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ОглавлениеLa sala vip —o Golden Lounge, como se la llamaba a veces, por el dorado de las tarjetas de plástico emitidas a pasajeros de primera clase por las tres aerolíneas que la mantenían— estaba inusualmente llena de gente. El hombre muerto tendido sobre la moqueta azul no era el único que estaba allí sin una tarjeta oro.
Hoke Moseley, sargento del Departamento de Policía de Miami, sección Homicidios, se sirvió café en un vaso de plástico —el tercero—, cogió un dónut glaseado para volver a dejarlo caer sobre la bandeja de plástico transparente y luego le echó al café edulcorante Sweet’n Low y leche en polvo. El sargento Bill Henderson, compañero de Hoke, estaba sentado en un sofá azul marino y leía la columna de humor de John Keasler del Miami News. Junto a la puerta, vestidos con chaquetas deportivas de color azul eléctrico, dos tipos de seguridad del aeropuerto ponían cara de no estar dispuestos a acatar órdenes de nadie.
Un hombre negro, relaciones públicas del aeropuerto, vestido con una camisa de seda marrón de cien pavos y unos pantalones de golf amarillos de lino, tomaba notas con un lápiz dorado en un cuaderno con tapas de cuero negro. Se metió el cuaderno en el bolsillo del pantalón y cruzó la moqueta azul para hablar con dos hombres que al parecer eran de Waycross, Georgia: John e Irwin Peeples. Ambos le miraron con el ceño fruncido.
—No se preocupen —dijo el relaciones públicas—. Tan pronto como aparezca el fiscal del Estado y haya tenido la oportunidad de hablar con él, ustedes estarán en el próximo vuelo para Atlanta. Y hay vuelos a Atlanta cada media hora.
—No queremos volar en cualquier compañía —dijo John Peeples—. O Irwin y yo volamos en Delta o no volamos.
—No hay problema. Si es necesario, sacaremos a una pareja del avión y les conseguiremos asiento en Delta en una hora.
—Yo en tu lugar —le comentó Bill Henderson, quitándose las gafas de presbicia de montura negra— no les prometería nada a estos dos. Tal vez nos estemos enfrentando a un asesinato en segundo grado. Por lo que sé, podría tratarse de un complot para asesinar a ese Krishna, y estos dos podrían estar compinchados. ¿No es cierto, Hoke?
—No lo sé todavía —dijo Hoke—. Primero esperaremos a ver lo que tienen que decir el forense y el fiscal. En cualquier caso, señor Peeples, usted y su hermano van a estar ocupados. Vamos a tener que interrogarles en comisaría como testigos materiales en el caso de —señaló el cadáver— la defunción de este Hare Krishna, y el fiscal bien puede decidir que deben permanecer aquí bajo custodia durante varios meses.
Los hermanos se quejaron. Hoke hizo una seña a Bill Henderson para que se acercara al sofá.
El otro Hare Krishna, el compañero del muerto, comenzó a llorar de nuevo. Alguien le había devuelto la peluca y se la había metido en el bolsillo de la chaqueta. Tenía por lo menos veinticinco años, pero parecía mucho más joven. Intentaba contener el llanto y se secaba las lágrimas con las yemas de los dedos. Le brillaba la cabeza recién afeitada por el sudor. Nunca antes había visto a un muerto, y aquí estaba su hermano de cuerpo presente, un hombre con el que había rezado y comido arroz integral, se encontraba tirado sobre la moqueta azul de la sala vip y estaba cubierto —a excepción de los pies, enfundados en unos calcetines de algodón blanco y unos zapatos Hush Puppies— con una manta de color crema de Aeroméxico.
El doctor Merle «Doc» Evans, médico forense, llegó con Violet Nygren, una joven adjunta, rubia y algo sosa, de la oficina del fiscal. Hoke les hizo una seña a los guardias de seguridad de la puerta para que los dejaran pasar. Hoke y Bill Henderson le dieron la mano a Doc Evans, y los cuatro fueron a la parte de atrás del salón para evitar que los hermanos Peeples, el relaciones públicas o el Krishna lloroso escucharan sus palabras.
—Soy nueva en las calles —dijo Violet Nygren al presentarse—. Solo llevo en la oficina del fiscal desde el pasado junio, cuando terminé derecho en la Universidad de Miami. Pero estoy ansiosa por aprender, sargento Moseley.
