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Una señal

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Ese día, en la Escuela para Futuras Esposas y Madres de Colinas Carruaje, Brystal aprendió qué proporción de té es adecuado servirle a una visita inesperada, qué tipo de aperitivo se debe cocinar para una reunión formal y cómo doblar una servilleta con forma de paloma, entre otras cosas fasci­nantes.

Para el final de la clase, Brystal había puesto los ojos en blanco tantas veces que le habían empezado a doler.

Por lo general, se le daba bien ocultar su malestar en la escuela pero, sin el consuelo de un libro que la esperara en casa, le resultaba mucho más difícil disimular la irritación.

Para tranquilizarse, pensó en la última página que había leído de Las aventuras de Tidbit Twitch antes de dormirse la noche anterior. El héroe de la historia, un ratón de campo llamado Tidbit, estaba colgado de un acantilado mientras luchaba contra un dragón feroz. Sus pequeñas garras empezaban a acusar el cansancio de tanto balancearse de cornisa en cornisa para esquivar el aliento de fuego del monstruo. Con la pizca de energía que le quedaba, lanzó su pequeña espada hacia el dragón, con la esperanza de herir a la bestia y poder subir hacia un lugar seguro.

—¿Señorita Evergreen?

Gracias a una especie de milagro, la espada de Tidbit voló por los aires y se clavó en el ojo del dragón. La criatura levantó la cabeza hacia el cielo y gritó de dolor, soltando géiseres de fuego feroces hacia la oscuridad. Justo cuando Tidbit empezaba a trepar por la ladera del acantilado, el dragón lo azotó con su cola puntiaguda y derribó al ratón del peñasco en el que se encontraba aferrado. Tidbit rodó hacia el suelo rocoso, mientras sacudía las extremidades de un lado a otro en busca de algo, cualquier cosa, a lo que sujetarse.

¡Señorita Evergreen!

Brystal se enderezó en la silla como si la hubiera pinchado un alfiler invisible. Todas sus compañeras se volvieron hacia su pupitre, al fondo de la clase, y la miraron con el ceño fruncido. La maestra, la señorita Plume, la observaba con seriedad desde el frente sin separar los labios y levantando una de sus cejas finas.

—Eeeh..., ¿sí? —dijo Brystal con mirada inocente.

—Señorita Evergreen, ¿está prestando atención o está soñando despierta otra vez? —le preguntó la señorita Plume.

—Estoy prestando atención, por supuesto —mintió.

—Entonces, ¿cuál es la forma adecuada de manejar la situación que acabo de describir? —la desafió la maestra.

Obviamente, Brystal no tenía ni idea de lo que estaban debatiendo en clase. Las otras niñas rieron entre dientes, augurando un buen castigo. Pero, por suerte, Brystal sabía la respuesta que resolvía todas las preguntas de la señorita Plume, fuera cual fuera el tema.

—Supongo que le preguntaría a mi futuro marido qué debo hacer —contestó.

La señorita Plume la miró un momento sin parpadear.

—Eso es... correcto —dijo, sorprendida de tener que admitirlo.

Brystal suspiró aliviada; sus compañeras, en cambio, lo hicieron decepcionadas. Ansiaban los momentos en los que Brystal era regañada por su costumbre infame de andar soñando despierta. Incluso la señorita Plume parecía decepcionada por haber perdido la oportunidad de reprenderla. Tanto que lo habría mostrado con un gesto de los hombros si su apretado corsé se lo hubiera permitido.

—Sigamos —ordenó a sus alumnas—. Ahora repasaremos la diferencia entre atarse el pelo con un lazo y atarse los zapatos, y los peligros de confundirse.

Las estudiantes celebraron entusiasmadas la siguiente lección y su felicidad hizo que Brystal muriera un poco por dentro. Sabía que no podía ser la única niña de la escuela que deseara una vida más emocionante que aquella para la que las estaban preparando, pero, mientras observaba como sus compañeras estiraban el cuello para ver los lazos y los cordones, dudó si todas serían unas actrices fenomenales o si tendrían el cerebro fantásticamente lavado.

