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Libros y desayunos

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Todos los monjes que vivían en la capital del Reino del Sur eran duros de oído, y el porqué no era un misterio. Cada amanecer, durante diez minutos seguidos, la ciudad de Colinas Carruaje se inundaba del sonido ininterrumpido y estridente de las campanas de la catedral. Como los terremotos, el sonido metálico hacía retumbar la Plaza Mayor, al igual que las calles de la ciudad y las aldeas aledañas. Los monjes las hacían doblar de manera frenética e irregular para asegurarse de que todos los habitantes se despertaran y participaran del día del Señor y, una vez que habían puesto en pie a los pecadores, volvían a la cama.

Sin embargo, las campanadas de la catedral no afectaban a todos. Los monjes se habrían puesto furiosos de haberse enterado de que una joven de la campiña se las arreglaba para dormir a pesar de aquel estruendo odioso.

Brystal Evergreen tenía catorce años y esa mañana se despertó como cada día: por los golpes que alguien daba en la puerta de su habitación.

—Brystal, ¿estás despierta? ¿Brystal?

Sus ojos azules se abrieron a la séptima u octava vez que su madre llamó a la puerta. No tenía el sueño muy pesado, pero las mañanas le resultaban todo un desafío, pues, por lo general, estaba exhausta tras haberse quedado despierta hasta muy tarde la noche anterior.

—¿Brystal? ¡Respóndeme, niña!

La joven se sentó en la cama mientras las campanas de la catedral repicaban a lo lejos por última vez. Sobre su barriga encontró un ejemplar abierto de Las aventuras de Tidbit Twitch, de Tomfree Taylor, y en la punta de su nariz, un par de gafas. De nuevo, Brystal se había quedado dormida leyendo, y ocultó las pruebas rápidamente, antes de que la descubrieran. Escondió el libro debajo de la almohada, se guardó las gafas de lectura en un bolsillo del camisón y apagó la vela que se había quedado encendida encima de la mesita.

—¡Jovencita, pasan diez minutos de las seis! ¡Voy a entrar!

La señora Evergreen empujó la puerta y entró con todas sus fuerzas en la habitación de su hija como un toro que acaba de ser liberado de su encierro. Era una mujer delgada con el rostro pálido y ojeras oscuras. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y firme que, al igual que las riendas de un caballo, la mantenía alerta y motivada mientras hacía las tareas del hogar.

—Entonces sí que estás despierta... —dijo, levantando una ceja—. ¿Es mucho pedir que me contestes?

—Buenos días, mamá —saludó Brystal en tono alegre—. Espero que hayas dormido bien.

—No tan bien como tú, por lo que parece... —volvió a lanzar la señora Evergreen—. Sinceramente, niña, no sé cómo lo haces para dormir con estas campanas horribles todas las mañanas... Suenan tan fuerte que podrían resucitar a los muertos.

—Cuestión de suerte, supongo —dijo, bostezando con muchas ganas.

La señora Evergreen colocó un vestido blanco a los pies de la cama y le lanzó a su hija una mirada desdeñosa.

—Has vuelto a dejarte el uniforme en el tendedero —dijo—. ¿Cuántas veces debo recordarte que lo recojas tú misma? Apenas puedo encargarme de la ropa de tu padre y tus hermanos, no tengo tiempo para lavar lo tuyo.

—Lo siento, mamá —se disculpó Brystal—. Iba a hacerlo anoche después de lavar los platos, pero ya veo que se me olvidó.

—¡No puedes seguir siendo tan despistada!... Andar soñando despierta es la última cualidad que los hombres buscan en una esposa —le advirtió su madre—. Ahora, date prisa y cámbiate, así me ayudas a preparar el desayuno. Hoy es un gran día para tu hermano, y le haremos su comida favorita.

La señora Evergreen avanzó hacia la puerta, pero se detuvo cuando percibió un olor extraño en el aire.

—¿Eso es humo? —preguntó.

—Acabo de apagar una vela —explicó Brystal.

—¿Y por qué tenías una vela encendida tan temprano? —quiso saber la señora Evergreen.

—La..., me la dejé encendida anoche sin querer —confesó.

La señora Evergreen se cruzó de brazos y miró a su hija.

—Brystal, será mejor que no estés haciendo lo que creo que estás haciendo —le advirtió—. Porque me preocupa la reacción de tu padre si descubre que vuelves a leer.

—¡No, lo juro! —mintió Brystal—. Es que me gusta dormirme con la luz de la vela. A veces me asusta la oscuridad.

Por desgracia, a Brystal se le daba terriblemente mal mentir. La señora Evergreen veía a través del engaño de su hija como a través una ventana que acabara de limpiar.

—El mundo es un lugar oscuro, Brystal —dijo—. Eres tonta si crees lo contrario. Venga, dámelo.

—Pero ¡mamá, por favor! ¡Me faltan muy pocas páginas para terminarlo!

—¡Brystal, no te lo estoy preguntando! —gritó la señora Evergreen—. ¡Estás rompiendo las reglas de esta casa y las leyes del reino! ¡Venga, dámelo ahora mismo o iré a buscar a tu padre!

Brystal suspiró y le entregó el ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch que había escondido debajo de la almohada.

—¿Y el resto? —preguntó la señora Evergreen con la palma abierta.

—Este es el único que tengo...

—¡Jovencita, no voy a tolerar que sigas mintiéndome! Los libros en tu habitación son como los ratones en el jardín, siempre hay más de uno. Ahora, dame los otros o iré a buscar a tu padre.

