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4. Trucos carcelarios

Con el arma de un sospechoso encañonándole el cuello, un policía tiene que pensar rápido si quiere salvar su vida y la de su compañera novata.

Ironías del destino, cuando el policía de tráfico Barry Goines decidió terminar su turno con un paseo tranquilo, eligió salir a patrullar por una carretera en el este de Texas conocida entre los vecinos como la carretera del Viejo Presagio. Aunque el nombre no presagiaba nada bueno, nuestro policía no se asustó. Le gustaba aquella carretera porque no solía haber mucho tráfico.

«Iba con un poco más de cuidado de lo normal», dice Goines, con sus veinte años de carrera en la policía de tráfico de Texas. Solía patrullar solo, pero aquella jornada de octubre le habían asignado una novata, la agente Jasmine Andreasen, para que le acompañara en su turno desde las cuatro de la tarde hasta la una de la noche porque su instructor se había tomado la noche libre. Andreasen había terminado su formación en la Academia del Departamento Seguridad Pública hacía solo seis meses.

«Los agentes, cuando llevan mucho tiempo trabajando codo con codo, son capaces de interpretar las acciones y el lenguaje corporal de sus compañeros. A veces incluso pueden leer sus pensamientos y saben qué esperar del otro y cómo reaccionar como equipo —dice Goines—. Como Jasmine y yo nunca habíamos trabajado juntos, no quería que nos viéramos implicados en un incidente en el que pudiéramos necesitar ese tipo de vínculo para salir de una pieza. No quería verme envuelto en nada que pudiera poner en peligro su periodo de prueba.»

Habían tenido bastante trabajo. Esa noche tuvieron que acudir a un accidente grave con varios heridos. Ahora acababan de salir de la cárcel del condado de Smith después de detener a un conductor ebrio en un control. Goines propuso una zona más tranquila y se apostaron discretamente junto a la carretera del Viejo Presagio, una «vía de doble sentido típica de esa zona rural», a unos ocho kilómetros de su comisaría en Tyler, para controlar el escaso tráfico.

Cuando solo faltaba media hora para que acabara el turno, vieron los faros de un coche que se les acercaba por detrás.

Fue entonces cuando todo cambió.

Los agentes Barry Goines y Jasmine Andreasen

***

El límite de velocidad era de cincuenta millas por hora. El Ford Escort negro pasó a sesenta y cuatro. Goines encendió las sirenas y salió a la carretera. El infractor paró su coche al cabo de unos cien metros, sobre la hierba que cubría el margen de la calzada.

Goines y Andreasen se detuvieron a un coche de distancia. Cuando se preparaban para salir, vieron una «discusión bastante movida» entre el conductor y la persona que ocupaba el asiento del copiloto. «Cuando me bajé —recuerda Goines—, el conductor salió enseguida y me esperó junto a la parte trasera izquierda de su coche.»

Andreasen practicó una inspección visual rápida del interior del Escort desde el lado del acompañante. Al terminar, se colocó junto a la parte trasera derecha del vehículo mientras Goines hablaba con el conductor.

El hombre parecía nervioso y no paraba de tocarse un botón de su mono de trabajo. Le entregó a Goines un permiso de conducir de Texas y reconoció que se lo habían retirado.

«Me llamó la atención que saliera tan rápido del coche y quise ver si había algo a simple vista que pudiera explicar las prisas con las que había salido del vehículo», dice Goines.

El agente, de cuarenta y siete años, se acercó al lado del conductor del Escort y echó un vistazo. «Saludé al acompañante preguntándole cómo estaba pero no me respondió. Había algo que no me encajaba en ese hombre. Estaba demasiado tieso en el asiento. Daba la impresión de querer ser invisible y me pareció sospechoso. Cuando me incliné para echar un vistazo, noté que el interior olía a cerveza. También pensé que el coche estaba demasiado limpio para esos dos individuos. Tuve el presentimiento de que algo iba mal.»

Volvió con el conductor. Le tiró de la lengua y él le confesó que había salido de la cárcel del condado hacía tan solo seis días. Dijo que lo habían condenado por conducir con el permiso retirado, aunque Goines supo después que también había intentado huir de un policía de tráfico en una persecución a alta velocidad.