Brystal había aprendido que no debía mencionarle sus sueños o frustraciones a nadie, ya que no hacía falta que dijera nada para que la gente se diera cuenta de que era distinta. Al igual que los lobos de otra jauría, toda la escuela podía olerlo. Y dado que el Reino del Sur era un lugar tenebroso para las personas que pensaban distinto, las compañeras de Brystal se mantenían alejadas de ella, como si pensar diferente fuera una enfermedad contagiosa.

«No te preocupes, algún día se arrepentirán... —pensó Brystal—. Algún día desearán haber sido más agradables conmigo... Algún día celebrarán mis diferencias... Algún día, ellas serán infelices y yo no...»

Para evitar atraer más la atención, Brystal se quedó en silencio y se concentró cuanto pudo hasta el final de la clase. Solo se movió un momento para acariciar suavemente las gafas de lectura que llevaba escondidas debajo del vestido.


Esa tarde, Brystal fue andando a casa desde la escuela a un paso mucho más lento del habitual. Como allí solo la esperaban tareas, decidió dar un paseo por la Plaza Mayor de Colinas Carruaje con la esperanza de que el cambio de escenario le despejara los problemas de la mente.

El castillo de Campeón XIV, la catedral, el tribunal y la Universidad de Derecho se cernían a los cuatro lados de la plaza. Algunas tiendas y puestos de mercado atestados de gente llenaban las esquinas y los espacios entre las estructuras imponentes del gobierno. En el centro había un trozo de césped donde, sobre una fuente poco profunda, se erguía una estatua del rey Cam­peón I. La estatua mostraba al soberano montando a su caballo y apuntando una espada hacia un futuro aparentemente próspero, pero el homenaje recibía más atención de las palomas que de los ciudadanos que deambulaban por el pueblo.

Al pasar frente a la Universidad de Derecho, levantó la vista con envidia hacia las paredes de piedra y los domos de cristal impresionantes. En ese preciso momento, Barrie estaba en algún lugar de aquella institución agonizando por su examen. Brystal juraba haber sentido la ansiedad de su hermano irradiando a través de las paredes, pero, de todas formas, habría dado cualquier cosa para estar en su lugar. Se detuvo para desearle buena suerte y siguió caminando.

No le quedó otra opción que pasar por delante del tribunal mientras seguía cruzando la plaza. Era un edificio amenazante de columnas altas y techo a dos aguas. Cada columna tenía esculpida la imagen de un juez supremo que miraba con el ceño fruncido a los ciudadanos, como un padre decepcionado, expresión que Brystal conocía muy bien. No pudo evitar sentir que la ira la invadía desde lo más profundo mientras observaba aquellos rostros intimidantes por encima de ella. Los hombres como ellos, los hombres como su padre, eran la causa de su infelicidad.

En una esquina de la plaza, entre la universidad y el tribunal, estaba la biblioteca de Colinas Carruaje. Era un edificio pequeño y modesto en comparación con los que lo rodeaban, pero para Brystal la biblioteca era un palacio. Encima de la puerta de doble hoja había una placa negra con un triángulo rojo en el centro, un símbolo común en el Reino del Sur que recordaba a las mujeres que no tenían permitido entrar. Aun así, la ley no podía acabar con su deseo de hacerlo.

Siempre que ponía los ojos en la biblioteca, Brystal tenía una sensación horrible: estar tan cerca de tantos libros y tener prohibido disfrutarlos... Sin embargo, ese día en particular la sensación se le hizo insoportable. La impotencia que sentía le despertó una avalancha de emociones, y todos esos miedos, dudas y penas que había reprimido arremetieron contra ella como una estampida. La pintoresca ruta de regreso a casa que había tomado estaba creando el efecto contrario al deseado, y no tardó en sentir la plaza como una jaula que se cerraba a su alrededor.

Brystal estaba tan abrumada que apenas podía respirar. Espantó a un grupo de palomas de la estatua de Campeón I y se sentó en el borde de la fuente para recuperar el aliento.

