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II

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GEOGRAFÍA EMBROLLADA

La menor de las dificultades que se presentaban a los descubridores del Nuevo Mundo era el tremendo viaje que había que hacer entonces para llegar a él. Si las tres mil millas de mar desconocido hubiese sido el principal obstáculo, hubiéralo vencido la civilización algunos siglos antes. Fueron la ignorancia humana, más honda que el Atlántico, y el fanatismo, más tempestuoso que sus olas, los que cerraron por tanto tiempo el horizonte del occidente de Europa. A no ser por estas causas, el mismo Colón hubiera descubierto la América diez años antes; es más, América no hubiera tenido que esperar tantos siglos a que Colón la descubriese. Es realmente curioso que la mitad más rica del planeta jugase al escondite durante tanto tiempo con la civilización; y que la hallasen, al fin, por una mera casualidad, los que buscaban otra cosa muy distinta. Si hubiese esperado América a ser descubierta por alguien que fuese en busca de un nuevo continente, quizá estuviese aguardando todavía.

A pesar de que, mucho antes que Colón, varios navegantes vagabundos de media docena de distintas razas habían ya llegado al Nuevo Mundo, lo cierto es que no dejaron huellas en América, ni aportaron provecho alguno a la civilización; y Europa, aun hallándose al borde del más grande de los descubrimientos y de los más importantes sucesos de la historia, ni siquiera lo soñó. El mismo Colón no tenía la menor idea de la existencia de América. ¿Sabe el lector lo que iba a buscar al occidente? Asia.

Las investigaciones hechas de algunos años a esta parte, han modificado grandemente nuestro juicio acerca de Colón. La tendencia de la generación pasada, era convertirlo en un semidiós, en una figura histórica sin tacha, en un sér perfecto, todo nobleza. Esto es absurdo; porque Colón no era más que un hombre, y todos los hombres, por grandes que sean, no llegan nunca a la perfección. La generación actual tiende a lo contrario, esto es, a quitarle toda cualidad heroica y hacer de él un pirata impune y un despreciable instrumento de la suerte; a tal extremo, que muy pronto no va a quedar nada de Colón. Esto es igualmente injusto y poco científico. En su terreno era Colón un grande hombre, a pesar de sus defectos, y distaba mucho de ser un ente despreciable. Para comprenderle, debemos antes tener un conocimiento general de la época en que vivía. Para apreciar hasta qué punto fué inventor de la gran idea, debemos principiar por investigar cuáles eran entonces las ideas que predominaban en el mundo, y cuánto contribuyeron a ayudarle o a estorbarle.

En aquella edad remota, la geografía era una cosa curiosísima: entonces un mapa-mundi era algo que muy pocos de nosotros podríamos ahora descifrar; porque todos los sabios del orbe sabían de la topografía del mundo menos de lo que sabe hoy un colegial de ocho años. Se había convenido finalmente en que el mundo no era plano, sino esférico; por más que aun ese conocimiento fundamental era reciente; pero ningún sér viviente sabía de qué estaba compuesta la mitad del globo. Hacia el occidente de Europa se extendía el «Mar de las Tinieblas», y más allá de una pequeña zona, nadie sabía lo que era o lo que contenía. No se conocía aún la desviación de la aguja. Todo era en gran parte suposiciones y tanteos. Las inseguras embarcaciones de entonces, no osaban aventurarse sin ver tierra, porque no tenían nada seguro que las guiase para volver; y causa risa saber que una de las razones por que no se atrevían a arriesgarse mar afuera, era el temor de llegar inadvertidamente más allá del límite del Océano, y de que el buque y la tripulación cayesen en el vacío! Aun cuando sabían que el mundo era esférico, todavía no se soñaba en la ley de gravitación; y se suponía que, si uno avanzaba demasiado lejos por la superficie de la esfera, corría el peligro de lanzarse al espacio.

