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Con aquella ropa nueva Freddy parecía un tipo de Miami. Vestía una guayabera azul claro, pantalones blancos de lino con pequeñas raquetas de tenis de oro bordadas a intervalos irregulares en ambas perneras, mocasines blancos de charol, un cinturón con la hebilla en forma de delfines y calcetines azul claro que hacían juego con la guayabera. Se había hecho un corte de pelo de veinte dólares y un afeitado de ocho dólares, que había cargado a la habitación, tras dejar una generosa propina para el peluquero. Podía haber pasado por un tipo de la zona, o por un turista de Pensilvania dispuesto a quedarse la temporada completa.

Freddy llegó al restaurante Granny’s un poco antes de las cinco y pidió una taza de té de ginseng. Le dijo a la camarera cubana de anchas caderas que estaba esperando a alguien. Nunca había probado el té de ginseng, pero se las arregló para matar su amargor con tres cucharadas de azúcar moreno de caña. El menú no tenía mucho sentido. Después de echarle un vistazo, decidió que lo mejor sería esperar a Susan y pedir lo mismo que ella. El té de ginseng era malo, pero le había parecido una opción mejor que el té gunpowder que la camarera le había recomendado. Se había quedado sin cigarrillos, el primer paquete que había fumado desde que salió de la cárcel. Cuando le pidió a la camarera que le trajera un paquete de Winston 100, ella le dijo que en Granny’s no se permitía fumar y que los cigarrillos eran veneno para el cuerpo.

En realidad, Freddy se dio cuenta de que no quería fumar. Dejar el vicio en la cárcel le había costado mucho. Seis días en el agujero sin un cigarrillo había sido un buen comienzo, algo que ayudó a su cuerpo a deshacerse de la nicotina almacenada, pero no le había quitado la dependencia psicológica. Hay muy pocas cosas que un hombre pueda hacer solo en la cárcel. Fumar es una de ellas: no solo ayuda a matar el tiempo, sino que además le da al hombre algo que hacer con las manos. Hasta que comenzó a levantar pesas en serio, los largos días de vagar por el patio sin un cigarrillo habían sido duros, sus peores momentos entre rejas. Y, sin embargo, lo primero que hizo cuando llegó a la terminal de autobuses de San Francisco fue comprar un paquete de Winston 100. Los había elegido por el color rojo oscuro de la cajetilla. De alguna manera su mente había relacionado fumar con la libertad, a pesar de que era en sí una forma de esclavitud. No volvería a engancharse. De lo contrario, cuando regresara a la cárcel tendría que pasar por todo eso de nuevo.

Aún vestida con su ropa de trabajo, Susan llegó unos minutos después de las cinco. Le saludó con la mano desde la puerta y luego se unió a él en la mesa para dos pegada a la pared. Se sentó debajo de una cesta suspendida del techo de la que brotaba una maraña de helechos colgantes. Estaba contenta de ver a Freddy, eso estaba claro.

—Se te olvidó la maleta —dijo Freddy—, pero se la di a Pablo. La ropa está en la bolsa de debajo de la mesa.

—No se me olvidó. Lo quise así. Muchos de los empleados saben lo que hago en el hotel y no les gusta. Las chicas no les gustamos, porque nosotras sacamos mucha pasta. Así que si hubieran visto a una chica con una maleta habrían llamado a seguridad y les habrían dicho que se la había robado a un huésped o algo así. Y luego, cuando yo hablase con seguridad y les contase la verdad, tendrían que consultarlo contigo, y alguien sabría que no tienes otro equipaje. Esto podría causarte algunos problemas. Además, si lo he entendido bien, el asunto es que cuando te fuiste de casa tomaste la maleta equivocada, ¿no? La de tu mujer en vez de la tuya, ¿eh?

—Algo por el estilo. Eso es interesante, Susan. No pensé que fueras capaz de pensar en algo tan complicado.