Los hombros de Brystal se hundieron al igual que sus esperanzas. Se levantó de la cama y guió a su madre hasta un rincón donde había una tabla suelta bajo la cual guardaba su colección de libros. La señora Evergreen casi se quedó sin respiración cuando su hija le descubrió todos los libros que tenía. Había títulos de historia, religión, leyes y economía, así como obras de ficción: aventura, misterio y romance. A juzgar por las gastadas cubiertas y páginas, Brystal los había leído muchas veces.

—Ay, Brystal —dijo la señora Evergreen con pesadez en el corazón—, entre todo lo que podría interesar a una muchacha de tu edad, ¿por qué has tenido que elegir los libros?

La señora Evergreen pronunció aquella última palabra como si estuviera hablando de una sustancia desagradable y peligrosa. Brystal sabía que estaba mal tener libros (las leyes del Reino del Sur dictaban con claridad que eran «solo para los ojos de los hombres»), pero como nada la hacía más feliz que leer, se arriesgaba continuamente a sufrir las consecuencias.

Uno por uno, Brystal besó los lomos, como si estuviera despidiéndose de una pequeña mascota, antes de pasárselos a su madre. Los libros se apilaron hasta quedar por encima de la cabeza de la señora Evergreen, pero como ella ya estaba acostumbrada a andar por la casa cargada con cosas, no le resultó difícil encontrar el camino hasta la puerta.

—No sé quién te los consigue, pero debes cortar toda relación con esa persona inmediatamente —le ordenó la señora Evergreen—. ¿Sabes cuál es el castigo para las niñas a las que descubren leyendo en público? ¡Tres meses en un hospicio! ¡Y se quedaría solo en eso gracias a los contactos que tiene tu padre!

—Pero, mamá —se quejó Brystal—, ¿por qué a las mujeres no nos permiten leer? La ley dice que nuestras mentes son demasiado delicadas para estudiar, pero eso no es cierto. ¿Cuál es la verdadera razón de que nos mantengan alejadas de los libros?

La señora Evergreen se detuvo en la puerta y se quedó en silencio. Brystal entendió que su madre estaba pensando, porque muy pocas veces se detenía por algo. La señora Evergreen miró de nuevo a su hija con seriedad y, por un momento, Brystal habría jurado que vio una leve chispa de empatía en sus ojos, como si llevara toda la vida haciéndose la misma pregunta y aún no hubiera encontrado una respuesta.

—A mí me parece que las mujeres ya tenemos suficientes cosas que hacer hoy en día —dijo para zanjar el tema—. Ahora vístete. El desayuno no se prepara solo.

La señora Evergreen giró sobre sus talones y salió de la habitación. De los ojos de Brystal brotaron lágrimas mientras observaba a su madre alejarse con sus libros. Para ella no eran un montón de hojas atadas con un trozo de cuero: sus libros eran amigos que le ofrecían la única salida de la opresión del Reino del Sur. Se secó los ojos con el dobladillo del camisón. Y las lágrimas no le duraron mucho. Brystal sabía que solo sería cuestión de tiempo que pudiera rehacer su colección; su «proveedor» estaba mucho más cerca de lo que su madre imaginaba.

Se detuvo frente al espejo para ponerse todas las prendas y los accesorios de su ridículo uniforme escolar: vestido blanco, mallas blancas, guantes de encaje blancos, hombreras blancas mullidas y zapatos de tacón blancos y con hebillas, y, para completar la transformación, se recogió su pelo largo y castaño con una cinta blanca.

Brystal miró su reflejo y soltó un largo suspiro que nació en lo más profundo de su alma. Como de todas las mujeres del reino, se esperaba de ella que fuera de casa pareciera siempre una muñeca viviente, y Brystal odiaba las muñecas. De hecho, todo lo que orientara a las niñas, aunque fuera mínimamente, hacia ser madres o esposas lo añadía de inmediato a la lista de cosas que detestaba, y dada la cerrada visión que tenía de las mujeres el Reino del Sur, con los años había hecho una lista muy larga.

Desde que tenía memoria, Brystal sabía que el destino le reservaba una vida fuera del confinamiento del reino. Sus logros la llevarían más allá de conseguir marido y tener hijos: ella viviría aventuras y experiencias; no se limitaría a cocinar y limpiar: encontraría una felicidad que nadie podría cuestionar, al igual que les ocurría a los personajes de sus libros. No podía explicar por qué se sentía de esa forma o cómo lo lograría, pero lo sentía con todo su corazón. Sin embargo, hasta que llegara ese día, no tenía más remedio que representar el papel que la sociedad le había asignado.

Por eso buscaba formas sutiles y creativas de seguir adelante. Para que su uniforme escolar le pareciera tolerable, llevaba las gafas de lectura atadas a una cadena de oro, como un relicario, y luego se las escondía debajo del vestido. No era muy probable que en la escuela hubiera algo que valiera la pena leer, pues a las jóvenes solo se les enseñaba a leer recetas básicas y señales de tráfico, pero saber que ella estaba preparada por si se daba la ocasión le hacía sentirse como si llevara un arma secreta. Y saber que se estaba rebelando, aunque lentamente, le daba la energía necesaria para superar cada día.

—¡Brystal! ¡Me refería al desayuno de hoy! ¡Baja de inmediato!

—¡Ya voy! —contestó.


