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IV
ОглавлениеHACIENDO GEOGRAFÍA
Mientras Colón navegaba de un lado a otro del Océano, entre el Viejo y el Nuevo Mundo descubierto por él, y construía ciudades y daba nombre a futuras naciones, Inglaterra parecía casi dispuesta a meter baza. Europa entera sintióse pronto conmovida por las extrañas noticias procedentes de España. Movióse entonces Inglaterra, valiéndose de un veneciano conocido por el nombre de Sebastián Cabot. El día 5 de marzo de 1496—cuatro años después del descubrimiento de Colón,—Enrique VII de Inglaterra expidió una patente a «Juan Gabote, ciudadano de Venecia» y sus tres hijos, autorizándoles para navegar hacia occidente en un viaje de exploración. Juan y su hijo Sebastián salieron de Bristol en 1497, y al nacer el día 24 de junio del mismo año vieron el continente de América,—probablemente la costa de Nueva Escocia;—pero nada más hicieron. Después de su regreso a Inglaterra, murió el viejo Cabot. En mayo de 1498 emprendió Sebastián su segundo viaje, que probablemente le llevó a la Bahía de Hudson y unos cuantos centenares de millas costa abajo. Hay pocas probabilidades en favor de la hipótesis de que llegase a ver parte alguna de lo que es hoy los Estados Unidos. Navegaba errante por los mares del Norte, de tal modo, que los 300 colonos que se llevó, perecieron de frío en el mes de julio.
Inglaterra no trató muy bien a su primer explorador, y en 1512 entró Cabot al servicio, más grato, de España. En 1517 salió para las posesiones españolas de las Antillas, y en ese viaje le acompañó un inglés llamado Tomás Pert. En agosto de 1526 volvió a salir Cabot con otra expedición española, con rumbo al Pacífico, ya descubierto por un héroe español; pero se amotinaron sus oficiales y se vió obligado a abandonar la empresa. Exploró el Río de la Plata en una extensión de mil millas, aproximadamente; construyó un fuerte en una de las bocas del Paraná, y exploró parte de dicho río y del Paraguay, pues la América del Sur había sido posesión española durante casi una generación. De allí regresó a España, y más tarde a Inglaterra, donde murió, por el año de 1557.
Se han perdido todos los mapas imperfectos que hizo Cabot del Nuevo Mundo, a excepción de uno que se conserva en Francia; y no ha quedado de ese navegante documento alguno. Cabot era un verdadero explorador y debe incluírsele en la lista de los primeros de América; pero como uno, cuyo trabajo fué infructuoso y sin consecuencias, y que vió el Nuevo Mundo, pero no hizo en él nada practico. Era hombre de gran valor y de tenaz perseverancia, y se le recordará siempre como descubridor de Terranova y del extremo superior del Continente norteamericano.
Después de Cabot, Inglaterra durmió una siesta de más de medio siglo. Cuando se despabiló, se encontró con que los despiertos hijos de España se habían esparcido por la mitad del Nuevo Mundo, y que hasta Francia y Portugal la habían dejado rezagada. Cabot, que no era inglés, fué el primer explorador que envió Inglaterra; y a éste siguieron Drake y Hawkins, y más tarde los capitanes Amadas y Barlow, con lapsos de setenta y cinco y ochenta y siete años respectivamente, durante los cuales una gran parte de los dos continentes había sido descubierta, explorada y poblada por otras naciones, de las que decididamente iba España a la cabeza. Colón, el primer explorador que envió España, no era español; pero con su primer descubrimiento se inició una corriente tan impetuosa y tan constante de exploradores nacidos en España, que en cien años hicieron más en América que todas las otras naciones de Europa juntas en los primeros trescientos años. Cabot vió, pero nada hizo; y tres cuartos de siglo después Sir John Hawkins y Sir Francis Drake—de quienes hacen las viejas historias grandes elogios, pero que se enriquecieron vendiendo infelices africanos como esclavos y con sus piraterías contra buques y ciudades indefensas de las colonias de España, con las que Inglaterra se hallaba en paz,—vieron los Antillas y el Pacífico, cuando hacía más de medio siglo que eran posesiones españolas. Drake fué el primer inglés que pasó por el Estrecho de Magallanes, y lo hizo sesenta años después que aquel heroico portugués lo descubriera y bautizara con su sangre y su vida. Drake fué probablemente el primero que vió la tierra que hoy llamamos Oregón, único descubrimiento que hizo de alguna importancia. Tomó posesión de Oregón para Inglaterra, con el nombre de «Nueva Albión»; pero la vieja Albión jamás fundó allí colonia alguna.
