Читать книгу En Sicilia con amor - Catherine Spencer - Страница 6

Capítulo 2

Оглавление

CUANDO regresó a la sala principal de la suite vio que la mesa en la que iban a cenar estaba iluminada por velas, lo que agradeció ya que la luz que daban éstas era tenue y ayudaría a disimular sus enrojecidos ojos.

Raffaello Orsini le separó una silla antes de sentarse frente a ella. Entonces asintió con la cabeza ante el camarero para que les sirviera. Todavía impresionada por el contenido de la carta de Lindsay, Corinne apenas pudo probar bocado y se arrepintió de haber aceptado la invitación de su anfitrión. Sabía que tenía un aspecto horrible.

Por lo menos él tuvo la educación de no comentar nada acerca de ello ni de su falta inicial de respuesta a la conversación. En vez de ello, lo que hizo fue explicarle los lugares a los que había ido de turismo aquel mismo día. Y, casi sin percatarse de ello, Corinne comenzó a comer la deliciosa cena que tenía delante.

Cuando les sirvieron los postres, una apetitosa mousse de chocolate a la que no se pudo resistir, ya estaba bastante más tranquila. Aquel hombre irradiaba confianza. Observándolo y disfrutando de su conversación, casi le fue posible apartar de su mente la verdadera razón por la que estaban allí y fingir que simplemente eran un hombre y una mujer disfrutando de una cena.

Reconfortada por la agradable luz que ofrecían las velas y por aquella voz exótica que sugería una intimidad que merecía la pena descubrir… si se atreviera… casi se relaja. Raffaello era un hombre complejo; estaba claro que tenía mucho dinero, aquella suite y la ropa que llevaba puesta lo dejaban claro, pero a la vez se le veía muy sencillo y fuerte, capaz de escalar una montaña sin una gota de sudor. Era la sofisticación personalizada, demasiado encantador y guapo para su propio bien.

O para el de ella.

–Hasta el momento he sido yo el que he estado hablando todo el tiempo, signora. Ahora es su turno. Dígame, por favor, ¿qué tiene usted que yo pueda encontrar de interés?

–Me temo que no mucho –contestó ella, desconcertada por la pregunta–. Soy una madre trabajadora con muy poco tiempo para hacer algo de interés.

–¿Se refiere a que está demasiado ocupada ganándose la vida?

–Sí, más o menos.

–¿En qué trabaja?

–Soy chef profesional.

–Ah, sí. Recuerdo que una vez mi esposa lo mencionó. A usted la contrató un restaurante de lujo de la ciudad.

–Antes de mi matrimonio, sí. Después de casarme me quedé en casa y crié a mi hijo. Cuando mi marido murió yo… necesité más dinero, así que abrí una pequeña empresa de catering.

–Entonces ahora es autónoma, ¿verdad?

–Sí.

–¿Tiene personal a su servicio?

–No siempre. Al principio pude llevar yo sola el negocio, pero ahora que mi clientela ha aumentado, a veces sí que contrato personal para que me ayude. Pero aun así soy yo la que siempre preparo casi toda la comida.

–Estoy seguro de que ofrece un servicio excelente a sus clientes.

–Sí. Normalmente quieren que supervise eventos especiales en persona.

–Es un negocio que exige mucho, ¿no le parece? ¿Qué la llevó a meterse en algo así?

–Me permitió estar con mi hijo en casa cuando éste era un bebé.

–Es usted una persona de recursos y emprendedora, cualidades que admiro en una mujer. ¿Cómo lo lleva ahora que su hijo no es un bebé?

–Ya no es tan fácil –admitió Corinne–. Mi hijo ya ha pasado la época en la que se conforma con jugar en una esquina mientras yo preparo el banquete para una boda.

–No lo dudo –comentó Raffaello–. ¿Y quién cuida de él mientras usted está fuera ocupándose de las necesidades sociales de otras personas?

–Mi vecina –contestó ella–. Es una mujer mayor y viuda. Tiene nietos y es de confianza.

