Читать книгу Lecciones de sangre - Charles Remsberg - Страница 13

Оглавление

5. El círculo de sangre canina

¿Qué clase de persona puede sentirse tan amenazada por la investigación de un detective como para devolver los golpes con unas advertencias tan macabras?

El detective Dave Spaulding empezó a preocuparse cuando alguien clavó un gato destripado en la puerta de su casa.

Hasta ese día, había quitado hierro a los indicios inquietantes de que alguien se la tenía jurada como consecuencia de la espeluznante investigación que estaba llevando a cabo. «Ese gato sí me hizo despertar —reconoce—. Finalmente, me di cuenta de que mi familia y yo corríamos peligro.»

Algunas experiencias policiales y las enseñanzas que extraes de ellas te acompañan durante toda la vida. El encuentro de Spaulding con el gato muerto ocurrió hace dos décadas. Ahora está jubilado, tras una carrera de treinta años como agente del orden. Sin embargo, algunas preguntas sobre lo ocurrido siguen obsesionándole y asegura que seguirá tomando ciertas precauciones que adoptó entonces hasta su último aliento.

Volviendo la vista atrás, parece que ese extraño caso que le cambió la vida dio sus primeros avisos con la aparición de otros animales mutilados. En ciertas carreteras solitarias del bucólico condado de Montgomery (Ohio), donde Spaulding era un veterano con doce años de carrera a sus espaldas en la policía del condado, los granjeros habían empezado a encontrar animales muertos tirados en los campos y las zanjas.

«Sobre todo eran perros, siempre animales muy fuertes —rememora Spaulding—. Un pastor alemán, un gran danés, un husky... y unas cuantas cabras. No habían muerto atropellados. A todos les faltaban los órganos internos y estaban desangrados. Se lo habían quitado todo.»


El detective Dave Spaulding

Como la mayoría de zonas rurales, el condado de Montgomery ha visto numerosos casos de vandalismo en cementerios —pentáculos trazados en el suelo con un palo entre varias botellas de cerveza tiradas, por ejemplo—. «Niñatos haciendo el bobo», en opinión de Spaulding. Era una época en la que la iconografía satánica estaba de moda en la contracultura juvenil, alimentada por grupos de música como Black Sabbath y las filosofías tenebrosas de gurús como Anton LaVey. Sin embargo, los perros muertos se antojaban «demasiado reales para no ser más que el rastro de alguna fantasía satánica adolescente».

La policía del condado tomó nota, pero las investigaciones preliminares no arrojaron ninguna pista concreta.

Entonces, una noche de primavera, una pareja joven decidió salir de excursión nocturna con su perro por una parque boscoso en un lugar apartado del condado. «Pensaron que sería una experiencia un poco tétrica y que sería divertido —dice Spaulding—. Tenían una linterna y el perro, así que se sentían bastante seguros.»

En el bosque, el perro olió algo que se movía y salió corriendo a perseguirlo, perdiéndose en la oscuridad. Al buscarlo, la pareja llegó a un sitio en el que vieron unas luces que titilaban entre las copas de los árboles. Se acercaron y pudieron distinguir a varias personas con túnicas que «salmodiaban y canturreaban» con unas velas que las iluminaban de forma espeluznante. Algo grande colgaba de una rama.

Sorprendidos al parecer por los pasos de la pareja al acercarse, las personas empezaron de pronto a «moverse de un lado a otro frenéticamente».

«La pareja se acercó lo suficiente como para darse cuenta de que no eran bienvenidos», dice Spaulding. Corrieron de vuelta a su coche, fueron al pueblo rural más cercano y llamaron a la policía del municipio. Unos agentes de la policía del condado acudieron como refuerzo.

Cuando la pareja acompañó a los agentes al sitio del que habían huido en esa zona densamente boscosa, todo estaba desierto. Sin embargo, quedaban unos objetos «peculiares».

En un claro de unos diez metros de diámetro, se había dibujado con tiza en polvo un gran pentáculo inscrito entre dos círculos concéntricos. Había una vela negra consumida en cada punta de la estrella y los restos de cera mezclados con tierra en las pisadas indicaban que los presentes habían desfilado portando velas en torno al símbolo. De una rama que se proyectaba sobre el claro, colgaba por las patas traseras y atado con una cuerda el cadáver abierto en canal de un pastor alemán, justo encima del centro de la estrella. Al perro lo habían degollado, dejando que se desangrara, aunque no se advertían restos de sangre en la tierra.

