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Capítulo 5

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LAS FOTOGRAFÍAS que había visto de la casa de él apenas hacían justicia al lugar. La Villa di Cascata era, para decirlo claramente, impresionante. Era enorme, lujosa, parecía la residencia de alguien de la realeza y, teniendo en cuenta la manera en la que habían llegado a ella, a Corinne no debía sorprenderle. Habían viajado en primera clase a Roma, donde habían tomado un avión privado que les había llevado a Sicilia. Aquél era un mundo muy distinto al que ella había estado acostumbrada.

Y esa diferencia se hizo aún más palpable en cuanto llegaron a la villa y él le presentó a su madre y a su tía. Malvolia Orsini y Leonora Pacenzia, dos mujeres extremadamente elegantes, estaban en la gran puerta de entrada de la villa y la miraron de manera precavida.

–Bienvenida –le dijeron–. Encantadas de conocerla –añadieron, hablando en un inglés casi tan impecable como el de Raffaello.

Pero aquellas palabras carecían de ninguna calidez y, para ser sincera, Corinne tuvo que reconocer que no podía culparlas si pensaban que era una cazafortunas. Ella misma se había acusado de ello más de cien veces durante la semana anterior.

A su lado se sentía inepta y muy simple. Su traje de boda, un vestido gris que le había parecido estupendo cuando lo había comprado dos días atrás, en aquel momento le parecía insulso al lado del vestido negro de su suegra. La mujer incluso casi arruga la nariz con desagrado al analizar la falda que llevaba ella, la cual estaba manchada por los dedos pegajosos de su hijo.

–¿Éste debe ser…? –comenzó a decir Malvolia, refiriéndose a Matthew.

–Mi hijo –respondió Corinne, incapaz de ocultar su tono de enfrentamiento. No sería responsable de sus acciones si la mujer mostraba el más mínimo signo de desaprobación con respecto a Matthew.

Fuera cual fuera la opinión que tenía Malvolia de la nueva esposa de su hijo, la impresión que le causó Matthew fue difícil de ocultar. Se agachó hasta poder mirarlo a la cara.

–Ciao, pequeño. ¡Qué guapo eres! ¿Cómo te llamas?

–Matthew –contestó el niño, acercándose a ella–. ¿Y tú cómo te llamas?

–Yo soy la signora Orsini.

–¿Eres mi nueva niñera?

–No –contestó la mujer, apartándole el pelo de la frente–. Soy tu nueva abuela, pero puedes llamarme Nonna –entonces se levantó y señaló a su hermana–. Y ésta es tu nueva tía, Zia Leonora.

La hermana de Malvolia, una mujer levemente menos intimidante que ésta, le dio un abrazo al pequeño y miró a Corinne a continuación.

–Tiene un hijo muy agradable, signora –le dijo.

–Estoy de acuerdo –concedió Corinne.

–Y en alguna parte por aquí yo tengo una hija muy agradable –le comentó Raffaello a su madre, abrazando a Corinne por la cintura–. ¿Cómo es que no está aquí para conocer a su nuevo hermanastro?

–Le dije que fuera a los establos con Lucinda. Lorenzo prometió darle una clase de equitación.

–¿Por qué ahora, madre mia? Sabías cuándo llegaríamos y seguramente eres consciente de las ganas que tengo de verla y de presentarla a los nuevos miembros de la familia.

–Pensé que era mejor no agobiar a tu… esposa con demasiadas cosas tan pronto –contestó Malvolia, poniéndose imperceptiblemente tensa.

Puso énfasis en la palabra «esposa» para dejar claro que no consideraba a Corinne más que una arribista que no tenía que entrar por la puerta delantera de la villa cuando había una trasera para los sirvientes.

–Preferirá refrescarse antes de conocer a Elisabetta, ¿no es así, signora? –continuó diciendo.

–Gracias –respondió Corinne con la misma formalidad–. Así es.

–Una decisión acertada –comentó Malvolia, inclinando la cabeza–. Después de todo, sólo tiene una oportunidad para dar una buena primera impresión.

