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ОглавлениеPRÓLOGO EL BLUES DE CHARLES WILLEFORD O CÓMO LA VIDA NO ES MÁS QUE UN CHISTE MACABRO
RUDO Y SENSIBLE
Seguramente resultaría más creíble para el lector el argumento de cualquiera de las novelas que escribió Charles Willeford que el relato de su vida, experiencias que recopiló en su autobiografía I Was Looking for a Street (1988, 2010). Con ocho años era huérfano (la tuberculosis se llevó a sus padres). Con doce escapó de la custodia de una abuela para pasarse dos años saltando clandestinamente de tren en tren, con los que cruzó los estados sureños más castigados por la Gran Depresión. Con dieciséis mintió sobre su edad para poder alistarse en el ejército, dando inicio a dos décadas en las que fue entrando y saliendo de sus filas. Durante este tiempo, fue conductor de camiones y cocinero en Filipinas, encargado de caballerizas en Monterrey, se le condecoró con un Corazón Púrpura por sus servicios al frente de una división de tanques en la batalla de las Ardenas y dirigió una emisora radiofónica castrense en las islas Kyushu de Japón. Tras colgar el uniforme, ejerció de entrenador de caballos, boxeador profesional, vendedor en un mercadillo y actor en anuncios publicitarios y en un film de Roger Corman.
¿Un tipo rudo? Mucho más que eso. Estudió historia del arte en Lima, pintura en Francia y literatura anglosajona en Miami, editó la Alfred Hitchcock Mystery Magazine, comenzó a publicar poesía, fue crítico literario en The Miami Herald y dio clases de humanidades, filosofía y literatura en dos universidades. Escribió mucho y variado, aunque el mercado le dio la espalda con frecuencia, llegando a pasar dos décadas en el dique seco. Tardó sesenta y cinco años en saltar al estrellato con Miami Blues y empezó a ganar dinero en abundancia cuatro después, el mismo año de su muerte.
EL CRIMINAL ES LA ESTRELLA
Si las décadas de 1920 y 1930 significaron la época dorada de revistas pulp como Black Mask, que acogió las historias de Chandler y Hammett, las de 1950 y 1960 fueron el momento de los paperbacks, una suerte de reencarnación de aquellas en formato de libro cutre, con las que compartían una producción en serie, una edición basta, unos precios asequibles, unas portadas chillonas y, sobre todo, una amplia libertad creativa. Sin embargo, fue en su seno donde Willeford, junto con autores como Jim Thompson y David Goodis, contribuyó con ocho novelas a reformular los códigos del hard-boiled impuestos por los padres de Marlowe y Spade, desviando el foco del detective al criminal. La espeluznante mente del sociópata y sus actos de destrucción toman el mando, al tiempo que la violencia se ve con frecuencia empujada hasta extremos grotescos que conducen al género por sendas más oscuras y turbias.
De aquí que, hablando en una ocasión sobre Pulp Fiction, Quentin Tarantino señalara que «no es noir. No hago neo-noir. Creo que Pulp Fiction es más cercana al género noir moderno, a alguien como Charles Willeford».
LA VIDA, UN CHISTE MACABRO
Con Miami Blues, Willeford inauguró una constante en su carrera, un cambio de título, ya que él quería llamarlo Kiss Your Ass Good-Bye. Lo que no pudo anticipar es que se convertiría en un éxito comercial y se vería presionado a dedicarle una serie al sargento Hoke Moseley. Tal fue su resistencia al principio que escribió una secuela, Grimhaven, en la que Moseley, cual Medea masculina y contemporánea, mataba a sus hijas para evitar hacerse cargo de su custodia. Acabó en un cajón. Entre 1985 y 1988 Willeford completó tres entregas más. La tetralogía fue reeditada por el sello Black Lizard en su colección Vintage Crime durante los años 2004 y 2005, lo que supone algo así como entrar en la American Library del género noir. Atención a la alfombra roja de nombres que se encargaron de los prólogos: Elmore Leonard, el de Miami Blues («Nadie ha escrito una novela negra mejor»); James Lee Burke el de New Hope for the Dead («Si necesitabas un consejo sobre cómo hacer que tu novela funcionara y que ganara punch, acudías a Charles»); Lawrence Block, el de Sideswipe («Willeford escribía libros atípicos protagonizados por personajes atípicos, haciendo evidente un magnífico desinterés por lo que pensara nadie») y Donald E. Westlake el de The Way We Die Now («La actitud ante la vida que adquirió a partir de sus propias experiencias fue de ironía sin maldad, de una comicidad profundamente atenta»).
