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Una audiencia inesperada

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En los cuatro reinos la magia estaba prohibida, por decirlo de forma sutil. Según la ley, la magia era el peor deli­to que una persona podía cometer, y para la sociedad no había nada más despreciable. En casi todas partes, el simple hecho de estar relacionado con una bruja o un brujo convictos, era una ofensa que se castigaba con la muerte.

En el Reino del Norte, los infractores y sus familias eran juzgados y rápidamente quemados en la hoguera. En el Reino del Este se requerían muy pocas pruebas para sentenciar a la horca al acusado y a sus seres queridos. Y en el Reino del Oeste, las supuestas brujas o los presuntos brujos eran ahogados sin derecho a juicio.

Las ejecuciones rara vez las llevaban a cabo los cuerpos de seguridad o los oficiales del reino, sino que, por lo general, los castigos los aplicaban grupos de ciudadanos furiosos que se tomaban la justicia por su mano. Aunque los soberanos de los reinos no promovían esas brutales prácticas, las toleraban completamente. Es más: los monarcas estaban encantados con que la gente tuviera un objetivo en el que descargar su ira que no fuera el gobierno. Por eso veían con buenos ojos tal distracción e incluso la promovían durante los tiempos de inestabilidad política.

—Quien elige el camino de la magia elige el camino hacia la condena —anunció el rey Nobleton del Norte, cuya negligencia estaba causando la peor hambruna en la historia del reino.

—No debemos mostrar empatía hacia personas con unas prioridades tan abominables —añadió la reina Endustria del Este poco antes de subir los impuestos para financiar su palacio de verano.

—La magia es un insulto a Dios y a la naturaleza y un peligro para la moral —resaltó el rey Belicton del Este, cuyas declaraciones, por suerte para él, distrajeron a la gente de los rumores que corrían sobre los ocho hijos ilegítimos que había tenido, cada uno con una amante distinta.

Cuando una bruja o un brujo eran descubiertos, era casi imposible que escaparan de la persecución. Muchos huían hacia el denso y peligroso bosque que crecía entre las fronteras de los reinos y que se conocía como el Entrebosque. Por desgracia, esa zona era el hogar de duendes, elfos, goblins, trols, ogros y todas las especies que los humanos habían desterrado a lo largo de los si­glos, y las brujas y los brujos que buscaban refugio entre sus árboles solían encontrar una muerte rápida y violenta a manos de alguna de esas bárbaras criaturas.

La única compasión, si podía considerarse como tal, que brujas y brujos podían encontrar estaba en el Reino del Sur.

En cuanto el rey Campeón XIV heredó el trono de su padre, el fallecido rey Campeón XIII, dictó su primer decreto real: la abolición de la pena de muerte para todos los practicantes de magia condenados. En su lugar, los delincuentes serían sentenciados a pasar el resto de su vida en prisión realizando trabajos forzosos, y se les recordaría cada día lo afortunados que debían sentirse. Ahora bien, es importante mencionar que el rey no enmendó la ley por pura bondad, sino con el objetivo de sentirse en paz con un recuerdo traumático.

Cuando Campeón era niño, su madre fue decapitada por mostrar un «interés sospechoso» por la magia. Fue el propio Campeón XIII quien la denunció, por eso a nadie se le ocurrió cuestionar la acusación o demostrar la inocencia de la reina, aunque los motivos del rey sí fueron cuestionados el día siguiente a la ejecución de su esposa, cuando se casó con una mujer más joven y guapa. Tras la prematura muerte de su madre, Campeón XIV no pudo dejar de contar los días hasta que logró vengar aquella muerte destruyendo el legado de su padre. Y en cuanto la corona fue colocada sobre su cabeza, dedicó gran parte de su reinado a borrar a Campeón XIII de la historia del Reino del Sur.

Ya en la vejez, Campeón XIV pasaba la mayor parte del tiempo haciendo lo mínimo posible. Redujo sus decretos a quejas y gestos de exasperación, y en lugar de hacer visitas reales, saludaba a las multitudes con pereza desde la seguridad de un carruaje en movimiento. Y lo más parecido a un discurso que dio en los últimos tiempos fueron las protestas acerca de que los pasillos del castillo eran «demasiado largos» y los escalones «demasiado altos».

Campeón XIV convirtió evitar a la gente en un pasatiempo, sobre todo con respecto a su engreída familia. Comía solo, se acostaba temprano, dormía hasta tarde y le encantaba echarse largas siestas (y que Dios tuviera piedad de la pobre alma que lo despertara antes de hora).

Sin embargo, hubo una tarde en que el rey se despertó temprano, y no por el descuido de uno de sus nietos o por la torpeza de una de las criadas, sino por un cambio repentino en el tiempo. Campeón XIV se despertó asustado por la lluvia torrencial que azotaba las ventanas de su habitación y por los fuertes vientos sibilantes que resoplaban por la chimenea. Cuando se había acostado, el día era soleado, no había rastro de nubes, por lo que la tormenta cogió por sorpresa al soberano, todavía adormilado.