Sir John Hawkins, pariente de Drake, fué como éste un marino distinguido; pero no un verdadero descubridor ni explorador. Ninguno de los dos exploró o colonizó el Nuevo Mundo, y ninguno tampoco dejó en la historia de éste más honda impresión que si nunca hubieran nacido. Drake llevó a Inglaterra las primeras patatas; pero no se soñó siquiera en la importancia de tal descubrimiento hasta mucho tiempo después, y eso por otros hombres.
Los capitanes Amadas y Barlow, en 1584, vieron la costa en el Cabo Hatteras y la isla de Roanoke, y se alejaron de ella sin resultado permanente. Al siguiente año, Sir Richard Grenville descubrió el Cabo Fear, y de ahí no pasó. Siguieron las famosas, pero pequeñas expediciones de Sir Walter Raleigh a Virginia, al Orinoco y a Nueva Guinea, y los menos importantes viajes de John Davis al Noroeste, en 1585-87.
No debemos tampoco olvidar los infructuosos viajes del valiente Martín Frobisher a la Groenlandia, en 1576-81. No hubo más exploraciones de Inglaterra en América hasta el siglo XVII. En 1602, el capitán Gosnold costeó casi todo el litoral del Atlántico, particularmente alrededor del Cabo Cod; y hasta cinco años más tarde no empezó la ocupación del Nuevo Mundo por Inglaterra. La primera colonia inglesa que hizo gran papel en la historia—como no lo hizo Jamestown—fué la de los Padres Peregrinos, en 1602; y esos no vinieron con el objeto de inaugurar un mundo nuevo, sino para huir de la intolerancia del viejo. En realidad, como ha hecho notar Mr. Winsor, los sajones no tuvieron gran interés por América sino cuando empezaron a comprender que ofrecía oportunidades al comercio.
Pero, si volvemos los ojos a España, ¡cuánto no hizo en los cien años que pasaron después de Colón y antes del desembarco de los fugitivos ingleses en Plymouth Rock! En 1499 Vicente Yáñez de Pinzón, compañero de Colón, descubrió la costa del Brasil y reclamó dicho país en nombre de España; pero no dejó allí colonia alguna. Hizo sus descubrimientos cerca de las bocas del Amazonas y del Orinoco, y fué el primer europeo que vió el mayor río del mundo. Al año siguiente, Pedro Alvarez Cabral, portugués, fué arrojado a la costa del Brasil por una tormenta; tomó posesión en nombre de Portugal y fundó allí una colonia.
En cuanto a Américo Vespucio, el insignificante aventurero, cuya fama de tal modo eclipsa sus hechos, son en extremo dudosas sus pretensiones por lo que toca a América. Vespucio nació en Florencia, en 1451, y era un hombre instruído, pues su padre ejercía de notario y tenía un tío dominico que le enseñó humanidades. Fué dependiente de la gran casa de los Médicis, y hallándose a su servicio, lo enviaron a España en 1490. Estando allí, entró al empleo del comerciante que equipó la segunda expedición de Colón, el cual era un florentino llamado Juanoto Berardi. Cuando éste murió, en 1495, dejó sin terminar una contrata para equipar doce buques para la Corona; y se encargó a Vespucio que llevase a cabo la contrata. No hay razón alguna para creer que acompañase a Colón en su primero, ni en su segundo viaje. Según su propio relato, salió de Cádiz el día 10 de mayo de 1497, en una expedición española, y llegó al continente de América diez y ocho días antes de que lo viese Cabot. Es ridículo el supuesto de algunas enciclopedias de que Vespucio «probablemente se remontó por el norte hasta el cabo Hatteras». Hay pruebas innegables de que nunca vió ni una pulgada del Nuevo Mundo al norte del Ecuador. Volviendo a España a fines de 1498, se embarcó de nuevo el 16 de mayo de 1499, en compañía de Ojeda, con rumbo a Santo Domingo, y en ese viaje empleó unos diez y ocho meses. Salió de Lisboa en su tercer viaje, el 10 de mayo de 1501, con destino al Brasil. No es cierto, aun cuando lo digan las enciclopedias, que descubriese y diese nombre a la bahía de Río Janeiro: ambos honores pertenecen a Cabral, verdadero descubridor y explorador del Brasil y hombre de mucha más importancia histórica que Vespucio. El cuarto viaje de este último le llevó a Lisboa, el 10 de junio de 1503, a Bahía, y de allí a Cabo Frío, donde construyó un pequeño fuerte. En 1504 regresó a Portugal, y al año siguiente a España, donde murió en 1512.
