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III

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COLÓN EL DESCUBRIDOR

Salió Colón del puerto de Palos, el viernes 3 de agosto de 1492, a las 8 de la mañana, con 120 españoles a su mando. Ya sabe el lector cómo él y su valiente camarada Pinzón alentaron el decaído espíritu de su marinería, y cómo en la mañana del 12 de octubre vislumbraron por fin la tierra. No era el continente de América—que Colón no llegó a ver hasta cerca de 8 años más tarde—, sino la isla de Watling. Fué ese viaje el más largo que había hecho hombre alguno hacia el occidente, e ilustraba de un modo muy característico la suma de conocimientos a que había llegado la humanidad. Cuando los viajeros observaron las desviaciones de la aguja magnética, decidieron que lo que se desviaba no era la aguja, sino la estrella polar. Tenía tal vez Colón tantos conocimientos como cualquier otro geógrafo de su época; pero llegó a la conclusión de que la causa de ciertos fenómenos debía de ser el estar navegando sobre una corcova de la tierra. Esto se hizo más evidente en el viaje que realizó después al Orinoco, cuando halló una corcova todavía mayor y dedujo que el mundo debía tener la forma de una pera. Es interesante notar que, a no ser por un cambio accidental de su derrota, los viajeros hubieran encontrado la corriente del golfo que les hubiera llevado hacia el norte, en cuyo caso la parte que hoy ocupan los Estados Unidos hubiera sido el primer campo de la conquista de España.

El primer hombre blanco que vió la tierra del Nuevo Mundo, fué un simple marinero llamado Rodrigo de Triana, si bien el mismo Colón había divisado una luz la noche anterior. Aun cuando es probable—como verá el lector más adelante—que Cabot viese el continente de América antes que Colón (en 1497), fué Colón quien descubrió el Nuevo Mundo, tomó posesión de él como gobernador en nombre de España, y hasta fundó en él las primeras colonias europeas, construyendo y poblando con 43 hombres un pueblo que bautizó con el nombre de la Navidad, en la isla de Santo Domingo (o Española como él la llamaba), en diciembre de 1492. Además, si Colón no hubiese antes descubierto el Nuevo Mundo, Cabot nunca hubiera navegado.

Los exploradores fueron de isla en isla, encontrando en ellas muchas cosas notables. En Cuba, donde llegaron el 26 de octubre, descubrieron el tabaco, que no era conocido en los países civilizados, así como la desconocida batata. Estos dos productos, de cuyo valor no supo darse cuenta ninguno de los primeros exploradores, debían ser factores más importantes en los mercados monetarios y en las comodidades del mundo, que todos los tesoros de mayor brillo. También la hamaca y su nombre fueron conocidos por personas civilizadas después de ese primer viaje.

En marzo de 1493, después de un terrible viaje de regreso, Colón se halló de nuevo en España, comunicando la portentosa nueva a Fernando e Isabel, a quienes mostró sus trofeos de oro, algodón, pájaros de vistoso plumaje, plantas y animales raros, y hombres más extraños todavía, puesto que llevó nueve indios, que fueron los primeros americanos que se trasladaron a Europa. Agradecido su país adoptivo, confirió a Colón toda clase de honores. Debió de ser un hermoso espectáculo el que presentaba aquel alto, fornido, tostado y encanecido nuevo grande de España, montando a caballo junto al rey, y con esplendor casi regio, ante la asombrada Corte.

La grave y graciosa reina mostraba gran interés por los descubrimientos realizados y mucho entusiasmo para disponer otros nuevos. El Nuevo Mundo era un potente atractivo, para su inteligencia y su corazón de mujer; y en cuanto a los aborígenes, llegó a enfrascarse en muy meditados planes para su bienandanza. Después que Colón probó que se podía navegar de un lado a otro del mundo sin caer en el espacio «fuera del borde», se presentaron muchos imitadores[3]. Había llevado a cabo la obra de un genio, halló el camino, y había terminado su gran misión. Si se hubiese detenido allí, hubiera dejado un nombre más excelso, pues en todo lo que hizo después no demostró tener aptitudes.

Organizóse a toda prisa una segunda expedición, y el 25 de septiembre de 1493 salió Colón de nuevo, llevando esta vez mil quinientos españoles en diez y siete buques, con animales y utensilios para colonizar su Nuevo Mundo. Y entonces, con estrictas órdenes de la Corona de cristianizar a los indios y de darles siempre buenos tratos, Colón llevó consigo los doce primeros misioneros que fueron a América. El asombroso cuidado maternal de España por las almas y los cuerpos de los salvajes que por tanto tiempo disputaron su entrada en el Nuevo Mundo, empezó temprano y nunca disminuyó. Ninguna otra nación trazó ni llevó a cabo un «régimen de las Indias» tan noble como el que ha mantenido España en sus posesiones occidentales por espacio de cuatro siglos.

El segundo viaje se realizó luchando con mil y mil dificultades. Algunos de los buques eran inservibles y hacían agua, teniendo las tripulaciones que achicarlos continuamente.

Colón desembarcó por segunda vez en el Nuevo Mundo el 3 de noviembre de 1493, en la isla de la Dominica. Su colonia de La Navidad había sido destruída, y en diciembre fundó la ciudad de Isabela. En enero de 1494 construyó allí la primera iglesia que se erigió en el Nuevo Mundo. Durante esa misma estancia construyó también el primer camino.