—¡Me he despertado! —anunció Campeón XIV.

Luego esperó a que el sirviente que estuviera más cerca se presentara a toda prisa en su estancia y lo ayudara a bajar de su enorme cama. Sin embargo, nadie respondió a su llamada.

El rey se aclaró la garganta con una agresividad intencionada.

—¡He dicho que me he despertado! —gritó de nuevo, pero sin recibir respuesta tampoco esta vez.

Al soberano le crujieron las articulaciones mientras se bajaba de la cama a regañadientes y musitaba una retahíla de insultos al tiempo que avanzaba afanosamente por el suelo de piedra en busca de la capa y las pantuflas. Cuando estuvo vestido, abrió de un golpe la puerta de su estancia con la intención de descargar su enfado en el primer sirviente con el que se cruzara.

—¿Por qué nadie ha respondido a mi llamada? ¿Qué podría ser más importante que...?

Campeón XIV se quedó en silencio y miró a su alrededor con incredulidad. El salón anejo a su estancia, por lo general repleto de criadas y mayordomos, estaba completamente vacío. Incluso los soldados que hacían guardia en la puerta día y noche habían abandonado sus puestos.

El rey se asomó al pasillo que salía del otro extremo del salón, pero no vio a nadie: estaba igual de vacío. No solo no había sirvientes ni soldados, sino que tampoco había luz. Todos los candelabros y las antorchas que colgaban de las paredes estaban apagados.

—¿Hola? —dijo Campeón adentrándose por el pasillo—. ¿Hay alguien? —añadió en vano, pues lo único que oyó fue el eco de su voz.

El rey avanzó con cautela por el castillo en busca de alguien, pero únicamente encontró más y más oscuridad en cada rincón. Aquello le parecía increíblemente perturbador: residía allí desde que era niño, y nunca lo había visto tan desposeído de vida. Miró por cada una de las ventanas junto a las que pasaba, pero la lluvia y la niebla le impedían ver el exterior.

Por fin, cuando dobló la esquina de un pasillo largo, el rey vio una luz parpadeante en su despacho. La puerta estaba abierta y alguien parecía estar disfrutando del calor de la chimenea. Le habría parecido una imagen muy tentadora, de no ser por las circunstancias tan inquietantes en las que se encontraba. Con cada paso que daba, el corazón le latía con mayor rapidez. Cuando se asomó por la puerta para ver quién o qué lo estaba esperando, el nerviosismo ya se había apoderado de él.

—¡Ah, mirad! ¡El rey se ha despertado!

—Al fin.

—Bueno, bueno, niñas. Debemos mostrarnos respetuosas con Su Majestad.

Dos niñas y una mujer muy guapa estaban sentadas en el sofá de su estudio. Cuando Campeón XIV entró, se pusieron en pie y le hicieron una reverencia.

—Su Majestad, es un honor conocerlo —dijo la mujer.

Llevaba un vestido violeta muy elegante que combinaba con sus inmensos ojos brillantes, y era curioso pero solo llevaba un guante, en el brazo izquierdo. Por detrás de la cabeza, el pelo, oscuro, estaba recogido en un tocado elaborado con todo tipo de flores y plumas, y, por delante, un velo corto le cubría el rostro. Las niñas no parecían tener más de diez años y llevaban unas túnicas blancas y lisas, y un turbante en la cabeza.

—¿Quién demonios son ustedes? —preguntó el rey.

—Sí, discúlpeme —dijo la mujer—. Yo soy madame Weatherberry, y ellas mis aprendices, la señorita Tangerina Turkin y la señorita Cielene Lavenders. Espero que no le importe que nos hayamos acomodado en su despacho. Venimos desde muy lejos y no hemos podido resistirnos a disfrutar de un agradable fuego mientras lo esperábamos.

Madame Weatherberry parecía una mujer muy cercana y carismática. Y era la última persona a la que el rey esperaba ver en su castillo, ahora abandonado, así que, en muchos sentidos, aquella mujer y la situación le resultaron mucho más extrañas. Madame Weatherberry extendió el brazo derecho para estrecharle la mano a Campeón XIV, pero él rechazó el gesto amistoso. Se limitó a mirar de arriba abajo a sus inesperadas huéspedes y a dar un paso atrás.

Las niñas rieron entre dientes y miraron a su vez a aquel rey paranoico, como si estuvieran viendo su alma y la encontraran graciosa.

—¡Este es un aposento privado de la residencia real! —las reprendió Campeón—. ¡¿Cómo se atreven a entrar aquí sin permiso?! ¡Podría hacer que las azotaran por esto!

