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Solo jueces

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Durante las dos primeras semanas que estuvo limpiando la biblioteca, Brystal leyó más libros de los que había leído en toda su vida. Para cuando terminó el primer mes, había devorado todos los ejemplares de la planta baja y comenzaba con los de la siguiente.

Su rápido ritmo de lectura se debía a una eficaz planificación que había diseñado hacía tiempo: cada noche, Brystal quitaba el polvo de los estantes, fregaba el suelo, pulía la esfera plateada y limpiaba las superficies de la institución tan rápido como podía. Cuando terminaba, elegía un libro (o varios si era fin de semana) y se los llevaba a casa a escondidas. Una vez que terminaba de lavar los cacharros de la cena, se encerraba en su habitación y se pasaba el resto de la noche leyendo. La noche siguiente, Brystal devolvía lo que había cogido prestado y su rutina secreta empezaba de nuevo.

No podía creer lo rápido que había cambiado su vida. En solo un mes, había pasado de sufrir en público una crisis emocional a vi­vir las horas más apasionantes y estimulantes que jamás había experimentado. Gracias al trabajo en la biblioteca, tenía acceso a biografías, enciclopedias, diccionarios, antologías y manuales que expandían su comprensión de la realidad, y a obras de ficción, poesía y prosa que expandían su imaginación más allá de lo que había visto en sus sueños más increíbles. Pero quizá lo más gratificante de todo era que Brystal había encontrado un ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch y, por fin, había podido leer el final.

Tidbit sacudió las patas en todas direcciones mientras caía por el acantilado, pero no encontró nada a lo que sujetarse. Temía que su descenso le reservara una muerte brutal contra la tierra rocosa, pero, gracias a una especie de milagro, el ratón aterrizó en un río caudaloso. El dragón descendió por el desfiladero y voló sobre Tidbit mientras este flotaba por el río. El monstruo intentó alcanzarlo, pero el agua avanzaba tan rápido que no hacía más que complicarle la tarea.

Tidbit fue sacudido de un lado a otro, hasta que la corriente lo hizo caer por una cascada inmensa. Y el dragón se precipitó tras él con la boca completamente abierta. El ratón estaba convencido de que esos serían sus últimos momentos de vida: el monstruo, que le iba al acecho, lo devoraría, o bien él se estrellaría contra las rocas de la base de la cascada. Sin embargo, estaba tardando en llegar a las rocas y le pareció notar al dragón cada vez más cerca. Este, de repente, cerró sus afilados colmillos en el aire.

Pero, justo cuando el monstruo estaba a punto de atraparlo con los dientes, Tidbit se escurrió por una pequeña abertura entre dos peñascos en la base de la cascada y cayó a salvo al lago en el que desembocaba el río. Cuando el ratón apareció del agua, vio al dragón sobre las rocas detrás de él, sin vida y con el cuello roto.

Tidbit nadó hacia la costa, donde respiró profundamente por prime­ra vez en años. Con el dragón vencido, el Reino de los Ratones por fin quedaba libre de un reinado de terror. El mundo le daría la bienvenida a una nueva era de paz, que tanto necesitaban, y todo gracias a un pequeño ratón que había demostrado ser más valiente que un gran monstruo.

Sin duda, la nueva rutina de Brystal era agotadora. Y aunque solo conseguía dormir un par de horas por la noche, el entusiasmo de poder leer más libros al día siguiente le daba la energía necesaria para aguantar. Aun así, Brystal encontró maneras más inteligentes de descansar, por lo que no se puede decir que estuviera completamente privada de sueño.

Durante las clases de la señorita Plume, se ataba una pluma a los dedos y bajaba la cabeza para fingir que estaba tomando notas, aunque en realidad aprovechaba parar echarse una más que necesaria siesta. En una ocasión, mientras sus compañeras aprendían a maquillarse, Brystal usó los materiales para dibujarse un par de pupilas en los párpados y nadie se dio cuenta de que estuvo durmiendo toda la demostración. A la hora del almuerzo, cuando el resto de las niñas iban a la panadería de la Plaza Mayor, Brystal visitaba la tienda de muebles y «probaba los productos» hasta que los dueños la descubrían.

