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CAPÍTULO DE LA CONQUISTA

Mientras el descubridor del mayor de los océanos estaba aún tratando de averiguar sus lejanos misterios, un guapo, atlético y gallardo joven español, que estaba destinado a hacer mucho más ruido en la historia, empezaba a dar que hablar desde los umbrales de América, de cuyos reinos centrales debía ser más tarde el conquistador.

Hernando Cortés pertenecía a una noble y empobrecida familia española, y nació en Extremadura diez años después que Balboa. A la edad de 14 años lo enviaron a estudiar leyes a la ciudad de Salamanca; pero el espíritu aventurero del hombre se manifestaba con fuerza en el endeble muchacho, y a los dos años salió de aquel centro y se fué a su hogar con la determinación de entregarse a una vida errabunda. No se hablaba de otra cosa que de Colón y de su Nuevo Mundo, y ¿qué joven arriscado podía quedarse entonces en España para bucear en enmohecidos libros de leyes? Ciertamente no era de esos el impertérrito Hernando.

Accidentes imprevistos impidiéronle acompañar dos expediciones para las cuales se había preparado; pero al fin, en 1504, se hizo a la vela con rumbo a Santo Domingo, nueva colonia de España, en la que prestó tan buenos servicios, que el comandante Ovando le ascendió varias veces, alcanzando la fama de ser un soldado modelo. En 1511 acompañó a Velázquez a Cuba, y fué nombrado alcalde de Santiago, donde ganó nuevo prestigio por su valor y firmeza en circunstancias muy críticas. Entre tanto, Francisco Hernández de Córdoba, descubridor de Yucatán, héroe del que debemos limitarnos a hacer esta breve mención, había anunciado su importante descubrimiento. Un año después, Grijalba, teniente de Velázquez, había seguido el derrotero de Córdoba, remontándose más al norte, hasta que por fin descubrió Méjico. No hizo, sin embargo, esfuerzo alguno para conquistar o colonizar la nueva tierra, lo cual indignó tanto a Velázquez, que degradó a Grijalba y confió la conquista a Cortés.

El ambicioso joven se embarcó en Santiago de Cuba el 18 de noviembre de 1518, con menos de 700 hombres y 12 pequeños cañones de los llamados falconetes. Apenas se había alejado del puerto, Velázquez se arrepintió de haberle dado tan buena ocasión de distinguirse, y en seguida envió fuerza para arrestarlo y conducirlo a su presencia. Pero Cortés era el ídolo de su pequeño ejército y, seguro de su afecto, se resistió a los emisarios de Velázquez y se mantuvo firme en su empresa. Desembarcó en la costa de Méjico el 4 de marzo de 1519, cerca de lo que es hoy la ciudad de Veracruz, que él fundó y fué la primera ciudad europea en el continente de América al sur de Méjico.

El desembarco de los españoles causó tanta sensación como causaría hoy la llegada a Nueva York de un ejército procedente del planeta Marte.

Los aterrorizados indígenas[6] no habían visto nunca un caballo (porque fueron los españoles los primeros que llevaron al Nuevo Mundo caballos, carneros y otros animales domésticos), y juzgaron que aquellos extraños y pálidos recién venidos, que iban sentados en bestias de cuatro patas y llevaban camisas de hierro y palos que despedían truenos, sin duda debían de ser dioses.

Allí se exaltó la imaginación de los aventureros con áureas leyendas de Montezuma, mito que no engañó a Cortés más paladinamente de lo que ha engañado a algunos historiadores modernos, quienes parecen no saber distinguir entre lo que oyó Cortés y lo que halló en realidad. Le dijeron que Montezuma—cuyo nombre propiamente es Moctezuma, o bien Motecuzoma, que significa «Nuestro Airado Jefe»,—era «Emperador» de Méjico, y que treinta «Reyes», llamados caciques, eran sus vasallos; que poseía incalculables riquezas y un poder absoluto, y que su morada resplandecía entre oro y piedras preciosas. Hasta algunos amenos historiadores han caído en el desatino de aceptar como verdaderas estas imposibles leyendas. Nunca ha habido en Méjico más que dos emperadores: Agustín de Itúrbide y el infortunado Maximiliano; ambos en el siglo XIX. Moctezuma no fué emperador, ni siquiera rey de Méjico. La organización social y política de los antiguos mejicanos era exactamente igual a la de los indios llamados «Pueblo» de Nuevo Méjico en la época actual: una democracia militar, con una poderosa y complicada organización religiosa, que ejerce su «poder detrás del trono». Moctezuma era simplemente el Tlacatécutle, o sea el jefe guerrero de los Nahuatl (que así se llamaban los antiguos mejicanos), y no era ni el supremo ni el único ejecutivo. De su ignominioso fin puede fácilmente deducirse cuán poca era su importancia[7].