—No siempre he sido una persona reflexiva. Cuando estaba en la escuela secundaria en Okeechobee de lo único que me preocupaba era de pasarlo bien. Pero en Miami-Dade los profesores quieren que usemos la cabeza.

—¿Dónde queda Okeechobee?

—Cerca del lago, al norte, por la carretera de Disney World.

—¿Qué lago?

—¡El lago Okeechobee! —Susan se echó a reír—. Es el lago más grande de todo el sur del país. Todo el mundo saca el agua del lago Okeechobee.

—Soy de California. No conozco una mierda de Florida.

—Yo tampoco sé nada de California. De modo que estamos en paz.

—El lago Tahoe es bastante grande, queda en California. ¿Has oído hablar de Tahoe?

—Me suena, pero no sé dónde está.

—Una parte pertenece a Nevada, y el resto está en California. En el lado de Nevada se puede jugar en los casinos.

—En Florida el juego está prohibido, si exceptuamos el hipódromo, el canódromo y el frontón. Claro que también puedes apostar en las peleas de gallos y de perros, si sabes cómo encontrarlas. Pero según el gobernador todos los demás juegos de azar son inmorales.

—¿Es ese gobernador jesuita, por un casual?

—Eso de ser jesuita es como ser católico, ¿no?

—Un católico con buena educación, eso es lo que me han dicho.

—No, él es protestante. Aquí sería una pérdida de dinero darle un cargo público a un católico.

—Háblame de Okeechobee, y dime por qué has venido a Miami.

—Hace más calor que aquí, para empezar. Y llueve más, también, por el lago. Es un pueblo pequeño, no tan grande como Miami, y no hay mucho que hacer, solo jugar a los bolos o ir de pesca y a nadar. Si no te gusta el campo, no te gustará Okeechobee. Si una chica no se casa antes de cierta edad no tiene futuro, y a mí nadie me pidió en matrimonio. Cocinaba para papá y mi hermano, pero eso no impidió que me quedara embarazada. Por eso vine a Miami, en realidad, para abortar. Mi papá me dijo que quedarme embarazada de esa manera era una desgracia y que no volviera.

—Pero el Reader’s Digest asegura que cerca de un cuarenta por ciento de las chicas que se quedan embarazadas no están casadas. ¿Por qué le molestó tanto?

—Mi hermano Marty discutió con él por eso mismo. Le dijo a papá que solo Nuestro Señor tiene potestad para castigar a la gente, y que por lo tanto el viejo no tenía ningún derecho a juzgarme. Así que Marty tuvo que venirse conmigo. Papá no cree en casi nada y Marty es muy religioso, de modo que ya ves cómo está el patio.

—¿Así que os mudasteis a Miami…?

Ella asintió.

—En autobús. Marty y yo somos uña y carne. Nacimos con solo diez meses de diferencia, y él siempre se ha puesto de mi lado, contra papá.

La camarera les interrumpió.

—¿Quieres más té o vais a pedir la comida?

—Yo tomaré la ensalada Circe —dijo Susan—. Siempre la pido.

—Yo también —añadió Freddy.

—Pide la ensalada Circe, sí. Papá siempre se pone de mal humor, pero en el fondo es un buenazo. Creo que podríamos volver y él no diría esta boca es mía. Pero nos va tan bien aquí que pensamos quedarnos mucho tiempo. Cuando tengamos ahorrado lo suficiente Marty quiere volver a Okeechobee y pillar una franquicia de Burger King. Él lo llevará durante el día, y yo me ocuparé por las noches. Vamos a construir una casa en el lago y tendremos una lancha rápida y todo eso.

—Así que Marty lo tiene todo resuelto, ¿eh?

Susan asintió.

—Por eso voy a Miami-Dade. Cuando apruebe las asignaturas de ciencias, literatura y sociedad me graduaré en administración de empresas.

—¿Y vuestra madre? ¿Qué piensa de vosotros dos?

