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2. Oigo voces

Una bala rebota en la frente del sospechoso y la agente que la dispara se ve envuelta en una lucha sangrienta por su vida.

Aquel pandillero de veinticinco años tuvo un papel destacado en la vida de la agente Candace Milovich-Fitzsimmons durante menos de dos minutos. En un abrir y cerrar de ojos, logró cambiar la visión que la agente tenía del oficio policial para siempre.

—No es algo que yo buscara —dice Candace—. Me encontró a mí.

Si su sargento en la policía de Chicago hubiese sido un poco más permisivo, la agente jamás se habría visto en aquel trance.

Sobre las once menos cuarto de la noche de un gélido lunes, después de haber trasladado a un detenido a petición de un grupo de intervención rápida, Milovich-Fitzsimmons y su joven compañero, Matt Blomstrand, estaban matando el tiempo en las inmediaciones de su comisaría en el distrito noroccidental de la ciudad con la esperanza de que los dejasen marcharse a casa un poco más temprano, dado que solo faltaba un cuarto de hora para el final de su turno. «Aún es temprano —les dijo su sargento—. Volved a salir.» Y eso hicieron, con Milovich-Fitzsimmons al volante.

Cuando se aproximaban a un cruce a unas pocas manzanas de la comisaría, un Ford Explorer negro les llamó la atención en un callejón. «Iba a diez o quince kilómetros por hora como mucho —recuerda la agente—. Pegaba acelerones y luego frenaba, como si estuvieran jugando con las marchas, y la bocina sonaba a todo trapo».

Una pelea de pareja, pensaron, y siguieron circulando. «Pero entonces tuvimos remordimientos y empezamos a buscar el coche.» Lo encontraron enseguida en una calle mal iluminada de un barrio compuesto principalmente de pequeñas casas unifamiliares.

Cuando los agentes se colocaron detrás del vehículo, un hombre salió escopeteado por la puerta trasera del lado del acompañante, corrió unos cuantos metros, de pronto pareció cambiar de opinión, corrió de vuelta al todoterreno e intentó subirse al tiempo que este avanzaba a trompicones.

Los pilotos de freno no funcionaban y la tercera vez que el Ford Explorer se detuvo bruscamente el coche patrulla le dio por detrás.

Lo que la pareja de policías había interrumpido solo se descubriría después de que Milovich-Fitzsimmons sufriera el encuentro más violento en sus diez años de carrera como policía. Por lo que pudieron averiguar después, el conductor, el tipo que había intentado meterse de nuevo en el vehículo y otro mexicano que ocupaba el asiento trasero eran miembros de la banda callejera Spanish Cobras. El cuarto ocupante, en el asiento del acompañante, era un varón de treinta y tres años que tan solo unos minutos antes volvía a su casa del trabajo con una botella de leche para su familia.

En ese instante, un joven que pasaba por la calle con un bastón le había llamado y le había rogado insistentemente que le llevara en coche a algún lado. El objetivo tuvo «un mal presentimiento» al ver a aquel joven, así que en vez de poner en peligro la seguridad de su familia temiéndose que fueran a entrarle en casa, decidió «sacrificarse» y aceptó ir con él. Cuando ambos llegaron a la altura del Explorer del desconocido, dos individuos aparecieron de entre las sombras, metieron a la víctima en el todoterreno y se marcharon con su captura. Por lo visto, su plan era pedir un rescate.

Según se supo después, los agresores le robaron a la víctima trescientos cincuenta dólares y un teléfono móvil dentro del coche y luego lo apalearon por turnos a base de puñetazos y bastonazos. Los investigadores creen que abandonaron la idea del secuestro y decidieron ir a una zona industrial desierta que había en el mismo barrio y asesinarle allí.

Los trompicones que daba el coche eran culpa de la víctima, quien intentaba agarrar la palanca de cambio y activar el bloqueo de aparcamiento del motor.

Cuando el coche patrulla colisionó con el Explorer, el chaval que estaba fuera y el que iba al volante decidieron largarse por patas. Milovich-Fitzsimmons avisó por radio que iniciaba una persecución a pie y echó a correr detrás del conductor. Su compañero, Blomstrand, tardó en salir de la unidad porque el golpe había atascado su puerta. Cuando por fin pudo salir por la ventanilla, Milovich-Fitzsimmons había desaparecido en la oscuridad.