—Por favor, disculpe nuestra intromisión —dijo madame Weatherberry—. No es algo que solamos hacer, entrar sin permiso en casa de alguien, pero me temo que no hemos tenido otra opción. Verá, llevo mucho tiempo escribiéndole a su secretario, el señor Fellows. Esperaba poder concertar una audiencia con usted, pero, por desgracia, el señor Fellows nunca respondió ninguna de mis cartas; es bastante ineficaz, si me permite decírselo. Tal vez sea hora de sustituirlo, ¿no le parece? En todo caso, hay un asunto muy urgente que me gustaría tratar con usted, por eso estamos aquí.

—¡¿Cómo ha entrado esta mujer en mi castillo?! —gritó el rey hacia el pasillo desierto—. ¡Maldita sea, ¿dónde demonios se ha metido todo el mundo?!

—Me temo que sus súbditos no están disponibles en este momento —le informó madame Weatherberry.

—¿Qué quiere decir con que no están disponibles? —preguntó Campeón XIV con voz ronca.

—Ah, nada, no se preocupe. Solo se trata de un pequeño hechizo para garantizar nuestra seguridad. Le prometo que todos sus sirvientes y soldados regresarán una vez que terminemos de hablar. Siempre he pensado que las cuestiones diplomáticas son mucho más sencillas de resolver sin distracciones, ¿no cree?

Madame Weatherberry se dirigía al rey en un tono tranquilo, pero hubo una palabra en particular que hizo que el soberano abriera todavía más los ojos y que le empezara a subir la tensión.

—¿Hechizo? —El rey cogió aire antes de continuar—: Usted es..., es... ¡una bruja!

Campeón XIV señaló a madame Weatherberry presa del pá­nico y tan aterrorizado que cada músculo de su hombro derecho se puso rígido. Gruñó mientras hacía fuerza con el brazo y las visitantes rieron disimuladamente ante aquella escena tan teatral.

—No, Su Majestad, no soy una bruja —dijo.

—¡No me mienta, mujer! —gritó el rey—. ¡Solo las brujas lanzan hechizos!

—No, Su Majestad, eso no es verdad.

—¡Es una bruja y con su magia ha maldecido a todos los habitantes de este castillo! ¡Pagará por esto!

—Ya veo que escuchar no es su mejor cualidad... —dijo madame Weatherberry—. A mí me sirve repetirme el mensaje tres veces para digerirlo bien. Me parece una herramienta muy útil para los principiantes. Así que allá vamos. No soy una bruja. No soy una bruja. No soy una...

—Si no es una bruja, ¿qué es?

No importaba cuán fuerte gritara o cuánto se enfadara el rey, madame Weatherberry no perdía la compostura.

—En realidad, Su Majestad, ese es uno de los temas que me gustaría discutir con usted esta noche —dijo—. Ahora bien, no deseamos robarle más tiempo del necesario. ¿Le importaría sentarse para que empezáramos?

Como si una mano invisible la hubiera empujado, la silla que se encontraba detrás del escritorio del rey se movió, y madame Weatherberry hizo un gesto al monarca para que se acomodara en ella. Como Campeón XIV no estaba seguro de tener otra opción, tomó asiento y miró con nerviosismo y de arriba abajo a sus visitas. Las niñas se sentaron en el sofá y, con delicadeza, juntaron las manos sobre el regazo. Madame Weatherberry se sentó entre sus aprendices y se apartó el velo para poder mirar al soberano directamente a los ojos.

—En primer lugar, deje que le dé las gracias, Su Majestad —comenzó madame Weatherberry—. Usted ha sido el único gobernante de la historia que ha mostrado algo de piedad hacia la comunidad mágica. Aunque entiendo que para algunos el encarcelamiento de por vida con trabajos forzosos es peor que la muerte, no deja de ser un pequeño paso en la dirección correcta. Y confío en que podamos convertir estos pasos en zancadas si simplemente... Su Majestad, ¿va todo bien? Me da la sensación de que no me está prestando mucha atención.

Un zumbido extraño, acompañado de unos ruidos sibilantes, había captado la atención del rey mientras ella hablaba. El monarca recorrió el despacho con la mirada, pero no fue capaz de encontrar el origen de esos sonidos inusuales.

—Lo siento, me ha parecido oír algo —dijo el rey—. ¿Decía...?

—Estaba expresándole mi gratitud por la piedad que ha mostrado hacia la comunidad mágica.

El rey gruñó con disgusto.

—Bueno, se equivoca si cree que siento la más mínima empatía por la comunidad mágica —refunfuñó—. Al contrario, para mí, la magia es algo tan asqueroso y antinatural como para el resto de los soberanos. Pero me preocupan quienes usan la magia para sacar provecho de la ley.

—Y eso es admirable, señor —dijo madame Weatherberry—. Su devoción por la justicia es lo que lo diferencia del resto de los monarcas. Ahora bien, me gustaría aclararle algo sobre la perspectiva que tiene de la magia, para que pueda seguir haciendo de este reino un lugar más justo y seguro para toda su gente. Al fin y al cabo, la justicia no puede existir para uno si no existe para todos.