Cuando hubo fundado Veracruz, Cortés se hizo elegir gobernador y capitán general (que era el más alto grado militar) de aquel nuevo país; y después de quemar sus naves, como el famoso general griego, para hacer imposible la retirada, empezó su marcha a través del imponente desierto que se extendía ante su vista.

Entonces fué cuando Cortés empezó a dar muestras del genio militar que le colocó a mayor altura que los demás exploradores de América, excepción hecha de Pizarro. Con sólo un puñado de hombres, pues había dejado parte de sus fuerzas en Veracruz al mando de su teniente Escalante, en una tierra desconocida, poblada de enemigos poderosos e indómitos, de poco le hubiera servido el valor y la fuerza bruta. Pero, con una diplomacia tan rara como brillante, descubrió los puntos débiles de la organización de los indios; fomentó la división que causaban los celos entre las tribus; hizo aliados suyos de los que secreta o abiertamente se oponían a la federación de tribus de Moctezuma—liga algo parecida a las Seis Naciones de nuestra propia historia,—y de este modo redujo en gran manera las fuerzas que tenía que combatir. Después de derrotar a las tribus de Tlaxcala y Cholula, Cortés llegó por fin a la extraña ciudad lacustre de Méjico, con su escasa tropa española engrosada con 6,000 aliados indios. Moctezuma lo recibió con gran ceremonia; pero sin duda con intención traicionera. Mientras él obsequiaba a sus visitantes en una gran casa de adobe—no un «palacio», como dicen las historias, porque no había ningún palacio en Méjico,—uno de los subjefes de su liga atacó la pequeña guarnición de Escalante en Veracruz, y mató a varios españoles, incluso al mismo Escalante. La cabeza del teniente español fué enviada a la ciudad de Méjico, porque los indios que vivían al sur de lo que es hoy los Estados Unidos, no se contentaban con quitar el cuero cabelludo a un enemigo, sino que le cortaban la cabeza. Esto fué un terrible desastre, no tanto por la pérdida de unos cuantos hombres, sino porque demostraba a los indios (que era lo que querían probar los mensajeros) que los españoles no eran dioses inmortales, sino que se les podía matar como a los demás hombres.

Cuando Cortés se enteró de la triste nueva, vió en el acto el peligro que corría, y dió un golpe audaz para salvarse. Ya había hecho fortificar de un modo seguro el edificio de adobe en que estaban acuartelados los españoles, y entonces, yendo de noche con sus oficiales a la casa del jefe guerrero, se apoderó de Moctezuma y amenazó matarle si no entregaba en el acto los indios que habían atacado a Veracruz. Moctezuma los entregó y Cortés los hizo quemar en público. Esto fué un acto cruel; pero era sin duda necesario para causar una viva impresión a los indígenas, so pena de ser aniquilados por ellos. No hay apología posible para esa barbaridad; sin embargo, es justo medir a Cortés por el rasero de aquel tiempo, y entonces reinaba la crueldad en todo el mundo.

Al llegar aquí, es divertido leer en algunos pretenciosos libros de texto que «Cortés hizo encadenar a Moctezuma y le obligó a pagar un rescate de seiscientos mil marcos de oro puro y una inmensa cantidad de piedras preciosas». Esto se halla de acuerdo con las fábulas imposibles que llevaron engañosamente a tantos exploradores a la desilusión y la muerte, y es una buena muestra del brillo de oro con que algunos historiadores, igualmente crédulos, rodean a la naciente América. Moctezuma no compró su rescate; jamás volvió a gozar de libertad, y no pagó cantidad alguna en oro; en cuanto a piedras preciosas, tal vez tuviese unos pocos granates y turquesas verdes de escaso valor, y quizá hasta alguna esmeralda, pero nada más.

En este momento crítico de su carrera, Cortés se vió amenazado desde otro punto. Llególe la noticia de que Pánfilo de Narváez, de quien nos ocuparemos más adelante, había desembarcado con 800 hombres, con el objeto de arrestar a Cortés para llevárselo prisionero por su desobediencia a Velázquez. Pero aquí se mostró de nuevo el genio del conquistador de Méjico, y lo salvó. Marchando contra Narváez con 140 hombres, lo hizo prisionero; alistó bajo su bandera a los 800 que habían venido a arrestarle, y apresuradamente regresó a la ciudad de Méjico.