«Cuando le pregunté cómo se llamaba su acompañante, el tipo dudó y repitió mi pregunta», un recurso que suele utilizarse para ganar tiempo mientras se piensa una respuesta falsa. Finalmente, dijo que su acompañante se llamaba Sonny. «No sabía su apellido.» Entonces, tras un nuevo tira y afloja, «me dijo que su acompañante era un amigo de su primo y que se apellidaban igual. Era evidente que mentía. Supuse que estaba intentando cubrirle porque estaría en busca y captura por conducción bajo los efectos del alcohol, robo o cualquier otra orden de arresto de las que solemos encontrarnos».

Sería después cuando Goines averiguaría que el acompañante estaba en busca y captura por algo mucho más grave, un delito por el que no dudaría en querer asesinar a un agente de policía si con ello podía evitar su detención.

«Dejé al conductor con mi compañera en la parte de atrás del coche —recuerda Goines—, y me acerqué con cautela a la puerta del acompañante y la abrí, sin perder de vista ni un instante al individuo que estaba dentro. Miraba al frente mientras fumaba. Tenía las manos a la vista. Pude ver una lata de cerveza en el suelo del coche, entre el asiento y el faldón de la puerta. Vi que la cerveza acababa de derramarse sobre la alfombrilla.

»Pensé que lo peor que podía pasarme era que el tipo diera un brinco o me obligara a la típica pelea con un borracho en la cuneta. Me puse frente a la abertura de la puerta para bloquear su huida, pero intenté adoptar una actitud lo menos amenazante posible. Le hablé sin levantar la voz, de forma monocorde, e incluso me medio metí la mano izquierda en el bolsillo para demostrar que no había agresividad en mi actitud. Pensé que si intentaba salir corriendo estaba encima de él. Que si quería pelea, iba a poder derribarlo hacia la izquierda y, en caso de necesidad, podría usar mi linterna como arma contundente.

»Cuando le pregunté si tenía algún documento de identidad, hizo ademán de sacarse la billetera, pero enseguida interrumpió el gesto y me dijo que no tenía nada. Yo tenía bien agarrada la linterna con la mano derecha y estaba inclinado hacia él, porque intuí que estaba a punto de intentar algo. El sospechoso hablaba en voz baja y despacio. Sus movimientos eran lentos y vacilantes. No se movía del asiento y permanecía con las manos en las piernas, fumando sin parar. Pensé que tenía entre manos al típico borracho con pocas ganas de colaborar.

»Con más paciencia de lo que es habitual en mí, le dije varias veces que saliera del coche, pero el tipo no se movía». Goines tenía en mente a su compañera novata y quería evitar un enfrentamiento. Aun así, cuando pensó que el sospechoso llevaba demasiado tiempo emperrado en su negativa a obedecer sus órdenes, le preguntó si «quería salir por las buenas o por las malas». El hombre le respondió con una pregunta: «¿No es ilegal que salga del coche en este estado? Estoy borracho». Goines le replicó: «Es ilegal que no obedezca mis órdenes».

Con la linterna preparada en la mano derecha, Goines empezó a sacar la mano izquierda del bolsillo lentamente, preparándola para una maniobra de derribo. El sospechoso empezó a salir del coche con las manos abiertas y a la vista.

«De repente, el tipo dio un brinco y, cuando quise darme cuenta, me vi con el cañón de un arma clavado en el cuello», recuerda Goines.

Era una técnica rapidísima que el sospechoso había aprendido a dominar durante su estancia en la cárcel. El arma, un revólver cromado del calibre 22, había permanecido escondida debajo de su muslo derecho y, al moverse para salir del coche, el sospechoso había enganchado el guardamontes con el meñique derecho y, en un movimiento perfectamente coordinado, había salido del vehículo y encañonado a Goines.

«Solo tuve tiempo de murmurar: “Más despacio...”. Me sorprendió. No vi el arma hasta que fue demasiado tarde.»

Goines tiró inmediatamente la linterna y se llevó la mano derecha a la cadera, lo más cerca que pudo de su pistola Sig Sauer. La mano izquierda la tenía levantada junto a la cara, con la palma abierta.

«No me atrevía a moverme. Era evidente que el tipo estaba preparado y dispuesto a matarme. Mientras me tenía agarrado, pude deslizar lentamente la mano derecha hasta rozar mi arma reglamentaria. Pero el tipo se dio cuenta de lo que hacía y me lo impidió con la mano.»

—¡Tranquilo, hombre! ¡Tranquilo! —le ordenó el sospechoso.