No obstante, era general la creencia de que había tierra en aquel mar desconocido. Esa idea fué creciendo durante más de mil años, puesto que, en el siglo II de la era cristiana, empezó a creerse que había islas más allá de Europa. En tiempo de Colón, los cartógrafos ponían generalmente en sus burdos mapas algunas islas, que colocaban al azar en el «Mar de las Tinieblas».

Más allá de ese enjambre de islas, se suponía que se hallaba la costa oriental de Asia, y eso a no muy grande distancia porque el verdadero tamaño del globo se calculaba que era una tercera parte menor del que tiene realmente. La geografía estaba entonces en mantillas; pero atraía la atención y motivaba el estudio de muchísimos hombres afanosos de saber, y que eran muy ilustrados para su época. Cada uno de ellos trazaba un mapa según las suposiciones que le inspiraban sus estudios, y así resultaban los mapas muy distintos unos de otros.

En una cosa estaban todos conformes: en que había tierra hacia occidente. Algunos decían que unas pocas islas; otros que millares de islas; pero todos convenían en que había tierra. Así, Colón no inventó la idea; ésta era general antes de que él naciera. La cuestión no estriba en saber si había un Nuevo Mundo: sino en determinar si era posible o practicable el llegar hasta él, sin caer en el abismo, o sin encontrar otros peligros más horrendos. La gente decía que No; Colón dijo que ; y ese es su título de gloria. El no inventó la teoría, pero supo llevarla a la práctica; y aun lo que realizó materialmente, es menos notable que la fe que le sostuvo. No tuvo necesidad de enseñarle a Europa que había un nuevo país; pero sí le hizo creer que podía llegar hasta él; y esa fe en sí mismo y su tenaz valor en hacer que otros tuviesen fe en él, fué el rasgo más grande de su carácter. Requirió menos valentía el hacer la prueba final, que convencer al público de que no era una temeridad el intentarla.

Cristóbal Colón, como se le llamaba en su tiempo, nació en Génova (Italia), y fueron sus padres Domenico Colombo, cardador de lana, y Susana Fontanarossa. No se conoce con certeza el año de su nacimiento, pero vió probablemente la luz en 1446. Nada sabemos de su infancia, y muy poco de su vida de joven, aunque es seguro que era activo, arrojado y muy estudioso. Dicen que su padre le envió por algún tiempo a la Universidad de Pavía; pero sus estudios escolásticos no pudieron durar mucho tiempo. El mismo Colón nos dice que fué a navegar a los catorce años. En su calidad de marino, le fué fácil continuar los estudios que más le interesaban, como la geografía y otros análogos. Los detalles de sus primeros viajes son muy escasos; pero parece cosa cierta que navegó y tocó en Inglaterra, Islandia, Guinea y Grecia, con lo cual se consideraba entonces haber viajado más que hoy dando la vuelta al mundo; con este vasto conocimiento de hombres y de tierras, iba adquiriendo acerca de la navegación, la astronomía y la geografía, todo el saber que era posible en aquel tiempo.

Es interesante la conjetura de cómo y cuándo concibió Colón un proyecto de tan estupenda importancia. No debió ser sin duda, sino siendo ya un hombre maduro y de experiencia, no tan sólo como experto navegante, sino por su conocimiento de lo que habían hecho otros marinos. Hacía más de un siglo que se habían descubierto las islas de Madera y las Azores. El príncipe Enrique, el Navegante (gran patrocinador de las primeras exploraciones), enviaba dotaciones por la costa occidental del Africa; pues a la sazón ni siquiera se sabía lo que era la parte más baja de ese continente. Esas expediciones sirvieron de gran ayuda a Colón y contribuyeron a ensanchar los conocimientos del mundo. También es casi seguro que, cuando estuvo en Islandia, debió de oir algo acerca de los piratas escandinavos que habían estado en América. Dondequiera que fuese, su mente perspicaz hallaba algún nuevo aliento, directo o indirecto, para la gran resolución que casi inconscientemente se iba formando en su cerebro.