—No sé dónde está, y papá tampoco. Trabajaba en una cafetería de camioneros, y una noche, cuando yo solo tenía cinco años, se escapó con uno de ellos. Papá le siguió la pista hasta Nueva Orleans, incluso pagó a un detective privado, pero ella desapareció.

»Sin embargo, a Marty y a mí nos va de perlas aquí. Él pide dinero para los Hare Krishna, y todos los días me da por lo menos cien dólares para que se los ingrese en el banco. En comparación con la mía, la de Marty es una vida dura, porque noche tras noche debe dormir a la intemperie y tiene que levantarse a las cuatro de la madrugada para rezar. Pero a él no le importa trabajar siete días a la semana en el aeropuerto: no cuando gana cien pavos al día para nosotros, para ahorrarlos.

—De hecho, creo que vi a uno en el aeropuerto, pero no entiendo eso de los Hare Krishna. ¿Quiénes son, realmente? No parecen de este país.

—Ahora, sí. Es una especie de secta religiosa de la India, un grupo de mendigos profesionales… Y ahora se han extendido por todo Estados Unidos. Debe de haber algunos en California, también…

—Tal vez sea así. Nunca había oído hablar de ellos, eso es todo.

—Bueno, Marty vio las ventajas de su negocio de inmediato, porque se les permite mendigar de forma legal.

Susan se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—Mira, él se mete un dólar en un bolsillo para los Hare Krishna, y otro dólar en otro bolsillo para nosotros. Al ser una organización religiosa, los Hare Krishna pueden mendigar legalmente en el aeropuerto, mientras que si vas tú por tu cuenta y riesgo acabas en la cárcel.

—En otras palabras, que tu hermano les roba a los Hare Krishna.

—Supongo que puedes decirlo así. Me contó que si le pescaban lo pondrían de patitas en la calle. Pero eso no va a pasar. Marty y yo nos vemos cada noche en el buzón de la entrada del hotel que está justo dentro del aeropuerto. Mientras hace ver que echa una carta en el buzón me desliza el dinero en el bolso. Él va con otro que se supone que lo vigila, pero Marty siempre puede tener un minuto para ir al baño, ¿no? Lo que no alcanzo a entender es por qué los pasajeros le sueltan billetes de cinco y diez pavos, y a veces de veinte, solo porque él se lo pida. Él afirma que es porque tienen miedo, porque todos se sienten culpables de algo que han hecho. Lo cierto es que saca una buena tajada para un turno de doce horas.

La camarera les trajo las ensaladas Circe: grandes hojas de lechuga, gajos de naranja, judías y brotes de trigo, coco rallado, yogur de vainilla y un relleno de caña de azúcar, empapado todo en ginseng. La ensalada venía en un cuenco de porcelana en forma de una concha de almeja gigante.

—Nunca había comido en un restaurante de comida sana.

—Yo tampoco, al menos no hasta que llegué a Miami. No tienes que comértelo si no te gusta.

—No me gusta la raíz de ginseng. ¿Es que aquí se lo ponen a todo?

—Más o menos. Se supone que te hace sentir sexi, pero lo cierto es que le echan ginseng porque no sirven carne. Esa es la razón, creo yo.

—Prefiero la carne. Esto sería comestible de no ser por el ginseng. ¿Cuánto has sacado esta tarde?

—Cincuenta dólares. Un colombiano y un anciano de Dayton, Ohio. Si a eso le sumamos la ropa que me has dado, ha sido un buen día. Además, te he conocido. Tú eres el hombre más bueno que he conocido por aquí.

—Tú también me gustas.

—Tienes unas manos preciosas.

—Nadie me lo había dicho antes. Toma el resto de mi ensalada.

—Ni siquiera has probado el yogur.

—¿Yogur? Pensé que era un helado con la fecha de caducidad pasada.

—No, es yogur. Se supone que su sabor es un poco ácido.

—No me gusta.

—Lo siento, Junior. Supongo que debería haberte llevado al Burger King. Está justo enfrente de la facultad.