—No puedo seguir con esto —se dijo con respiración entrecortada—. No dejo de repetirme que todo mejorará, pero las cosas solo hacen que empeorar... Si la vida es solo una serie de decep­ciones, entonces desearía no haber nacido... Desearía poder transformarme en una nube e irme flotando lejos, muy lejos de aquí...

Las lágrimas le cayeron por el rostro sin que hubiera podido preverlas. A algunos ciudadanos la escena les pareció conmovedora y se detuvieron a mirarla boquiabiertos, pero a Brystal no podía importarle menos. Enterró el rostro entre las manos y lloró delante de todos.

—Por favor, Dios, necesito algo más que fe para seguir adelante... —dijo entre lágrimas—. Necesito algo que me demuestre que no soy la tonta que siento que soy... Necesito un mensaje que me diga que mi vida no siempre será triste... Por favor, necesito una señal...

Irónicamente, cuando Brystal dejó de llorar y se secó las lágrimas, lo primero que vio fue una señal. Un bibliotecario anciano y algo raquítico salió de la biblioteca con un cartel amarillo debajo del brazo. Con manos temblorosas, lo clavó en la entrada. Brystal nunca había visto que colgaran un letrero en la puerta de entrada de la biblioteca, y sintió mucha curiosidad. Cuando el anciano regresó dentro, ella avanzó hacia la escalinata para leer las palabras pintadas sobre el cartel:

SE BUSCA SIRVIENTA

De pronto, una idea recorrió el cuerpo entero de Brystal con un cosquilleo. Antes de poder pensárselo y de ser completamente consciente de lo que iba a hacer, cruzó la puerta y entró en la biblioteca de Colinas Carruaje.

El primer vistazo le resultó tan estimulante que su mente tardó segundos en entender lo que estaban viendo sus ojos. Durante todos los años que se había pasado preguntándose cómo sería la biblioteca por dentro, nunca la había imaginado tan mag­nífica: una sala circular enorme con una alfombra esmeralda, las paredes cubiertas de paneles de madera y la luz natural abriéndose paso a través de un techo de cristal. Una esfera plateada inmensa se elevaba en el centro de la planta baja, donde montones de estudiantes de Derecho estaban dispersos sentados en las butacas que había frente a las mesas antiguas. Lo más sorprendente de todo era que la biblioteca estaba rodeada por tres pisos de estantes con libros que parecían extenderse hacia las plantas superiores como un laberinto interminable.

Ver aquellos miles y miles de libros hizo que Brystal se sintiera algo mareada, como si acabara de sumirse en un extraño sueño. Nunca había creído que existieran tantos libros en el mundo, y mucho menos en la biblioteca de su ciudad.

Al cabo de un instante, encontró al bibliotecario anciano detrás de un mostrador en la entrada de la sala. El plan que había improvisado sería un desastre si no jugaba las cartas correctas. Cerró los ojos, respiró hondo, se deseó buena suerte y se acercó.

—Disculpe, señor —lo llamó Brystal.

El bibliotecario estaba ocupado colocando etiquetas en una pila nueva de libros y no reparó en su presencia enseguida. En ese momento, Brystal sintió una chispa de celos por el anciano; no podía imaginar la cantidad de libros que habría tocado y leído todos esos años.

—Disculpe, ¿señor Woolsore? —insistió tras leer la placa de identificación del mostrador.

El bibliotecario la miró con dificultad y cogió un par de gafas con mucho aumento que tenía cerca. Cuando se las puso, se quedó boquiabierto. Señaló a Brystal como si fuera un animal salvaje que anduviera suelto por el edificio.

—Jovencita, ¡¿qué estás haciendo aquí?! —exclamó el señor Woolsore—. ¡No se permite la entrada de mujeres a la biblioteca! ¡Márchate antes de que llame a las autoridades!

—En realidad, es totalmente legal —explicó Brystal, con la esperanza de que su tono tranquilo suavizara el del anciano—. Verá, según la Ley de Contratación del 417, las mujeres tienen permitido entrar en establecimientos que solo están destinados a hombres para buscar empleo. Cuando ha colgado el cartel ahí fuera, me ha dado permiso legal para entrar en el edificio y presentarme para el puesto.