–Pero estoy seguro de que no le tiene tanto cariño al niño como usted.

–¿Puede alguien sustituir a una madre, señor Orsini?

–No, como muy a mi pesar he aprendido –contestó él, cambiando de tema a continuación–. ¿En qué clase de lugar vive?

–No vivo en una pocilga, si es eso lo que está sugiriendo –espetó Corinne. Se preguntó cuántas cosas le habría contado Lindsay acerca de sus apuros económicos.

–No he sugerido eso –respondió él–. Simplemente estoy tratando de conocer más cosas de usted. Estoy intentando poner el fondo apropiado a un retrato muy atractivo, si lo prefiere así.

Más calmada, Corinne contestó en una actitud menos defensiva.

–Tengo alquilada una casa de dos habitaciones en un barrio al sur de la ciudad.

–En otras palabras; un lugar seguro en el que su hijo pueda jugar en el jardín

Ella pensó en el estrecho patio que había detrás de su cocina, donde el césped no ocupaba más espacio que una toalla de baño. Los vecinos con los que colindaba por ese lado, los Shaw, una pareja de ancianos, siempre se estaban quejando de que Matthew hacía mucho ruido.

–No exactamente. En realidad no tengo jardín. Le llevo a que juegue al parque más cercano. Y si yo no puedo, lo lleva mi hermana.

–¿Hay otros niños con los que pueda jugar en su propia comunidad? ¿Niños de la misma edad y con los mismos gustos?

–Desafortunadamente no. La mayoría de los vecinos son mayores… y muchos, como mi niñera, están jubilados.

–¿Tiene por lo menos su hijo un perro o un gato que le haga compañía?

–No podemos tener animales en la casa.

Impresionado, Raffaello levantó sus elegantes y oscuras cejas.

–Dio, es como si estuviera en la cárcel.

Si era sincera, Corinne no podía discutir con una opinión que ella misma compartía. Pero eso no se lo iba a decir a él.

–Nada es perfecto, señor Orsini. Si así fuera, nuestros hijos no crecerían con un solo progenitor ejerciendo por dos.

–Pero así es –contestó él–. Lo que me lleva a mi próxima pregunta. Ahora que ha tenido tiempo de recuperarse de la impresión inicial, ¿qué opina del contenido de las cartas?

–¿Qué? –preguntó Corinne, impresionada.

–Su opinión –repitió Raffaello–. ¿No se habrá olvidado de la verdadera razón por la que está aquí, signora Mallory?

–Por supuesto que no. Simplemente… no he pensado mucho en ello.

–Entonces le sugiero que lo haga. Ya ha transcurrido demasiado tiempo desde que mi esposa escribió sus últimos deseos. No quiero retrasar su cumplimiento más de lo necesario.

–Bueno… y yo no quiero que me intimiden, señor Orsini, ni usted ni nadie. Pero como está tan ansioso por obtener una respuesta, permítame ser directa. No creo que alguna vez llegue a aceptar las peticiones de Lindsay.

–¿Su amistad significaba tan poco para usted?

–Guarde el chantaje emocional para otra persona –espetó Corinne–. Conmigo no va a funcionar.

Los ojos grises de él se oscurecieron y ella no pudo intuir si era por enfado, dolor o frustración.

–Las emociones no tienen nada que ver con esto. Es una propuesta de negocios, pura y simple, creada únicamente por el bien de mi hija y el mío propio. Y la manera más conveniente de ponerla en práctica es que ambos unamos fuerzas y nos casemos.

–Algo que a mí me parece completamente inaceptable. Por si no lo sabe, los matrimonios de conveniencia dejaron de estar de moda en este país hace mucho tiempo. Si decido casarme de nuevo, que lo dudo, será con alguien que yo elija.

–A mí me parece, signora Mallory, que no está en una situación que le permita ser tan exigente. Según ha reconocido usted misma, la casa donde vive no es suya, lo que la deja a la clemencia de un casero, trabaja demasiado y su hijo pasa mucho tiempo bajo los cuidados de una persona que no es usted.