«Me flaquearon las piernas —recuerda Goines—. Todo ocurría a cámara lenta. Oía su voz, pero era como si me hablara desde un túnel. Supe que iba a morir.

»Al principio, en una situación así, el miedo empieza a devorarte, bloquea tu mente y te debilita por completo. Estaba seguro de que el sospechoso iba a usarme como rehén para desarmar a mi compañera y que luego nos asesinaría a los dos. Pensé que estaba en una situación desesperada y no encontraba forma de darle la vuelta.

»Durante una pesadilla así, te empiezan a asaltar pensamientos extraños, como la deuda que tenía acumulada en la tarjeta de crédito y la vergüenza que me daba, y que saldar esa deuda iba a ser difícil para mis padres, y que solo me quedaban seis meses para terminar de pagar la pensión alimenticia de mi hijo, y que Acción de Gracias y Navidad estaban a la vuelta de la esquina y que todo era una pena...

»Fue empezar a pensar en esas cosas y decidir que echaría el resto para salvarme. Iba a sobrevivir a cualquier precio.

»En ese momento empecé a cabrearme de verdad. Estaba cabreado con él por haberme puesto en aquel trance y conmigo mismo por haberlo permitido.

»Comprendí entonces que, si dejaba que la situación se alargara, el tipo iba a envalentonarse todavía más y mi compañera y yo cada vez lo tendríamos peor. Tenía que actuar. Y hacerlo rápido.»

***

Cuando el acompañante salió de pronto del coche, la agente Andreasen entendió enseguida que algo iba muy mal. Se acercó al conductor para retenerlo, pero este se asustó al ver que su acompañante tomaba como rehén a Goines, giró hacia la izquierda y salió corriendo hacia el lado del conductor del coche patrulla y se escondió detrás del maletero.

Andreasen se apartó rápidamente de la luz de los faros. La puerta del acompañante del coche patrulla estaba abierta y decidió parapetarse detrás de ella. Desde ahí, intentó estar atenta a cualquier movimiento amenazador por parte del conductor huido mientras observaba atentamente la situación desesperada en la que se hallaba su compañero.

Por su parte, Goines rezaba por que la agente no disparase a su captor, ya que «su única parte visible desde la posición que ocupaba Andreasen era su cabeza, y estaba muy cerca de la mía. Por otro lado, también rezaba por que no soltase el arma y se rindiera, y por que el conductor al que intentaba no perder de vista no la atacara y desarmara».

El captor «tenía sus ojos pegados a los míos», recuerda Goines. «Mi mano derecha seguía tocando la funda de mi pistola cuando me hundió aún más el revólver en el cuello. Noté el contacto del cañón y oí el clic cuando amartilló el revólver. Volvió a decirme: “Tú, tranquilo”.

»El sospechoso seguía intentando hacerse con mi arma y entendí que no podía permitírselo. Tenía el revólver en su mano derecha y me lo clavaba en el lado izquierdo de la garganta apuntando hacia arriba. El tipo intentaba alcanzar mi arma que tenía en el lado derecho con su mano izquierda. Moviéndome con toda la sutileza de la que fui capaz, intenté mantener su mano a la máxima distancia posible sin apartar la mano derecha de la funda de mi arma.

»Decidí entonces que, si se presentaba una oportunidad, por pequeña que fuera, echaría hacia atrás la cabeza, apartaría su revólver de un manotazo hacia arriba y hacia la izquierda y, al mismo tiempo, desenfundaría. Cabía la posibilidad de que me asesinara, pero yo también le mataría. Supuse que, como mínimo, recibiría un disparo y no sabía cuánto tiempo podría mantener la conciencia y estar en condiciones. Tenía que ser muy rápido.»

Andreasen le dio la oportunidad que esperaba. Hizo un ademán que distrajo al captor de Goines y le hizo apartar la mirada por un instante del agente.

«Eché la cabeza hacia atrás y aparté el revólver de mi garganta propinándole un manotazo lo más rápido y fuerte que pude. Sentí que intentaba volver a encañonarme. Cuando levanté la mano para impedírselo, conseguí colocar uno de mis dedos debajo del martillo del arma. Mientras pudiera mantenerlo ahí, no podría disparar.»

Habiendo desenfundado, Goines giró su cuerpo hacia la derecha y hacia abajo para desequilibrar al sospechoso, mientras seguía luchando por controlar el revólver con la mano izquierda. Durante el forcejeo, el sospechoso logró agarrar el arma de Goines por un instante, pero este fue capaz de arrebatársela enseguida.