Los fines de semana, dormía los ratos libres que le dejaban las tareas de casa. En la iglesia, se pasaba la mayor parte de la misa con los ojos cerrados, fingiendo que rezaba. Por suerte, sus hermanos hacían lo mismo y sus padres no se daban cuenta.

Dejando de lado el cansancio, Brystal creía que su plan estaba saliendo a la perfección, y que no parecía en absoluto sospechosa, como había temido en un primer momento. A su familia solo la veía unos minutos por la mañana, así que no quedaba mucho tiempo para que le preguntaran sobre sus tareas diarias. De todos modos, estaban tan concentrados en la primera semana de Barrie como juez adjunto que en ningún momento le preguntaron por su trabajo como voluntaria en la Casa para los Desamparados. Aun así, por si acaso, Brystal se había inventado algunas historias sobre dar de comer a los hambrientos y bañar a los enfermos.

El único contratiempo se produjo a principios del segundo mes de trabajar en la biblioteca. Una noche, cuando Brystal entró, se encontró al señor Woolsore agachado buscando algo debajo de un mueble.

—Señor Woolsore, ¿puedo ayudarlo? —le preguntó.

—Estoy buscando el tercer volumen de Campeones de campeones —le contestó el anciano—. Un estudiante me lo ha pedido esta tarde y parece que se ha desvanecido de los estantes.

Lo que el bibliotecario no sabía era que Brystal lo había cogido prestado la noche anterior. Se tiró del abrigo con más fuerza alrededor de los hombros para que el señor Woolsore no se diera cuenta de que lo llevaba debajo del brazo.

—Estoy segura de que está aquí, en algún lugar —dijo—. ¿Quiere que lo ayude a buscarlo?

—No, no, no —gruñó, y se puso de pie—. El ayudante debe de haberlo guardado mal, ¡el muy idiota! Pero déjalo en el mostrador si aparece mientras limpias.

En cuanto el señor Woolsore se marchó, Brystal dejó el tercer volumen de Campeones de campeones sobre el mostrador. Fue una solución simple a una situación igual de simple, pero Brystal no quería vivir una situación más complicada y que la descubrieran. Así pues, a fin de evitar cualquier riesgo futuro, decidió que sería mejor que dejara de llevarse libros. En adelante, cuando terminara de limpiar, se quedaría a leer en la biblioteca. Por eso a veces no regresaba a casa hasta primera hora de la mañana y tenía que colarse por una ventana para entrar.

Al principio, Brystal asumió sin más ese cambio en el plan. Por la noche, cuando la biblioteca estaba vacía, se volvía un lugar mucho más tranquilo, el lugar perfecto para perderse en un buen libro. Y, en ocasiones, la luna brillaba tanto a través del techo de cristal que ni siquiera necesitaba un farol para leer. Pero, por desgracia, no pasó mucho tiempo antes de que se sintiera demasiado cómoda allí.

Una mañana, la despertaron las campanas de la catedral, pero esa vez sonaron de un modo distinto. En lugar del habitual tintineo distante que la iba despertando poco a poco, un estruendo metálico la hizo poner de pie enseguida. El ruido fue tan repentino y alarmante que se quedó desconcertada. Cuando al fin fue consciente de su paradero fue cuando recibió la segunda sorpresa de la mañana: no estaba en su habitación. ¡Seguía en la biblioteca!

—¡Ay, no! —suspiró—. ¡Me quedé dormida leyendo! ¡Papá se pondrá furioso si se entera de que he pasado la noche fuera! ¡Tengo que llegar a casa antes de que mamá se dé cuenta de que no estoy en mi habitación!