–Por lo menos tengo mi independencia.

–Por la cual tanto su hijo como usted misma pagan un precio muy alto –comentó Raffaello–. Admiro su espíritu, cara mia, ¿pero por qué está tan empeñada en continuar con su estilo de vida cuando yo le puedo ofrecer mucho más?

–Para empezar, porque no me gusta que me impongan aceptar caridad –contestó ella, pensando que el que él la hubiera llamado cara mia no iba a cambiar nada.

–¿Es así como ve esto? ¿No comprende que en nuestra situación ambos salimos ganando… que mi hija ganaría tanto como el suyo?

Distraídamente, Corinne tocó los suaves pétalos de una de las rosas que había sobre la mesa. Le recordaron la piel de Matthew cuando era un bebé, antes de haberse convertido en un tirano.

–¿Tiene usted miedo de que yo vaya a reclamar mis derechos como marido en la cama? –quiso saber Raffaello.

–No lo sé. ¿Pretende hacerlo? –espetó ella muy irritada.

–¿Le gustaría que lo hiciera?

Corinne fue a abrir la boca para negarlo, pero la cerró a continuación al pasársele por la cabeza la imagen del aspecto que tendría el cuerpo desnudo de Raffaello. La respuesta de su cuerpo, la manera en la que le ardió la sangre en las venas, la consternó.

Durante los cuatro años anteriores se había movido como un autónoma y había encauzado toda su energía en lograr un hogar adecuado para su hijo. Había tenido que mantener apartadas sus propias necesidades. Pero aquella exaltación física que había sentido de repente, aquella aberración… ¿cómo podía describirlo si no?… era ridícula.

–No tiene que decidirse ahora mismo –sugirió Orsini–. El bienestar de dos niños es el asunto principal, no las posibles relaciones sexuales entre usted y yo. No la presionaría a consumar el matrimonio contra sus deseos, pero usted es una mujer atractiva y, como buen siciliano de sangre caliente, no la rechazaré si intenta acercarse a mí.

–No hay la menor posibilidad de que eso ocurra, por la simple razón de que no tengo ninguna intención de acceder a su proposición. Es una idea asquerosa.

–¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que dos adultos se unan para crear una apariencia de familia normal para sus hijos? ¿No le parece que ellos se lo merecen?

–Ellos merecen lo mejor que podamos darles… y eso no incluye que sus padres se casen por las razones equivocadas.

–Eso sería cierto si nos estuviéramos engañando a nosotros mismos haciéndonos creer que nuestros corazones están comprometidos, signora, lo que no es cierto. En vez de eso estamos tratando este tema de una manera inteligente. Y eso, según mi opinión, aumenta las posibilidades de que la unión funcione.

–¿De una manera inteligente? –repitió Corinne. Casi se ahoga con el café que se estaba tomando–. ¿Es así como lo define?

–¿De qué otra manera podría hacerlo? Después de todo, no es como si alguno de los dos estuviera buscando amor en un segundo matrimonio ya que ambos encontramos, y perdimos, a nuestras almas gemelas la primera vez. No albergamos ninguna ilusión romántica. Solamente estamos interesados en un contrato para mejorar la vida de nuestros hijos.

Nerviosa, Corinne se levantó y se acercó a la ventana.

–Ha omitido mencionar de qué manera me voy a beneficiar yo económicamente de tal acuerdo.

–Apenas lo considero suficientemente importante como para prestarle atención.

–Lo es para mí.

–¿Por qué? ¿Porque piensa que se la está comprando?

–Entre otras cosas, sí.

–Eso es ridículo.

–Finalmente estamos de acuerdo en algo –respondió ella, encogiéndose de hombros–. De hecho, toda la idea es ridícula. La gente no se casa por ese tipo de razones.

–¿Por qué se casa?

–Bueno, como bien ha señalado usted antes, por amor.