Hoke sonrió.
—Eso está bien. Este es mi compañero, el sargento Henderson. Usted es abogada, señorita Nygren, ¿dónde ha dejado el maletín?
—Llevo una grabadora en el bolso —dijo, sosteniendo el bolso de cuero entrelazado.
—Estaba bromeando. Siento un gran respeto por las abogadas, señora. Mi ex tenía una, y durante los últimos diez años he visto cómo la mitad de mi sueldo desaparecía como por arte de magia, para ir directamente a pagar la pensión y la manutención de nuestras hijas.
—No me había topado con un homicidio hasta ahora —repuso ella—. Por lo general mis casos han sido en su mayoría robos y atracos. Pero, como he dicho, estoy aquí para aprender, sargento.
—No adelantemos acontecimientos: puede que no sea un homicidio. Por eso quería a alguien de la oficina del fiscal del Estado aquí, con Doc Evans. Esperamos que no lo sea. Ya llevamos suficientes muertes este año. Pero eso les toca decidirlo a Doc Evans y a usted.
—Eso es muy considerado por tu parte, Hoke —respondió Doc Evans—. Y ahora dime, ¿qué demonios es lo que te preocupa?
—Mira, esto es todo lo que hay. El cadáver bajo la manta es de un Hare Krishna. —Hoke cotejó su cuaderno—. Se llamaba Martin Waggoner y, según lo que nos ha dicho ese otro Hare Krishna de allí, sus padres viven en Okeechobee. Vino a Miami hará nueve o diez meses, se unió a los Krishnas, y ambos residían en el nuevo Krishna ashram de Krome Avenue, en los East Glades. Ambos han estado trabajando en el aeropuerto durante unos seis meses, ese era su cometido. La gente de seguridad del aeropuerto los conocía y ya les había advertido un par de veces que no debían molestar a los pasajeros. El muerto llevaba más de doscientos dólares en la cartera, y ese otro Krishna tiene alrededor de cincuenta. Eso es todo lo que han recaudado desde las siete de la mañana. —Hoke miró el reloj de pulsera—. Ahora solo es la una menos cuarto, pero aquel Krishna de allí afirma que en un día podían recaudar quinientos pavos entre los dos.
—Eso es mucho dinero. —Violet Nygren enarcó las pálidas cejas—. Jamás habría imaginado que sacaran tanto.
—La gente de seguridad me ha comentado que hay otros dos grupos de Hare Krishnas en el aeropuerto, además de este. No hemos notificado nada a la comuna ni hemos llamado a los padres del Krishna en Okeechobee. De momento, todavía no.
—Ni nos has dicho nada del otro jueves, tampoco —se quejó Doc Evans.
—Nuestro problema, Doc, son los testigos. Había como treinta, todos en la cola de Aeroméxico, pero tomaron el vuelo a Mérida. Nos las hemos arreglado para retener a esos dos tipos de allí —Hoke señaló a los dos hermanos de Georgia, que parecían tener unos cuarenta años—, pero solo porque el más feo, el de la derecha, le robó la peluca a la víctima. Los empleados de la aerolínea atendían el mostrador en ese instante y afirman no haber visto nada porque estaban demasiado ocupados, y como estaban embarcando a los pasajeros supongo que así era. Tengo sus nombres y podemos hablar con ellos más tarde.
—Es una lástima —dijo Henderson— que no podamos encontrar a la dama del Krishna Kricket.
—¿Qué es un Krishna Kricket? —preguntó Violet Nygren.
—Los venden aquí, en librerías y farmacias. Es solo un grillo de metal con una pieza dentro, un resorte de acero que produce un chasquido metálico. Uno lo hace sonar cuando los Krishnas empiezan a molestarle. Por lo general, el ruido les espanta. Antes había un tipo que odiaba a los Hare Krishna y él se los regalaba a todo el mundo, aquí y allá, pero se le acabó el dinero, o los grillos, o la mala leche, no lo sé. De todos modos, los dos hermanos de allí afirman que la señora estaba cerca del lugar donde ha sucedido todo, y que siguió usando el «espantakrishnas» hasta que el Krishna dejó de gritar.