La conversación apenas acababa de empezar y el rey ya se sentía ofendido.

—¿A qué se refiere con «aclararme algo sobre mi perspectiva»? —preguntó con una mueca de desdén.

—Su Majestad, la forma en la que se criminaliza y estigmatiza la magia es la mayor injusticia de nuestros tiempos. Pero con las modificaciones y enmiendas adecuadas, y una buena estrategia de propaganda, es posible cambiar eso. Juntos podemos crear una sociedad que acepte todas las formas de vida, les permita sacar su mayor potencial y... Su Majestad, ¿me está escuchando? Parece que lo he vuelto a perder.

Una vez más, el rey se había distraído con el zumbido misterioso y los sonidos sibilantes. Sus ojos volvieron a recorrer el despacho, con mayor intensidad ahora, y solo había oído algunas palabras sueltas de lo que madame Weatherberry le había dicho.

—Debo de haberla entendido mal —dijo—. Por un momento, me ha parecido que me estaba sugiriendo que legalizara la magia.

—Pues no, lo ha entendido bien —dijo madame Weatherberry soltando una risita—. Legalizar la magia es exactamente lo que le estoy sugiriendo.

De pronto, Campeón XIV se enderezó en la silla y se aferró a los apoyabrazos. Madame Weatherberry ya tenía toda su atención. No era posible que estuviera sugiriéndole algo tan absurdo.

—¿Quién se ha creído que es usted, mujer? —preguntó el rey con desprecio—. ¡La magia nunca será legalizada!

—En realidad, señor, es muy factible —respondió madame Weatherberry—. Basta con emitir un decreto que despenalice el acto y luego, a su debido tiempo, el estigma que la rodea disminuirá.

—Entonces, ¡no tardaré en despenalizar también los asesinatos y los robos! —anunció el rey—. En el Libro de la Fe, el Señor explica con claridad que la magia es un terrible pecado y, por lo tanto, ¡un delito en este reino! Y si un delito no tuviera consecuencias, ¡viviríamos en el caos absoluto!

—Ahí es donde se equivoca, Su Majestad —dijo—. Verá: la magia no es el delito que el mundo cree que es.

—¡Claro que sí! —objetó—. ¡He presenciado actos de magia para engañar y atormentar a gente inocente! ¡He visto cuerpos de niños masacrados por pociones y hechizos! ¡He visitado aldeas plagadas con maldiciones y maleficios! Así que ¡no se atreva a defender la magia frente a mí, madame! ¡La comunidad mágica nunca recibirá un gramo de empatía o comprensión por parte de este soberano!

Aunque Campeón XIV no podría haber sido más claro en su negativa, madame Weatherberry se sentó más al borde del sofá y le sonrió como si hubieran llegado a un acuerdo.

—Lo que voy a decirle tal vez lo sorprenda, señor, pero estoy completamente de acuerdo con usted.

—¿En serio? —preguntó el rey con sospecha.

—Sí, sí, completamente —repitió madame Weatherberry—. Creo que quienes atormentan a gente inocente deberían ser castigados por sus acciones, y con dureza, me atrevería a añadir. Ahora bien, en su razonamiento hay un error, un único y pequeño error. Y es que las situaciones que usted ha presenciado no fueron causadas por magia, sino por actos de brujería.

El rey frunció el ceño con más fuerza y miró a madame Weatherberry como si estuviera hablando en otro idioma.

—¿Brujería? —preguntó en tono burlón—. Nunca he oído hablar de eso.

—Entonces, permítame que se lo explique —dijo madame Weatherberry—. La brujería es una práctica atroz y destructiva. Nace de un oscuro deseo de engañar y corromper. Solo las personas con un corazón malvado son capaces de practicarla y, créame, merecen cualquier destino imaginable. Sin embargo, la magia es algo completamente distinto. En esencia, es una forma de arte pura y positiva. Su objetivo es ayudar y sanar a aquellos que lo necesitan, y solo nace de quienes tienen bondad en el corazón.

El rey se hundió de nuevo en la silla, con las manos en la cabeza, invadido por la confusión.

—Ay, cielos, me temo que lo he abrumado —dijo madame Weatherberry—. Déjeme simplificárselo: la magia es buena, la magia es buena, la magia es buena. La brujería es mala, la brujería es mala, la brujería...

—No sea condescendiente, mujer, ¡ya la he oído! —dijo el rey, molesto—. ¡Deme un momento para que mi cabeza lo entienda!

Campeón XIV soltó un largo suspiro y se masajeó una sien. Por lo general, le costaba procesar información después de la siesta, pero todo aquello pertenecía a otro nivel. Se cubrió los ojos y se concentró, como si estuviera leyendo un libro con los ojos cerrados.