La historia de estos viajes no tiene más fundamento que el propio relato de Vespucio, el cual no merece entero crédito. Es probable que no se hiciese a la mar en todo el año 1497, y es del todo cierto que no tuvo la menor participación en los verdaderos descubrimientos del Nuevo Mundo.
El nombre de «América» lo inventó y aplicó por primera vez en 1507 un mal informado impresor alemán, llamado Waldzeemüller, a cuyo poder llegaron los documentos de Vespucio. La historia está llena de injusticias; pero nunca se ha cometido otra mayor que ese bautismo de América. Con igual razón hubiera podido llamársela Valdzeemüllera. El primer mapa del Nuevo Mundo lo hizo el español Juan de la Cosa, en 1500[4], y ese mapa le parecería hoy muy raro a cualquier chico de la escuela. La primera geografía de América, que data de 1517, se debe a Enciso, un español.
Es grato pasar de un hombre harto ponderado y de hechos muy dudosos, a esos verdaderos pero casi desconocidos héroes portugueses que se llamaron Gaspar y Miguel Corte-Real. Gaspar salió de Lisboa el año 1500, y descubrió y dió nombre a Labrador. En 1501 se embarcó de nuevo en Portugal para el mar Artico, y no se le volvió a ver. Después de esperar un año, su hermano Miguel dirigió una expedición para rescatarlo; pero también él pereció, con todos sus hombres, entre los témpanos del mar del Norte. Un tercer hermano quiso salir en busca de los perdidos exploradores; pero se lo prohibió el rey, quien envió una expedición de dos buques para salvarlos: sin embargo, no se halló la menor huella de los valientes Corte-Reales ni de ninguno de sus hombres.
Tales fueron las exploraciones de América hasta fines de la primera década del siglo XVI: una serie de viajes atrevidos y peligrosos (de los cuales sólo hemos mencionado los más notables de la gran invasión española), que dieron como resultante el establecimiento de unas cuantas colonias efímeras pero importantes únicamente como un atisbo por las puertas del Nuevo Mundo. Las verdaderas penalidades y peligros, la verdadera exploración y conquista de las Américas, comenzaron con la década de 1510 a 1520: principio de una centuria de exploraciones y conquistas tales como jamás vió el mundo antes, ni ha vuelto a ver después. España lo hizo todo, salvo las heroicas pero comparativamente pequeñas hazañas de Portugal en la América del Sur, entre los sitios conquistados por España. El siglo XVI, en lo que afecta al Nuevo Mundo, no tiene paralelo en la historia militar, y produjo, o mejor dicho, desarrolló hombres tales que en sus proezas sobrepujaron en alto grado a cuantos conquistadores vinieron después. Nuestra parte del hemisferio jamás ha dado a la historia unos capítulos de conquista tan sorprendentes como los que grabaron, en los formidables y selváticos desiertos del sur, Cortés, Pizarro, Valdivia y Quesada, los más grandes dominadores de la América salvaje.