Brystal sabía que la Ley de Contratación del 417 solo era aplicable a mujeres mayores de veinte años, pero esperaba que el bibliotecario no estuviera tan familiarizado con las leyes como ella. El señor Woolsore frunció sus tupidas cejas y la miró como un halcón.

—¿Tú quieres ser sirvienta? —le preguntó.

—Sí —contestó Brystal, encogiéndose de hombros—. Es un trabajo honesto, ¿verdad?

—Pero ¿una niña como tú no debería estar ocupada aprendiendo a cortejar y coquetear con muchachos? —le preguntó el señor Woolsore.

Brystal estaba dispuesta a discutir, pero se tragó el orgullo y mantuvo los ojos fijos en su objetivo.

—Para serle sincera, señor Woolsore, un muchacho es exactamente la razón por la que quiero el puesto. Verá, hay un juez adjunto del que estoy completamente enamorada, desesperada porque un día me proponga matrimonio, pero no creo que me vea como su futura esposa. Mi familia tiene sirvientes, muchos, muchos sirvientes, por lo que no parece creer que sea capaz de encargarme de las tareas del hogar. Sin embargo, cuando descubra que he estado limpiando la biblioteca yo sola, y perfectamente bien, permítame añadir, sabrá que seré mejor esposa que el resto de las muchachas del reino.

Brystal incluso se enroscó el cabello en un dedo y pestañeó numerosas veces para adornar su actuación.

—Me gustas, pero no eres una candidata práctica para el puesto —contestó el bibliotecario—. No podrías trabajar en la biblioteca mientras los estudiantes de Derecho estuvieran estudiando. Una jovencita sería demasiada distracción para los jóvenes.

—Entonces, tal vez pueda limpiar por la noche, cuando cierre la biblioteca —sugirió Brystal—. En muchos sitios las sirvientas limpian cuando han cerrado. Podría comenzar en cuanto usted se vaya y no habrá ni rastro de mí cuando regrese por la mañana.

El señor Woolsore se cruzó de brazos y la miró con sospecha. Le parecía demasiado convincente como para poder confiar en ella.

—No me estarás engañando, ¿verdad? —quiso averiguar—. No querrás el trabajo para poder estar cerca de los libros, ¿no?

Brystal sintió que se le caía el alma a los pies. Al parecer, el bibliotecario iba a descubrir su mentira con la misma facilidad que su madre. Sin embargo, en lugar de dejar que el pánico se asomara a su rostro, rió ante el comentario del anciano y trató de usar su ignorancia en su contra.

—Señor Woolsore, tengo catorce años. ¿Qué interés podría tener yo en los libros?

A juzgar por el lenguaje corporal del bibliotecario, la psicología inversa funcionó a la perfección. El señor Woolsore se rió para sí mismo, como si se sintiera tonto por haber pensado eso de entrada. Brystal sabía que estaba cerca de convencerlo, solo necesitaba ofrecerle algo que lo beneficiara para terminar de endulzar la oferta.

—¿Cuánto pagan por el puesto, señor? —le preguntó.

—Seis monedas de oro a la semana —le contestó—. Se trabaja cinco días a la semana. Sin contar los fines de semanas o los festivos reales del día de Acción de Gracias a la Realeza y la Nochebuena de Campeón.

—Le propongo una cosa, señor Woolsore. Como usted me estará haciendo un favor, yo le haré un favor a usted. Si me contrata para limpiar la biblioteca, lo haré por tres monedas de oro a la semana.

La oferta fue música para los oídos del señor Woolsore, que se rascó la barbilla mientras asentía cada vez más convencido.

—¿Cómo te llamas, jovencita? —preguntó.

—Brystal Ev...

Por suerte, Brystal se detuvo antes de revelar su verdadero apellido. Si el bibliotecario se enteraba de que era una Evergreen, su padre podría descubrir que se había presentado para el trabajo, y era un riesgo que no podía correr. Por lo que Brystal le dijo el primer nombre que se le vino a la mente, y así nació su apodo.