En realidad, lo que ella había creído que era amor había resultado ser lujuria. Encaprichamiento. Una ilusión. Lo único bueno que había resultado de su matrimonio había sido Matthew y si Joe hubiera vivido, ella sabía que habrían terminado divorciándose.

Desde el otro lado de la habitación, la hipnotizadora voz de Raffaello Orsini rompió el silencio.

–En esta ocasión también se estaría casando por amor. Por amor hacia su hijo. Piense en él, cara mia. Imagínese su risa mientras corre y juega en un enorme jardín, mientras construye castillos de arena en una playa segura y aislada. Imagínese a usted misma viviendo en una amplia villa sin problemas económicos y con todo el tiempo del mundo para dedicarle a su hijo. Y entonces dígame, si se atreve, que nuestra unión es una idea tan mala.

Aquel hombre le estaba ofreciendo a Matthew más de lo que ella jamás podría incluso soñar con darle. Y, aunque el orgullo le ponía muy difícil aceptar aquello, como madre tenía que preguntarse si tenía el derecho de privar a su hijo de una vida mejor. Pero venderse al mejor postor… ¿en qué clase de mujer se convertiría?

–Señor Orsini, se ha esmerado usted mucho en explicarme cómo me beneficiaría el acuerdo, pero… ¿qué obtiene usted de él? –le preguntó, observando de reojo cómo él se acercaba al bar y servía dos copas de coñac.

–Cuando Lindsay murió… –contestó Raffaello, acercándose entonces a Corinne y ofreciéndole una de las copas– mi madre y mi tía se mudaron a mi casa para cuidar a Elisabetta y, si tengo que ser sincero, para cuidarme a mí también. En aquella época yo estaba demasiado enfadado y ensimismado en mi propio dolor como para ser la clase de padre que mi hija merecía. Estas dos buenas mujeres dejaron su vida a un lado y se dedicaron a nosotros.

–Tuvo usted mucha suerte de que ellas estuvieran allí cuando las necesitó.

–Tuve mucha suerte, sí, y también les estuve muy agradecido –respondió él con cierta reserva.

–¿Pero…? –preguntó ella, mirándolo fijamente.

–Pero han mimado tanto a Elisabetta que se está convirtiendo en una niña difícil de controlar y yo no sé cómo ponerle fin a la situación sin herir los sentimientos de mi madre y de mi tía. Mi hija necesita mano firme, Corinne, y yo no lo estoy haciendo muy bien, en parte porque mi trabajo me exige que esté fuera de casa frecuentemente, pero también porque… porque soy un hombre.

Al percatarse de que él la había llamado por su nombre, Corinne sintió un gran placer y no supo qué decir. Pero decidió también tutearle.

–Ya me he dado cuenta, Raffaello –dijo. Pero entonces, consternada ante la manera en la que él pudiera interpretar aquello, se apresuró a explicarse–. Lo que quiero decir es que como la mayoría de los hombres parece que piensas que porque digas algo se tiene que cumplir.

Él se rió ante aquello.

–Tú has leído las cartas de Lindsay y sabes lo que quería. Lo que tú puedes hacer por mí, Corinne, es cumplir sus últimos deseos y ocupar su lugar en la vida de Elisabetta. Convertir a mi hija en la clase de mujer de la que su madre se sentiría orgullosa. No será una tarea fácil, te lo aseguro. A lo que yo te ofrezco se le puede poner un precio, pero es imposible ponerle precio a lo que tú me puedes ofrecer a mí.

–Eres muy persuasivo, pero los hechos son los hechos; la logística hace que la idea no sea práctica.

–Cifra una cantidad.

–He firmado un contrato de arrendamiento por mi casa.

–Yo lo pagaré por ti.

–Tengo obligaciones… deudas.

–Yo te liberaré de ellas.

–No quiero tu dinero.

–Lo necesitas.

–¿Y si no te gusta mi hijo? –preguntó ella, adoptando una táctica diferente.