Hubo por lo menos otros cien héroes españoles en aquella época, desconocidos de la fama y enterrados en la obscuridad hasta que la verdadera historia les dé su bien ganada gloria. No hay motivo para creer que esos héroes olvidados fuesen más capaces de realizar grandes hazañas que nuestros Israel Putnams, Ethan Allens, Francis Marions y Daniel Boones; pero hicieron cosas mucho más grandes, espoleados por una mayor necesidad y en el momento perentorio. He dicho un centenar; pero realmente la lista es demasiado larga para ni siquiera catalogarla aquí; y el ocuparnos de sus más grandes cofrades, nos dará materia suficiente para llenar este libro. Ninguna otra nación madre, dió jamás a luz cien Stanleys y cuatro Julios Césares en un siglo; pero eso es una parte de lo que hizo España para el Nuevo Mundo. Pizarro, Cortés, Valdivia y Quesada tienen derecho a ser llamados los Césares del Nuevo Mundo, y ninguna de las conquistas, en la historia de América, puede compararse con las que ellos llevaron a cabo. Es sumamente difícil decir cuál de los cuatro fué el más grande; si bien para el historiador sólo hay una respuesta posible. La elección está, por de contado, entre Cortés y Pizarro, y durante mucho tiempo se ha hecho con error. Cortés fué el primero en el orden cronológico, y sus hechos se realizaron más cerca de nuestro país. Era un hombre muy ilustrado en su época y, como César, tenía la ventaja de saber escribir su propia biografía; mientras que su primo lejano Pizarro, no sabía leer ni escribir y firmaba con una cruz; notable contraste con la firma bien trazada y elegante, en aquella época, de Hernán Cortés. Pero Pizarro, que desde un principio tuvo la desventaja de su falta de instrucción; que se vió obligado a luchar con penalidades y obstáculos infinitamente mayores que Cortés, y supo conquistar un territorio tan grande como el de éste con una tercera parte de hombres, mucho más violentos y rebeldes, fué, sin duda alguna, el más grande de los españoles que fueron a América, y a la vez el más grande de los dominadores del Nuevo Mundo. Por esta razón, y porque ha sido tratado con tan supina injusticia, he escogido su maravillosa carrera, que se relatará más adelante, como ejemplo del supremo heroísmo de los primeros exploradores españoles.
Pero, si bien Pizarro fué el más grande, los cuatro citados son dignos de ser considerados como los Césares de América.
Lo cierto es que aquel grande hombre, pequeño y calvo, de la antigua Roma, que llena con sus hechos las páginas de la historia antigua, ninguna proeza llevó a cabo que superase las de cada uno de esos cuatro héroes españoles, los cuales, con unos pocos compatriotas harapientos en vez de las férreas legiones romanas, conquistaron cada uno un inconcebible desierto, tan salvaje como el que halló César, y cinco veces mayor. La opinión popular hizo durante mucho tiempo una gran injusticia a esos y otros de los conquistadores españoles, empequeñeciendo sus hechos militares por causa de la gran superioridad de sus armas sobre los indígenas, y acusándoles de crueles y despiadados en la exterminación de los aborígenes. La luz clara y fría de la verdadera historia nos los presenta de un modo muy distinto. En primer lugar, la ventaja de las armas apenas era otra cosa que una superioridad moral en inspirar el terror al principio entre los naturales, puesto que las tristemente toscas e ineficaces armas de fuego de aquella época, apenas eran más peligrosas que los arcos y las flechas que se les oponían. Su eficacia no tenía mucho mayor alcance que las flechas, y eran diez veces más lentas en sus disparos. En cuanto a las pesadas y generalmente dilapidadas armaduras de los españoles y de sus caballos, no protegían del todo a unos ni a otros contra las flechas de cabeza de ágata de los indígenas, y colocaban al hombre y al bruto en desventaja para luchar con sus ágiles enemigos en un lance extremo, además de ser una carga muy pesada con el calor de los trópicos. La «artillería» de aquellos tiempos era casi tan inútil como los ridículos arcabuces. En cuanto a su comportamiento con los indígenas, hay que reconocer que los que resistieron a los españoles fueron tratados con muchísima menos crueldad que los que se hallaron en el camino de otros colonizadores europeos. Los españoles no exterminaron ninguna nación aborígena—como exterminaron docenas de ellas nuestros antepasados[5]—y, además, cada primera y necesaria lección sangrienta iba seguida de una educación y de cuidados humanitarios. Lo cierto es que la población india de las que fueron posesiones españolas en América, es hoy mayor de lo que era en tiempo de la conquista, y este asombroso contraste de condiciones y la lección que encierra respecto del contraste de los métodos, es la mejor contestación a los que han pervertido la historia.