Blomstrand, con menos de tres años al pie del cañón, se concentró en los dos vehículos, que todavía tenían los motores en marcha, en la víctima de la paliza que rodó fuera del todoterreno como un saco de patatas ensangrentado, y en el mexicano que permanecía dentro y estaba intentando escapar por la puerta de atrás.

Entretanto, Milovich-Fitzsimmons se vio envuelta en una serie de choques cada vez más peligrosos con el conductor, que tenía veinticinco años de edad, como pudo comprobarse después.

Para empezar, lo alcanzó en un paseo ajardinado y lo derribó haciendo que quedara a gatas sobre el asfalto. Había conseguido agarrarlo de la chaqueta, pero, antes de poder inmovilizarlo con una llave, el chaval se puso de pie, se desembarazó fácilmente de la chaqueta y volvió a huir. «Por eso los miembros de las bandas nunca llevan abrochada la chaqueta —explica la agente—. Y suelen llevar dos encima para no quedarse en mangas de camisa si tienen que escurrirse de una.»

La persecución a pie continuó por una pasarela «completamente a oscuras» que pasaba entre dos casas unifamiliares. Milovich-Fitzsimmons volvió a alcanzar al sospechoso detrás de unos garajes y lo empujó contra una valla de hierro forjado. «¡Al suelo!», le gritó.

En vez de ello, «el chaval se da la vuelta de repente y empieza a pegarme». Durante la pelea, el micro se desprende de su hombro y le cuelga entre las piernas, haciendo imposible que se comunique con la central para pedir ayuda.

Milovich-Fitzsimmons no sintió ningún miedo. Con un decenio de experiencia a sus espaldas, la agente de treinta y nueve años, una rubia en buena forma y con fama de ser dura pero justa, estaba acostumbrada a tener refriegas con sospechosos y nunca se había encontrado en una situación que se le fuera de las manos. «Estaba pensando con claridad, dándome órdenes básicas para no perderle la cara a la situación. Eso sí, no entendía por qué estaba tan violento.» Sin saber nada del secuestro, la agente imaginó que se trataba de un ladrón de coches más.

En cierto momento, Milovich-Fitzsimmons logró agarrar a su adversario por la camisa y este tropezó y cayó al suelo. «¡Quédate ahí!», le gritó ella. Él levantó las manos un instante y, «tambaleándose sobre el culo», miró detrás de la agente; evidentemente, quería comprobar si el otro policía había llegado. Entonces, se abalanzó sobre ella, agarró la culata de la Smith & Wesson de 9 mm que la agente llevaba enfundada y la usó como asidero para levantarse.

«Noté que la cinta superior saltaba y la pistolera quedaba abierta —recuerda Milovich-Fitzsimmons—. Era la primera vez que veía amenazada mi arma. Pensé que me había metido en un buen lío.»

En sus propias palabras, afirma que se dejó guiar por «pensamientos neandertales»: «¡Pon la mano ahí!»; «¡Haz esto!». «Eran órdenes muy básicas y potentes, como si tuviera a alguien gritándome dentro de la cabeza.» Luchó por conservar el arma en su funda de nivel ii mientras el chaval continuaba tirando de la pistola con una mano e intentaba golpearle la cara con la otra.

Finalmente, logró separarse de él y desenfundar el arma. «¡Al suelo!», le gritó. Él volvió a lanzarse contra ella. La agente pulsó el gatillo y disparó una bala. «Era la primera vez que disparaba en acto de servicio. En cuanto apreté el gatillo, supe que era un buen disparo.»

Sí y no. La bala atravesó la mano izquierda del sospechoso y su manga. Luego, por increíble que parezca, rebotó en su frente y terminó clavada en el marco de la puerta de un garaje vecino.

Con la cara ensangrentada, el chico volvió a agarrar la semiautomática de Milovich-Fitzsimmons. Ella le golpeó con el arma, directamente sobre la herida, pero el sospechoso ni se inmutó. La empujó contra unos cubos de basura y huyó corriendo por el callejón hasta llegar a un solar abandonado, que pronto se convertiría en el tercer y peor escenario de aquella lucha por episodios.