La familia Evergreen vivía en una casa de campo espaciosa a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. El padre de Brystal era un juez ordinario reconocido en el tribunal del Reino del Sur, lo que garantizaba a la familia más riquezas y respeto que a la mayoría. Por desgracia, como su sustento provenía de quienes pagaban impuestos, era considerado de mal gusto que los Evergreen disfrutaran de «extravagancias». Y como el juez no valoraba nada más que su buena reputación, privaba a su familia de esos gustos «extravagantes» siempre que podía.

Todas las pertenencias de los Evergreen, desde la ropa hasta los muebles, eran de segunda mano, regalos de sus amigos o vecinos. No tenían ni una cortina a juego, la vajilla y los cubiertos pertenecían a servicios distintos y cada silla había sido hecha por un carpintero diferente. Incluso el papel de las paredes había sido arrancado de otras casas y formaba una caótica mezcla de estampados variados. Su propiedad era lo bastante grande como para emplear a un personal de veinte personas, pero el juez Evergreen creía que los sirvientes y los peones eran la «mayor extravagancia entre todas las extravagancias», por lo que Brystal y su madre se veían obligadas a encargarse del cuidado del jardín y las tareas del hogar ellas solas.

—Remueve la avena mientras preparo los huevos —le pidió la señora Evergreen cuando Brystal al fin apareció en la cocina—. Pero no la mezcles mucho esta vez, ¡tu padre detesta que la avena quede demasiado blanda!

Brystal se puso un delantal encima del uniforme escolar y cogió la cuchara de madera de su madre. Llevaba menos de un minuto junto al fuego cuando una voz cargada de pánico las llamó desde la habitación de al lado.

—¡Mamááá! ¡Rápido! ¡Es una emergencia!

—¿Qué ocurre, Barrie?

—¡Se me ha soltado un botón de la toga!

—Ay, Dios mío —musitó la señora Evergreen—. Brystal, ve a ayudar a tu hermano con el botón. Y arréglalo rápido.

Brystal cogió el costurero y se dirigió a toda prisa hacia la sala de estar que había junto a la cocina. Para su sorpresa, encontró a su hermano de diecisiete años sentado en el suelo. Tenía los ojos cerrados y se mecía hacia delante y hacia atrás con un montón de tarjetas en las manos. Barrie Evergreen era un joven delgado de cabello castaño alborotado, inocente y nervioso desde su nacimiento; sin embargo, ese día lo estaba extremadamente.

—¿Barrie? —lo llamó Brystal con suavidad—. Mamá me ha dicho que viniera a arreglarte el botón. ¿Puedes dejar de estudiar un momento o quieres que venga más tarde?

—No, ahora está bien —dijo Barrie—. Puedo repasar mientras lo coses.

Se puso de pie y le entregó a su hermana el botón que se la había soltado. Al igual que todos los estudiantes de la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje, Barrie llevaba una toga larga y gris y un sombrero negro cuadrado. Mientras Brystal enhebraba la aguja y le cosía el botón en el cuello del traje, Barrie miraba con atención la primera tarjeta. Como no dejaba de tocarse el resto de los botones mientras permanecía concentrado, Brystal le dio una bofeteada en la mano antes de que arrancara otro.

—La Ley de Purificación del 342..., la Ley de Purificación del 342... —leyó Barrie para sí mismo—. Fue promulgada cuan­do el rey Campeón VIII culpó a la comunidad de trols de vulgaridad y desterró a los de su especie del Reino del Sur.

Satisfecho con la respuesta, Barrie dio la vuelta a la tarjeta y leyó la respuesta correcta en el dorso. Por desgracia, se había equivocado y reaccionó con un quejido largo de derrota. Brystal no pudo evitar sonreír ante la frustración de su hermano: le recordaba a un cachorro intentando atrapar su propia cola.

—¡No tiene gracias, Brystal! —gritó Barrie—. ¡Voy a suspender el examen!

—Ay, Barrie, tranquilízate —le dijo ella, riendo—. Te irá bien. ¡Llevas toda la vida estudiando leyes!

—¡Por eso será tan humillante! ¡Si no apruebo hoy, no me graduaré! ¡Si no me gradúo, no seré juez adjunto! ¡Si no soy juez adjunto, no llegaré a juez ordinario como papá! ¡Y si no llego a ser juez ordinario, nunca seré juez supremo!

Como todos los hombres de la familia Evergreen que lo precedían, Barrie estaba estudiando para juez del sistema de tribunales del Reino del Sur. Asistía a la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje desde que tenía seis años, y a las diez en punto de esa mañana se presentaría a un examen muy riguroso que determinaría si sería juez adjunto. Si aprobaba, Barrie se pasaría la siguiente década procesando y defendiendo criminales en diver­sos juicios. Una vez que su tiempo como juez adjunto terminara, se convertiría en juez ordinario y presidiría juicios, igual que su padre. Y, en caso de que su carrera como juez ordinario satisficiera al rey, Barrie podría ser el primer Evergreen en convertirse en juez supremo del consejo asesor del rey, donde ayudaría al soberano a crear las leyes.

Llegar a juez supremo había sido el sueño de Barrie desde niño, pero su camino hacia el consejo asesor del rey terminaría ese día si suspendía el examen. Por eso, siempre que había podido, los últimos meses se los había pasado estudiando las leyes y la historia de su reino, para asegurarse el éxito.

—¿Cómo volveré a mirar a papá a los ojos si no apruebo? —le preguntó preocupado—. ¡Debería rendirme ahora y ahorrarme la vergüenza!

—No seas tan dramático —le dijo Brystal—. Te lo sabes de memoria. Pero estás dejando que los nervios te dominen, eso es todo.