Dave Spaulding había empezado a interesarse por los crímenes cometidos por sectas. De su propio bolsillo, había asistido a varias clases sobre el tema y había estudiado referencias fundamentales como la Biblia satánica y manuales de magia negra, aunque siempre había pensado que, siendo realistas, nunca tendría que usar toda esa información. Los esfuerzos que dedicaba a formarse en aquel tema habían sido recibidos con burlas por parte de sus compañeros, quienes lo tildaban de «rarito».

Ahora, en cambio, tuvieron que recurrir a él.

A Spaulding la escena le pareció «real». Pero, al igual que en el caso de los animales mutilados, había poco sobre lo que trabajar. Los jóvenes que habían denunciado los hechos dijeron que el perro muerto, por fortuna, no era el suyo (que apareció ileso). No pudieron precisar el número de personas con túnicas que habían visto a la luz de las velas. Creían que había hombres y mujeres, pero no estaban seguros de sus edades ni pudieron aportar más datos.

En el lugar de los hechos, un agente encontró un trozo de papel en el que se leía escrito a mano: «el círculo de sangre canina». ¿Así se hacía llamar aquel grupo?, se preguntó Spaulding. A saber...

Cuando se lo permitían sus otras misiones, Spaulding hablaba con vecinos de la zona y se entrevistaba con los expertos en crímenes rituales que impartían los cursos a los que había asistido. Consiguió hacer aflorar «muchos rumores» entre los vecinos del lugar sobre «cosas muy raras» que pasaban en el bosque y sobre perros que se habían perdido sin dejar rastro. Sin embargo, pese a las decenas de entrevistas efectuadas, no logró recabar nada sólido, «tan solo un batiburrillo de información confusa que no llevaba a ninguna parte».

Los expertos, incluidos dos que eran enemigos jurados, coincidían con Spaulding en su primera interpretación. Aquello no era obra de unos niñatos con ganas de travesuras, sino de «un grupo que sabía lo que hacía», concluyeron. Con toda probabilidad, los participantes bebían la sangre y, seguramente, también se comían los órganos de aquellos poderosos animales en la creencia de que podrían «absorber su fuerza» mediante su sacrificio, «algo así como la versión ocultista del dopaje deportivo».

A falta de pruebas que pudieran hacerle progresar en sus pesquisas, la policía restó prioridad a la investigación. Más por interés personal que por ninguna otra cosa, Spaulding siguió haciendo preguntas cuando se lo permitían sus demás obligaciones. Empezó a tener la ineludible intuición de que los implicados eran «personas de la comunidad», no forasteros, pero ni siquiera fue capaz de señalar a un solo sospechoso posible.

Spaulding, que entonces tenía treinta y cuatro años, vivía con su mujer y sus dos hijos pequeños, de cuatro y ocho años, en una «tranquila y típica zona residencial» a unos veinte minutos en coche de aquel tétrico paraje en el bosque. Una mañana, varias semanas después de que se hiciera público el caso, su mujer, embarazada de su tercer hijo, salió de casa de camino al trabajo y fue a buscar el coche que estaba aparcado en el camino de entrada. Se acercó a la puerta del conductor por la parte de atrás mientras buscaba las llaves en el bolso, de forma que no levantó la vista hacia el parabrisas hasta que estuvo sentada al volante con la llave puesta en el contacto.

Abierto de patas contra el cristal, había un gato eviscerado.

Gritó y volvió corriendo a la casa. «Evidentemente, estaba alterada —recuerda Spaulding—. En la policía, a eso lo llamamos una pista. Sin embargo, por increíble que me parezca ahora, no le di demasiada importancia y no lo relacioné con la investigación sobre la secta. Mis superiores tampoco lo hicieron. Pensamos que simplemente había sido una broma pesada de algún crío de la urbanización.»

Tres semanas después, tuvo que cambiar su punto de vista por las malas. Spaulding y su mujer habían dejado a los niños con los abuelos y habían salido a pasar la noche solos. Cuando volvieron a casa en torno a las doce del día siguiente, descubrieron otro gato —destripado como el primero— clavado a una puerta de madera que tenían en el lateral de la casa.

«Fue entonces cuando me di cuenta de que me habían puesto una diana —dice Spaulding—. Alguien me estaba mandando el mensaje de que podían recurrir a la violencia y hacernos daño.»