—Entonces, ¿la magia no es lo mismo que la brujería?

—Correcto —dijo madame Weatherberry asintiendo animada—. No hay que mezclar peras con manzanas.

—¿Y son de naturaleza diferente?

—Polos opuestos, señor.

—Entonces, si no son brujas, ¿cómo se llaman quienes practican la magia?

Madame Weatherberry levantó la cabeza con orgullo.

—Nos llamamos hadas, señor.

—¿Hadas? —preguntó el rey.

—Sí, hadas —repitió—. ¿Entiende ahora mi deseo de aclarar su perspectiva? Al mundo no le preocupan las hadas que practican magia, sino las brujas que cometen actos de brujería. Pero, por desgracia, llevamos siglos metidas en el mismo saco y condenadas como tales. Aunque, por suerte, con mi guía y su influencia, somos más que capaces de corregir la situación.

—Me temo que no estoy de acuerdo —dijo el rey.

—¿Disculpe?

—Un hombre puede robar por avaricia y otro por supervivencia, pero ambos son ladrones: no importa que uno sea de co­razón bondadoso.

—Pero, señor, creo haber dejado muy claro que el crimen es la brujería, no la magia.

—Sí, pero ambas se han considerado pecaminosas desde el principio de los tiempos —continuó Campeón XIV—. ¿Sabe lo difícil que es redefinir algo para la sociedad? Tardé décadas en convencer a mi reino de que las patatas no son venenosas, y aun así, ¡la gente las ignora en los mercadillos!

Madame Weatherberry negó con la cabeza, desconcertada.

—¿Está comparando a un grupo de personas inocentes con patatas, señor?

—Entiendo su objetivo, madame, pero el mundo no está preparado. Maldita sea, ¡ni siquiera yo estoy preparado! ¡Si quiere salvar a las hadas de un castigo injusto, le sugiero que les enseñe a mantenerse calladas y a reprimir la urgencia de usar la magia! Eso sería mucho más fácil que convencer a un mundo terco de que cambie sus costumbres.

—¿Reprimir la urgencia? Señor, ¡no puede estar hablando en serio!

—¿Por qué no? La gente normal evita tentaciones a diario.

—Porque usted está dando por sentado que la magia aparece cuando se acciona un interruptor, como si fuera una especie de elección.

—¡Por supuesto que es una elección!

—¡No! ¡Claro! ¡Que! ¡Nooo!

Por primera vez desde que habían empezado a hablar, el agradable temperamento de madame Weatherberry cambió. El destello de una ira que hacía tiempo que tenía controlada atravesó su espíritu alegre, y en su rostro apareció una mirada fría e intimidante. A Campeón le dio la sensación de que estaba frente a una mujer distinta..., una mujer a quien debía temer.

—La magia no es una elección —repitió madame Weatherberry con firmeza—. La ignorancia sí lo es. El odio también. Y la violencia. Pero la mera existencia de alguien nunca se puede elegir y tampoco es un error, y mucho menos un delito. Sería muy inteligente por su parte que se informara.

Campeón estaba demasiado asustado como para decir nada más. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero habría jurado que la tormenta se intensificaba a medida que el temperamento de madame Weatherberry cambiaba. Y resultaba evidente que se trataba de un estado al que rara vez se rendía, ya que sus aprendices parecían igual de preocupadas que el rey. El hada cerró los ojos, respiró hondo y se tranquilizó antes de seguir hablando.

—A lo mejor deberíamos hacerle una demostración a Su Majestad —sugirió madame Weatherberry—. ¿Tangerina? ¿Cielene? ¿Me hacéis el favor de mostrarle al rey Campeón XIV por qué la magia no es una elección?

Las aprendices intercambiaron una sonrisa de entusiasmo: llevaban rato esperando ese momento. Se levantaron de un salto, se quitaron las túnicas y se desataron los turbantes. Tange­rina lucía un vestido hecho con parches de panales de abeja y, en lugar de pelo, una colmena anaranjada, hogar de todo un enjambre. Cielene, por su parte, dejó al descubierto un traje de baño de color zafiro y de su cabeza empezó a fluir una cortina de agua que le bañaba todo el cuerpo y se evaporaba al llegar a sus pies.

El monarca se quedó boquiabierto ante lo que las niñas habían ocultado. En todos los años que llevaba en el trono, jamás había visto la magia tan materializada en la apariencia física de alguien. El misterio del zumbido extraño y los ruidos sibilantes acababa de resolverse.

—Dios mío... —dijo el rey, casi sin aliento—. ¿Todas las hadas son así?

—La magia nos afecta de maneras diferentes —dijo mada­me Weatherberry—. Hay personas que llevan vidas completamen­te normales hasta que la magia se aparece por sí sola, mientras que otras presentan rasgos físicos desde el día en que nacen.

