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1. Una llamada al lado oscuro

Los gritos de una mujer resuenan en la espeluznante penumbra de una cámara de torturas cuando un agente se enfrenta a su primer tiroteo.

La llamada al número de emergencias a las 8:34 de la mañana podía ser desde una falsa alarma a una película de terror, pasando por cualquier solución intermedia.

voz de mujer, nerviosa, anónima: No les tomo el pelo. Esto no es una llamada de broma. Hay una mujer retenida en el 934 de Swift Avenue, encima del garaje, contra su voluntad. ¡Alguien tiene que ir rescatarla ya!

centralita: ¿Cómo se llama usted?

mujer: No puedo decírselo. Temo por mi vida.

centralita: ¿Cómo se llama ella?

mujer: Tengo que colgar.

Efectivamente, era una película de terror.

En apenas unos minutos, un agente se enfrenta a su primer tiroteo en sus doce años de carrera; la ciudad de Sheboygan, en Wisconsin, a orillas del lago Michigan, contabiliza su primera víctima mortal abatida por la policía en sus 167 años de historia; y los investigadores empiezan a desbrozar una grotesca peripecia en la que se mezclan el cautiverio, las torturas y el ansia de matar.

***

A sus treinta y seis años, el agente James Priebe, con sus dos metros de altura y más de ciento treinta kilos de músculo, recibe el aviso. La llamada también suena en las radios del sargento David Anderson y el agente Tim McMullen. Priebe se encuentra a apenas cuatro manzanas, así que es el primero en llegar, un minuto después del aviso. Es un agente agresivo que nunca rehúye una llamada peligrosa y solo hace unos meses que se desempeña en el turno de día. Ha aceptado el cambio de mala gana, temiendo echar de menos toda la acción que ha encontrado en una década trabajando en el turno de noche. Esa radiante mañana de un martes de agosto tenía que librar, pero está haciendo un turno extra.

El agente James Priebe, el sargento David Anderson y el agente Tim McMullen.

La casa de dos plantas vieja y destartalada se encuentra en Swift Avenue, en una parte degradada de la ciudad. Ocupa un solar esquinero, en lo alto de una suave pendiente desde la calle. Detrás de la casa, al mismo nivel que la calle 10, hay un garaje para dos plazas construido con bloques de hormigón. La pared del garaje que da a la casa se apoya parcialmente en un talud a la altura del patio trasero de la propiedad. Una escalera compuesta por cinco tablones comunica el patio con una puerta abuhardillada, estrecha y sin ventana que da a la planta superior del garaje.

Después de aparcar a una prudente distancia del garaje, Priebe sale del coche y se aproxima con cautela. En la rampa de acceso a la casa encuentra un Mercury Sable negro de 2004. Debajo de uno de los limpiaparabrisas ve una nota escrita a mano en la que se avisa al dueño del coche que no puede aparcar ahí y que se avisará a la grúa.

Priebe no puede ver el interior de la planta baja del garaje porque las pequeñas ventanas de ambas puertas se han pintado con spray negro desde dentro. En cambio, sí puede echar un vistazo al interior del coche. Ve unos prismáticos, embutidos entre los asientos delanteros: «Eran muy grandes, como los que usaría un acosador». También ve un bolso de mujer.

El coche está tan arrimado al talud que Priebe no puede ver la matrícula delantera. La trasera ha sido doblada para que no se pueda leer el número. La despliega haciendo palanca y llama para comprobar si hay antecedentes.


Una advertencia al dueño del coche misterioso.


El garaje escondía un terrible secreto.

Tras subir por el patio, Priebe acerca el oído a la puerta abuhardillada. No se oye nada dentro. Llama con el puño. No hay respuesta. El pomo de metal gris está rayado y aboyado. Han echado la llave. Sigue sin oír ningún movimiento dentro.

Se dirige entonces a la casa, imaginando que tal vez haya alguien que tenga la llave.

***

En el interior del loft que ocupa el garaje, las dos únicas personas en una ciudad de cincuenta mil almas que saben lo que está ocurriendo se encaminan hacia el violento clímax de una noche de brutalidad y terror.