—No estoy nervioso... ¡Estoy hecho un desastre! ¡Me he pasado despierto toda la noche haciendo estas tarjetas y ahora apenas puedo leer mi propia letra! ¡Sea lo que sea la Ley de Purificación del 342, no es lo que he contestado!

—Pero casi lo aciertas —dijo Brystal—. El problema es que estás pensando en la Ley de Desgarrificación del 339, que fue promulgada cuando Campeón VIII desterró a los trols del Reino del Sur. Por desgracia, ¡su ejército confundió a los duendes con los trols y echó a la especie incorrecta! Entonces, ¡para enmendar el error, Campeón VIII creó la Ley de Purificación del 342 y desterró del reino a todas las criaturas que hablaran y que no fueran humanas! ¡Trols, duendes, goblins y ogros fueron obligados a marcharse hacia el Entrebosque! ¡No tardó en servir de inspiración para los otros reinos y estos hicieron lo mismo, lo cual llevó a la Gran Limpieza del 345! ¿No es terrible? ¡Y pensar que el período más violento de la historia podría haberse evitado si Campeón VIII se hubiera limitado a disculparse con los duendes!

Brystal se dio cuenta de que su hermano le estaba agradecido por el recordatorio, pero también se avergonzaba de que hubiera sido ella, su hermana menor, quien lo hubiera ayudado.

—Es cierto... —dijo Barrie—. Gracias, Brystal.

—Un placer —respondió ella—. Aunque es una verdadera lástima. ¿Imaginas lo divertido que sería ver a una de esas criaturas en persona?

Pero, de repente, su hermano pareció que caía en la cuenta.

—Espera, ¿cómo sabes tú todo esto?

Brystal miró hacia atrás por encima del hombro para asegurarse de que seguían solos.

—Lo pone en uno de los libros de historia que me prestaste —le susurró—. ¡Me ha parecido fascinante! ¡Debo de haberlo leído cuatro o cinco veces! ¿Quieres que me quede y te ayude a estudiar?

—Ojalá pudieras —dijo Barrie—. Pero a mamá le resultaría sospechoso que no regresaras a la cocina y se pondrá furiosa si te pilla ayudándome.

Los ojos de Brystal destellaron traviesos cuando se le ocurrió la idea. Con un movimiento hábil, le arrancó todos los botones a la toga de Barrie. Antes de que pudiera reaccionar, la señora Evergreen entró en la sala de estar, como si hubiera percibido en el aire la travesura de su hija.

—¿Cuánto tiempo tardas tú en coser un botón? —la regañó—. ¡Tengo la avena en la olla, los huevos en la sartén y los panecillos en el horno!

Brystal se encogió de hombros con inocencia y le mostró a su madre el puñado de botones que había arrancado.

—Lo siento, mamá —dijo—. Es peor de lo que pensábamos. Está muy nervioso.

La señora Evergreen levantó las manos y se quejó mirando hacia el techo.

—¡Barrie Evergreen, esta casa no es el taller de tu sastre! —lo regañó también a él—. ¡Mantén esas inquietas manos lejos de tu ropa o te las ataré a la espalda como cuando eras niño! Brystal, cuando termines, ve al comedor a poner la mesa. Desayunamos dentro de diez minutos, ¡con o sin botones!

La señora Evergreen regresó furiosa a la cocina, maldiciendo por lo bajo. Brystal y Barrie se taparon la boca mientras se reían de lo teatral que era su madre. Era la primera vez desde hacía semanas que Brystal veía sonreír a su hermano.

—No puedo creer que hayas hecho esto —dijo.

—Tu examen es más importante que el desayuno —respondió Brystal, que empezó a coser el resto de los botones—. Y olvídate de las tarjetas, me sé de memoria prácticamente todos los libros viejos que me has prestado. Yo nombro una ley histórica y tú me cuentas la historia que hay detrás de ella. ¿Vale?

—Vale —contestó.

—Pues, bien, comencemos con la Ley de Fronteras del 274.

—La Ley de Fronteras del 274..., la Ley de Fronteras del 274... —pensó Barrie en voz alta—. ¡Ah, ya sé! Fue el decreto que estableció los Caminos Protegidos a través del Entrebosque para que los reinos pudieran comerciar de manera segura.

Brystal hizo una mueca de desaprobación cuando oyó la respuesta.

—Casi, pero no —dijo con sutileza—. Los Caminos Protegidos fueron creados por la Ley de Caminos Protegidos del 296.

Barrie protestó y se alejó de Brystal dejándola a medias con un botón. Caminó alrededor de la sala, frotándose el rostro con las manos.

—¡Es absurdo! —se quejó, refunfuñando—. ¡No me sé nada! ¡¿Por qué la historia tiene que estar plagada de números?!

—Pues, en realidad, ¡esa historia es muy interesante! —le comentó Brystal con alegría—. ¡El Reino del Sur desarrolló un sistema de calendario cuando el primer rey Campeón fue coronado! Fue tan práctico que los demás reinos empezaron a usarlo... ¡Ay, lo siento, Barrie! Era una pregunta retórica, ¿verdad?

Su hermano tenía los hombros caídos y la miraba con incredulidad. Sí, había sido una pregunta retórica, pero, al oír la explicación de su hermana, comprendió además que también estaba equivocado acerca de la creación del calendario.

—¡Me rindo! —anunció Barrie—. ¡Voy a dejar la universidad y abriré una tienda! ¡Venderé piedras y palos a los niños! ¡No ganaré mucho dinero, pero al menos no bajarán las ventas!