Milovich-Fitzsimmons enfundó y aseguró su Smith & Wesson, sacó las esposas y salió corriendo detrás de él. Cuando le dio alcance, vio que había caído de rodillas. «Pensé que la partida había terminado y me acerqué para detenerlo. Iba muy equivocada.»

«Lo único que podía ver eran sus muñecas. Visión de túnel total. Volví a oír esa voz en mi cabeza: “Muñecas, esposas”.» Cuando se acercó, el sospechoso la derribó con un placaje y, aunque ella le golpeaba con las esposas, consiguió tirarla al suelo. Se le escaparon las esposas de las manos.

«Estuvimos revolcándonos por el suelo —recuerda la agente—. Yo le daba puñetazos y patadas en la cara y el pecho, le estrujaba las pelotas con todas mis fuerzas. El tipo ni se inmutaba... Solo se cabreaba más.» La agente desenfundó el arma pero no conseguía ángulo de tiro. Casi veinte centímetros más alto que ella y con cuarenta kilos más de peso, el sospechoso logró inmovilizarla, le dio puñetazos en la cara y volvió a forcejear con ella para hacerse con el arma.

«Sus manos eran como garfios —asegura la agente—. Logró retorcerme la muñeca y clavarme el arma en la garganta. El cañón me dejó varios arañazos.» Aficionada al entrenamiento con pesas —«Soy más fuerte de lo que parezco»—, Milovich-Fitzsimmons logró apartar el arma y luego la volvió hacia el sospechoso. Apretó el gatillo, pero no pasó nada. El sospechoso estaba sujetando la corredera para impedir que se moviera.

El cañón iba y venía mientras la agente luchaba desesperada por salvar la vida y el sospechoso por arrebatársela. «Se me hizo eterno. Luchaba con toda mi alma, pero no conseguía inmovilizarlo. Estaba agotada. Sabía que no iba a poder aguantar mucho más.»

Entonces volvió a oír aquella voz en su cabeza. «Claros como el día», tres nombres sonaron dentro de su cráneo: «Jake, Alex, Eddie», sus tres hijos.

«No puedo rendirme», se dijo a sí misma. Pese al agotamiento, siguió apartando el cañón de su cabeza y de su cuerpo hasta que divisó a su «ángel», un hombre en camisa azul de uniforme, que llegaba corriendo por el callejón. Era el agente de refuerzo al que su compañero había enviado en la dirección en que la había visto correr cuando salió en persecución del sospechoso que huía de la colisión.

—¡Dispara a este hijo de puta! —gritó—. ¡Tiene mi arma!

Casi a quemarropa, el agente disparó cuatro veces rápidamente. Una de las balas rozó la mano derecha de Milovich-Fitzsimmons. Las otras tres impactaron en el agresor. El tipo se desplomó muerto encima de ella.

«Creo que en ese instante estuve a punto de entrar en shock. Oía voces pero no podía responder, moverme o ni siquiera abrir los ojos. Y no paraba de temblar. Tiritaba de los pies a la cabeza.»

Pero estaba viva y pudo volver a casa y reencontrarse con sus niños. Sus nombres habían sonado en su cabeza para espolearla.

Lecciones aprendidas

Desde el instante en que Milovich-Fitzsimmons comunicó por radio que iniciaba la persecución hasta que el agente de refuerzo informó del desenlace fatal del tiroteo, solo pasó un minuto y cuarenta y cinco segundos. Lo que ocurrió durante ese breve lapso de tiempo, «me cambió enormemente», dice la agente, que pertenece a una familia de policías, ya que tanto su marido como su hermana son sargentos de la policía municipal de Chicago. Milovich-Fitzsimmons enumera los errores que cree que cometió y las lecciones que extrajo de ellos:

1. Dispara hasta acabar con la amenaza. «Cuando estábamos luchando en el callejón y le disparé, tendría que haber seguido disparando. En la academia, cuando nos enseñaron a manejar las armas de fuego, disparábamos una vez, enfundábamos y esperábamos nuevas instrucciones. Nos decían que había que disparar dos veces al pecho y una a la cabeza, pero no lo hacíamos. Actúas como te adiestran. Lo que más me pesa es no haberlo acribillado en el callejón cuando tuve la oportunidad. No pienso volver a quedarme corta. Si tengo motivos para disparar, lo haré las veces que haga falta y no perderé el tiempo buscando alternativas.