Por el año de 1473 Colón anduvo errante hasta Portugal; y allí hizo conocimientos que influyeron en su porvenir. Con el tiempo contrajo matrimonio con Felipa Moñiz, que fué la madre de su hijo y cronista Diego. Hay mucha incertidumbre respecto de su vida conyugal, y no se sabe si fué modelo de esposos o todo lo contrario. Por sus propias cartas se viene en conocimiento de que tuvo otros hijos, además de Diego; pero no se poseen más noticias acerca de ellos. Parece ser que su esposa era hija de un capitán de barco a quien llamaban el «Navegante», y cuyos servicios fueron premiados nombrándole primer gobernador de la recién descubierta isla de Porto Santo, cerca de las de Madera. Como la cosa más natural del mundo, fué Colón a visitar a su intrépido suegro; y tal vez fuese durante su estancia en Porto Santo cuando empezó a dar forma a su colosal pensamiento.

Tratándose de un hombre como aquel «genovés que buscaba un mundo», una resolución como esa, una vez formada, sería como flecha de púas: muy difícil de arrancar. Desde aquel día no tuvo descanso. La idea capital de su vida fué ir «¡hacia Occidente! ¡Hacia el Asia!», y empezó a trabajar para llevarla a cabo. Se asegura que, con intención patriótica, se apresuró a ir a su país natal para hacerle la primera oferta de sus servicios. Pero Génova no iba en busca de nuevos mundos, y rehusó el ofrecimiento. Entonces expuso sus planes a Juan II de Portugal. Al rey Juan le encantó la idea; pero un consejo de sus hombres más sabios le aseguró que el plan era ridículamente temerario. Pero después envió una expedición secreta, la que, una vez perdida la tierra de vista, se descorazonó y regresó sin resultado. Cuando Colón tuvo conocimiento de esta traición, se indignó de tal modo que salió inmediatamente para España e interesó allí a varios nobles, y por último a los mismos reyes, en sus audaces esperanzas. Pero después de tres años de profunda deliberación, una junta de geógrafos y astrónomos decidió que su plan era absurdo e irrealizable; no era posible llegar hasta las islas. Descorazonado, Colón salió para Francia; pero por suerte se detuvo en un monasterio de Andalucía, donde logró interesar al guardián, Juan Pérez de Marchena. Este monje había sido confesor de la reina, y, gracias a su urgente intercesión, los reyes al fin llamaron a Colón, el cual regresó a la Corte. Sus planes se habían agrandado de tal modo en su cerebro, que estaba casi desequilibrado, y parecía olvidar que sus descubrimientos eran sólo una esperanza y no un hecho positivo. Tenía, sin duda alguna, valor y perseverancia; pero en aquella ocasión hubiéramos querido verle un poco más modesto. Cuando el rey le preguntó en qué condiciones emprendería el viaje, contestóle: «Que se me nombre almirante antes de partir; que se me haga virrey de todas las tierras que descubra, y que se me dé una décima parte de todas las ganancias». ¡Desmedidas pretensiones, a la verdad, las que tenía el pobre hijo de un cardador de Génova para con el excelso rey de España!

Fernando rechazó en el acto esa atrevida exigencia; y en enero de 1492, Colón se hallaba camino de Francia para probar allí fortuna, cuando le alcanzó un mensajero que le hizo regresar a la Corte. Muy grande es nuestra deuda para con la buena reina Isabel, pues gracias a su gran interés personal, tuvo Colón la oportunidad de descubrir el Nuevo Mundo. Cuando todos los hombres de ciencia, fruncían el entrecejo, y los ricos negaban su apoyo, la inquebrantable fe de una mujer—ayudada por la Iglesia—salvó la Historia.