Tal vez porque se dio cuenta de que no iba a vencer en esa pelea, el sospechoso de pronto se volvió y corrió hacia el coche patrulla detrás de cuya puerta estaba apostada Andreasen.

«Jasmine se encontraba en mi línea de fuego y me aparté a un lado para tener un buen disparo —recuerda Goines—. Entonces empecé a disparar.» Andreasen le imitó. Dispararon «muchas veces» mientras el sospechoso cruzaba la carretera y corría hacia unos árboles que había detrás de dos casas.

«No oí ninguno de mis disparos, ni tampoco los de Jasmine —dice Goines—. De pronto, mi arma dejó de disparar. Me cabreé como una mona. Pensé que se había encasquillado.» En realidad, la había vaciado. Trece balas. Goines creía que solo había disparado dos o tres.

«Me puse a cubierto, cambié el cargador y llamé a la comisaría de Tyler para pedir refuerzos. Luego eché un vistazo al margen de la calzada y, entre la hierba, vi el revólver cromado del sospechoso junto a mi cargador vacío.» Mientras luchaba por salvar la vida, Goines había conseguido arrancarle el arma de la mano y la había tirado al suelo sin darse cuenta.

«Cuando le disparaba, creía que el sospechoso todavía llevaba el arma. Empecé a ponerme malo. Los medios y seguramente mi departamento me iban a poner a parir por haber disparado a un hombre desarmado.»

El conductor seguía acurrucado detrás del maletero del coche patrulla y Andreasen le ordenó que se tumbara en el suelo y lo esposó. Goines sacó su fusil de asalto del coche y se puso a cubierto con su compañera y el conductor detenido detrás del vehículo, esperando refuerzos.

Cuando llegaron los otros agentes, Goines les contó enseguida lo ocurrido. Más tarde, se daría cuenta de que la enorme tensión vivida había «deformado su percepción de las cosas». Dijo a sus compañeros, por ejemplo, que el sospechoso le había disparado. Incluso pidió a otro agente que le examinara en busca de heridas. En realidad, el revólver, que seguía amartillado, no había efectuado ningún disparo. También estaba convencido de que el sospechoso había resultado herido, cuando, en realidad, ninguna de las trece balas que había disparado él o de las cinco que había disparado Andreasen había impactado en el agresor. Goines comentaría más tarde: «Tu instinto de supervivencia, el trance en el que entras, es tan intenso que tus recuerdos no son del todo fiables. Tu mente omite o inventa un montón de cosas».

Varios policías montados a caballo y con perros rastreadores descubrieron al sospechoso escondido bajo el follaje de unos matorrales a unos cien metros del lugar de los disparos. «Se lo había hecho encima», recuerda Goines. Le hallaron varios carnés de identidad falsos en la billetera. En sus bolsillos encontraron una bolsita de marihuana y una media de nylon. Tres balas habían perforado su chaqueta, formando un triángulo de unos ocho centímetros de lado. Pero ninguna de ellas le había alcanzado.

El conductor negó conocer la identidad del sospechoso o haber tenido conocimiento de que había un revólver en su coche. Sin embargo, al ser interrogado por el fbi y las autoridades policiales de Texas, reconoció que habían pasado «algún tiempo juntos». Cuando Goines y Andreasen los pararon, se dirigían a comprar marihuana a un conocido suyo que vivía en la calle del Viejo Presagio.

El hombre del revólver se llamaba en realidad Sidney Shawn Byrd. Se había escapado de una prisión de Alabama tres meses antes, donde cumplía veinte años de condena por robo a mano armada y secuestro. A sus treinta y ocho años, Byrd había sido el único cabecilla de un motín en la cárcel en el que resultaron heridos varios funcionarios de prisiones y se produjeron daños por importe de más de dos millones de dólares. Tenía un expediente carcelario y unos antecedentes penales que daban para un volumen de casi un palmo de grosor.

Lecciones aprendidas

Tras analizar de forma crítica lo ocurrido, Goines resume sus observaciones en tres aspectos principales.