Brystal empezaba a perder la paciencia con la actitud de su hermano. Lo sujetó de la barbilla y le inmovilizó la cabeza para poder mirarlo fijamente a los ojos.

—¡Barrie, tienes que dejar de actuar así! —le dijo—. Todas tus respuestas vienen del lugar correcto, pero sigues queriendo empezar la casa por el tejado. Recuerda, la ley es historia y la historia solo es un cuento. Cada uno de estos acontecimientos tiene una precuela y una secuela, una causa y un efecto. Antes de responder, sitúa todos los hechos que sabes en una línea temporal imaginaria. Encuentra las contradicciones, concéntrate en lo que falta y luego llena los espacios lo mejor que puedas.

Barrie se quedó en silencio mientras pensaba en el consejo que le acababa de dar su hermana. Despacio, pero con seguridad, la semilla del optimismo que ella había sembrado empezó a crecer. Barrie asintió con determinación y respiró hondo como si estuviera a punto de saltar de un acantilado altísimo.

—Tienes razón —dijo—. Solo tengo que relajarme y concentrarme.

Brystal soltó la barbilla de su hermano para seguir remendándole los botones de la toga mientras ella también remendaba su confianza en sí misma.

—Ahora, la Ley de Fronteras del 274 —dijo—. Inténtalo de nuevo.

Barrie se concentró y no dijo nada hasta estar seguro de que tenía la respuesta correcta.

—Tras la Guerra Mundial de las Cuatro Esquinas del 250, los cuatro reinos acordaron dejar de luchar por las tierras y sus líderes firmaron la Ley de Fronteras del 274. El tratado fijó las fronteras de cada reino y la zona del Entrebosque.

—¡Muy bien! —lo alentó Brystal—. ¿Qué hay de la Ley de Neutralidad del Entrebosque del 283?

Barrie pensó con mucho cuidado y sus ojos se iluminaron cuando encontró la respuesta.

—¡La Ley de Neutralidad del Entrebosque del 283 fue un acuerdo internacional que declaró el Entrebosque zona neutral para que ninguno de los reinos pudiera reclamar su territorio como propio! Como resultado, el Entrebosque se quedó sin autoridad que lo gobernara y se convirtió en un lugar muy peligroso. Lo cual nos lleva a la Ley de Caminos Protegidos del año 296... ¡Ay!

Brystal estaba tan orgullosa de su hermano que, a causa de la emoción, lo pinchó sin darse cuenta con la aguja de enhebrar.

—¡Correcto! —dijo—. ¿Lo ves? ¡Sabes toda la información que necesitas para aprobar el examen! Solo tienes que creer en ti tanto como yo.

Barrie se ruborizó y su rostro al fin recuperó el color.

—Gracias, Brystal —dijo—. Estaría perdido en mi propia cabeza si no fuera por ti. Realmente es una lástima que seas..., bueno, ya sabes..., una niña. Serías una jueza increíble.

Brystal bajó la cabeza y fingió que seguía cosiendo el último botón para que no viera la tristeza en sus ojos.

—Ah. En realidad, nunca lo había pensado —dijo ella.

Sin embargo, era algo que Brystal quería más de lo que su hermano podía imaginar. Ser jueza le permitiría redimir y hacer ascender a las personas, le proporcionaría una posición desde la que propagar esperanza y comprensión, y contar con los recursos para hacer del mundo un lugar mejor para las niñas. Lamentablemente, en el Reino del Sur era casi imposible que una mujer tuviera otro papel que no fuera el de esposa o madre, por eso Brystal había descartado esas ideas antes de que se convirtieran en falsas esperanzas.

—Tal vez, cuando seas juez supremo, puedas convencer al rey para que permita leer a las mujeres —le propuso a su hermano—. Ese sería un buen principio.

—Tal vez... —dijo Barrie con una sonrisa débil—. Mientras tanto, al menos tienes mis libros viejos para mantenerte entretenida. Lo que me recuerda otra cosa: ¿ya has terminado Las aventuras de Tidbit Twitch? Me muero de ganas de hablar contigo sobre el final, pero no quiero arruinarte nada.

—¡Solo me quedaban siete páginas! Pero mamá me ha descubierto esta mañana y me los ha quitado todos. ¿Puedes pasar por la biblioteca y ver si tienen algunos que se estén deshaciendo? Se me han ocurrido otros escondites donde ocultarlos.

—Claro. Hoy saldré tarde del examen, pero pasaré mañana y... —La voz de Barrie se apagó antes de terminar de decir lo que estaba pensando—. De hecho, supongo que a partir de ahora será más difícil... La biblioteca queda junto a mi universidad y, si me aceptan en el programa de jueces adjuntos, estaré trabajando en el tribunal. Podrían pasar una semana o dos antes de que tenga tiempo de escabullirme.

Hasta ese momento, Brystal no había caído en lo mucho que la graduación de su hermano la afectaría a ella. No había duda de que Barrie aprobaría el examen con unas calificaciones ex­celentes y que empezaría a trabajar como juez adjunto muy pronto. Durante los siguientes años, dedicaría todo su tiempo y energía a procesar y defender criminales en el tribunal. Abastecer de libros a su hermana menor sería la última de sus prioridades.

—Está bien —dijo Brystal con una sonrisa forzada—. Encontraré algo que hacer mientras tanto. Bueno, todos tus botones están listos. Será mejor que ponga la mesa antes de que mamá se enfade.