—Bailey, Brystal Eve Bailey.

—Muy bien, señorita Bailey —dijo el señor Woolsore—. Si puedes empezar mañana por la noche, estás contratada.

Brystal no pudo contener el entusiasmo. Todo su cuerpo comenzó a vibrar como si le estuvieran haciendo cosquillas. Estiró una mano por encima del mostrador y estrechó enérgicamente la frágil mano del bibliotecario.

—Gracias, señor Woolsore, ¡muchas gracias! ¡Le prometo que no lo decepcionaré! ¡Ay, perdón! ¡Espero no haberle hecho daño! ¡Hasta mañana!

Brystal prácticamente salió flotando de la biblioteca hacia el camino del este. Su plan había salido mejor de lo que había previsto. Al día siguiente tendría acceso a miles y miles de libros. Y, con nadie en la biblioteca que la supervisara, podría llevarse algunos a casa cada noche cuando terminara de limpiar.

La idea le resultaba tan emocionante que no podía recordar la última vez que había sentido tanta felicidad corriendo por sus venas. Sin embargo, su euforia se esfumó en cuanto su casa apareció en el horizonte. De repente, comprendía lo irrealizable que era el plan. No había manera de que su familia no reparara en su ausencia, iba a tener que explicarles por qué se marchaba por la noche y no regresaba hasta la madrugada.

Si quería trabajar en la biblioteca, tendría que inventarse algo espectacular que no solo le permitiera ganarse la confianza de su familia, sino también evitar cualquier tipo de sospecha. Si la descubrían, las consecuencias serían catastróficas.

Brystal apretó la mandíbula mientras pensaba en el abrumador desafío que tenía por adelante. Al parecer, conseguir trabajo en la biblioteca era solo la primera tarea imposible del día.


Esa noche, en casa de los Evergreen estaban de celebración. Un mensajero de la Universidad de Derecho les había comunicado la noticia de que Barrie había aprobado el examen con la calificación más alta de toda la clase. Brystal y la señora Evergreen prepararon una cena para festejar la victoria de Barrie, con pastel de chocolate incluido, que Brystal preparó sola. Para cuando todos los Evergreen se sentaron a cenar, Barrie ya llevaba puesta la toga de juez adjunto.

—¿Qué tal estoy? —les preguntó a todos.

—Como un niño con ropa de adulto —se burló Brooks.

—Te queda perfecta —dijo Brystal—. Como si hubieras nacido para llevarla.

Brystal estaba muy orgullosa de su hermano, pero también especialmente agradecida de tener una excusa para mostrarse tan contenta. Cuando sonreía pensando en su nuevo trabajo en la biblioteca, nadie cuestionaba la felicidad que aparecía en su rostro. Todos estaban igual de entusiasmados, e incluso el rencor de Brooks se suavizó tras unos cuantos vasos de sidra.

—No puedo creer que mi hijo vaya a ser juez adjunto —dijo la señora Evergreen entre lágrimas de felicidad—. Parece que era ayer cuando te ponías mis camisas largas y sentenciabas a tus juguetes a trabajos forzosos en el patio trasero. ¡Cielos, el tiempo pasa volando!

—Estoy muy orgulloso de ti, hijo —le dijo el juez Evergreen—. Estás manteniendo a salvo el legado de la familia.

—Gracias, papá —le contestó Barrie—. ¿Me das algún consejo para mi primera semana en el tribunal?

—El primer mes solo observarás casos, pero presta atención a cada detalle de los procesos —le aconsejó su padre—. Después, te asignarán tu primer caso. No importa qué cargos sean, debes sugerir la pena máxima, siempre, si no el juez de turno creerá que eres débil y se pondrá del lado de la defensa. Ahora bien, cuando te asignen tu primera defensa, el secreto para...

El juez Evergreen dejó de hablar al notar la presencia de Brystal. Casi había olvidado que estaba en la habitación.