»Cuando volví a enfundar, me precipité en la desescalada al sacar las esposas. Tendría que haberme esforzado más en recuperar la radio y pedir ayuda. Tendría que haber previsto que la lucha quizá no había terminado.»

2. Concéntrate en devolver los golpes. «Mientras duró el forcejeo, recurrí en todo momento a órdenes verbales. Consumí demasiada energía gritándole y quedé exhausta. Se nos pide que utilicemos órdenes verbales, pero yo las limitaría un poco para concentrarnos en imponernos físicamente a nuestros adversarios.»

3. Evalúa tu potencia de fuego. «Cambié de arma. Lo primero que dije esa noche cuando terminé el turno fue: “Quiero un arma distinta, una del calibre 0,45”. Fui al campo de tiro y probé varias. Terminé eligiendo una Sig Sauer de 9 mm. Es ligera, con un gatillo de fácil accionamiento. Conseguí que todos mis disparos quedaran bien agrupados la primera vez que la utilicé con la diana. Ahora voy más a menudo al campo de tiro. Quiero sentirme más cómoda con el arma. No tenía totalmente naturalizado el uso del arma cuando la necesité.»

Aunque muchos agentes prefieren llevar una segunda arma cuando así lo permiten los protocolos de sus cuerpos, Milovich-Fitzsimmons está convencida de que no ganaría nada con eso. «Me costó horrores no perder la que tenía. ¿Y si hubiera tenido una segunda pistola en una funda tobillera cuando le di una patada y él me la hubiera quitado? Ya es bastante difícil controlar un arma como para encima tener que controlar dos.»

4. Liquida toda resistencia enseguida. «Ahora he visto que soy menos tolerante con la resistencia de los sospechosos. Si alguien se pone de uñas, lo esposo inmediatamente. No quiero más jueguecitos. He comprobado que analizo a la gente y las situaciones con más detalle. Jamás voy a permitir que me vuelvan a poner en una situación así.»

5. Asegúrate de que tanto tu cuerpo como tu mente estén preparados para el combate. «Ahora vigilo mis sensaciones. Después de reincorporarme al trabajo tras un tiempo de baja, una noche tuve la sensación de que había pillado la gripe. Me pregunté: “Si esta noche la cosa se pone fea, ¿podré defenderme?”. Decidí quedarme en casa. Antes no le habría dado importancia y me habría presentado en comisaría, haciéndome la fuerte. Ahora sé que necesito estar en plena forma cuando trabajo. No puedo ni imaginarme cómo habría sido pelearme esa noche si me hubiese encontrado mal.

»También necesito que mi mente esté en orden. En la comisaría, algunos compañeros estaban hablando sobre mi incidente y una agente dijo: “Si me llega a pasar a mí, no lo cuento”. Otros compañeros bajaron la cabeza en señal de asentimiento. Me acerqué a ellos. “¡No os rindáis nunca! —dije—. Basta pensarlo para estar perdido. Si piensas que no vas a sobrevivir, no lo harás y tu nombre terminará impreso en un recordatorio.” Intenté hablar con otros compañeros sobre lo ocurrido porque quería que vieran lo que se podía aprender».

6. Tu forma física ha de ser una prioridad. «Me tomo más en serio el trabajo en el gimnasio. Ahora entreno hasta diez veces a la semana. Antes del incidente, podía levantar cincuenta kilos en el banco si tenía un buen día. Ahora, me he impuesto el reto de ciento ocho kilos, el peso del tipo que me atacó. Ya he llegado a los setenta y tres.» La agente ha descubierto que le motiva tener en el gimnasio una Polaroid del cadáver de su agresor, en el que se ven los tatuajes de la banda a la que pertenecía.

«Ese hombre pasó apenas un momento por mi vida, pero me cambió muchísimo. Miro la foto y me cabreo de verdad. Me empuja a trabajar más duro.»

Lecciones de sangre

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