A continuación se dirigió hacia el comedor a toda prisa para que su hermano no percibiera la angustia en su voz. Cuando Barrie había dicho semanas, ella había entendido que podrían pasar ser meses, o incluso años, antes de tener otro libro en sus manos. Tanto tiempo sin poder distraerse de su vida mundana sería una tortura. Si quería mantenerse cuerda, necesitaría buscar fuera de casa algo para leer, pero debido a los severos castigos que el reino imponía a las lectoras femeninas, tendría que ser astuta, mucho, si no quería que la descubrieran.

—¡El desayuno está listo! —anunció la señora Evergreen—. ¡Venid a comer! ¡El carruaje de vuestro padre llegará dentro de quince minutos!

Brystal puso la mesa del comedor rápidamente, antes de que llegaran los demás miembros de su familia. Barrie se sentó a la mesa con las tarjetas y las repasó, una por una, mientras esperaban a que empezara el desayuno. Brystal no sabía si eran los botones que acababa de remendar o su confianza renovada, pero Barrie parecía mucho más alto de lo que lo había encontrado en el suelo. Se sintió muy orgullosa de los cambios físicos y mentales que acababa de concederle.

Su hermano mayor, Brooks, fue el primero en unirse a Brystal y Barrie en el comedor. Era alto, musculoso, con el cabello completamente liso, y siempre parecía que tuviera un lugar mejor en el que estar; sobre todo cuando estaba con su familia. Brooks se había graduado en la universidad, hacía dos años que asistía al programa de jueces adjuntos, y, al igual que todos los adjuntos, llevaba una toga gris y negra a cuadros y un sombrero un poco más alto que el de Barrie.

En lugar de saludarlos, Brooks les gruñó y, cuando vio a Barrie pasando las tarjetas, puso los ojos en blanco.

—¿Todavía estás estudiando? —preguntó con desdén.

—¿Qué hay de malo en estudiar? —le respondió Barrie.

—Es la forma en que lo haces —le dijo Brooks para ridiculizarlo—. En realidad, hermano, si retener la información te exige todo este tiempo, tal vez deberías buscar otra profesión. He oído que los Fortworth necesitan un nuevo mozo de cuadra.

Brooks se sentó frente a su hermano y colocó los pies sobre la mesa, a pocos centímetros de las tarjetas de Barrie.

—Qué interesante, yo también he oído que los Fortworth están buscando yerno, porque su hija ha rechazado tu propuesta —contestó Barrie—. Dos veces, según dicen.

Brystal no pudo evitar reírse. Brooks se burló de la risa de su hermana imitándola y luego miró a Barrie con los ojos entornados mientras pensaba en cómo volver a ofenderlo.

—Hablando en serio, espero que hoy apruebes el examen —dijo.

—¿De verdad? —preguntó Brystal con sospecha—. Bueno, eso sí que no es típico de ti.

—Sí, de verdad —respondió Brooks—. Estoy deseando enfrentarme cara a cara con Barrie en el tribunal. Estoy aburrido de humillarlo solo en casa.

Brooks y Barrie se miraron con el complejo odio que solo existe entre hermanos. Por suerte, su intercambio fue interrumpido antes de que subiera de tono.

El juez Evergreen entró en el comedor con un montón de papeles bajo el brazo y una pluma entre los dedos. Era un hombre imponente con una tupida barba blanca. Tras una larga carrera juzgando a otros, varias arrugas profundas se le habían formado en la frente. Al igual que todos los jueces ordinarios del Reino del Sur, Evergreen llevaba una toga negra que lo cubría desde los hombros hasta los pies y un sombrero negro y alto que lo obligaba a agacharse cada vez que cruzaba una puerta. Sus ojos eran del mismo azul que los de su hija, e incluso compartían astigmatismo, lo cual era un beneficio grandioso para Brystal, pues lo que su padre no sabía era que, siempre que el juez desechaba un par de gafas de lectura viejas, su hija conseguía unas nuevas.

Al verlo llegar, los jóvenes Evergreen se levantaron y se quedaron de pie junto a las sillas. Era costumbre levantarse ante la llegada de un juez al tribunal, pero Evergreen esperaba que su familia hiciera lo mismo en casa.

—Buenos días, papá —dijeron todos al unísono.

—Podéis tomar asiento —les permitió sin mirar a ninguno a los ojos.

Él se sentó a la cabecera de la mesa y, de inmediato, enterró la nariz en sus papeles, como si en el mundo no existiera nada más.

La señora Evergreen apareció con una olla de avena, un tazón inmenso de huevos revueltos y una bandeja caliente de panecillos. Brystal la ayudó a servir, y solo cuando los platos de los hombres estuvieron llenos, las mujeres se sirvieron el suyo y se sentaron.

—¿Qué es esta basura? —preguntó Brooks mientras pinchaba la comida con el tenedor.

—Huevos y avena —le contestó su madre—. Es el desayuno favorito de Barrie.

Brooks se quejó como si aquella comida le pareciera ofensiva.

—Debería habérmelo imaginado —se quejó de nuevo—. Barrie tiene los mismos gustos que un cerdo.

—Lamento que no sea tu desayuno favorito, Brooks —dijo Barrie—. Tal vez mamá pueda prepararte para mañana crema de gatitos y lágrimas de bebé.