Conforme antes hemos dicho, los primeros viajes a América no eran tan difíciles como el obtener los medios para realizarlos; y los riesgos del mar no eran nada comparados con los que existían después de llegar a tierra. Entonces fué cuando Colón experimentó los disgustos que obscurecieron el resto de su vida gloriosa. Si grande fué su genio como explorador, como colonizador fué un fracasado; y aun cuando fundó las primeras cuatro ciudades del Nuevo Mundo, sólo sirvieron para su mal. Sus colonos de Isabela no tardaron en amotinarse, y San Tomás, que fundó en Haití, no le dió mejor resultado. Las penalidades de sus continuas exploraciones en las Antillas alteraron su salud, y estuvo enfermo en Isabela cerca de medio año. A no ser por su audaz y diestro hermano Bartolomé, de quien tan poco se sabe, no se hubieran tenido tantas noticias de Colón.

En 1495, la Corona, justamente disgustada por la ineptitud del primer virrey del Nuevo Mundo, envió a Juan Aguado con la comisión de inspeccionar lo que allí ocurría. Esto era más de lo que Colón podía tolerar, y dejando a Bartolomé como Adelantado (rango que ahora no tiene equivalente y que era el de un oficial que mandaba en jefe una expedición de descubridores), Colón se apresuró a regresar a España y a sincerarse con sus soberanos. Volviendo a América tan pronto como le fué posible, descubrió por fin el continente de la América del Sur, el día primero de agosto de 1498; pero creyó en un principio que era una isla, y le puso el nombre de Zeta. Sin embargo, muy pronto llegó a la desembocadura del Orinoco, cuya caudalosa corriente le hizo deducir que regaba un continente.

Sintiéndose enfermo, volvió a Isabela, y allí se encontró con que los colonos se habían rebelado contra Bartolomé. Colón aplacó a los amotinados, enviándolos a España con unos cuantos esclavos, acto que no le honra y que sólo puede disculpar la época en que vivía. La buena reina Isabel se indignó de tal modo al saber esta barbaridad, que ordenó que se pusiese en libertad a los pobres indios, y envió a Francisco de Bobadilla, el cual aprehendió a Colón y a sus dos hermanos el año 1500 en la Española, y los embarcó, encadenados, para la Península. No tardó Colón en rehabilitarse con la Corona, y Bobadilla fué depuesto; pero con eso terminó el virreinato de Colón en el Nuevo Mundo. En 1502 emprendió su cuarto viaje; descubrió la Martinica y otras islas, y en 1503 fundó su cuarta colonia, a la que dió el nombre de Belén. Pero la desgracia se le venía encima. Después de más de un año de penalidades y trastornos, regresó a España, y allí murió el 20 de mayo de 1506.

En Valladolid se dió sepultura a los restos del descubridor de un mundo; pero varias veces fueron trasladados a distintos lugares. Se dice que están ahora sepultados en una capilla de la catedral de la Habana, al lado de los de su hijo Diego; pero no puede tenerse certeza de esto. Tampoco la hay para negar que tan preciosa reliquia se conservarse e inhumase en la isla de Santo Domingo, adonde realmente fueron conducidos desde España. De todos modos, se hallan en el Nuevo Mundo, descansando finalmente en paz en el seno de la América que descubrió.

No era Colón ni un hombre perfecto ni un tunante; aun cuando se le ha presentado bajo ambos aspectos. Era un hombre notable, y, teniendo en cuenta su época y su profesión, era un hombre bueno. A la fe del genio, reunía una maravillosa energía y tenacidad, y gracias a su testarudez pudo llevar a cabo una idea que ahora nos parece naturalísima, pero que entonces todo el mundo consideraba absurda. Mientras se limitó a la profesión a que se había dedicado y en la que probablemente ni tenía entonces quien le igualase, sus hechos fueron portentosos. Pero cuando, después de medio siglo de navegante, de repente se convirtió en virrey, vino a ser como el proverbial «marino en tierra»: se perdió por completo. En el desempeño de su nuevo cargo, fué poco práctico, tozudo y hasta perjudicial a la colonización del Nuevo Mundo. Se ha dado en la flor de acusar a los reyes de España de baja ingratitud para con Colón; pero esto es injusto. La culpa la tuvo él con sus propios actos, que hicieron necesarias y justas las rigurosas medidas de la Corona. No era buen administrador, ni tenía elevados principios morales, sin los cuales ningún gobernante puede ganar prestigio. Sus fracasos no eran debidos a bellaquería, sino a ciertas debilidades y a su ineptitud en general para el desempeño de su nuevo cargo, al cual, a sus años, le era difícil adaptarse.

Hay muchos retratos de Colón, pero probablemente ninguno se le parece. En su tiempo era desconocida la fotografía, y no sabemos que ninguno de sus retratos se tomase del natural. Todos los que se conocen, con una sola excepción, se hicieron después de su muerte, y todos de memoria o ajustándose a descripciones de su semblante. Se le representa alto e imponente, de aspecto severo, ojos grises, nariz aguileña, mejillas coloradas y pecosas y pelo cano, y gustaba de llevar el hábito gris de los misioneros franciscanos. Han quedado algunas de sus cartas originales, con su notable autógrafo, y un dibujo que se le atribuye.

Los exploradores españoles del siglo XVI

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