Allí encontró que de día en día se ponía la situación más amenazadora. Alvarado, a quien había confiado el mando, provocó al parecer un conflicto atacando un baile de los indios. Por cruel que esto parezca, y como tal se ha censurado, no fué más que una necesidad militar, reconocida así por todos los que realmente conocen a los aborígenes, aun en nuestros días. Los historiadores de gabinete han descrito a los españoles como si hubiesen sorprendido villanamente un festival del país; pero esto es simplemente por ignorancia del asunto. Una danza india no es un festival; es, generalmente, y lo era en aquel caso, un macabro ensayo de matanza. Un indio nunca baila por diversión, y a menudo sus bailes tienen más grave intento que el de divertir a otros. En una palabra, Alvarado, viendo que los indios se dedicaban a un baile que evidentemente no era otra cosa que el preludio supersticioso de una carnicería, quiso arrestar a los hechizadores y a otros jefes del cotarro. Si lo hubiese logrado, nada habría sucedido, al menos por algún tiempo. Pero los indios eran demasiado numerosos para su pequeña fuerza, y los belicosos cabecillas pudieron escaparse.

Cuando regresó Cortés con sus 800 hombres, tan raramente reclutados, se encontró con que la ciudad había cambiado de aspecto, y que sus hombres estaban sitiados en sus cuarteles. Los indios dejaron tranquilamente que Cortés entrase en la trampa, y después la cerraron de modo que no había escapatoria. Allí estaban unos cuantos centenares de españoles encerrados en su prisión, y los cuatro canales, que eran las únicas vías para llegar a ella (porque la ciudad de Méjico era entonces una Venecia americana), estaban atestados de muchos millares de enemigos.

El indio rara vez se excusa por un fracaso; y los Nahuatl habían ya elegido un nuevo capitán de guerra, llamado Cuitlahuátzin, para reemplazar al inepto Moctezuma. Este continuaba prisionero, y cuando los españoles le hicieron salir a la azotea para que hablase en favor suyo, la furiosa muchedumbre de indios lo mató a pedradas. Entonces, al mando de su nuevo caudillo, atacaron a los españoles con tal furia, que ni los toscos falconetes, ni los más toscos fusiles de chispa, fueron parte a resistirlos, y no tuvieron los españoles más remedio que abrirse paso a lo largo de uno de los canales, en una última y desesperada lucha por la vida. El principio de aquella retirada de seis días, fué una de las páginas más dolorosas que la historia de América. Aquella fué la NOCHE TRISTE, tan celebrada en los romances y relatos españoles. Los sucesos de tan terrible noche, robaron para siempre la dicha de muchos hogares de la madre Patria, y las burbujas de sangre que cubrieron el lago Tezcuco, llevaron el luto y el dolor a muchos amantes corazones. En aquellas pocas horribles horas, perecieron dos terceras partes de los conquistadores, y los enloquecidos indios persiguieron a los heridos supervivientes por encima de más de 800 cadáveres españoles.

Después de una terrible retirada de seis días, ocurrió la importante batalla en los llanos de Otumba, donde se vieron los españoles enteramente cercados; pero se abrieron paso tras una desesperada lucha cuerpo a cuerpo, que realmente decidió la suerte de Méjico. Cortés marchó a Tlaxcala, levantó un ejército de indios que eran hostiles a la federación, y con su ayuda puso sitio a aquella ciudad. Duró el asedio setenta y tres días, y fué el más notable que registra la historia de toda la América. Ocurrían todos los días luchas sangrientas. Los indios se defendieron con denuedo; pero al fin el genio de Cortés triunfó, y el día 13 de agosto de 1521, entró victorioso en la segunda de las grandes ciudades del Nuevo Mundo.

Estas asombrosas proezas de Cortés, aquí tan brevemente esbozadas, despertaron en España una admiración sin límites, haciendo que la Corona condonase su insubordinación a Velázquez. Las quejas de éste fueron desoídas y Carlos V nombró a Cortés gobernador y capitán general de Méjico, además de hacerle marqués del Valle de Oaxaca y otorgarle una considerable pensión.

Investido y seguro con esta alta autoridad, Cortés sofocó un complot contra él, y mandó ejecutar al nuevo caudillo y a muchos de los caciques, que no eran potentados, sino oficiales religioso-militares, cuyo ascendiente sobre las supersticiones de los indios les hacían peligrosos.