—No puede ser verdad —cuestionó el rey—. Si la gente naciera con rasgos mágicos, ¡las prisiones estarían llenas de niños! Y nuestros tribunales jamás han encarcelado a un bebé.

Madame Weatherberry bajó la cabeza y miró al suelo con tristeza.

—Eso es porque la mayoría de las hadas son asesinadas o abandonadas cuando nacen. Sus padres temen las consecuencias de traer un niño mágico a este mundo, y hacen lo necesario para evitar el castigo. Fue un milagro que yo encontrara a Tangerina y a Cielene antes de que les hicieran daño, pero hay muchos que no tienen tanta suerte. Su Majestad, entiendo su cautela, pero lo que les hacen a estos niños es cruel y primitivo. Si despenalizara la magia lograríamos algo más que justicia: ¡salvaríamos vidas inocentes! Seguro que puede encontrar algo de empatía y comprensión en su corazón.

Campeón XIV sabía que vivía en un mundo cruel, pero nunca había sido consciente de actos tan horribles. Se meció en la silla mientras su falta de voluntad le declaraba la guerra a su empatía. Como madame Weatherberry había notado que estaba progresando con el rey, decidió sacar un sentimiento que estaba guardando para el momento justo.

—Piense en lo distinto que sería el mundo si la gente sintiera más compasión por la comunidad mágica. Piense en lo distinta que sería su vida, Su Majestad.

De pronto, la mente de Campeón XIV se inundó de recuerdos de su madre: su rostro, su sonrisa, su forma de reír, pero, sobre todo, el fortísimo abrazo en el que se fundieron justo antes de que fuera arrastrada hacia una muerte prematura. A pesar de lo mucho que se había oxidado su memoria con el paso de los años, esas imágenes se habían quedado grabadas para siempre en su mente.

—Me gustaría ayudarlas, pero despenalizar la magia podría ser más problemático que productivo. ¡Obligar al pueblo a que acepte lo que odia y teme podría provocar una rebelión! ¡Las cacerías de brujas como las conocemos podrían convertirse en un completo genocidio!

—Créame, conozco la naturaleza del ser humano —dijo madame Weatherberry—. La legalización de la magia no debe forzarse, sino manejarse con sutileza, paciencia y perseverancia. Solo es posible que el mundo entero cambie de parecer si se lo anima a ello, no a la fuerza. Y nada anima más a la gente que un buen espectáculo.

El rostro del rey se tensó, nervioso.

—¿Un espectáculo? —preguntó con temor—. ¿Qué clase de espectáculo tiene en mente?

Madame Weatherberry sonrió y abrió aún más sus brillantes ojos: esa era la parte que había estado esperando ella.

—Cuando conocí a Tangerina y a Cielene, eran prisioneras de su propia magia. Nadie podía acercarse a Tangerina sin que las abejas lo atacaran, y la pobre Cielene tenía que vivir en un lago porque mojaba todo lo que pisaba. Por eso decidí hacerme cargo de ellas y les enseñé a controlar su magia. Ahora son dos jóvenes perfectamente adaptadas. Me rompe el corazón pensar en todos los niños que están ahí fuera luchando contra quienes son. De ahí que haya tomado la decisión de abrirles mis puertas y darles una formación adecuada.

—¿Va a abrir una escuela? —preguntó el rey.

—Exacto. Y la voy a llamar Academia para Jóvenes Practicantes de Magia de Madame Weatherberry, aunque el nombre es provisional.

—¿Y dónde estará? —preguntó.

—Hace poco reservé unas tierras en el lado sudeste del Entrebosque.

—¿El Entrebosque? —protestó el rey—. ¿Está usted loca? ¡El Entrebosque es demasiado peligroso para los niños! ¡No puede abrir una escuela allí!

—En eso estoy de acuerdo con usted —dijo madame Weatherberry—. El Entrebosque es extremadamente peligroso, pero solo para quienes no están familiarizados con él. Sin embargo, muchos miembros de la comunidad mágica, yo entre ellos, hace décadas que vivimos allí, y con bastantes comodidades. Las tierras que he adquirido son muy remotas y quedan escondidas. He mandado instalar todo tipo de sistemas de protección para garantizar la seguridad de mis estudiantes.

—Pero ¿cómo va a ayudar una academia a conseguir la legalización de la magia?

—Una vez que haya entrenado a mis pupilos para que dominen sus habilidades, nos introduciremos lentamente en el mundo. Usaremos nuestra magia para sanar a los enfermos y ayudar a quienes lo necesiten. Con el tiempo, entre los reinos se habrá corrido la voz acerca de lo compasivos que somos. Las hadas nos convertiremos en un ejemplo de generosidad y nos ganaremos el afecto de la gente. El mundo verá todo el bien que la magia puede hacer, cambiará de opinión y la comunidad mágica finalmente será aceptada.