Aquel insulto sutil casi desestabiliza a Corinne. Hacía mucho tiempo había aprendido que las lágrimas no aportaban otra cosa que no fuera terminar con los ojos hinchados y la nariz roja, así como que la única manera de vencer los obstáculos era luchando contra ellos. Pero en aquel momento no le quedaban fuerzas para luchar. Era sábado y no había dormido casi nada desde el jueves por la noche. Y no sólo eso. A pesar de los inconvenientes de su antigua vida, romper con ella había resultado ser mucho más difícil de lo que había esperado. La casa en la que había estado viviendo durante años no había sido gran cosa, sobre todo para los elevados estándares de Malvolia, pero había sido su hogar, mientras que aquel lugar…

Tratando de no sentirse deprimida miró a su alrededor. La casa era realmente impresionante. Tenía una gran escalera central que otorgaba una gran solemnidad a la vivienda. Las paredes estaban decoradas con obras de arte y adornos.

Pero aquella villa era un territorio extraño para ella, que se sentía como un extraterrestre.

Leonora debió haberse dado cuenta de que Corinne estaba a punto de perder la compostura ya que se acercó a ella y le habló con amabilidad.

–Venite, signora, y le enseñaré sus habitaciones.

–Yo mantendré a este pequeñín entretenido –dijo Malvolia, poniéndole a Matthew una mano sobre la cabeza–. Estará muy contento conmigo, signora.

En cualquier otro momento, Corinne se hubiera opuesto a aquello, pero en lo único que podía pensar era en escapar de la fría mirada de su suegra.

Al verlas alejarse, Raffaello se dio cuenta de lo tensa que estaba Corinne, tensión que le había acompañado desde que habían salido de Canadá.

Cuando ella se había dado la vuelta para seguir a Leonora, él había podido ver la desolación que reflejaban sus ojos y fue consciente de quién la había hecho sentirse de aquella manera. Entonces llamó a un miembro del personal para que se ocupara de Matthew y, cuando estuvo a solas con su madre, la agarró con fuerza por el codo y la condujo hacia el soggiorno.

–Esperaba que esto no fuera a ser necesario y suponía que había pasado suficiente tiempo para que aceptaras mi nuevo estilo de vida, madre. Pero como obviamente no lo has hecho, vamos a tener que llegar a un acuerdo de cómo vas a tratar a mi familia. Quizá desapruebes…

–¡Desde luego que lo desapruebo! –exclamó ella, apartando el brazo–. Que nos informaras de que ibas a volar al otro extremo del mundo para convencer a una mujer que no habías visto antes de que se casara contigo ya fue bastante impresionante. Pero me dije a mí misma que estabas actuando en un arrebato del momento, guiado por tu devoción por Lindsay, y que entrarías en razón antes de realizar ninguna tontería.

–Entonces es que subestimaste mi determinación ya que te telefoneé para informarte de que la boda era un hecho consumado.

–¿Crees que presentarme a esta mujer… a esta extranjera que no tiene más conocimiento ni comprensión que una pulga de nuestro estilo de vida… es suficiente para convencerme de que has hecho lo correcto?

–Esta extranjera a la que desprecias con tanto desdén resulta ser mi esposa, madre.

–¿Es así como te refieres a ella? –respondió Malvolia–. Hubiera pensado que «souvenir» sería un término más apropiado.

–Entonces te sugiero que cambies de idea –contestó Raffaello sin siquiera tratar de ocultar su desagrado–. Te guste o no, Corinne está aquí para quedarse y no voy a tolerar que la trates sin respeto.

–Lo siguiente que me vas a decir es que esto ha sido una unión por amor –dijo su madre.

–En absoluto. Es un acuerdo al que hemos llegado en beneficio de nuestros hijos.

–Y de ella. ¿O vas a fingir que es una mujer con recursos económicos y que no le ha influido tu riqueza y posición?

–No. Te voy a recordar que tomaste la misma actitud cuando traje a Lindsay a casa por primera vez tras haberme casado con ella. Pero aun así, al final, lamentaste su muerte tan profundamente como cualquier otro de nosotros.

–Lindsay te adoraba… y tú a ella. Te dio una hija y a mí me dio una nieta. ¿Qué otra cosa va a aportar esta nueva esposa tuya que no sean ganas de comodidad y de seguridad financiera?

–Eso queda entre ella y yo.

Malvolia se sentó en su silla favorita cerca de la chimenea.