El enfoque investigador. «Que te tomen como rehén es una experiencia muy estresante —dice—. Sin embargo, lo más desagradable y estresante del calvario que nos tocó vivir a mí y a Jasmine fue la investigación efectuada por nuestro cuerpo de policía.» Sus superiores les concedieron tres días de permiso remunerado, además de ofrecerles terapia psicológica, pero en opinión de Goines eso no bastó para compensar la actitud destructiva con la que se les trató.

«Cuando llegamos a la comisaría después del tiroteo nos colocaron inmediatamente en mesas separadas y nos pidieron que redactásemos nuestras declaraciones. El estrés de ese momento fue mucho peor que el del tiroteo por cómo nos trataron los investigadores; fríamente, como si fuéramos unos criminales.

»Cuando nuestros compañeros se enteraron de lo ocurrido, llamaron a la comisaría para que supiéramos que estaban con nosotros. Querían darnos palabras de aliento, asegurarse de que estábamos bien y decirnos que se alegraban de que hubiésemos salido vivos. Esas llamadas fueron importantísimas para nosotros, pero a los investigadores no les gustaron, porque consideraban que teníamos que centrarnos en nuestras declaraciones.

»Estaba aturdido. La mente me iba a mil por hora. Me obligaron por las bravas a pasar de una situación de altísimo estrés en la lucha por la supervivencia a desmenuzar todo el incidente para el informe. No nos dieron la oportunidad de tomar distancia, ordenar las ideas y respirar un poco. Era evidente que los investigadores consideraban que nuestro bienestar físico y mental eran secundarios con respecto a la investigación.

»Me dejaron claro que no iba a poder volver a casa hasta que no terminara todo el papeleo. Me entrevistaron, me interrogaron una y otra vez. Mi informe se examinó y analizó a fondo, y durante todo aquel tiempo me sentí como si, para ellos, yo fuera el malo de la película. ¡Olvidaron que era yo quien había tenido un revólver clavado en la garganta!

»Nunca había estado tan cerca de llegar al límite de mis fuerzas emocionales y psicológicas. Aunque sabía que mi decisión de disparar estaba plenamente justificada, empecé a temerme lo peor por cómo estaban gestionando lo ocurrido.

»Su actitud no era “Casi te matan. Qué alegría que estés vivo. ¡Buen trabajo!”. En vez de eso, era una actitud en plan “¿Qué has hecho mal? ¿Qué ley has incumplido? ¿Qué medidas o protocolo no has seguido? ¿Qué has hecho que pueda ensuciar la reputación de esta casa?”. Parecía que su único objetivo era crucificarnos.»

Desglose táctico. Gracias a que la cámara de vídeo instalada en el coche patrulla captó todo el incidente, Goines y Andreasen pudieron redactar paso a paso y con rigor un informe preciso y detallado de lo ocurrido que incorporaba un análisis crítico de su actuación conjunta. Señalamos a continuación los aspectos que más sorprendieron a Goines.

1. Baño de realidad

«Echando la vista atrás, lo que me afectó de verdad fue lo rápido que se torció todo, lo rápido que terminé con un revólver en el cuello. Me cabreó que Byrd pudiera engañarme aunque intuyera que estaba en busca y captura por algún delito y que cabía la posibilidad de que quisiera pelea.

»Me he encontrado en situaciones en las que he podido verle las intenciones al sospechoso, adivinar si quería salir corriendo o pelear conmigo, lo que me ha permitido desbaratar cualquier posibilidad de que intentara atacarme. Pero nunca había vivido algo así. El tipo actuó tan rápido que no tuve la menor oportunidad de reaccionar. Es increíble lo pronto que pasé de sentirme al mando de la situación a verme convertido en rehén.»

2. Comportamiento del sospechoso

Gracias al vídeo, Goines pudo identificar «todas las manifestaciones de lenguaje no verbal que anunciaban la intención de agredir» por parte del conductor, mientras Andreasen le vigilaba y Goines interrogaba al acompañante. «A toro pasado, me doy cuenta de que sus movimientos indicaban que se disponía a atacarla.» La cinta recoge los siguientes detalles:

• El conductor adelanta la pierna izquierda y apoya el peso en la derecha como si, de forma inconsciente, estuviera caminando hacia ella.

• Extiende los brazos por detrás de la espalda y luego por encima de la cabeza como si quisiera estirar los músculos antes de atacar.

• Evalúa a la agente mirándola de arriba abajo como si estuviera sopesando si podrá con ella.

• Mira a ambos lados para comprobar si pasa algún vehículo por la carretera, como si le preocupara que pudieran atropellarle en caso de terminar peleando con la agente en la calzada.