—¿Cómo lo mataron? —preguntó Doc Evans—. ¿O quieres que le eche un vistazo ahora y te lo diga luego? Tengo que volver a la morgue.
—Esa es la cuestión —contestó Hoke—. El caso es que en realidad no estaba muerto. Al parecer, molestó a un tipo que llevaba una chaqueta de cuero. El tipo le torció el dedo hacia atrás hasta que se lo rompió. Y luego se alejó y desapareció. El Krishna se puso de rodillas, empezó a gritar y entonces, tal vez cinco o seis minutos más tarde, falleció. Los de seguridad traen el cadáver aquí y el relaciones públicas habla de homicidio. De modo que ya ves, un Hare Krishna muerto por culpa de un dedo roto. ¿Qué le parece, señorita Nygren, es un homicidio o no lo es?
—Nunca oí que nadie muriera por culpa de un dedo roto —dijo ella.
—Debe de haber muerto del shock —dijo Doc Evans—. Te lo confirmaré después de haberle echado un vistazo. ¿Qué edad tiene, Hoke?
—Veintiún años, según el carnet de conducir.
—Eso es lo que quiero decir —dijo Doc Evans, apretando los labios—. Los jóvenes de hoy en día simplemente no saben hacer frente al dolor. Este estaba quizá desnutrido y en una forma pésima. El sufrimiento fue inesperado, demasiado para él. Que te retuerzan el dedo duele un horror.
—Y que lo digas —afirmó Violet Nygren—. Mi hermano solía hacérmelo cuando yo era niña.
—Y si se dobla hacia atrás del todo —continuó Doc Evans—, hasta que se rompe, duele la hostia. Así que probablemente entró en shock. Nadie le dio té caliente o le cubrió con una manta, y eso fue todo. No se necesita mucho tiempo para morir a causa de un shock.
—Unos cinco o seis minutos, según los hermanos Peeples.
—Eso es bastante rápido. —Doc Evans sacudió la cabeza—. La muerte por shock suele tardar quince o veinte minutos. Pero no quiero hacer ninguna conjetura. Por lo que sé, sin examinar el cadáver, podría tener también un agujero de bala en algún lugar.
—No lo creo —dijo Bill Henderson—. Todo lo que vi fue el dedo roto, y además parece una rotura limpia, sin más.
—Si fue un accidente —señaló Violet Nygren—, podría tratarse de una simple agresión. Por otro lado, si el hombre de la chaqueta de cuero tenía intención de matarlo de esta manera, sabiendo que había un historial de personas que mueren por shock en el entorno de los Hare Krishna, entonces podría muy bien tratarse de asesinato en primer grado.
—Eso me parece un poco forzado —indicó Hoke—. Vamos a tener que conformarnos con el homicidio, creo.
—No estoy tan segura de eso —continuó ella—. Imagina que le disparas a un hombre y más tarde este muere debido a complicaciones causadas por el balazo. Pues bueno, a pesar de que en un principio el tipo resultó herido leve por el disparo, en cuanto muere, el cargo pasa a ser asesinato en segundo grado o incluso en primer grado. Voy a tener que investigar este caso, eso es todo. Aunque de todos modos no podemos hacer nada al respecto hasta dar con el hombre de la chaqueta de cuero.
—Eso es todo lo que tenemos para seguir adelante —apuntó Hoke—. Una chaqueta de cuero. Y ni siquiera sabemos de qué color es. Un hombre dijo que había oído que era de color crema. Otro tipo dijo que había oído que era gris. A menos que el hombre se entregue, no tenemos la menor oportunidad de encontrarlo. En este momento podría estar en un avión rumbo a Inglaterra o a cualquier otro lugar. —Hoke sacó un Kool mentolado de un paquete arrugado, lo encendió y le dio una calada para tirarlo de inmediato en un cenicero de pie—. El cuerpo es todo tuyo, Doc. Nosotros nos quedamos con lo que llevaba en los bolsillos.
Violet Nygren abrió el bolso y apagó la grabadora.
—Tengo que contarle este caso a mi madre —dijo—. Cuando mi hermano solía doblarme los dedos hacia atrás ella nunca hacía nada. —Rio nerviosa—. Ahora puedo decirle que solo estaba tratando de matarme.