–Si encontrar a una mujer que te haga sentir cómodo te importaba tanto, Raffaello, te puedo nombrar por lo menos a una docena de aquí, de Sicilia, a quienes les hubiera encantado llamarse signora Orsini. Mujeres de categoría y clase, que hubieran compartido nuestras costumbres e idioma. Pero en vez de eso tú apareces con una extraña. ¿Qué la hace tan especial?

–Ella conocía y quería a Lindsay. Será una buena madre para Elisabetta.

Ante aquello, su madre emitió un grito en el que se mezclaban la indignación y la angustia.

–¿Y qué pasa conmigo y con tu tía? ¿Dónde quedamos nosotras en este nuevo régimen? ¿O ya no somos útiles y debemos retirarnos de aquí?

–Tú siempre serás la querida abuela de Elisabetta y Leonora será su tía abuela. Incluso me atrevería a decir que Corinne espera que con el tiempo encontréis un huequito en vuestros grandes y amorosos corazones para su hijo.

La expresión de Malvolia se dulcificó ante la mención de Matthew.

–Es un pequeño encantador, tengo que admitirlo. Te mira a los ojos de una manera muy directa. Y es cierto que a Elisabetta le vendrá bien tener un compañero de juegos de más o menos su edad. A veces pienso que pasa demasiado tiempo con mujeres mayores.

–¿Entonces nos vamos comprendiendo?

–Sí. Y me disculpo por los comentarios que he realizado. He sido demasiado dura y, quizá, me he apresurado en mis conclusiones. Pero tengo miedo por ti, hijo mío. Reconozco que esta mujer parece suficientemente respetable, ¿pero cuánto sabes de ella?

–Todo lo que tengo que saber. Hubiera pensado que me conocías lo suficiente como para confiar en mi juicio y que podía contar con tu apoyo en este momento.

–Y así es, Raffaello. Yo siempre estoy de tu parte –contestó su madre, suspirando–. Lo que significa que, en última instancia, también estoy de parte de ella.

–Gracias –otorgó él, dándole un beso en la mejilla a Malvolia y marchándose a continuación.

Raffaello encontró a Corinne de pie en medio del salón de las habitaciones de ambos. Se acercó a ella y, con delicadeza, le levantó la barbilla para que lo mirara.

–¿Qué ocurre, Corinne?

–Estoy tratando de comprender qué hago aquí.

–¿En qué otro lugar ibas a estar, cara mia? Éste es tu nuevo hogar.

–No, Raffaello –respondió ella con los ojos empañados–. Es tu hogar, pero jamás será el mío.

–Si te estás refiriendo al poco amable recibimiento de mi madre…

–Ella estaba dejando claro lo obvio… que yo no pertenezco a este lugar.

–Sí que perteneces aquí. Eres mi esposa.

–Califícame como quieras, pero no cambiará el hecho de que no encajo en tu casa en absoluto.

–Eso no es cierto. Yo te veo como un enlace vital entre el pasado y el futuro. Recuerda que esto no es sobre tú y yo, y desde luego que no sobre mi madre o mi tía. Nos casamos por Matthew y Elisabetta.

Como para recalcar lo que acababa de decir él, se oyeron unas risas de niños en el jardín.

–Quienes obviamente se han conocido y se llevan divinamente –añadió él.

Entonces tomó de la mano a Corinne y la guió hacia unas de las puertas francesas que había en el salón. Ambos salieron a la amplia galería que rodeaba toda la planta de arriba de la casa.

Vieron que justo debajo de ellos, sobre el hermoso césped que había en el jardín de la villa, los niños estaban jugando con unos cachorros de perro. El cielo estaba despejado, pero hacía frío, aunque los pequeños no parecían sentirlo.

–¿Ves, Corinne? Ya se han hecho amigos. Mira a tu hijo y dime otra vez que has cometido un error trayéndolo aquí.

Corinne observó cómo Matthew jugueteaba sobre el césped y parte de la tensión de su cara se disipó.

–No le había oído reírse así desde hacía mucho tiempo –admitió.

–Seguro que eso es suficiente para disipar tus dudas, ¿no es así? ¿O te resulto tan repulsivo como marido que nada puede hacer que te sientas contenta de haberte casado conmigo?

–No es por ti, Raffaello. Es por mí –contestó ella, mirándolo a los ojos–. Míralo como quieras, pero no hay ninguna duda de que, entre ambos, yo soy la que obtengo más beneficio.