—Ahora que lo pienso mejor, tal vez deberíamos continuar esta conversación más tarde —dijo—. No me gustaría que llegara a oídos entrometidos.

El comentario del juez hizo que Brystal se pusiera tensa, pero no porque las palabras de su padre la ofendieran. Tras una larga tarde de conspiraciones, Brystal estaba esperando el momento justo para asegurarse un futuro en la biblioteca, y esa podría ser su única oportunidad.

—¿Papá? ¿Puedo decirte algo? —le preguntó.

El juez Evergreen protestó como si prestarle atención a su hija fuera una tarea que le exigiera demasiado.

El resto de los miembros de la familia miraron nerviosos a Brystal y al juez, temiendo que la cena terminara de la misma forma que el desayuno.

—Sí, ¿qué ocurre? —le preguntó su padre.

—Bueno, he estado pensando en lo que me has dicho esta mañana —comenzó Brystal—. Y como no quiero ser irrespetuosa con la ley, creo que tenías razón al sugerir que comiera en otro sitio.

—Ah —dijo su padre.

—Sí, y me parece que he encontrado la solución perfecta —continuó Brystal—. Hoy, después de la escuela, he pasado por la Casa para los Desamparados de Colinas Carruaje. Tienen una falta de personal muy importante, por lo que, con tu bendición, me gustaría empezar a colaborar con ellos por las noches.

—¿Quieres llenarte de pulgas en un hospicio? —le preguntó Brooks con incredulidad.

La señora Evergreen levantó una mano para hacer callar a su hijo mayor.

—Gracias, Brooks, pero tu padre y yo nos ocupamos de esto —dijo—. Brystal, es muy bonito de tu parte querer ayudar a los menos afortunados, pero yo necesito que me ayudes en casa. No puedo encargarme sola de todas las tareas y de la cocina.

Brystal bajó la cabeza y se miró las manos para que su madre no percibiera ningún rastro de mentira en sus ojos.

—No te estoy abandonando, mamá —le explicó—. Después de clase, vendré a casa y te ayudaré a cocinar y limpiar, como siempre. Y a la hora de la cena me iré unas horas a la Casa para los Desamparados. Por la noche, volveré y lavaré los platos antes de acostarme, como siempre. Puede que pierda una hora o dos de sueño, pero no debería afectar a nada más.

El comedor se quedó en silencio mientras el juez Evergreen consideraba la propuesta de su hija. A Brystal le daba la sensación de que se le había formado alrededor del estómago un nudo invisible que, con cada segundo que pasaba, se tensaba más y más. Los treinta segundos que su padre tardó en darle una respuesta le parecieron horas.

—Estoy de acuerdo, necesitamos un cambio para prevenir otros incidentes como el de esta mañana —dijo su padre—. Puedes ir a hacer de voluntaria por las noches a la Casa para los Desamparados, pero solo si eso no conlleva más trabajo para tu madre.

El juez golpeó la mesa con el tenedor como si fuera un mazo e hizo así efectiva la sentencia definitiva del día. Brystal no podía creer que lo hubiera logrado. ¡Trabajar en la biblioteca era una realidad! El nudo en su estómago empezó a aflojarse enseguida y Brystal supo que debía desaparecer de la vista de su familia antes de empezar a dar saltos.

—Muchas gracias, papá —le dijo—. Ahora, si me disculpáis, os dejo solos, a ti y a Barrie, para que podáis hablar tranquilamente del tribunal. Volveré a recoger la mesa cuando hayáis terminado el postre.

Brystal se levantó de la silla y subió a su habitación a toda prisa. En cuanto cerró la puerta, empezó a bailar con toda su energía sin emitir ningún sonido. Cuando pasó frente al espejo, vio algo que no veía desde que era pequeña: en lugar de una niña resignada y triste vestida con un uniforme escolar ridículo, se encontró ante una muchacha feliz y llena de energía con la mirada a rebosar de esperanza y las mejillas ruborizadas. Parecía una persona completamente distinta.

—Eres una niña mala, Brystal Eve Bailey —le susurró a su reflejo—. Una niña muy mala.

Un cuento de magia

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