En pro y en contra de esa gran reina mucho se ha escrito, igualmente falto de razón. Algunos han querido hacer de ella una santa inmaculada—tarea sumamente difícil tratándose de un sér humano—, y otros la pintan como una mujer codiciosa, mercenaria y de ningún modo admirable. Ambos extremos son igualmente ilógicos y falsos; pero el último es el más injusto. La verdad es que todos los caracteres tienen más de una fase, y lo mismo en la Historia que en la vida real, hay comparativamente pocas figuras que se puedan santificar o condenar en absoluto. Isabel no era un ángel; era una mujer, y tenia sus debilidades como todas las mujeres. Pero era una mujer notable, una gran mujer, que merece nuestro respeto al par que nuestra gratitud. Puede afrontar la comparación de su carácter con el de la «Buena Reina Elisabet», y ha dejado un nombre mucho más grande en la Historia. No fué la sórdida ambición ni la codicia lo que le hizo prestar oídos al descubridor de mundos. Fué la fe, la simpatía y la intuición de una mujer, que tantas veces ha cambiado el curso de la historia y dado pie a las proezas de tantos héroes, quienes hubieran muerto desconocidos si hubiesen confiado en la más lenta, más fría y más interesada simpatía de los hombres.

Isabel tuvo la iniciativa, y asumió la responsabilidad. Tenía un reino propio, y su real esposo Fernando no creyó prudente embarcar las fortunas de Aragón en tan descabellada empresa: bien podía ella sufragar los gastos con cargo al reino de Castilla. Parece que Fernando lo veía con indiferencia; pero su reina rubia y de ojos azules, cuyo rostro gentil ocultaba un gran valor y determinación, la acogió con entusiasmo. Se le concedieron al genovés las condiciones que imponía, y el 17 de abril de 1492, firmaron Sus Majestades y Colón uno de los documentos más importantes en que se ha puesto la pluma. Si el lector pudiese ver ese precioso convenio, probablemente no adivinaría de quién es el autógrafo que está al pie, porque el jeroglífico de la firma de Colón, pondría hoy en grande aprieto al interventor de una casa de banca. La substancia de este famoso contrato era como sigue:

1.º Que Colón y sus herederos tuviesen por siempre el cargo de almirante en todas las tierras que él llegase a descubrir.

2.º Que él sería virrey y gobernador general en dichas tierras, con voz en el nombramiento de sus gobernadores subalternos.

3.º Que reservase para sí una décima parte de todo el oro, la plata, las perlas y demás tesoros que adquiriese.

4.º Que él y su lugarteniente fuesen los únicos jueces, junto con el gran almirante de Castilla, en los asuntos comerciales del Nuevo Mundo.

5.º Que tendría el privilegio de contribuir con una octava parte a los gastos de cualquiera otra expedición que se enviase a las nuevas tierras, con derecho a percibir entonces una octava parte de los beneficios.

Es lástima que la conducta de Colón en España no estuviese libre de una doblez que redundaba en su descrédito. Entró al servicio de España el dia 20 de enero de 1486. El 5 de mayo de 1487, los reyes de España le dieron tres mil maravedises «por un servicio secreto hecho a Sus Majestades»; y durante el mismo año recibió ocho mil maravedises más. Y, no obstante, después de esto ofreció secretamente sus servicios al rey de Portugal, el cual en 1488 le escribió a Colón una carta ofreciéndole la libertad del reino, a cambio de las exploraciones que hiciese en favor de Portugal. Pero esto no se llevó a cabo.

Es más fácil que el lector tenga noticias respecto al viaje, aquel viaje, que duró unos cuantos meses, pero cuya realización le costó al valeroso genovés cerca de 20 años de desaliento y de oposición. Fueron esos años de incesante lucha para convertir al mundo a su insondable sapiencia, lo que mostró el carácter de Colón más claramente que todo lo que hizo después que el mundo creyó en él.

Habiéndose vencido por fin las dificultades de obtener el consentimiento y el permiso oficial, no quedaba otro obstáculo que el de organizar la expedición. Esto era un asunto serio: pocos estaban dispuestos a embarcarse en una empresa tan loca como aquella se reputaba. Finalmente, a falta de voluntarios, hubo que llevar una tripulación por orden de la Corona; y con su nao, la «Santa María» y sus dos carabelas, la «Niña» y la «Pinta», tripuladas por hombres renuentes, estuvo al fin listo para hacerse a la mar el descubridor de un mundo.

Los exploradores españoles del siglo XVI

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