Los expertos a los que consultó le dieron la razón. Le dijeron: «Las personas a las que estás investigando saben dónde vives y quieren que sepas que pueden meterse contigo. Es una amenaza para que desistas.»

Aun así, dice Spaulding, «lo primero que pensé es que no iba a dejarme amilanar. Creía que yo podía con todo, que era inmune. Seguí hablando con la gente sobre el caso». No obstante, seguía preocupado por que pudieran hacerle daño a su familia. «Me di cuenta de que tenía un problema.»

Habían pasado varios días cuando una noche, en torno a las doce, oyó que alguien llamaba a la puerta principal de su casa.

«Nadie usaba esa puerta —dice Spaulding—. Todos nuestros conocidos entraban siempre por la puerta lateral, junto al camino para el coche».

Encendió la luz del porche y abrió la puerta una rendija con una pistola en la mano. Una chica de larga melena rubia y dos hombres jóvenes, uno de los cuales llevaba una sudadera con capucha, estaban fuera. Le dijeron que se les había estropeado el coche y le pidieron entrar a llamar por teléfono.

«No os mováis de aquí —les dijo Spaulding—. Voy a llamar a la policía.» En cuanto lo oyeron, salieron corriendo inmediatamente hacia un coche estacionado en la calle y se marcharon a toda velocidad. Spaulding no pudo leer la matrícula del coche ni tampoco dar una buena descripción del mismo.

«Habían intentado meterse en mi casa —dice—. Ignoraba quién me estaba buscando las cosquillas, pero era evidente que no se daba por vencido y dejé de sentirme invulnerable. Tuve que cambiar mis rutinas y adoptar una mentalidad distinta para proteger a mi familia. De pronto, asegurarme de que podría imponerme en cualquier circunstancia aunque no estuviera de servicio se convirtió en mi máxima prioridad.»

Antes de aquel caso, Spaulding «no prestaba atención a si funcionaba la luz del porche». Ahora, se aseguraba de que las luces de seguridad que había instalado no dejaran «ninguna zona en sombra fuera de la casa». Instaló puertas más resistentes. Comprobaba religiosamente que todas las ventanas estuvieran bien cerradas antes de acostarse. Asimismo, la policía del condado y la policía municipal redoblaron la vigilancia de su domicilio con coches patrulla.

Dentro de su casa, Spaulding escondió armas en varios sitios donde pudiera acceder a ellas rápidamente en caso de necesidad. Entre otras, un revólver de cañón corto que metió en una maceta sobre una repisa y una escopeta sujeta a un portabicicletas sobre la puerta del armario de su dormitorio. «No salía a tirar la basura sin ir armado.»

Cambiaba a diario las rutas que hacía entre su casa y el trabajo, y siempre rodeaba la manzana antes de aparcar frente al garaje de su casa, «para cerciorarme de que no me siguiera nadie».

Empezó a pensar estrategias defensivas en las que la pregunta no era si algo iba a ocurrir, sino cuándo iba a hacerlo: «Si te planteas si algo va a ocurrir, estás contemplando la posibilidad de que no ocurra. Cambié de mentalidad. Ese algo terminaría ocurriendo e iba a estar preparado».

Spaulding se preguntó a sí mismo: «Si tuviera que atacar esta casa, ¿cómo lo haría?». De entrada, imaginó que alguien podría entrar por una pequeña ventana a pie de calle en el salón donde la familia veía la televisión. Con su mujer, preparó un plan de huida: ella se escondería en el sótano con los dos niños mientras «yo defendía la casa desde un pared que podía servirme de escudo. Me aseguré de que la butaca en la que me sentaba no estuviera a más de dos pasos de un arma de fuego».

Al retomar la investigación, Spaulding recibió una carta anónima y dos llamadas, también sin identificar. La carta estaba escrita a máquina y llegó en un sobre sin remitente que había sido franqueado en la cercana localidad de Dayton. La nota le recomendaba «dejar de incordiar» por su bien y el de su familia, porque las personas a las que estaba intentando dar caza sabían dónde vivía. En las breves llamadas telefónicas, un hombre «le transmitió básicamente el mismo mensaje». Los intentos de rastrear esas amenazas telefónicas no dieron ningún resultado.

