer algo así, seguramente fallarías. Yo no creo en el divorcio y mi opinión de la gente que sí que cree en él es que son unos peleles sin carácter que no son capaces de luchar por algo que una vez les resultó atractivo. Por eso te sugiero que lo pienses detenidamente antes de que te sacrifiques por el bien de tu hijo. Si te casas conmigo serás mi esposa durante el resto de tu vida.

–Comprendo –comentó Corinne–. Para ser sincera yo también debo decir que creo que debes conocer a mi hijo antes de que te comprometas conmigo.

–¿Está él en casa?

–Sí. Hemos tenido una… mañana un poco dura, así que le he dicho que durmiera un poco la siesta. Pero si no le despierto pronto, tendré problemas para que duerma esta noche.

–Entonces me gustaría mucho conocerlo.

Durante un momento ella lo miró a los ojos y Raffaello pudo ver la derrota que reflejaba la mirada de Corinne.

–Una vez lo hayas hecho, quizá te arrepientas durante el resto de tu vida de habernos pedido que compartamos nuestra vida contigo.

Raffaello se percató de que el muchacho estaba metido en problemas y que su madre ya no sabía cómo manejarlo. Sintió lástima ya que él conocía de primera mano las dificultades de ser padre y madre a la vez.

–Si estás tratando de hacer que me eche para atrás, Corinne, debes saber que jamás me he retirado de ningún reto.

–Todavía no has conocido a Matthew –contestó ella.

En Sicilia con amor

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