Una de ellas es Kenneth A. Brulla, cuarenta y cuatro años de edad, dueño de varios inmuebles en alquiler en Sheboygan y con una ficha policial por numerosas infracciones menores y denuncias de lesiones a mujeres. La otra es su esposa, de quien se había separado, una rubia de cuarenta y un años a la que llamaremos Faith. Más o menos a la hora a la que el agente Priebe recibió la orden de dirigirse a Swift Avenue, se les esperaba a ambos en el centro de la ciudad para celebrar en los juzgados la última sesión de su proceso de divorcio.

En algún momento del día anterior, Brulla entró a escondidas en la casa donde vivía Faith y se escondió en armarios y trasteros mientras esperaba a que su ex se fuera a la cama. Sobre las once de la noche, cuando ella se dirigía al cuarto de baño después de fumarse el último cigarro del día en el porche de la casa, Brulla salió de pronto de un armario y la empujó contra la pared sujetándola por el cuello con el antebrazo.

Ella se resistió intentando sacarle un ojo. Pero él la amenazó con un «cuchillo de supervivencia estilo Rambo», dotado de una hoja negra de unos treinta centímetros. La visión de aquel cuchillo la paralizó. Si no le hacía caso, la amenazó, «haría daño» a sus dos hijos de una relación anterior que dormían arriba, por no hablar, pensó Faith, de lo que le haría con ese cuchillo a ella.

Entonces, le ató las manos con una «correa elástica» gruesa y se la apretó tanto que las manos se le entumecieron. Después, la obligó a salir de la casa y meterse en el Mercury Sable. Brulla se sentó al volante. Tenía a gente vigilando la casa, la advirtió. Si no contactaba con ellos cada cierto rato, los hijos de ella «lo pasarían mal».

Mientras conducía, Brulla llamó con el móvil para quedar con una mujer de cuarenta y tres años a quien consideraba su novia en aquellos momentos. Al igual que Faith, esa segunda mujer había solicitado y obtenido una orden de alejamiento contra él, pero consintió en que se vieran en una callejuela oscura. La acompañaba su hija de veinticuatro años.

Brulla dejó a Faith atada en el coche y se alejó para encontrarse con ellas, a una distancia suficiente para que no pudieran ver nada en el vehículo aparte del pelo rubio de una mujer. La «novia» de Brulla vio que este tenía un collar eléctrico de adiestramiento en la mano.

Intentó convencerla de que le acompañara, pero ella se negó a petición de su hija. En una ocasión anterior, Brulla había colocado a la mujer contra una pared y le había tirado puñales, como si fuera una actuación de circo. La hija tildaba a Ken Brulla de «perro rabioso».

Pasada la una de la noche, Brulla y Faith llegaron solos a la casa de Swift Avenue y se metieron por la callejuela que daba al garaje. Faith no conocía el sitio. Brulla sí lo conocía porque hacía poco se había planteado comprar la propiedad a su dueño, que estaba pasando aprietos económicos.

Horas antes, mientras esperaba a su exmujer escondido en la casa, Brulla se había grabado con una cámara digital recitando una furibunda letanía de agravios contra ella. Al solicitar el divorcio tras un solo año de matrimonio, Faith lo había «destrozado», insistía él, y le había arruinado la vida hasta el punto de que «nunca podría recuperarse».

Aparcados en el callejón, continuó despotricando durante tres horas, mientras iba vaciando una botella de vodka y le recordaba compungido que se habían prometido cuidar el uno del otro cuando envejecieran. Solo la dejó salir del coche para que pudiera orinar en el césped. Su estado de ánimo era una montaña rusa: «pasaba de estar lloroso a mostrarse conciliador, para luego estar frío y distante».

Finalmente, cuando la noche desgranaba sus últimos compases antes de su cita en los juzgados, la sacó a rastras del coche y la obligó a subir la escalera de madera hasta la puerta del loft. Cogió entonces una piedra y golpeó con ella el pomo hasta que este cedió. Entonces, le arreó a Faith un golpe en la cabeza con una barra de acero que la dejó aturdida, la empujó hacia dentro y volvió a cerrar.

Parte de lo que ocurrió a continuación quedó registrado a ráfagas por una cámara de vídeo que Brulla instaló sobre una caja. Sus actos constituyen todo un manual de psicopatología.

Tendió a Faith de espaldas sobre un sofá largo de respaldo alto que se encontraba a unos cuatro metros y medio de la puerta. Faith solo llevaba una bata azul abierta. Le había atado las manos y los tobillos y cuando ella intentó gritar para pedir auxilio le tapó la boca con una gruesa cinta de embalar hasta que ella aceptó quedarse callada.