Por fortuna, nunca llegó a producirse un enfrentamiento directo con los miembros de esa secta. Las amenazas contra él y su familia cesaron con la misma prontitud con la que se habían iniciado y asimismo dejaron de aparecer pistas sobre la presencia del grupo en el condado. Se rumoreó que se habían mudado a Indiana, pero la verdad del caso es que fue imposible recabar ninguna prueba sólida.

«Aún hoy —dice Spaulding—, no sé a quién cabreé, pero alguien pensó que me había acercado demasiado. Me gustaría saber con quién hablé, qué dije y qué hice que les hizo tomar medidas. Lo que más me asustaba era no saber qué callo había pisado y sigo pensando en ello.

»Este incidente fue un momento decisivo en mi vida. Me obligó a reconsiderar cómo hacía las cosas.» Cuando se mudó con su familia a una casa nueva, Spaulding la examinó con la misma mentalidad con la que se enfrentó a las amenazas anteriores. Sigue cambiando la ruta con la que va y vuelve del trabajo y sigue dando una vuelta a la manzana antes de aparcar frente al garaje. «No bajo la guardia.»

Prepararte de forma proactiva frente a posibles agresores que quieran vengarse de ti cuando estás fuera de servicio es una «decisión razonable en la vida» para cualquier agente del orden, en opinión de Spaulding. «A lo largo de tu carrera, te encontrarás con muchas personas que creerán que tienen todo el derecho de ir a por ti. Tienes que asegurarte de que tu estilo de vida te permita imponerte al peligro cuando este se presente.

»Cada uno de nosotros debe ser un participante activo de su propio rescate. El séptimo de caballería no aparecerá en la colina para salvarte. Tienes que estar preparado para salvarte a ti mismo.»

Lecciones aprendidas

Haber trabajado para la policía del condado «no puede compararse con hacerlo para la cia», reconoce Spaulding. Aun así, le sorprendió y preocupó que sus adversarios pudieran averiguar dónde vivía. Asimismo, no entendía cómo habían podido enterarse.

En este mundo en el que la intimidad parece una cosa del pasado, algo que la aparición de internet no ha hecho sino empeorar, resulta todavía más difícil conseguir que tu información privada no se divulgue. Pese a ello, Spaulding nos ofrece varios consejos para reforzar tus defensas y no convertirte en un blanco fácil:

1. No publicites la dirección de tu casa. Si te piden tu dirección y número de teléfono cuando compras algo en una tienda, proporciona las señas y el número de la institución policial para la que trabajas (pero no menciones su nombre). Asimismo, no cumplimentes las tarjetas de garantía. «Algunos agentes creen que si no especifican toda la información personal que se les solicita en una garantía, el producto no quedará cubierto —dice Spaulding—. No es verdad. Si conservas el ticket, la garantía es válida. Las empresas venden la información personal que recopilan mediante esas tarjetas y no te conviene que tus datos personales vayan circulando por ahí.»

No pongas tu nombre en el buzón o en una placa en la puerta de tu casa. Solicita que tu nombre no conste con tu número de teléfono en las guías. Y si vuelves a casa con tu coche de policía, mételo en el garaje en vez de dejarlo delante. Son recomendaciones básicas, pero aun así muchos agentes las desatienden, aunque varios policías hayan sido asesinados después de haber publicitado su lugar de residencia de forma flagrante.

Cerciórate de que tus compañeros en la calle o en la radio de tu comisaría no faciliten tu número de teléfono particular, aunque quien haya llamado asegure ser otro agente o alguien de quien ansías tener noticias. Es preferible que la persona que llama deje un número de contacto y que luego te lo pasen. Con los sistemas de identificación de llamadas entrantes, ten la precaución de no devolver la llamada desde tu teléfono particular a alguien a quien no conoces.

2. Sé impredecible. Cambiar tus itinerarios yendo y volviendo del trabajo te ayudará a reducir las probabilidades de que alguien que te espía pueda adivinar cuándo y dónde encontrarte. También te ayudará a detectar si un coche te sigue para descubrir dónde vives.

3. Sé discreto. Evita las charlas con los compañeros después de terminar tu turno en el aparcamiento de la comisaría. Esas reuniones a la vista de todo el mundo que terminan cuando los agentes se van a sus coches particulares y enfilan de vuelta a sus casas no son recomendables, ya que un acosador lo tendrá más fácil para identificarte y seguirte.