—No pasa nada, no tengo hambre. Me comí un sándwich en la habitación, antes de comprar esta ropa.

—La camisa azul te hace juego con los ojos. ¿La has comprado por eso?

—No, porque me gustó que tuviera tantos bolsillos. Hace demasiado calor para usar chaqueta y necesito los bolsillos. ¿Siempre hace tanto calor aquí?

—No llega a los treinta grados. Eso es normal en octubre. En verano hace mucho calor, especialmente en Okeechobee. Y luego están los mosquitos. Hace tanto calor que no se puede hacer nada. Cuando vas al autocine por la noche únicamente bebes cerveza, sudas y usas el aerosol Cutter.

—¿Cutter?

—Es un repelente de mosquitos que funciona de perlas. Los bichos te siguen rondando, pero no te llegan a picar. No, si es de la marca Cutter. Hay otro, pero cuando te lo echas te sale una erupción. Sin embargo, no es tan malo, porque para entonces ya te ha salido un sarpullido. Oye, mejor pagamos y nos vamos a clase, ¿no?

—Yo me encargo. Dame la cuenta.

—No, te invito yo. Si quieres, puedes venir a clase conmigo. Hay aire acondicionado y al profesor Turner no le importará. Va a pensar que eres uno de sus alumnos, de todos modos. Nos dijo que no se aprendería nuestros nombres. Que se aprenderá los de los que saquen sobresalientes y suspensos, y que los del resto no le importan. En literatura saco un aprobado justito, de modo que no sabe cómo me llamo.

Había treinta y cinco estudiantes en la clase, treinta y seis, contando a Freddy, quien se sentó en la última fila junto a la pared, detrás de Susan. No había ventanas y las paredes, a excepción de la pizarra verde, estaban cubiertas de corcho. No se oía ningún ruido de la ciudad. Los estudiantes, en su mayoría latinos y negros, guardaron silencio mientras observaban al profesor escribir la palabra «Haiku» en la pizarra con una tiza de color naranja. El profesor, un hombre corpulento y barbudo, de cuarenta y tantos años, no pasó lista, tan solo esperó a que se hiciera el silencio antes de ponerse a escribir en la pizarra.

—El haiku —dijo con voz bien entrenada— es un poema japonés de diecisiete sílabas de muchos siglos de antigüedad. No hablo japonés, pero según tengo entendido gran parte de la belleza del haiku, que se pronuncia «jai-kú», se pierde en la traducción a nuestra lengua.

»Es sabido que la lengua inglesa no es buena para las rimas. Las tres cuartas partes de toda la poesía escrita en inglés no tiene rima, debido a la escasez de palabras que rimen. Desafortunadamente para los estudiantes latinos, el español tiene muchas palabras que terminan en vocal, lo que presenta la misma dificultad pero a la inversa.

»En cualquier caso, aquí os pondré un haiku en inglés.

Y escribió en la pizarra:

El sol de Miami sube en los Everglades: bollo redondo.

—Este haiku —continuó—, que me inventé en la barra del Johnny Raffa antes de venir a clase, es un poema realmente infecto. Os aseguro que nadie me ha echado una mano para hacerlo así de mal. Si el gran poeta japonés Basho hubiera sabido inglés y si aún estuviera vivo, lo detestaría con todas sus fuerzas. Pero él lo reconocería como un haiku, porque tiene cinco sílabas en el primer verso, siete en el segundo y cinco en el tercero. Contad y tendréis diecisiete sílabas, todo lo necesario para un haiku, y todas ellas encaminadas a brindar al lector una idea perspicaz.

»Probablemente, aquellos de vosotros que meditan las cosas estén preguntándose por qué estoy hablando de poesía japonesa. Os diré por qué: porque quiero escribir oraciones simples. Sujeto, verbo, predicado. Quiero usar palabras concretas que transmitan significados exactos.