Este nudo corredizo improvisado fue uno de los varios instrumentos de tortura empleados.

Brulla le pasaba la punta de su cuchillo de Rambo por el pecho y el cuello. Se sentó sobre su tórax cortándole la respiración. La besó y jugó con sus pechos, pero no la penetró. Le puso el collar eléctrico y, aunque le prometió que la descarga sería leve, se ensañó con ella hasta dejarla inconsciente. Le amarró una pierna a una de las vigas del techo y la colgó. Luego, armó un nudo corredizo con cuerda y cinta de embalar y la colgó también del cuello. Brulla la dejó forcejear y ahogarse hasta que ella defecó, perdió el conocimiento y casi se asfixió porque «quería ver cómo es estar cerca de morir». Luego, la limpió y volvió a tenderla en el sofá para someterla a un nuevo asalto de terror psicológico y tormentos físicos.

En ningún momento dejó de vomitar contra ella su rabia venenosa. Durante la noche, hizo cuarenta y ocho llamadas y envió varios mensajes de texto, en su mayoría a la «novia» que se había negado a acompañarle. Con las primeras luces del día, volvió a llamarla y le pidió que le trajera café y unos burritos para desayunar al loft. Durante la llamada, ella le oyó preguntarle a alguien cómo quería el café, a lo que respondió una voz de mujer débil y asustada.

Al cabo de un rato, la mujer pasó en coche con su hija por el garaje sin detenerse. Los investigadores averiguaron después que ella era la mujer que se había decidido a llamar de forma anónima al número de emergencias, después de pensárselo mucho y consultarlo con unos amigos.

***

Cuando el agente Priebe llega y da parte de la matrícula del misterioso Mercury aparcado en el callejón, Brulla y Faith oyen la radio, aunque el agente había bajado el volumen. Luego, le oyen llamar a la puerta. También le oyen intentar abrir el pomo, antes de alejarse en dirección a la casa. Faith permanece en silencio, amenazada de muerte.

—Tenemos problemas —le dice Brulla en voz baja...

En la casa, el agente Priebe encuentra a la novia del propietario, que vive allí, y ella encuentra la llave de la puerta del loft. Unos quince minutos antes, ella había escrito la advertencia que Priebe encontró en el Mercury y asegura que no sabe quién es el dueño del coche. Le sorprende que alguien haya llamado a la policía y asegura que el espacio que hay en la planta superior del garaje está desocupado.

Para entonces, los dos coches de refuerzo que se habían asignado al caso están llegando. El sargento Anderson, que conducía el primero, se ha encontrado con Priebe y la novia del casero. El agente McMullen, por su parte, está llegando en el segundo coche patrulla. A falta de una orden de registro o de indicios que justifiquen una intervención de urgencia, deciden que la novia intente abrir la puerta. Empuñando la pistola, Anderson se queda en el césped, a la izquierda de la escalera que sube al loft, mientras que Priebe permanece al pie de la misma cuando la joven gira la llave en la cerradura y abre la puerta.

Gracias a su gran estatura, Priebe dispone de la mejor visión inmediata del interior del garaje pese a estar abajo. En la penumbra, advierte el largo sofá, con su alto respaldo vuelto hacia la puerta que impide ver la parte del asiento. Entre la puerta y el sofá, aparece un varón blanco, bajo y fornido, sin camisa, en vaqueros y con unas «botas militares». Por su aspecto parece un «hombre de las montañas»: barba negra desaliñada, pelo largo desgreñado, un tatuaje chabacano en el pecho... y la mano y el antebrazo izquierdos escondidos detrás de la espalda.

—¿Quién coño eres tú? —le suelta la mujer, asustada. El hombre se lleva el índice a los labios y la hace callar.

—¿Quién coño eres? —le exige saber la mujer.

Priebe desenfunda su Glock 22 del calibre 40 y tira de la joven para apartarla de la escalera.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Vuelva a su casa! —le grita. Luego, dirigiéndose al hombre desconocido, dice—: ¡Muéstreme su mano izquierda! ¡Muéstreme su mano izquierda!

El hombre se limita a mirarle sin decir nada. Tiene la mirada perdida como un soldado después de la batalla. Ni se mueve ni habla. Su silencio hace más «siniestro y escalofriante» el ambiente que se respira.