Todos los admiradores y estudiosos de su obra destacan su capacidad de transgredir cualquier norma del género, arrinconando la investigación policial, el suspense o la acción en beneficio de detalles sobre vestimenta (una de sus pasiones, compartida con Elmore Leonard), alimentación, climatología, estados emocionales, tareas mundanas… Donde parece que no ocurre nada, discurre todo. Estamos hablando de un escritor que podía pasar de citar a Bártok o el Ulises de Joyce a instruirte acerca de la mejor manera de freír un bistec, de disertar sobre los surrealistas a detallar una técnica infalible para moler café.
Willeford, además, procuraba amar a sus criaturas por encima de sus actos, perdonándoles su estupidez o su crueldad a la mínima ocasión posible. La vida, pensaba, no había que tomársela más que como un chiste macabro. Por ello James Crumley, autor de El último buen beso, dijo de él: «Bromea cuando no bromea», mientras que su tercera mujer, Betsy, aseguró que el único consejo que tenía para los jóvenes escritores aspirantes era: «Limítate a contar la verdad y te acusarán de recurrir al humor negro».
NEÓN, VICIO Y PLOMO
Con sus cálidas temperaturas, sus playas, su vegetación exuberante, su turbulenta vida nocturna, sus mujeres con curvas, su inmigración caribeña y sus mafiosos horteras, Florida es cuna de un hedonismo tirando a salvaje que la convierte en un alegre marco para el género noir. John D. MacDonald la colocó en el mapa por medio de Travis McGee, especialista en recuperar objetos robados que vive en un barco customizado en un puerto de Fort Lauderdale. Sin embargo, fue el Miami ochentero de Willeford, una ciudad en plena latinización tras el desembarco de los marielitos, en transición de la decadencia gerontocrática al baño de neón, vicio y plomo, el que haría más por sacar punta al potencial delictivo del sunshine state. De escritores como Carl Hiaasen o James W. Hall, a series de televisión como Corrupción en Miami o Dexter, todo rastro de sangre que contenga ADN de Miami ensucia las manos de Willeford.
DUELO BAJO EL SOL
Y así llegamos al Miami de Miami Blues, una urbe de calor pegajoso, de guayaberas azul claro con calcetines a juego y de pantalones de lino, tomada por las hordas de cubanos facinerosos de los que se deshizo Fidel Castro, donde la ley contra la vagancia ha sido derogada, un 20 % de conductores circula sin carnet y abundan los edificios art déco en ruinas. Como en los wésterns, este lugar no es lo suficientemente grande para acoger a dos tipos.
En el bando de los teóricamente buenos, Hoke Moseley, sargento del Departamento de Policía, sección Homicidios. La mitad de su sueldo se lo lleva su exmujer para la manutención de sus hijas. Por ello, uno: reside en un cuchitril en el irónicamente llamado Hotel Eldorado, mezcla aromática de sábanas sucias, calcetines y ropa interior sin lavar, ron y humo de tabaco rancio; y dos: procura siempre llamar desde los bares y no desde las cabinas públicas, porque si saca la placa no le cobran y encima le invitan a una copa.
Moseley tiene cuarenta y dos años, conduce un destartalado Le Mans de 1974, viste un traje de popelina, mezcla cerveza con whisky, al café le echa edulcorante Sweet´n Low y leche en polvo, y hace meses que no echa un clavo. Su mayor cruz es una dentadura postiza que remoja en agua por las noches y que sus enemigos disfrutan extrayéndosela.
En el bando de los teóricamente malos, Frederick Frenger Jr., aunque prefiere que lo llamen Junior a secas. Un «despreocupado psicópata de California» de apenas veintiocho años, aunque una existencia pasada entre reformatorios, institutos para delincuentes juveniles y centros penitenciarios le ha pasado factura y parece bastante mayor. Hacer pesas le ha provisto de unos brazos musculados y algunas mujeres encuentran atractiva su nariz rota. Tras tres años alojándose en San Quintín por robo a mano armada, lo primero que hace al salir es cometer tres atracos, así que decide poner cinco mil kilómetros de distancia y establecerse en Miami. Allá se especializa en sacarle el máximo provecho a tarjetas de crédito ajenas, roba en centros comerciales, asalta a delincuentes y se sirve de una porra y una placa de policía para confundir y magullar al personal. La mayor lección que le ha brindado la vida es el error que supone comportarse de forma altruista con los demás. No soporta las preguntas estúpidas. No ríe. Se ve reflejado en un haiku protagonizado por una rana y aprende lecciones de los lagartos.
Asegura que lo único que desea es llevar una vida normal.
Y mientras el lector disfruta de este duelo Moseley-Junior bajo el inclemente sol de Florida, una pregunta no dejará de zumbarle por los oídos: ¿de verdad es posible matar a un Hare Krishna tirando con fuerza de su dedo medio?
ANTONIO LOZANO