»Me consta que los estudiantes que hablan español no saben muchas palabras anglosajonas, pero eso es porque se empeñan en hablar en español fuera de clase, en lugar de practicar el inglés. Salvo en ponerles un suspenso en sus trabajos no puedo ayudarles, pero les ruego que al escribir escarben, «es-car-ben» en los diccionarios en busca de palabras concretas. Cuando se escribe en inglés, uno debe forzar al lector a sacar algo en claro.

Hubo una carcajada en la parte posterior del aula.

—Basho escribió haikus en el siglo xvii, y todavía se le lee y se habla de él en el Japón de hoy. Hay un par de cientos de revistas japonesas sobre haikus y todos los meses se publican artículos sobre el haiku más famoso de Basho. Os voy a dar la traducción literal en lugar de una traducción de diecisiete sílabas.

Escribió en la pizarra:

El estanque antiguo, salta una rana. El ruido del agua.

—Ahí está —dijo Turner, rascándose la barbilla con la tiza—: «El estanque antiguo, / salta una rana. / El ruido del agua». Lo que falta, por supuesto, es la onomatopeya del sonido del agua. Pero el significado es obvio, ¿no? A ver, ¿qué significa?

Miró a su alrededor pero no obtuvo éxito, todos los ojos le rehuyeron. Los estudiantes, con la boca triste y los párpados caídos, parecían estudiar los libros y documentos que tenían sobre la mesa.

—Puedo esperar —advirtió Turner—. Me conocéis lo bastante para saber que puedo esperar durante quince minutos a que salga un voluntario antes de que se me agote la paciencia. Me gustaría poder esperar más, porque mientras estoy esperando a un voluntario no tengo que enseñar.

Se cruzó de brazos.

Un joven vestido con vaqueros rotos, una camiseta sin mangas de un azul desvaído y zapatillas de deporte sin calcetines, levantó la mano derecha apenas unos centímetros por encima del pupitre.

—Venga, dale —dijo el profesor, señalándole con la tiza.

—Lo que significa, creo yo… —comenzó el estudiante— es que hay un viejo estanque de agua. Esta rana, con ganas de entrar en el agua, viene y salta. Y cuando brinca en el agua hace un sonido como un chapoteo.

—¡Muy bien! Esa es la interpretación más literal que se puede obtener. Pero si eso es todo lo que hay en el poema, ¿por qué los jóvenes en Japón siguen escribiendo artículos acerca de este poema en sus revistas? De todos modos, gracias. Por lo menos ahora tenemos la traducción literal.

»Ahora, vamos a suponer por un instante que Miami representa el viejo estanque. Tú, y la mayoría de vosotros, al menos, habéis venido de fuera. Habéis llegado a Miami a saltar en este viejo estanque. Tenemos un millón y medio de personas aquí, por lo que el salto que hagáis no va a hacer un ruido muy fuerte. ¿O tal vez sí? Seguramente depende del tipo de rana que seáis. Algunos de vosotros, me temo, causaréis un impacto tan grande que todos lo oiremos. Algunos harán un ruido tan débil que no lo oirá ni el vecino de al lado, pero lo cierto es que al menos estamos todos en el mismo estanque y…

Se oyó un ruido afuera, en el pasillo. Molesto, el señor Turner se acercó a la puerta y la abrió. Freddy se inclinó hacia delante y susurró a Susan:

—Lo que está diciendo es algo muy muy profundo. ¿Sabes de qué está hablando?

Susan negó con la cabeza.

—¡De nosotros! De ti, de tu hermano y de mí. ¿Qué significa esa otra palabra que ha usado… «onomatopeya»?

—Es cuando una palabra reproduce un sonido real. Como cuando decimos «¡splash!» para representar el ruido del agua…

—¡Muy bien! ¿Te das cuenta? —A Freddy le brillaban los ojos—. Tú y yo, Susan. Vamos a causar un gran revuelo en esta ciudad.

Miami Blues

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