Brystal se guardó las gafas de lectura debajo del vestido, colocó los libros que había estado leyendo en un estante cercano y salió de la biblioteca tan rápido como pudo. Fuera, las campanas de la catedral provocaban un huracán de ruido en la Plaza Mayor. Brystal se tapó los oídos, pero aun así le resultó difícil mantenerse erguida, ya que el sonido la azotaba onda tras onda. Corrió por el camino del este y llegó a casa justo con la última campanada. La señora Evergreen estaba de pie en el porche delantero, mirando frenéticamente en todas direcciones en busca de su hija. Los hombros casi se le desplomaron hasta los pies cuando vio que Brystal corría hacia ella.

—¡¿Dónde demonios estabas?! —le gritó—. ¡Casi me matas del susto! ¡Casi llamo a la Guardia Real!

—¡Lo siento, mamá! —respondió Brystal, respirando con dificultad—. Pu..., pue..., puedo explicarlo...

—¡Será mejor que tengas una buena razón para no haber estado en la cama esta mañana!

—¡Ha..., ha..., ha sido un accidente! —dijo Brystal, y rápidamente se inventó una excusa—. Me quedé despierta hasta tarde haciendo las camas en la Casa para los Desamparados... Esas camas parecen tan cómodas que no pude evitar acostarme en una de ellas... ¡Lo siguiente que he oído han sido las campanas esta mañana! Ay, por favor, ¡perdóname! ¡Entro y lavo los platos de la cena enseguida!

Brystal intentó entrar en la casa, pero su madre le bloqueó el paso.

—¡Esto no es por los platos! —le dijo—. ¡No te imaginas el miedo que me has hecho pasar! ¡Estaba convencía de que estabas muerta, tirada en algún callejón de por ahí! ¡No me vuelvas a hacer esto!

—No lo haré, lo prometo —dijo Brystal—. En realidad, solo ha sido un accidente estúpido. No quería que te preocuparas. Por favor, no le cuentes nada a papá. Si se entera de que he pasado la noche fuera, no me dejará volver a la Casa para los De­samparados.

Brystal sentía tanto pánico que no estaba segura de si su actuación estaba resultando convincente. La mirada de su madre era difícil de descifrar. La señora Evergreen parecía convencida y escéptica a la vez, como si fuera consciente de que su hija no estaba diciendo la verdad pero aun así eligiera creerse sus men­tiras.

—Ese voluntariado... —empezó la señora Evergreen—. Sea lo que sea, debes ser más cuidadosa si no quieres perderlo. Tu padre no tendría problema en prohibirte seguir con él si creyera que te está volviendo irresponsable.

—Lo sé —dijo Brystal—. No volverá a ocurrir. Lo prometo.

La señora Evergreen asintió y rebajó la tensión de su mirada.

—Está bien. Puede que solo te vea unos minutos por la mañana, pero me he dado cuenta de que ese voluntariado te está haciendo feliz —dijo—. Eres distinta desde que empezaste. Y es bueno verte tan alegre. No me gustaría que algo cambiara eso.

—Me hace muy feliz, mamá —dijo Brystal—. De hecho, jamás pensé que podría serlo tanto.

A pesar de la felicidad de su hija, algo en el entusiasmo de Brystal hacía que la señora Evergreen se sintiera visiblemente triste.

—Bueno, eso es maravilloso, cariño —dijo con una sonrisa poco convincente—. Me alegra oírlo.

—Pues no pareces muy alegre —le dijo Brystal—. ¿Qué ocurre, mamá? ¿Se supone que no debo ser feliz?

—¿Qué? No, claro que no. Todos merecemos un poco de felicidad de vez en cuando. Todos. Y nada me alegra más que saber que eres feliz, es solo que..., que...

—¿Qué?

La señora Evergreen volvió a esbozarle una sonrisa a su hija, pero esta vez Brystal supo que era auténtica.

—Que echo de menos tenerte cerca, eso es todo —confesó—. Ahora, ve arriba antes de que tu padre o tus hermanos te vean. Yo prepararé los platos mientras tú limpias. Cuando hayas terminado, ven a ayudarme en la cocina. Felices o no, el desayuno no se prepara solo.