–¿Crees que a ti no te gustará mi hija?

–¡Por Dios! Es sólo una niña. Una pequeña inocente.

–Exactamente –contestó él–. Nuestros hijos son inocentes y nosotros somos sus tutores legales.

–Tú esperarías que yo desbaratara la vida de mi hijo y que me fuera a vivir a Sicilia.

–¿Qué te retiene aquí? ¿Tus padres?

En realidad no era así ya que ellos se habían desencantado de ella cuando todavía era una quinceañera. No les había gustado la idea de que su hija se convirtiera en chef.

Pero aquello no había sido nada comparado con la reacción que éstos habían tenido cuando Joe había entrado en la vida de su hija. Incluso la habían amenazado con dejarla sola.

–No –contestó–. Se marcharon a vivir a Arizona y rara vez nos vemos.

–¿Estás distanciada de ellos?

–Más o menos –respondió ella sin entrar en detalles.

Raffaello se acercó a Corinne y le puso una mano en el hombro.

–Entonces una razón más para que te cases conmigo. Yo tengo una gran familia.

–No hablo italiano.

–Aprenderás, así como también lo hará tu hijo.

–Quizá a tu madre y a tu tía no les vaya a hacer gracia que una extraña entre en la casa para hacerse cargo de todo.

–Tanto mi madre como mi tía accederán a mis deseos.

¡Raffaello tenía siempre una respuesta para todo!

–¡Deja de darme la lata! –gritó ella, desesperada. Si no detenía a aquel hombre, terminaría accediendo a su petición por pura fatiga.

–Ti prego, pardonami… perdóname. Estás impresionada, al igual que lo estuve yo cuando leí por primera vez las cartas de mi esposa. No puedo esperar que llegues a una conclusión en este momento… sería irrazonable.

–Exactamente –respondió Corinne–. Necesito un tiempo para asimilar las ventajas y desventajas de todo esto y no puedo hacerlo si tú estás encima de mí.

–Lo comprendo –concedió él, acercándose al escritorio y regresando con un sobre en el que había varias fotografías. Lo dejó sobre la mesa del café–. Quizá esto te ayude a comprender. ¿Quieres que te deje sola durante un tiempo para que veas las fotografías?

–No –contestó ella con firmeza–. Me gustaría irme a casa para tomarme mi tiempo y decidirme sin la presión de saber que tú estás rondando alrededor.

–¿Cuánto tiempo necesitas? Debo regresar a Sicilia cuanto antes mejor.

–Mañana te daré una respuesta –respondió Corinne, que en realidad ya tenía una en aquel mismo momento. Pero no era la que él quería oír, así que decidió callarse para poder escapar mientras podía. Cuanto antes pusiera distancia entre ambos menos posibilidades habría de que accediera a una petición que sabía debía apartar de su cabeza.

–Está bien –concedió Raffaello, agarrando de nuevo el sobre y metiéndoselo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le puso a ella su abrigo por encima de los hombros y tomó el teléfono–. Dame un momento para avisar al chofer de que ya estamos preparados.

–No tienes que venir conmigo –dijo Corinne una vez él hubo telefoneado–. Puedo regresar sola.

–Seguro que sí –contestó él–. Me pareces una mujer que siempre logra lo que se propone. Pero aun así te voy a acompañar.

Ella deseó que Raffaello no fuera a acompañarla hasta su casa ya que estar durante cuarenta minutos con él en la privacidad que ofrecía la parte trasera de una limusina no garantizaba cuál sería su respuesta ante la proposición que le había hecho.

Pero Raffaello sólo la acompañó hasta la entrada del hotel, donde esperaba la limusina. Esperó a que estuviera sentada en la parte trasera del vehículo y, en el último minuto, sacó de nuevo el sobre de su chaqueta y lo depositó en el regazo de ella.

–Buona notte, Corinne –murmuró–. Estoy deseando tener noticias tuyas mañana.

En Sicilia con amor

Подняться наверх