–Estás hablando de ventajas materiales, pero…

–Bueno, sí –interrumpió ella, riéndose compungidamente–. ¡Por el amor de Dios, mira a tu alrededor! Los dos pisos de mi casa de Vancouver cabrían en sólo estas habitaciones y todavía quedaría sitio de sobra.

Entonces señaló las sillas, los sofás, las lámparas y los cuadros que había en aquel salón.

–Por no hablar de los suelos de mármol, los muebles exóticos y las invalorables obras de arte. Me has introducido en un nivel de lujo que va más allá de lo que yo sabía que existía.

–Jamás te oculté el hecho de que tenía dinero, Corinne.

–Pero tampoco me dejaste claro cuánto tenías.

–No me lo preguntaste.

–¡Nunca sería tan grosera como para preguntar algo así! –exclamó ella.

–Exactamente –dijo él–. Me aceptaste en confianza, tal y como hice yo contigo. A eso no le puedes poner precio, así que no sigamos hablando de riqueza ni de bienes ya que no tiene nada que ver con la razón por la que estamos aquí. Por favor, apártalo de tu mente y deja que te presente a tu nueva hijastra.

Tras un momento de vacilación, Corinne asintió con la cabeza.

–Está bien, pero tu madre tenía razón… tengo que arreglarme un poco primero. Y gracias.

–¿Por qué?

–Por tomarte tu tiempo para hacerme sentir mejor y por recordarme por qué nos casamos ayer –contestó ella, sonriendo–. Por ser tú.

Aquella sonrisa desestabilizó a Raffaello, que la acercó hacia su cuerpo.

–La ceremonia de ayer no fue muy tradicional. No hubo tarta de boda, ni baile, ni champán… ni te tomé en brazos para pasar por la puerta de tu nueva casa, pero esto último lo puedo hacer.

En ese momento la besó. No lo hizo de forma profunda, ni con urgencia, ni con pasión, sino simplemente como muestra de que sellaban su unión y de que ella podía contar con él.

Pero lo que no había previsto había sido el impacto que el cuerpo de Corinne tuvo en el suyo. La respuesta que sintió al sentirla presionando su piel le impresionó. Lo que había previsto que fuera algo sumiso se convirtió en algo salvaje… primitivo, caliente, hambriento y profundamente sexual.

Él no era un santo. Su apetito sexual no había muerto con Lindsay. Había sentido necesidades físicas y deseo durante los años posteriores a que ella les hubiera dejado y las había satisfecho con mujeres que no habían pedido nada más de él que no fuera una noche de mutuo placer. Pero aquellas mujeres jamás le habían llegado al corazón.

Besar a Corinne no debía haber sido tan diferente. Lo ideal habría sido que ambos hubieran disfrutado el momento y que tal vez lo hubieran utilizado como paso para lograr mayor intimidad. Eran un matrimonio y él no tenía ninguna intención de ir a la cama de otra mujer. Pero ella no debería haber ocupado su corazón con su fragilidad y vulnerabilidad. Incluso si su cuerpo respondía con un entusiasmo desenfrenado, su mente no debía haberse empañado con emoción…

Corinne le puso las manos en el pecho y lo separó de ella.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó, gritando. Las lágrimas le caían por la cara.

–Ha sido un error… y asumo toda la culpa –contestó él–. No ha significado nada y no ha supuesto una traición a las personas con las que un día estuvimos casados. No tienes por qué sentirte culpable.

Ella se quedó mirándolo con el dolor y la impresión reflejados en sus azules ojos.

–Olvídalo, Corinne –rogó él, sacando un pañuelo del bolsillo de su camisa y secándole las lágrimas–. Actúa como si nunca hubiese ocurrido. Dijiste que te tenías que arreglar un poco antes de conocer a Elisabetta, ¿no es así?

–Sí –respondió Corinne, mirando a su alrededor con los ojos empañados–. ¿Dónde puedo lavarme la cara?

–Los cuartos de baño están por aquí –le indicó él, señalando la puerta que había al otro lado del pequeño vestíbulo–. El tuyo es el que está a la izquierda. ¿Por qué no te das un relajante baño y después duermes un poco? Tendrás mucho tiempo para vestirte para la cena. Normalmente tomamos un cóctel sobre las siete y media.