Campeón XIV se rascó la barbilla mientras cavilaba acerca del magnífico plan de madame Weatherberry. Esta le había dado muchos detalles, pero se había olvidado del más importante: la implicación del rey en él.

—Parece bastante capaz de llevar a cabo el plan por su cuenta. ¿Qué quiere de mí entonces?

—Su consentimiento, por supuesto. Las hadas queremos que confíen en nosotras, y la única manera que tenemos de ganarnos esa confianza es haciendo las cosas de la manera correcta. Por eso me gustaría tener su permiso oficial para viajar libremente por el Reino del Sur para reclutar estudiantes. También me gustaría que nos prometiera que los niños y las familias que quieran unirse a nosotras no serán perseguidos. Mi misión es ofrecerles a estos jóvenes una vida mejor, no quiero que se arriesguen y que la jus­ticia los castigue. Será muy difícil convencer a los padres de que permitan que sus hijos asistan a una escuela de magia, pero si contamos con la bendición del soberano, será mucho más sencillo. Sobre todo si tenemos la bendición por escrito.

Madame Weatherberry tendió una mano hacia el escritorio del rey y un trozo de papel dorado apareció frente a él. Todo lo que le había solicitado estaba escrito: solo faltaba la firma del monarca. Campeón XIV se frotó las piernas con ansiedad mientras leía y releía el documento.

—Esto podría salir fatal —dijo el rey—. Si mis súbditos descubren que le he dado permiso a una bruja, perdón, a un hada para que se lleve a sus hijos a una escuela a practicar magia, ¡habrá revueltas en las calles! ¡Mi gente pedirá mi cabeza!

—En ese caso, dígale a su gente que me ha ordenado limpiar de niños mágicos el reino —sugirió—. Dígales que, para lograr un futuro sin magia, ha ordenado que reunieran a los más jóvenes y los llevaran lejos. Hace tiempo descubrí que, cuanto más vulgar es la petición, más la acepta el ser humano.

—Aun así, ¡no deja de ser arriesgado para ambos! ¡Mi permiso no le garantiza protección! ¿No le preocupa su seguridad?

—Su Majestad, le recuerdo que he hecho desaparecer a todo el personal de este castillo, Tangerina controla un enjambre de abejas y por el cuerpo de Cielene corre suficiente agua como para llenar un cañón entero. Creo que sabemos protegernos.

A pesar de sus palabras, el rey parecía más asustado que convencido. Madame Weatherberry estaba tan cerca de conseguir lo que quería que debía apaciguar las dudas del soberano antes de que estas se apoderaran de él. Por suerte, aún guardaba otra arma en su arsenal para ganarse su aprobación.

—¿Tangerina? ¿Cielene? ¿Seríais tan amables de dejarnos al rey y a mí a solas un momento? —les pidió.

Era evidente que Tangerina y Cielene no querían perderse ni una parte de la conversación entre madame Weatherberry y Campeón XIV, pero respetaron los deseos de su maestra y salieron a esperar al pasillo. Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, madame Weatherberry se inclinó hacia el rey y lo miró profundamente a los ojos con expresión seria.

—Señor, ¿está al corriente del Conflicto del Norte? —preguntó.

Si algo le dejaron claro los ojos saltones del rey es que estaba más que al corriente. La mera mención del conflicto tuvo un efecto tan paralizante en el monarca que lo hizo titubear cuando respondió.

—¿Cómo..., cómo...? ¿Cómo demonios lo sabe? ¡Es un asunto reservado!

—Puede que la comunidad mágica sea pequeña y esté dividida, pero las palabras viajan más rápido cuando uno de los nuestros está..., bueno, montando una escena.

—¿Montando una escena? ¡¿Eso le parece?!

—Su Majestad, por favor, no alce la voz —dijo, y luego señaló con la cabeza hacia la puerta—. Las malas noticias pueden llegar con mucha facilidad a oídos jóvenes. Mis niñas empe­za­rían a encontrarse mal si se enteraran de lo que estamos discutiendo.

Campeón XIV sabía a lo que se refería porque él mismo empezaba a sentir cierto malestar. Recordar ese tema era como ver a un fantasma; un fantasma que él creía dormido.

—¿Por qué menciona algo tan horrible? —preguntó.

—Porque ahora mismo no hay nada que le garantice que el Conflicto del Norte no cruce la frontera y llame a la puerta de su casa —le advirtió madame Weatherberry.

El rey negó con la cabeza.

—Eso no ocurrirá. El rey Nobleton me aseguró que se encargaría de la situación. Nos dio su palabra.

—¡El rey Nobleton le mintió! ¡Les dijo al resto de los soberanos que tiene el conflicto bajo control porque se siente humillado por lo grave que se ha vuelto la situación! ¡Casi la mitad del Reino del Norte ha muerto! ¡Ha perdido a tres cuartas partes de su ejército y quienes quedan van cayendo con cada día que pasa! ¡El rey culpa a la hambruna porque lo aterroriza perder el trono si su pueblo se entera de la verdad!