• No para de mover las manos.

• Gira la cabeza para ver qué están haciendo Byrd y Goines junto a la puerta del acompañante.

• Incluso se inclina hacia Andreasen cuando Byrd ataca a Goines, como si fuera a lanzarse sobre ella aprovechando la distracción.

«No hay ni un solo segundo del vídeo en el que no muestre algún indicio de que se está preparando para tomar medidas contra ella o contra los dos», dice Goines.

3. Comportamiento de los agentes

El vídeo también nos muestra a Andreasen «enviando señales no verbales de forma involuntaria que habrían podido contribuir a que el conductor se sintiera más seguro atacándola», dice Goines. En cierto momento, «la agente se pasa la mano por la cara y se frota los ojos, lo que es señal evidente de cansancio, como si hubiera bajado la guardia y no estuviera lo bastante atenta para defenderse con prontitud, aunque en este caso fue capaz de reaccionar con gran rapidez».

Por lo que respecta a su propio rendimiento táctico, Goines se ha cuestionado muchas veces qué habría podido o debido hacer de una forma distinta.

«Byrd reconoció en el juicio que me habría matado si me hubiera asomado al interior del vehículo y hubiese intentado sacarlo a la fuerza. No hacerlo fue una decisión acertada en este caso.

»¿Tendría que haberme mantenido a una distancia mayor de la puerta para que no pudiera echárseme encima tan deprisa? Bueno, me habría sorprendido igualmente. En ese caso, también me habría apuntado con el arma antes de que yo pudiera desenfundar.

»Otros agentes me han dicho que se habrían colocado al otro lado de la puerta abierta, para poder empujarla contra el sospechoso al primer indicio de problemas. Quedarme del otro lado de la puerta también me habría proporcionado la oportunidad de agacharme detrás.

»¿Tendríamos que haber esposado inmediatamente al conductor? Tanto este como Byrd reconocieron en el juicio que habían planeado que el primero se lanzaría contra Jasmine en cuanto Byrd hiciera lo propio conmigo. Sin embargo, el conductor se asustó en el último momento y huyó por patas. Así pues, haberlo esposado inmediatamente para preservar nuestra seguridad habría sido una decisión inteligente. Lo habríamos eliminado como posible amenaza.

»No obstante, sospecho que, en cuanto hubiéramos esposado al conductor, Byrd habría salido del coche guardándose el arma en el bolsillo trasero del pantalón. Entonces, si se hubiera llevado la mano atrás para sacarla, es probable que yo hubiese pensado que quería coger la billetera y me habría sorprendido de todos modos.

»Una cosa que sí creo que hice bien fue tomar medidas drásticas contra Byrd en cuanto se presentó la primera oportunidad. Alargar la espera solo habría servido para empeorar nuestra situación. Byrd habría podido usarme como escudo con el que protegerse si Jasmine se negaba a bajar el arma y entonces habría podido matarla. Gracias a Dios no llegamos a ese extremo.»

Palabras y gestos. Un pequeño gesto o unas pocas palabras pueden tener un impacto decisivo en un agente que acaba de verse implicado en un incidente grave. Goines nos cuenta qué gesto le ayudó más a recobrar el ánimo y cuál le ayudó menos.

Menos beneficioso: «Uno de mis supervisores que acudió inmediatamente al lugar de los hechos se acercó para preguntarme: “¿Llevabas puesta la gorra?”. Esas fueron las primeras palabras que me dirigió. No si estaba bien. Solo una pregunta sobre mi gorra. Me molestó muchísimo.»

Más beneficioso: «Uno de los agentes de refuerzo se me acercó sin decir nada y me puso la mano sobre el hombro casi como si me diera un abrazo. Ese pequeño movimiento me reconfortó una barbaridad. Me dio la tranquilidad de saber que todo iría bien y que tendría el apoyo de mis compañeros.»

Después de la acción

Sidney Shawn Byrd fue a juicio dos veces después de haber tomado como rehén a Goines. La primera por asalto a mano armada contra un agente de la autoridad y la segunda por posesión de arma de fuego siendo un convicto. Se le condenó a sendas cadenas perpetuas por cada uno de los delitos, a cumplir de forma sucesiva. Tendrá que vivir más allá de la centuria si quiere optar algún día a la libertad condicional.

Lecciones de sangre

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