Sin embargo, antes de hablar de los grandes conquistadores, debemos bosquejar la vida aventurera y el fin trágico del descubridor del océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.
En uno de los más hermosos poemas escritos en lengua inglesa, se lee:
«Como el bravo Cortés, cuando con ojos de águila
Contemplaba al Pacífico, mientras sus hombres
Mirábanse absortos en raras conjeturas,
Silenciosos todos sobre un pico de Darién.»
Pero Keats se equivocó. No fué Cortés el primero que vió el Pacífico, sino Balboa, y cinco años antes de que Cortés sentase la planta en el continente de América.
Nació Balboa en la provincia de Extremadura, en 1475. Embarcóse, con Bastidas, con rumbo al Nuevo Mundo en 1501, y entonces vió Darién; pero se estableció en la isla Española. Nueve años después se trasladó con Enciso a Darién, y allí permaneció. La vida en el Nuevo Mundo era entonces muy turbulenta, y los primeros años de la de Balboa fueron muy movidos; pero tenemos que pasarlos por alto. Pronto hubo disturbios en la colonia de Darién. Enciso fué depuesto y llevado a España como prisionero, y Balboa tomó el mando. A su llegada a España, Enciso echó toda la culpa a Balboa, y consiguió que el rey condenara a éste por el delito de alta traición. Al saber esto, determinó Balboa dar un golpe maestro cuya resonancia le granjease de nuevo el favor del rey. Había oído a los indígenas hablar de otro océano y del Perú—los que no habían visto todavía ojos europeos,—y se hizo el propósito de hallarlos. En septiembre de 1513, se embarcó para Coyba con 190 hombres, y desde aquel punto, con sólo 90 que le siguieron, atravesó a pie el istmo hasta llegar al Pacífico, realizando uno de los viajes más horribles que puede imaginarse, por su longitud. Fué el 26 de septiembre de 1513 el día en que, desde la cima de una sierra, los harapientos y ensangrentados héroes contemplaron la inmensidad azul del mar del Sur, que no se llamó Pacífico hasta mucho tiempo después. Bajaron a la costa, y Balboa, vadeando el nuevo océano hasta la rodilla; blandiendo en alto su espada con la mano derecha, y con la izquierda el invicto pendón de Castilla, tomó posesión solemne de aquel mar en nombre del rey de España.
Los exploradores regresaron a Darién en 18 de enero de 1514, y Balboa envió a España una relación de su gran descubrimiento.
Pero Pedro Arias de Avila había ya salido de la madre patria para substituirle. Al fin la nueva de la proeza de Balboa llegó a conocimiento del rey, el cual le perdonó y le nombró Adelantado; y algún tiempo después casó el descubridor con la hija de Pedro Arias. Siempre con grandes planes, Balboa condujo el material necesario a través del istmo con muchísimo trabajo, y en las playas del azul Pacífico construyó dos bergantines, que fueron los primeros buques que se hicieron en las Américas. Con éstos tomó posesión de las islas de las Perlas, y después salió en busca del Perú; pero tuvo que retroceder por la fuerza de las tormentas, que pusieron un fin desastroso a su empresa. Su suegro, celoso del brillante porvenir de Balboa le llamó a Darién, engañándolo con un mensaje traicionero; y le prendió y lo hizo ejecutar públicamente el año 1517, acusándolo falsamente de alta traición. Tenía Balboa todo el temple de un gran explorador, y a no ser por la infame acción de Avila, es probable que hubiese alcanzado más altos honores. Su valor era pura audacia, y su energía incansable; pero fué imprudente y descuidado en su actitud con respecto a la Corona.