—¡Por Dios, estos críos me van a matar! —gritó la señora Evergreen, y miró hacia el techo, desesperada—. ¿Sería mucho pediros a vosotros dos que me ahorrarais solo un día de todo este sinsentido? ¿Sobre todo en una mañana tan importante como esta? Cuando Barrie apruebe el examen, tendréis que trabajar juntos mucho tiempo. Os vendría bien aprender a ser civilizados.

Por muchas cosas, a Brystal la aliviaba no poder estudiar para ser jueza: así evitaba la pesadilla de tener trabajar con Brooks, por ejemplo. Su hermano era muy conocido entre los jueces adjuntos, y a Brystal le preocupaba que usara sus contactos para sabotear a Barrie, ya que, desde su nacimiento, siempre había visto a su hermano pequeño como una especie de amenaza, como si solo a un Evergreen le estuviera permitido tener éxito.

—Discúlpame, mamá —dijo Brooks, fingiendo una sonrisa—. Y tienes razón, debería ayudar a Barrie a prepararse para el examen. Déjame que te diga algunas de las preguntas que yo apenas supe responder durante mi examen; preguntas que, te lo aseguro, no verás venir. Por ejemplo, ¿cuál es la diferencia entre el castigo por invadir una propiedad privada y el castigo por invadir una propiedad de la realeza?

Barrie sonrió con confianza. Sin duda, estaba mucho más preparado para el examen que su hermano.

—El castigo por invadir una propiedad privada son tres años de prisión y el castigo por invadir una propiedad de la realeza son cincuenta años —contestó—. Y el juez al cargo deberá decidir el tipo de trabajo forzoso que será aplicable.

—Me temo que la respuesta es incorrecta —dijo Brooks—. Son cinco años para la invasión de una propiedad privada y sesenta para la propiedad de la realeza.

Por un momento, Brystal creyó haber oído mal a Brooks. Ella estaba segura de que la respuesta de Barrie era correcta; podía visualizar la página exacta del libro de Derecho en el que lo había leído. Barrie parecía igual de confundido que su hermana y se volvió hacia el juez Evergreen, con la esperanza de que su padre corrigiera a su hermano, pero su padre no levantó la vista de los papeles.

—Te digo otra —prosiguió Brooks—. ¿En qué año la pena de muerte pasó de ser «arrastrar y descuartizar» a «decapitar»?

—¡Por el amor de dios, Brooks! ¡Estamos comiendo! —lo regañó la señora Evergreen.

—Eso fue..., eso fue... —musitó Barrie mientras intentaba recordar—. ¡Eso fue en el año 567!

—Incorreeecto de nuevo —canturreó Brooks—. La primera decapitación pública no tuvo lugar hasta el 568. Vaya, vaya, no se te da muy bien este juego.

Barrie empezaba a dudar de sí mismo y su confianza se hundió igual que sus hombros. Brystal se aclaró la garganta para captar la atención de su hermano, con la esperanza de dejar en evidencia el juego de Brooks con una mirada, pero Barrie no la oyó.

—A ver qué tal algo más sencillo —dijo Brooks—. ¿Puedes nombrar los cuatro tipos de pruebas que necesita la acusación para culpar a un sospechoso de homicidio?

—¡Esa es fácil! —contestó Barrie—. Un cuerpo, un motivo, un testigo y..., y...

Brooks disfrutaba viendo cómo su hermano se esforzaba para acertar la respuesta.

—Frío, frío. Probemos con otra —dijo—. ¿Cuántos jueces se necesitan para apelar la sentencia de otro juez?

—¿De qué estás hablando? —preguntó Barrie—. ¡Los jueces no pueden apelar!

—Otra vez incorrecto —anunció Brooks con una voz chillona que recordaba el graznido de un cuervo—. No puedo creer lo poco preparado que estás; sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que llevas estudiando. Si yo fuera tú, rezaría porque el examinador esté enfermo.

Barrie se quedó blanco. Abrió unos ojos como platos y apretó las tarjetas con tanta fuerza que empezó a doblarlas. Volvía a estar igual de desesperanzado y asustado que cuando Brystal lo había encontrado en la sala de estar. Cada brizna de autoestima que ella le había infundido se había desvanecido con la diversión de Brooks. No podía soportar otro minuto más de su juego cruel.

—¡No lo escuches, Barrie! —gritó ella, y la habitación se quedó en silencio—. ¡Brooks te está haciendo preguntas trampa a propósito! Primero, el castigo por invadir una propiedad privada son tres años en prisión y el castigo por invadir una propiedad de la realeza son cincuenta años; ¡son cinco o sesenta solo si la propiedad resulta dañada! Segundo, la primera decapitación pública tuvo lugar en el 568, pero la ley cambió en el 567, ¡tal como tú has dicho! Tercero, no se necesitan cuatro elementos para culpar a un sospechoso de homicidio, solo tres, ¡y los has nombrado todos! Y cuarto, los jueces ordinarios no pueden apelar la sentencia de otro juez ordinario, solo un juez supremo puede anular una...

—¡Brystal Lynn Evergreen!

Por primera vez aquella mañana, el juez Evergreen encontró una razón para levantar la vista de sus papeles. Su rostro estaba completamente rojo y las venas se le marcaban en el cuello de gritar con tanta fuerte que incluso los platos temblaron sobre la mesa.

—¡¿Cómo te atreves a regañar a tu hermano?! ¿Quién te crees que eres?

Brystal tardó unos segundos en recuperar la voz.

—P-p-pero, papá, ¡Brooks no está diciendo la verdad! —gritó—. Yo..., yo no quiero que Barrie suspenda el...