La semana siguiente, Brystal se tomó muy en serio el consejo de su madre. Para evitar quedarse dormida de nuevo en la biblioteca, limitó su franja de lectura nocturna a una hora cuando hubiera terminado con las tareas de limpieza (dos horas como mucho si encontraba algo que le pareciera muy interesante) antes de regresar a casa. No podía leer todo lo que quería, pero cada segundo que pasaba en la biblioteca era mejor que nada.

Un día, ya entrada la noche, Brystal se encontraba dando un paseo por un pasillo largo y serpenteante de la primera planta, en busca de algo para leer. De todos los sectores de la biblioteca, comprendió que ese era el que menos le gustaba, porque siempre requería mucha más limpieza que el resto. Los estantes estaban repletos de colecciones de registros públicos viejos y ordenanzas desactualizadas, por eso no era ningún misterio que ese lugar estuviera prácticamente olvidado.

Mientras Brystal revisaba los estantes del final del pasillo, un libro que se encontraba en el último de todos le llamó la atención. A diferencia de los registros con tapa de cuero que lo rodeaban, ese tenía la cubierta de madera y prácticamente se confundía con el estante.

Nunca había visto un libro tan extraño, por lo que, maravillada por su particular camuflaje, comenzó a preguntarse si alguien habría reparado en él.

—¿Es posible que en esta biblioteca haya libros que nadie haya leído? —se preguntó en voz alta—. ¿Y si yo soy la primera persona que lee alguno?

La idea le pareció muy estimulante. Llevó la escalera hacia el final del pasillo y subió hasta el último estante. Intentó sacar el libro con la cubierta de madera, pero este no cedió.

—Probablemente lleve aquí siglos —imaginó.

Brystal lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas, pero el ejemplar no se movió. Un pie se le resbaló de la escalera, ya que había usado todo su peso para aflojarlo, pero ni siquiera así cedió. Por más fuerza que hiciera, el libro no salía del estante.

—¡Debe de estar atornillado! ¿Qué clase de persona enferma clavaría un libro a...? ¡Aaaaaahhh!

De repente, algo grande y pesado empujó a Brystal y la escalera, que cayeron al suelo. Cuando la joven levantó la vista, descubrió que la estantería entera se había apartado de la pared y dejaba a la vista un pasadizo secreto largo y oscuro. Al momento comprendió que el libro de madera no era un libro, sino ¡una palanca que abría una puerta secreta!

—¿Hola? —preguntó Brystal con nerviosismo hacia el pasadizo—. ¿Hay alguien ahí?

Lo único que oyó fue el eco de su voz.

—Si alguien puede oírme, lo siento —dijo—. Estaba limpiando el estante y se ha abierto. Nada más. No esperaba encontrar una puerta que diera..., que diera... a donde sea que lleve este pasadizo aterrador.

Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Brystal supuso que el pasillo oculto estaba igual de vacío que el resto de la biblioteca y no vio ningún peligro en inspeccionarlo. Cogió un farol y caminó despacio para ver hacia dónde llevaba. Al final, llegó a una puerta de metal con una placa atornillada que decía:

SOLO JUECES

—¿Solo jueces? —leyó en voz alta—. Qué extraño. ¿Por qué iban a necesitar los jueces una habitación secreta en la biblioteca?

Sujetó el picaporte y empezó a acelerársele el corazón cuando comprendió que estaba abierto. La puerta de metal crujió y el eco resonó por toda la biblioteca vacía detrás de ella. La curiosidad le nubló el juicio y, antes de poder detenerse, ignoró el letrero y entró en la estancia.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —repitió—. Una sirvienta inocente va a pasar.