Priebe le grita varias veces la orden. No hay respuesta. Sin sacar la mano de detrás de la espalda, el hombre rodea el sofá por un lado y se arrodilla o acuclilla en la parte delantera que queda oculta. Ahora, sus dos manos están fuera del campo de visión del agente. Priebe solo puede verle la cabeza y el cuello.

—¡Arriba las manos! —Priebe se imagina que el hombre se incorporará de repente, disparando con un arma en cada mano, al estilo del Viejo Oeste. Priebe le grita ahora—: ¡Policía! ¡Arriba las manos! ¡Despacio!

La cámara está grabando el enfrentamiento.

—No me hagas daño, por favor. No tengo nada —murmura el hombre. El micrófono recoge las frases, pero Priebe no las oye.

El hombre baja la vista hacia un rincón del sofá. Priebe comprende la situación en un fogonazo: la mujer retenida contra su voluntad de la que se le ha informado se encuentra detrás del respaldo del sofá.

El micrófono de la cámara es el único que oye susurrar al hombre: «Lo siento»; y la voz débil de una mujer que suplica: «Por favor, no lo hagas».

El hombre levanta ambas manos por encima de la cabeza. Tiene un enorme cuchillo negro, «un cuchillo diseñado para matar». Entonces lo baja con fuerza. Se oye el grito de una mujer. «Un grito de película de terror. Escalofriante».

Sin ser consciente de sus movimientos, Priebe sube la escalera a toda velocidad, se planta en el umbral y dispara la primera bala. Oye y siente el arma, ve el fogonazo, pero el sospechoso no reacciona. No se inmuta, no se queja. Sigue cosiendo la mujer a puñaladas fuertes y rápidas. Los gritos de la mujer llenan el loft.

Priebe se lanza hacia el sofá, disparando a una mano mientras corre. Amante desde la infancia de la caza del aves y ciervos, cada bala que dispara da en el blanco. Cuatro balas perforan el tórax desnudo del sospechoso, tiros certeros al cuerpo, una bonita agrupación de impactos. Pero la ferocidad del agresor no flaquea. Sigue levantando y hundiendo la hoja del puñal. Priebe piensa: «Estoy echando el resto y no consigo pararlo».

Siente que la ira lo ciega. Imagina que la hoja del cuchillo está atravesando a la mujer, que sigue gritando. El sospechoso vuelve a levantar el arma. Priebe se dice para sus adentros: «Ni de puta broma».

Su quinta bala estalla en el cañón. Otro impacto limpio. Esta vez el sospechoso deja caer el cuchillo sobre el sofá y se desploma en el suelo.

***

Las imágenes que Priebe presencia cuando rodea el sofá se graban a fuego en su memoria. Tendido en el suelo, inmóvil en un charco de sangre cada vez más grande, yace el sospechoso, a quien luego se identificaría como Kenneth Brulla. En la autopsia se dictaminará que presenta «lesiones graves en el corazón, el hígado y un pulmón, con una importante hemorragia interna». Son heridas mortales.

Faith está tumbada bocarriba en el sofá, desnuda, aterrorizada y «cubierta de sangre». El cuchillo ha caído a su lado. Lo que parece ser el cinturón de la bata que tiene debajo está atado a uno de sus tobillos. Tiene las muñecas fuertemente amarradas. Las marcas de las ataduras son visibles y un nudo corredizo rodea su cuello. Sangra de forma abundante.


El violento final del sospechoso tras una noche de violencia.


Hicieron falta cinco disparos para atajar la lluvia de puñaladas del agresor con su cuchillo «Rambo».


Restos de la atadura después del rescate.

Milagrosamente, Faith había podido levantar las manos y las piernas para protegerse de las puñaladas. Sus extremidades presentan profundas incisiones y cortes, y tiene tres costillas rotas, pero su torso no ha recibido ninguna puñalada. Está exhausta y herida de suma gravedad, pero conserva la vida.

—Todo irá bien —le asegura Priebe—. Somos policías.

Por si acaso, el agente sigue apuntando a Brulla, quien permanece tendido en el suelo, en apariencia sin vida. El sargento Anderson entra en tromba y, sirviéndose de una bolsa de primeros auxilios que le ha traído el agente McMullen de un coche patrulla, se aplica a cortar la hemorragia del cuerpo torturado de Faith en los tensos minutos que dura la espera antes de la llegada de la ambulancia.