—¡Como si Brooks dice que el cielo es violeta! ¡Una niña no puede corregir a un hombre! Si Barrie no es lo suficientemente listo como para darse cuenta de que lo están engañando, ¡entonces no es digno de ser juez adjunto!

Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Brystal, que temblaba en su silla. Miró a sus hermanos en busca de apoyo, pero estaban igual de asustados que ella.

—Lo... Lo siento, papá...

—¡No tienes derecho a saber nada de lo que acabas de decir! ¡Si te encuentro leyendo de nuevo, que Dios me juzgue, pero te echaré a la calle!

Brystal se volvió hacia su madre, rogando que no comentara nada sobre los libros que había encontrado en su habitación esa mañana. Al igual que sus hijos, la señora Evergreen permaneció quieta y en silencio, como un ratoncito ante la presencia de un halcón.

—N-n-no, no he estado leyendo...

—Entonces, ¿dónde has aprendido todo eso?

—Su-su-supongo que de oír a Barrie y Brooks. Siempre hablan de leyes y del tribunal en la mesa...

—¡Pues tal vez sea mejor que comas fuera hasta que hayas aprendido a no entrometerte! ¡Ninguna hija mía va a desafiar las leyes de este reino con una actitud tan arrogante!

El juez continuó gritando la decepción y el desprecio que sentía por su hija. Brystal no era ajena al temperamento de su padre; de hecho, apenas le hablaba salvo cuando él le gritaba, pero nada era peor que recibir toda su ira. Con cada latido de su corazón, Brystal se hundía más en su silla y contaba los segundos para que aquello terminara. Por lo general, si no dejaba de gritar antes de que llegara a cincuenta, la ira de su padre podía convertirse en algo físico.

—¿Ya está ahí el carruaje? —preguntó la señora Evergreen.

La familia se quedó en silencio mientras intentaba oír lo mismo que había oído la señora Evergreen. Unos instantes más tarde, el leve tintineo de unas campanas y un galope fuerte inundaron el comedor a medida que el carruaje se acercaba a la casa. Brystal se preguntó si su madre lo había oído de verdad o si su interrupción simplemente había sido oportuna.

—Será mejor que os preparéis, si no queréis llegar tarde.

El juez Evergreen y sus hijos cogieron sus cosas y salieron a encontrarse con el carruaje. Barrie se tomó su tiempo para cerrar la puerta de entrada detrás de él y despedirse de su hermana.

—Gracias —articuló en silencio.

—Buena suerte —le respondió ella.

Brystal se quedó sentada hasta que estuvo segura de que su padre y sus hermanos se habían alejado lo suficiente por el camino. Para cuando se hubo recompuesto, la señora Evergreen ya había limpiado la mesa del comedor. Brystal fue a la cocina para ver si su madre necesitaba ayuda con los platos, pero se encontró con que no estaba lavando sino inclinada en el fregadero, mirando con intensidad los cacharros sucios, como si se hubiera quedado en trance.

—Gracias por no mencionarle los libros a papá —le dijo Brystal.

—No deberías haber corregido a tu hermano de esa forma —dijo la señora Evergreen en voz baja.

—Lo sé.

—Lo digo en serio, Brystal —prosiguió su madre, volviéndose hacia ella con los ojos muy abiertos y temerosos—. Brooks es muy querido entre la gente. No te gustaría tenerlo de enemigo. Si empieza a hablar mal de ti a sus amigos...

—Mamá, no me importa lo que Brooks diga de mí.

—Pues debería —contestó la señora Evergreen con severidad—. Dentro de dos años cumplirás dieciséis y los hombres querrán cortejarte para casarse contigo. No puedes arriesgarte a tener una reputación que espante a todos los buenos. No querrás pasar el resto de tu vida con alguien cruel e ingrato..., créeme.

Los comentarios de su madre dejaron a Brystal sin palabras. No sabía si solo era su imaginación o si en verdad las ojeras de su madre estaban mucho más oscuras que antes del desayuno.

—Vamos, vete a la escuela —le dijo la señora Evergreen—. Ya me encargo yo de lavar esto.

Brystal estaba decidida a quedarse y discutir con su madre. Quería enumerarle todas las razones por las que su vida sería diferente de las de otras niñas, quería explicarle por qué ella estaba destinada a hacer grandes cosas que iban más allá del matrimonio y ser madre, pero luego recordó que no tenía ningún tipo de prueba que respaldara sus creencias.

Tal vez su madre tenía razón. Quizá Brystal era tonta por pensar que el mundo era algo más que oscuridad.

Sin añadir nada, Brystal salió de casa y se dirigió hacia la escuela. Mientras caminaba en dirección al pueblo, se dio cuenta de que la imagen de su madre sobre el fregadero se había quedado grabada con mucha fuerza en su mente. Y le preocupaba que, en realidad, fuera una visión que perteneciera a su propio futuro y no tanto un mero recuerdo de su madre.

—No —susurró para sí—. Esa no va a ser mi vida... Esa no va a ser mi vida... Esa no va a ser mi vida... —repitió la frase mientras caminaba con la esperanza de que, si la decía suficientes veces, acallaría sus miedos—. Puede parecer imposible ahora, pero yo sé que algo está a punto de ocurrir... Algo está a punto de cambiar... Algo está a punto de hacer que mi vida sea diferente...

Brystal hacía bien al preocuparse, escapar de los confinamientos del Reino del Sur era imposible para una niña de su edad. Pero, al cabo de unas pocas semanas, lo que ella entendía por imposible iba a cambiar para siempre.

Un cuento de magia

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