–¿Y qué pasa con Matthew?

–Ahora mismo Matthew está en buenas manos y pasándoselo demasiado bien como para echarte de menos –contestó Raffaello, guiándola hacia el dormitorio y abriendo la puerta para ella–. Has tenido unos días muy ajetreados, Corinne. Hazte un favor y permite que otra persona se encargue de tus responsabilidades durante un rato. Ya habrá tiempo para imponerles la rutina a los niños. Durante las próximas horas olvídate de todo y concéntrate en ti.

Corinne no pensaba que fuera a ser posible. ¿Cómo podría concentrarse cualquier mujer cuando su mundo había dado un giro de ciento ochenta grados en un segundo?

Quizá Raffaello había sido suficientemente galante como para culparse por lo que había ocurrido entre ambos, pero no había sido culpa suya en absoluto. Había sido culpa de ella… que jamás sería capaz de olvidar aquello.

Aparte de la noche en la que había firmado su acuerdo de matrimonio e inmediatamente después de la boda, él sólo la había besado en las mejillas, de la manera en la que lo hacían los europeos. Por lo que cuando fue a besarla antes de que se diera un baño, ella había supuesto que sería más de lo mismo y levantó la cara.

Pero el problema fue que sin percatarse de cómo había ocurrido sintió la boca de él sobre la suya. Sus labios se fusionaron y ella se quedó sin aliento. Impresionada, se echó sobre Raffaello. Su boca era la clase de boca con la que las mujeres fantaseaban. Autoritariamente seductora y persuasivamente erótica.

Consciente de que él se había excitado, había sentido cómo algo se movía en su interior, como si su cuerpo, sus partes íntimas, se estuvieran despertando de un largo letargo invernal y se estuvieran preparando para disfrutar del verano.

La sensación le había parecido tan excitante y poderosa que se le habían llenado los ojos de lágrimas ante el milagro que ello suponía. Un hambre inmensa se había apoderado de su cuerpo y había deseado tanto a Raffaello que se había visto obligada a apartarlo de ella para no hacerles pasar a ambos por la vergüenza de suplicarle que le hiciera el amor.

Pero sabía que en lo más profundo de su corazón él había estado besando a Lindsay y se había equivocado al haber supuesto que ella también estaba pensando en Joe. ¿Por qué si no le había dicho que no tenía por qué sentirse culpable?

Se preguntó qué diría Raffaello si le confesara que sabía muy bien a quién estaba besando y que la pasión que había compartido con su marido se había acabado muy pronto y había dejado sólo desilusión y resentimiento entre ambos.

Decidió aceptar la propuesta de él y tomarse un tiempo para ella misma.

Su cuarto de baño, conectado con el de Raffaello por una puerta que daba a un vestidor, era enorme. El lujo que la rodeaba parecía indicarle de nuevo que aquél no era su lugar.

–¡Oh, deja de pensar en eso! –se reprendió a sí misma–. Estás aquí por los niños, no por el hombre. Y definitivamente no por ti. Y si eso significa tener que soportar a una suegra llena de sospechas y más lujo del que nunca supusiste pudiera existir, por lo menos no tienes que plantearte de dónde va a salir el dinero para pagar el alquiler del mes que viene. Gánate la estancia en este lugar, haz bien el trabajo para el cual se te ha contratado y no pidas la luna.

Entonces llenó la bañera de agua, se desnudó y se tumbó hasta que la cálida agua le llegó por el cuello. Una vez se hubo relajado, salió del cuarto de baño y se echó sobre la cama, donde se quedó profundamente dormida.

Cuando se despertó, la habitación estaba a oscuras y en el reloj que había sobre la mesita de noche vio que eran las seis y diez. Era hora de ver de nuevo a su marido, por no mencionar el dragón que éste tenía por madre.

Pero mientras se vestía se dijo a sí misma que no estaba siendo muy justa al condenar a aquella mujer por las reservas que tenía. Ella misma sentiría lo mismo si estuviera en su situación.

Comprobando su aspecto por última vez en el espejo del vestidor, se sintió razonablemente contenta con lo que vio. Tenía su rubio pelo brillante, se había aplicado colorete en sus pálidas mejillas y se había puesto su vestido negro.

Esbozó una sonrisa y se dispuso a afrontar la noche que tenía por delante.

En Sicilia con amor

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