—Sargento, he tenido que hacerlo. La estaba apuñalando —le dice Priebe a Anderson. Es un hervidero de emociones encontradas: rabia hacia Brulla por haber forzado su propia muerte, culpa por no haber podido ayudar antes a Faith, e incluso angustia por haber quebrantado un mandamiento con lo que ha hecho.

En estado de shock, Faith oye las palabras del agente y nota por su tono que está preocupado. Más tarde, mientras la tratan en las urgencias del Memorial Medical Center de Sheboygan, pregunta por él. «Díganle que no tenía otra alternativa —insiste ella—. Me ha salvado la vida. Se lo agradeceré siempre».

Tras visionar el contenido «gráfico y perturbador» que grabó la cámara, el fiscal del distrito del condado de Sheboygan, Joe DeCecco, muestra su conformidad. El fatal desenlace «nos brinda una perspectiva extraordinaria sobre las decisiones que los agentes del orden deben tomar en décimas de segundo», afirma. Alaba a Priebe por «su carácter y entrega a una profesión que pocos ciudadanos entienden cabalmente. No albergo duda alguna de que [Faith] vive hoy gracias a las medidas que [el agente] tomó».

Lecciones aprendidas

Conversando un mes más tarde sobre el momento más dramático de toda su carrera, el agente Priebe todavía muestra a veces una intensa emotividad, aunque considera que su vida está regresando paulatinamente a su cauce habitual y se ha reincorporado al trabajo con entusiasmo. Menciona tener pesadillas de vez en cuando, incluida una típica en policías: soñar que intentas pulsar el gatillo en una situación de vida o muerte pero no lo consigues por más que lo intentes. Aun así, afirma con convicción: «Creo firmemente que ese día Dios me puso allí. Estaba destinado a responder a esa llamada».

Habla con sinceridad sobre las lecciones que cree que le han ayudado más en su viaje de vuelta desde esa visita personal al lado oscuro.

1. Valora el afecto de los demás. Aunque la policía de Sheboygan no había adoptado programas de formación ni definido protocolos concretos para tratar con un agente después de un tiroteo, la compasión innata de sus compañeros pareció activarse de forma automática, ya en el mismo lugar de los hechos.

El compañero con el que Priebe dice sentirse más «cómodo y seguro» fue el que acudió a confiscarle el arma, el subdirector Allen Sherven. Lo hizo con tacto, después de haberlo acompañado fuera del loft ensangrentado, en la intimidad de su coche. Cuando Priebe le entregó su Glock, Sherven le dio su propia arma a cambio y le dijo: «Estoy contigo para lo que necesites».

«Fue una gran muestra de confianza», recuerda Priebe, muy distinto de lo que ocurre a veces en otros cuerpos, donde a los supervivientes de tiroteos se les ha desposeído fríamente de su arma reglamentaria y se les ha dejado plantados en el lugar de los hechos, solos y vulnerables.

El director David Kirk le dijo que se tomara un permiso remunerado durante el tiempo que considerase necesario, aun a pesar de que el departamento de policía iba justo de personal. «Antes de que pasara una hora, el director me dijo que había sido un disparo intachable y que no debía preocuparme», recuerda Priebe. Incluso le pagaron una habitación en un motel por si necesitaba un sitio donde estar a solas y poner en orden sus ideas antes de volver a su casa en el campo.

Mientras Priebe estuvo de baja, su contestador y su buzón se llenaron de mensajes de apoyo de sus compañeros. «Cuando todo el mundo te asegura que obraste bien, que no tenías alternativa, empiezas a creértelo», dice.

2. Busca consuelo espiritual. El hermano de Priebe lo puso inmediatamente en contacto con un pastor que tiene experiencia tratando con agentes de policía en situaciones críticas. Pese a que las circunstancias justificaban de forma evidente lo ocurrido, Priebe, alterado por el tiroteo, estaba «preocupado porque no sabía si Dios le perdonaría haberse cobrado una vida», una secuela bastante común entre agentes de policía que han sobrevivido a un encuentro de esta naturaleza. «Tiene que decirme por qué está tan seguro de que Dios me perdonará», retó Priebe al párroco.