El rostro de Campeón perdió todo el color y el monarca no dejaba de temblar en su asiento.

—¿Y bien? ¿Puedo hacer algo? ¿O se supone que tengo que quedarme sentado y esperar a morir yo también?

—En estos últimos tiempos, hay motivos para la esperanza —dijo madame Weatherberry—. Nobleton ha nombrado a un nuevo comandante, el general White, para guiar a las defensas restantes. Hasta ahora, el general ha manejado la situación con mucho más éxito que sus predecesores.

—Bueno, algo es algo —dijo el rey.

—Rezo porque el general White resuelva el asunto, pero usted debe estar preparado por si fracasa —dijo—. Y, en caso de que el conflicto cruce hacia el Reino del Sur, tener una academia de hadas entrenadas a la vuelta de la esquina podría ser muy beneficioso para usted.

—¿Cree que sus estudiantes podrían detener el conflicto? —preguntó con desesperación en los ojos.

—Sí, Su Majestad —respondió totalmente confiada—. Creo que mis futuros estudiantes lograrán cosas que el mundo de hoy considera imposibles. Pero, primero, necesitarán un lugar donde estudiar y una maestra que les enseñe.

El rey se quedó muy quieto mientras consideraba la propuesta con gran detenimiento.

—Sí..., sí, podría ser tremendamente beneficioso —se dijo a sí mismo—. Desde luego, tendré que consultarlo con mi Consejo Asesor de Jueces Supremos antes de darle una respuesta.

—En realidad, señor —dijo madame Weatherberry—, creo que es un asunto que podemos dejar cerrado sin consultárselo a los jueces supremos. Suelen ser un grupo bastante conservador y sería una lástima que su terquedad se interpusiera en nuestro camino. Además, a lo largo de todo el país se comentan cosas que debería saber. Mucha de su gente está convencida de que los jueces supremos son los verdaderos gobernantes del Reino del Sur y de que usted solo es una marioneta.

—¿Cómo? ¡Eso es inaceptable! —exclamó el rey—. Yo soy el soberano, ¡mi voluntad es ley!

—Así es. Y cualquiera con un poco de cerebro lo sabe. Sin embargo, los rumores persisten. Si yo fuera usted, empezaría por desmentir esas desagradables teorías desafiando a los jueces supremos de vez en cuando. Y no puedo pensar en una mejor manera de hacerlo que firmando el documento que tiene delante.

Campeón XIV asintió mientras pensaba en la advertencia. Al final, la persuasión de madame Weatherberry lo ayudó a tomar una decisión.

—Muy bien —dijo el rey—. Puede reclutar a dos estudiantes del Reino del Sur para su escuela de magia, un niño y una niña, pero eso es todo. Y deberá recibir el permiso escrito de sus tutores, o no se les permitirá asistir a su academia.

—Confieso que esperaba llegar a un acuerdo mejor, pero acepto lo que me ofrece —dijo madame Weatherberry—. Trato hecho.

El rey cogió la pluma y la tinta de un lado de su escritorio y realizó las correcciones pertinentes en el documento dorado. Cuando terminó, firmó el acuerdo y lo legalizó con un sello de cera con el emblema real de su familia. Madame Weatherberry se puso de pie y aplaudió para celebrarlo.

—¡Ay, qué momento tan maravilloso! ¿Tangerina? ¿Cielene? ¡Venid! ¡El rey nos ha concedido nuestra petición!

Las aprendices entraron a toda prisa en el despacho y se entusiasmaron al ver la firma del rey. Tangerina enrolló el documento y Cielene lo ató con un lazo plateado.

—Muchas gracias, Su Majestad —dijo madame Weather­berry, recolocándose el velo sobre el rostro—. ¡Le prometo que no se arrepentirá!

El rey resopló con escepticismo y se frotó sus cansados ojos.

—Espero que sepa lo que está haciendo, porque si no le diré a todo el reino que fui embrujado y engañado por una...

Campeón XIV levantó la vista y suspiró. Madame Weatherberry y sus aprendices se habían desvanecido. El rey avanzó hacia la puerta para ver si habían salido corriendo por el pasillo, pero este seguía igual de vacío que antes. Unos minutos después, todas las velas y las antorchas se encendieron por arte de magia. Las pisadas volvieron a resonar por los corredores a medida que los sirvientes y los soldados regresaban a sus rutinas. El rey se acercó a la ventana y vio que la tormenta también había desapareci­do, y lo tranquilizó mucho que el día volviera a estar despejado.

Sin embargo, era imposible que el rey sintiera otra cosa que no fuera temor al mirar los cielos del norte. Ahora sabía que, en algún lugar del horizonte, acechaba la verdadera tormenta...

Un cuento de magia

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