Al otro lado de la puerta, Brystal se encontró con una habitación pequeña de techo bajo. Por suerte, no había nadie, tal como había imaginado. Las paredes no tenían ventanas ni cuadros, sino que estaban cubiertas de estantes negros. Y el centro de la habitación lo ocupaba una sola mesita con una sola silla. Encima del escritorio, un candelabro sin velas y a un lado un perchero con dos ganchos: uno para un sombrero y otro para un abrigo. A juzgar por lo austero de aquella estancia, Brystal comprendió que la habitación solamente debía de ser usada por un juez a la vez.

Se colocó las gafas de lectura y levantó el farol hacia uno de los estantes para ver qué clase de libros guardaban en esa biblioteca secreta. Para su sorpresa, la colección de los jueces era escasa: en cada estante había menos de una decena de obras y cada título estaba junto a una pila de papeles. Brystal cogió del estante el libro grueso que le quedaba más cerca y leyó la portada:

HISTORIA Y OTRAS MENTIRAS

ROBBETH FLAGWORTH

Le costó leer el título porque el libro estaba cubierto de cenizas. Brystal acercó más el farol y vio que en la portada había estampado un sello con unas letras enormes:


—¿Prohibido? —leyó en voz alta—. Menuda tontería. ¿Por qué iba alguien a prohibir un libro?

A continuación, leyó la página por la que el libro quedó abierto al azar. Tras leer por encima unos párrafos, encontró la respuesta:

Uno de los mayores engaños de la «historia» registrada fue la verdadera razón por la que se creó la Ley de Desgarrificación del año 339. Durante cientos de años, al pueblo del Reino del Sur se le contó que el rey Campeón VIII había desterrado a los trols por actos de vulgaridad. Sin embargo, esto no fue más que propaganda para encubrir una conspiración macabra en contra de una especie inocente.

Antes de que la Ley de Desgarrificación del 339 fuera promulgada, los trols formaban una parte activa y respetada de la sociedad del Reino del Sur. Eran artesanos con mucho talento y construyeron muchas de las estructuras que hoy podemos ver en la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. Vivían tranquilamente en las cavernas de la región sudoeste y se los consideraba una minoría pacífica y reservada.

En el 336, mientras expandían sus cavernas por el sudoeste, los trols descubrieron una cantidad enorme de oro. En ese entonces, el Reino del Sur seguía muy endeudado por la Guerra Mundial de las Cuatro Esquinas. Cuando Campeón VIII se enteró de las riquezas que acababan de descubrir, declaró el oro propiedad del gobierno y ordenó a los trols que lo entregaran de inmediato.

Legalmente, los trols tenían todo el derecho a quedarse con su descubrimiento y se negaron a acatar las órdenes del rey. Como represalia, Campeón VIII y sus jueces supremos orquestaron un plan siniestro para manchar la reputación de los trols. Hicieron correr rumores desagradables y falsos sobre su estilo de vida y comportamiento y, un tiempo después, todos los residentes del Reino del Sur los daban por ciertos. El rey desterró a los trols hacia el Entrebosque, les quitó el oro y saldó la deuda del Reino del Sur con éxito.

Lamentablemente, los líderes de los reinos aledaños se inspiraron en la Ley de Desgarrificación del 339 y usaron el mismo método para saldar sus propias deudas. Pronto, los trols fueron saqueados y desterrados de los cuatro reinos. Hubo otras especies inteligentes que salieron a defenderlos, pero sus esfuerzos solo los llevaron a sufrir un destino similar. Juntos, los líderes del mundo entero promulgaron la Ley de Gran Limpieza del 345, gracias a la cual expulsaron de sus tierras a toda criatura hablante que no fuera humana.

Las poblaciones de trols, duendes, ogros y goblins perdieron sus hogares y posesiones, y fueron obligados a vivir en las condiciones extremas del Entrebosque. Con recursos limitados, las especies no tuvieron más elección que recurrir a las medidas primitivas y barbáricas de supervivencia por las que se las conoce y teme hoy en día.

Los llamados «monstruos» del Entrebosque no son enemigos de los humanos, sino sus propias creaciones.