Estuvieron hablando cerca de dos horas. Sirviéndose de ejemplos bíblicos e históricos, el religioso pudo establecer una línea divisoria convincente entre la muerte que Priebe se había visto forzado a provocar y un asesinato injustificable. Cobrarse una vida, le aseguró el pastor, estaba justificado a ojos del Señor en situaciones como la suya. «Me marché del encuentro soltando un suspiro de alivio», dice Priebe.

3. Plantéate visitar a la víctima. La noche siguiente, Priebe fue a ver a Faith al hospital. «Necesitaba verla en un entorno seguro y limpio, con las heridas vendadas —explica—. Tenía que verla viva.» Le presentó a su mujer y estuvieron conversando unos tres cuartos de hora. Faith le dijo mirándole a los ojos que habría muerto si él no hubiera parado la agresión.

Priebe encontró consuelo en sus palabras, pero le dijo que ella era la auténtica heroína de lo ocurrido; si no hubiera luchado por su vida, él no habría tenido tiempo de hacer lo que hizo.

4. Expresa tus sentimientos. Cuatro días después del tiroteo, Priebe y el sargento Anderson se vieron en el sótano de la iglesia a la que acudía el segundo para llevar a cabo un análisis de incidente crítico acompañados de un terapeuta titulado y su ayudante, una agente que se había visto implicada en una muerte en otra jurisdicción. La sesión duró tres veces más de lo programado. «Me pasé casi todo el rato gritando, sacándolo todo, desahogándome —dice Priebe—. Me abrí en canal.»

Sacó toda su rabia y su odio hacia Brulla por haberle forzado a disparar y por haber herido a Faith; también, su sensación de no haber estado a la altura por no haber conseguido derribarlo antes y sentimientos no del todo resueltos sobre un incidente cuyo recuerdo había reprimido durante años: un caso en el que una mujer agradable y educada se había suicidado después de que él la detuviera por conducir bajo los efectos del alcohol.

«Expresar mis auténticos sentimientos de forma abierta, sin avergonzarme ni sentirme incómodo, fue importantísimo —dice Priebe—. Si te lo guardas todo, con el tiempo te conviertes en una bomba de relojería.»

5. Vuelve al terreno de juego. Después del tiroteo, «nadie me dijo que fuese a la galería de tiro —recuerda Priebe—. Pero pensé que era importante volver al ruedo». El teniente Mike Williams, el instructor de su cuerpo de policía, lo puso a prueba.

Excelente tirador, Priebe no tuvo problemas, salvo cuando tuvo que «aplastar al objetivo», disparando a medida que caminaba en su dirección, de forma muy parecida a cómo lo había hecho en el loft mientras Brulla apuñalaba una y otra vez a Faith. Williams le ayudó a superar esa dificultad, asegurándole que «cuanto antes te acerques, antes podrás precisar los disparos».

Durante la sesión, tuvieron la oportunidad de hablar sobre una pregunta que seguía atormentándole: ¿Debería haber apuntado a la cabeza de Brulla para atajar de forma más drástica la agresión? Williams le convenció de que, dados los movimientos violentos del sospechoso y que Priebe iba corriendo hacia el sofá, disparar al cuerpo había sido un objetivo más seguro.

6. Carga las pilas. Durante los doce días que estuvo de permiso antes de reincorporarse a la plantilla, Priebe se alejó de su casa y del trabajo para irse a pescar a los bosques canadienses. Sin teléfono, sin noticias. No era tanto una huida cuanto una renovación. Su hermano le acompañó con sus dos hijos y Priebe se llevó a un sobrino. «Los críos siempre están felices —dice—. Eso era justo lo que necesitaba.»

7. Haz las paces con el lugar de los hechos. «Cuando por fin me reincorporé, sabía que aún tenía algo pendiente», dice. Se acercó con su coche patrulla al cruce de la calle 10 con Swift Avenue y aparcó para poder ver el garaje donde había tenido lugar su fatídica misión.

Sus superiores lo habían mantenido patrullando en la misma zona al entender que transferirlo podría parecerle una sanción. «Quería enfrentarme al sitio y aceptar lo ocurrido sin huir ni esconderme de ello.»

Mentalmente, «reconstruyó todo lo ocurrido» varias veces. Estuvo una hora o más sentado en el coche. Intuyó que los vecinos empezaban a preguntarse qué hacía allí. Pero cuando finalmente se marchó, afirma que «estaba absolutamente seguro» de poder enfrentarse a su siguiente misión, fuera lo que fuese.

Lecciones de sangre

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