Pero Cortés, cuyo genio brillaba más cuanto más insuperables parecían las dificultades y peligros que se le presentaban, tropezó en lo que ha causado la caída de muchos: el éxito. Al contrario de su analfabeto, pero más noble y más grande primo Pizarro, la prosperidad le dañó y le hizo perder la cabeza y el corazón. A pesar de los juicios poco estudiados de algunos historiadores, Cortés no fué un conquistador cruel. No tan sólo era un gran genio militar, sino que trataba con mucha clemencia a los indios, y era muy querido de ellos. La llamada carnicería de Cholula, no fué una mancha en su carrera, como algunos han pretendido. La verdad, reivindicada al fin por la historia exacta, es como sigue: Los indios lo habían atraído traidoramente a una trampa, so pretexto de amistad. Era ya demasiado tarde para una retirada, cuando averiguó que los indígenas intentaban atacarle. Y al ver el peligro que corría, no halló más que una escapatoria, esto es, sorprender a los que intentaban sorprenderle; caer sobre ellos antes de que estuviesen listos para caer sobre él; y esto es precisamente lo que hizo. Lo de Cholula es simplemente el caso del que fué por lana y salió trasquilado.

No, Cortés no era cruel con los indios; pero, tan pronto como vió asegurado su poder, se hizo un tirano cruel para sus propios compatriotas, un traidor a sus amigos y hasta a su propio rey, y lo que es peor, un desalmado asesino. Hay pruebas evidentes de que hizo «desaparecer» a varias personas que cerraban el paso a su desmedida ambición; y la infamia que colmó la medida fué el mal trato que dió a su esposa. Tuvo Cortés mucho tiempo por amante a la hermosa india Malinche; pero, después que conquistó a Méjico, su legítima esposa fué a dicho país para compartir con él su fortuna. Mas el amor que le profesaba no era tan grande como su ambición, y ella se lo estorbaba. Por fin, se la halló una mañana estrangulada en su lecho.

Obcecado por su ambición, proyectó rebelarse abiertamente contra España y declararse emperador de Méjico. La Corona husmeó este lindo plan, y envió emisarios que se incautaron de sus bienes, hicieron prisioneros a sus hombres y se dispusieron a desbaratar sus planes secretos. Cortés se apresuró audazmente a volver a España, donde se presentó a su soberano con gran esplendor. Carlos V le dispensó buena acogida, y le condecoró con la ilustre orden de Santiago, patrón de España. Pero su estrella estaba ya declinando, y aun cuando se le permitió volver a Méjico, aparentemente con el mismo poder, desde entonces fué vigilado y nada hizo ya que pudiese compararse con sus primeros y portentosos hechos. Habíase vuelto muy poco escrupuloso, en extremo vengativo y sobradamente peligroso para dejarle en plena autoridad, y al cabo de pocos años se vió obligada la Corona a nombrar un virrey para desempeñar el gobierno civil de Méjico, dejando a Cortés solamente el mando militar, con el permiso de hacer nuevas conquistas. En el año 1536, Cortés descubrió la Baja California, y exploró parte de su golfo. Al fin, disgustado por su posición inferior, donde antes había sido supremo, volvió a España, donde el rey le recibió muy fríamente. En 1541 acompañó a su soberano a Argel como agregado, y se portó bizarramente en aquellas guerras. Sin embargo, al regresar de nuevo a España se vió abandonado. Se cuenta que un día en que Carlos V iba a un acto de ceremonia, Cortés montó en el estribo de la regia carroza, resuelto a que se le oyera.

«—¿Quién sois?»—preguntó el rey malhumorado.

«—Soy»—replicó el altivo conquistador de Méjico,—«un hombre que ha dado a V. M. más provincias que ciudades le dejaron sus abuelos.»

Sea o no verdad esta anécdota, ilustra gráficamente la arrogancia y los servicios de Cortés. Faltábale el modesto equilibrio de la grandeza verdaderamente grande, como le faltaba a Colón. La presunción de uno y otro, no hubiera sido posible para aquel hombre más grande que ambos: el discreto Pizarro.

Al fin, disgustado, Cortés se retiró de la Corte, y el día 2 de diciembre de 1554, el hombre que había sido el primero en abrir el interior de América al mundo, falleció cerca de Sevilla.

Algunos exploradores hubo en la América del Sur cuyas proezas fueron tan asombrosas como las de Cortés en Méjico. La conquista de los dos continentes fué casi contemporánea, e igualmente notable por el más elevado genio militar, el más impertérrito valor, y por haber salvado peligros espantosos y penalidades que eran casi sobrehumanas.