4. Mantente alerta mientras conduces de vuelta a casa. «Muchos agentes se meten en su coche cuando terminan el turno y entran en una suerte de “colapso mental” —dice Spaulding—. Es peligroso.» Echa un vistazo al retrovisor mientras conduces o cuando estás parado en un semáforo y haz el esfuerzo de recordar los coches que tienes detrás. ¿Hay un coche que no se separa de ti? ¿La persona que conduce ese coche que tienes detrás o a tu lado te está observando de forma notoria?

Cuando vuelvas a casa de noche, echa un vistazo por el retrovisor cuando los vehículos que van detrás de ti pasen debajo de las farolas. Si la vía por la que circulas no está iluminada, la forma de los faros puede ser suficientemente indicativa para que la recuerdes.

5. Cambia de perspectiva. «Imagina cómo pensaría un acosador. “¿Cómo puedo averiguar dónde vive este policía? ¿Hay algún sitio en el que sea vulnerable?”.» Por más rocambolesco que te parezca un posible plan contra tu persona, no descartes la posibilidad de que alguien que te busque las cosquillas pueda utilizarlo. «Si tú puedes pensarlo, un acosador también podrá», dice Spaulding.

6. Cómprate una trituradora de papel. Destruye cualquier papel que contenga tu nombre, los números de cuenta bancaria y de tus tarjetas de crédito, los extractos del banco, los números de teléfono y direcciones de los miembros de tu unidad familiar, notas de carácter personal que puedan revelar tus hábitos y los lugares que frecuentas, etcétera. «Los investigadores suelen revisar el contenido de la basura en las casas de sospechosos —dice Spaulding—. Los malos lo saben y también pueden utilizarlo contra ti.»

Ten cuidado asimismo con lo que tiras en el trabajo. No des por supuesto que un papel con información personal será destruido antes de que lo saquen con la basura.

7. Recuerda: preparación, no paranoia. Hay motivos de sobra para temer una agresión de alguien que quiera vengarse de ti. Como señala Spaulding, «mucha de la gente a la que detienes es puesta en libertad bajo fianza antes de que termines el papeleo y alguno podría estar lo bastante cabreado como para ir a por ti». De todos modos, eso no significa que debas permitir que el temor te consuma.

Spaulding recomienda: «Cuando estés preparando tus medidas defensivas, hazte la siguiente pregunta: “¿Estoy tomando una precaución razonable que tal vez me ayude a lograr un objetivo sensato, o bien estoy dejándome llevar por una sobreactuación paranoica?”. Ser consciente del problema y tomar medidas sencillas para paliar tus vulnerabilidades puede ser de gran ayuda en tu protección y la de los tuyos.»

Después de la acción

Tras su experiencia con ese grupo que sacrificaba animales, Spaulding se fue de vacaciones con su familia y alquiló una cabaña en las montañas de Carolina del Norte. «Paré en una tienda junto a la carretera —recuerda— para comprar leche, huevos y otras cosas, mientras mi mujer y mis hijos esperaban en la furgoneta. Cuando estaba pagando, oí que alguien gritaba mi nombre.

»Me giré y vi que se acercaba un varón blanco, corpulento y de aspecto desaliñado a quien no conocía de nada. Resultó que me recordaba de cuando trabajé en la prisión del condado y él era un preso que cumplía condena por robo. Cuando empecé a marcharme, el tipo me miró y dijo: “Oye, aquí no eres policía. Sin placa no hay pistola. ¡No me costaría nada acabar contigo ahora mismo!”.

»Retrocedí un poco, me encaré a él y dije: “A lo mejor no soy policía aquí, pero ¿dónde está escrito que no lleve arma?”. Me miró un momento, se volvió y se marchó. El dependiente me dijo: “Me alegro de que haya entrado en la tienda. El tipo llevaba en el revistero más de media hora y me daba muy mala espina”.

»Lo pasamos bien durante aquellos días de vacaciones, pero puse en práctica muchas de las lecciones que había aprendido con “El círculo de sangre canina”.» Cuando se tramitó una ley federal para que los agentes jubilados o fuera de servicio pudieran portar armas en todo el territorio nacional, Spaulding le relató su encuentro en la tienda al congresista de su distrito por medio de una carta. «Más tarde, me dijeron que el congresista había votado favorablemente después de leerla.»

Lecciones de sangre

Подняться наверх