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ОглавлениеDurante el resto de la tarde, Bill Henderson y Hoke Moseley trabajaron en sus correspondientes informes en el pequeño despacho de paredes de vidrio que compartían en la nueva comisaría de policía de Miami. Como sargentos que eran tenían derecho a una oficina con puerta cerrada con llave, pero aquel despacho era más incómodo que el espacio que los otros detectives de paisano tenían en la sala grande. La estancia estaba sin decorar, a excepción de un póster de cincuenta por setenta centímetros sin enmarcar que cubría la pared. En él se veía una mano que sostenía una pistola, con el cañón apuntando directamente al espectador. El mensaje, en letras mayúsculas de color negro debajo de la pistola, decía: MIAMI, DISFRÚTALA COMO SI FUERAS DE AQUÍ.
Tomaron declaración a los hermanos Peeples, a pesar de la estrechez del espacio. Irritados por la actitud poco cooperativa de los georgianos, dejaron que aquellos hombres volvieran en taxi al aeropuerto, en lugar de devolvérselos al relaciones públicas en un coche patrulla.
Lo echaron a suertes. Henderson perdió, lo que significaba que tuvo que llamar al padre de Martin Waggoner en Okeechobee y darle la triste noticia. Mientras Henderson llamaba, Hoke bajó a la cafetería y pidió dos cafés en vasos de plástico. Bebió el suyo en la cafetería y le llevó el otro, ahora apenas tibio, a Henderson. Este tomó un sorbo, volvió a ponerle la tapa y lo tiró a la papelera.
—El señor Waggoner me ha dicho que su hijo tiene una hermana que vive con él aquí, en Miami, y que no aceptará su muerte hasta que ella identifique el cadáver. Ha manifestado que su hijo era un tipo muy religioso, y no de los que se meten en peleas. Le he dicho que no había habido ninguna pelea y le he contado cómo ocurrió todo. No se lo ha creído. Sé cómo se siente, el pobre diablo. Cuando le he explicado que su hijo había muerto por culpa de un dedo roto me he sentido como si le estuviera contando una trola.
—Pero no murió por culpa de un dedo roto. Murió del shock.
Henderson se encogió de hombros.
—Lo sé. Le he contado lo que nos dijo Doc Evans acerca del shock. De todos modos, te toca a ti llamar a la hermana, la señorita Waggoner, para que pueda identificar el cadáver.
—Pero has perdido tú.
—Sí, y por eso he llamado al señor Waggoner. Lo de la hermana es otro asunto y mi esposa me espera en casa para cenar. Vamos a tener compañía. Y tú estás soltero.
—Divorciado.
—Sí, pero ahora estás soltero, sin responsabilidades ni obligaciones.
—Pago la pensión alimenticia y la manutención de dos hijas adolescentes.
—A veces me rompes el corazón. Pobrecito, seguro que tus noches son tristes y vacías, y no tienes amigos.
—Vaya, y yo que pensaba que tú y yo éramos amigos.
—Lo somos. Por eso te vas a encargar de la hermana mientras yo voy a casa con la parienta, un hijo adolescente y una hija con acné. Para que pueda dar de beber y entretener un poco a unos amigos de mi mujer que me caen como el culo.
—Está bien, ya que compartes tus alegrías conmigo, iré yo. ¿Tienes su dirección?
—Te la he escrito ahí, y he hecho algunas llamadas. Vive en Kendall Pines Terrace, cerca de la avenida Ciento cincuenta y siete. Apartamento cuatro-uno-ocho.
—¿En Kendall? Eso está en el quinto pino.
Hoke pasó la información de la libreta amarilla a su cuaderno de notas.
—Por suerte para ti no está en casa. Susan Waggoner va al campus de Miami-Dade. Va a estar en clase a las seis y cuarto. Ya he llamado al registro de la universidad, por lo que te van a enviar un asistente a la clase para que te busque a la chica. Incluso te da tiempo a tomar un trago antes. Dos tragos.
—Y así todo sale mejor, ¿no? Tú te vas a casa a cenar y a mí me toca acompañar a una joven histérica a la morgue para que vea a su hermano muerto. Claro que puede que desde el infierno hasta Kendall ya se haya calmado. Y aún entonces yo tendré que ir de regreso a Miami Beach. Tal vez, si tengo suerte, llegaré a casa a tiempo para ver las noticias de las once.
—¿Qué demonios te pasa, Hoke? A fin de cuentas son horas extras, ¿no?
—Tiempo compensatorio. Este mes ya he agotado mi cupo de horas extras.
—¿Cuál es la diferencia?
—Veinticinco dólares. Oye, ¿no hemos tenido esta conversación antes?
—El mes pasado. El mes pasado fui yo quien tuvo que sentarse en una ferretería hasta las cuatro de la madrugada mientras tú dormías a pierna suelta.
—Pero te pagaron las horas extras, ¿no?
—No, fue tiempo compensatorio.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Veinticinco dólares.
Los dos rieron, pero la risa no ocultó el malestar de Hoke. Él no sabía qué era peor, si decirle a un padre que su hijo había estirado la pata o contarle a una hermana que su hermano estaba muerto. Lo único que le alegraba era no tener que decírselo a ambos.