Brystal tuvo que leer el fragmento dos veces para comprender del todo lo que decía. ¿Robbeth Flagworth estaba exagerando o la Ley de Desgarrificación del 339 era la tapadera que daba a en­tender? Y a juzgar por el tamaño del libro, si el autor esta­ba en lo cierto, la historia del Reino del Sur estaba plagada de mentiras.

Al principio, a Brystal le resultó difícil aceptar la idea de que la historia fuera un engaño. No quería creer que un tema del que sabía tanto estuviera repleto de embustes, pero cuanto más pensaba en ello, más posible le parecía. Después de todo, el Reino del Sur era un lugar descaradamente injusto y opresivo, ¿por qué debería creer que era un lugar donde imperara la honradez?

Brystal continuó mirando los estantes y eligió otro título que le llamó la atención:

LA GUERRA A LAS MUJERES

DAISY PEPPERNICKEL

Al igual que el libro anterior, La guerra a las mujeres estaba cubierto de cenizas y llevaba el sello de PROHIBIDO. Tras echar un vistazo a sus páginas, Brystal se sintió cautivada por el tema al instante:

La mente femenina no es el florero frágil que nos hacen creer. Según numerosos estudios sobre anatomía humana, no existe prueba alguna que avale que el cerebro de la mujer sea más débil, lento o menos capaz que el del hombre. Entonces, la pregunta sigue abierta: ¿por qué no se les permite tener acceso a la educación y a posiciones de poder? ¡Porque los jueces oprimen a las mujeres para mantener el poder en el Reino del Sur!

Por naturaleza, las mujeres somos más maternales que los hombres. Si nosotras gobernáramos el Reino del Sur, lo haríamos bajo los principios de la educación, la empatía y la nutrición. Sin embargo, los jueces y el sistema actual de tribunales solo pueden actuar en una sociedad dominada por el miedo, el escrutinio y los castigos. Si el reino empezara a valorar la compasión por encima del control, los jueces y sus técnicas de gobierno quedarían obsoletos. Por eso hacen todo lo posible para evitar que las mujeres se posicionen por encima de ellos.

Desde el momento en que nacemos, a las mujeres nos lavan sistemáticamente el cerebro para que prioricemos la maternidad y el matrimonio y no el intelecto y la realización personal. Nos regalan muñecas y delantales, y nos dicen que nuestras aportaciones más importantes a la sociedad las lograremos en la sala de partos y la cocina. Pero esa mentira es tan dañina como degradante, porque ¡un reino es tan fuerte como sus ciudadanos más débiles! Y una sociedad con limitaciones injustificadas tiene menos oportunidades de prevalecer que una con igualdad de condiciones.

¡Cuando un país segrega a un porcentaje de su población, solo segrega un porcentaje de su potencial! Por eso, por el bienestar del reino, es hora de que las mujeres nos unamos y exijamos un gobierno nuevo que valore las convicciones, ideas y morales de cada ciudadano. Solo así entraremos en un reino de prosperidad nunca visto.

Brystal se quedó boquiabierta: era como si estuviera leyendo un libro con sus propios pensamientos. Nunca había oído a nadie hablar de las cosas en las que ella creía, mucho menos las había visto impresas en un libro. Apiló Historia y otras mentiras y La guerra a las mujeres encima de la mesa, entusiasmada por poder terminar de leerlas más tarde, pero antes quería ver qué otros libros había allí. Y de nuevo encontró una obra tentadora:

PERDER LA FE EN LA FE

QUINT CUPPAMULE

También tenía el sello de prohibido en la portada. Al igual que los libros anteriores, Brystal lo abrió al azar para echar un vistazo a los temas que trataba:

Si el Libro de la Fe es tan puro como los monjes dicen, entonces no habría necesidad de enmendarlo o de publicar diferentes versiones con el tiempo. Sin embargo, si comparamos una versión nueva con una de hace cien años, descubriremos que hay grandes diferencias entre la religión de hoy en día y la de entonces.