Francisco Pizarro, el analfabeto pero invencible conquistador del Perú, tenía 15 años más que su bizarro primo Cortés, y nació en la misma provincia de España. Empezóse a hablar de él en América en el año 1510. Desde 1524 a 1532, estuvo haciendo esfuerzos sobrehumanos para llegar a la desconocida y aurífera tierra del Perú, venciendo obstáculos que ni siquiera Colón los había encontrado iguales, y arrostrando peligros y penalidades mayores que los que sufrieron César y Napoleón. Desde 1532 hasta su muerte, acaecida en 1541, ocupóse en conquistar y explorar aquel enorme país, y fundar una nueva nación entre sus feroces tribus, luchando no sólo con numerosas hordas de indios, sino también con hombres desalmados de su séquito, a manos de los cuales pereció traidoramente. Pizarro halló y dominó el país más rico de Nuevo Mundo, y, no obstante sus incomparables sufrimientos, vió realizados, más que ninguno de los otros conquistadores, los sueños dorados que todos perseguían. Probablemente ninguna otra conquista, en la historia del mundo, produjo tan rápida y deslumbradora riqueza, y ciertamente ninguna se compró más cara en punto a penalidades y heroísmo. Algunos historiadores ignorantes de los hechos reales, y obcecados por el prejuicio, han tratado muy injustamente la conquista de Pizarro; pero esa historia maravillosa, cuyos detalles relataremos más adelante, está depurándose y poniéndose en su lugar, como uno de los hechos más estupendos y atrevidos de la Historia. Es la de un héroe a quien todos los verdaderos americanos, jóvenes o viejos, harán justicia de buen grado. Por mucho tiempo se nos ha presentado a Pizarro como un conquistador sanguinario y cruel, como un hombre egoísta, inmoral y peligroso; pero bajo la clara y verdadera luz de la historia de los hechos, destaca ahora como uno de los más grandes hombres, hijos de su propio esfuerzo, y que, considerando las circunstancias que le rodearon, merece el mayor respeto y admiración por la figura que de sí mismo supo labrar. La conquista del Perú no causó ni con mucho tanto derramamiento de sangre como la sujeción final de las tribus indias de Virginia. Escasamente hizo tantas víctimas de peruanos como la guerra del «rey Philip»[8] y fué mucho menos sanguinaria, porque era más abierta y honrosa que cualquiera de las conquistas de Inglaterra en la India Oriental. En el Perú, los más cruentos sucesos ocurrieron después de la conquista, cuando los españoles empezaron a pelear unos contra otros, y entonces Pizarro no fué el agresor, sino la víctima. Todo se debió a la traición de sus propios aliados, de los hombres a quienes había procurado fama y fortuna. Sus conquistas se extendieron en una comarca tan vasta como los Estados de California, Oregón y una gran parte del de Washington, o como nuestro litoral desde Nueva Escocia a Port Royal y 200 millas tierra adentro, y en una tierra donde había abundantes indios mejor organizados y más adelantados del hemisferio Occidental; y esto lo llevo a cabo con menos de 300 hombres harapientos y desgarbados. ¡A tal grandeza llegó el pobre, ignorante y desvalido porquero de Trujillo! Fué uno de los grandes capitanes que han existido, y casi tan noble como organizador y como ejecutivo de un nuevo imperio, que fué el primero en la costa del Pacífico de la América del Sur.

Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, sometió aquel vasto territorio de los crueles araucanos con un «ejército» de doscientos hombres. Estableció la primera colonia en Chile en 1540, y en el mes de febrero siguiente fundó la actual ciudad de Santiago de Chile. De sus largas y encarnizadas guerras con los araucanos no hablaremos aquí por falta de espacio. Fué muerto por los indígenas el día 3 de diciembre de 1553, con casi todos sus hombres, después de una desesperada e indescriptible lucha.

No tenemos aquí bastante espacio para relatar los portentosos hechos que ocurrieron en el continente del sur o en la parte inferior de la América del Norte: la conquista de Nicaragua, por Gil González Dávila, en 1523; la conquista de Guatemala, por Pedro de Alvarado, en 1524; la de Yucatán, por Francisco de Montijo, que empezó en 1526; la de Nueva Granada, por Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1536; las conquistas y exploración de Bolivia, del Amazonas y del Orinoco (hasta cuyas cataratas habían penetrado los españoles en 1530, con casi sobrehumanos esfuerzos); las incomparables guerras con los araucanos en Chile (por espacio de dos siglos), con los tarrahumares en Chihuahua, con los tepehuenes en Durango y los indómitos yaquis en el noroeste de Méjico las proezas del capitán Martín de Hurdaile (el Daniel Boone de Sinaloa y Sonora), y de centenares de otros desconocidos españoles, que hubieran alcanzado renombre universal, si hubiesen sabido de ellos los trompeteros de la fama.

Los exploradores españoles del siglo XVI

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