¿Qué significa esto, pues? ¿Acaso el Señor ha cambia­do de parecer con los años? ¿Acaso el Gran Todopoderoso corrigió sus errores tras convencerse de que estaba equivocado? Pero ¿la mera noción de estar «equivocado» no contradice las cualidades «omniscientes» que se supone que posee el Señor?

La verdad es que lo que comenzó como una fe alegre y amorosa se ha convertido en una treta motivada por la política para controlar al pueblo del Reino del Sur. Cuando el miedo a ir a prisión no es suficiente para hacer que la gente obedezca las leyes, los jueces alteran los principios de religión y usan el miedo a la condena eterna para reforzar su labor.

La ley y el Señor deberían ser entidades independientes, pero, por pura estrategia, el Reino del Sur las ha convertido en lo mismo. Por eso, cualquier actividad u opinión que cuestione al gobierno es considerada un pecado y todo estilo de vida o preferencia que no sirva para expandir la población es considerada una práctica demoníaca.

El Libro de la Fe ya no refleja la voluntad del Señor, sino la voluntad de unos hombres que utilizan al Se­ñor como herramienta para manipular a la gente.

Brystal quedó absolutamente fascinada con el modo de escribir de Quint Cuppamule. Durante todos los años en los que había asistido a la iglesia, nunca había cuestionado los sermones de los monjes que denunciaban asesinatos y robos, pero siempre se había preguntado por qué predicaban con tanta pasión la importancia de pagar impuestos. Ahora, al parecer, Brystal tenía la respuesta.

Colocó Perder la fe en la fe encima de la pila y continuó inspeccionando los estantes. El siguiente libro prohibido que le resultó de interés se titulaba de la siguiente manera:

LAS INJUSTICIAS DE LOS JUECES:

El rey, apenas un peón en una falsa monarquía

Sherple Hinderback

Mientras sacaba el libro del estante, Brystal tiró por accidente el montón de papeles que había junto a él. Se arrodilló para reordenar el desastre, y aunque hasta ese momento no había de­mostrado mucho interés en esos documentos, no pudo evitar leerlos mientras los recogía.

Entre ellos encontró un perfil detallado de Sherple Hinderback, adjunto a un registro de los paraderos del autor a lo largo de unos años. Con el paso del tiempo, sus lugares de residencia eran cada vez más extraños: lo que comenzó siendo casas y posadas acabó convirtiéndose en puentes y cavernas. Las fechas de las entradas también se acercaban más entre sí, como si Hinderback hubiera estado cambiando de paradero con mayor frecuencia. El registro terminaba con una garantía del arresto del autor y concluía con su certificado de defunción. La causa de la muerte se catalogaba como «ejecutado por conspirar contra el reino».

Brystal se puso de pie e inspeccionó los archivos que se encontraban junto a los libros de Robbeth Flagworth, Daisy Pepper­nickel y Quint Cuppamule. Al igual que los documentos del archivo de Hinderback, encontró los perfiles de los autores, registros de sus lugares de residencia, garantías de sus arrestos y, en último lugar, sus certificados de defunción. Al igual que Sherple Hinderback, la causa de muerte de cada uno de ellos se catalogaba como «ejecutado por conspirar contra el reino».

Como si la hubiera envuelto una brisa helada, Brystal sintió escalofríos y se tensó. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago y miró a su alrededor. De pronto, entendió lo que aquella pequeña habitación era en realidad. No se trataba de una biblioteca secreta, sino de un cementerio de la verdad y un registro de la gente a la que los jueces habían silenciado.

—Los mataron —dijo Brystal, impactada—. Los mataron a todos.

Con el tiempo, los libros de la habitación secreta originarían en Brystal el nacimiento de una gran cantidad de ideas diversas y perturbadoras. Su perspectiva del mundo cambiaría para siempre, pero lo más perturbador de todo era que uno de esos libros iba a cambiar la visión que Brystal tenía de sí misma. Y una vez que lo leyera, nunca volvería a mirarse al espejo de la misma manera...

Un cuento de magia

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