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ОглавлениеMaratse atornilló en el hielo la última de las piquetas y tensó los vientos de la tienda de campaña. Estudió los nubarrones de nieve que ocultaban las cumbres de Svartenhuk y llegó a la conclusión de que, aunque no se hubiera tropezado con aquel barco, el mal tiempo habría ocultado cualquier cosa que mereciera la pena cazar en aquellas montañas. La luz procedente de la lámpara que llevaba adosada a la cabeza se reflejaba en la franja de nieve que iba alumbrando mientras daba de comer a los perros cabezas de pescado seco que iba sacando del trineo e iba distribuyendo por la delgada traílla que había fijado al hielo. Una vez que todos los perros hubieron comido, se metió en la tienda de campaña, ató la lona de la entrada y montó las paredes, la base, la puerta y la plancha del infiernillo plegable. Juntó todas las chapas tubulares de la chimenea hasta formar una pieza alargada e introdujo uno de los extremos por un ojal de cuero que tenía la tienda. A continuación, encendió el infiernillo y fue preparando el saco de dormir mientras se calentaba el agua en el pequeño hervidor que le había prestado Karl. Se acostó en un jergón dentro del saco de dormir, con una taza esmaltada llena de café a un lado y un grueso libro de bolsillo en las manos. Empezó a leer refunfuñando por la incomodidad, y en una o dos ocasiones entornó los ojos, acercándose y alejándose el libro de la cara. Al cabo de tres páginas, salió del saco de dormir y fue hasta su mochila a buscar las gafas. Después de una segunda taza de café, renunció del todo a seguir leyendo, porque ni siquiera las descripciones más fascinantes de aquel autor de ciencia ficción eran capaces de competir con las imágenes del sangriento interior de aquel barco y de los dos tripulantes muertos. Avivó el fuego con combustible suficiente para una hora o más y después apagó la luz.
Daba igual lo que le hubiera dicho a la mujer del barco, y también cuántas veces se hubiera dicho a sí mismo que no le importaba un pimiento, porque lo cierto era que sí le importaba.
«No puede marcharse sin más», le había dicho ella.
Pero se marchó, y eso lo estaba reconcomiendo del mismo modo que los perros raspaban la piel del pescado seco antes de perforar la cabeza para comerse la carne blanca y congelada que contenía. Cuando cerraba los ojos, veía a los tripulantes muertos, desplomados en sus respectivos rincones de la sala de estar del barco. La primera pregunta que lo atormentaba no era cómo, sino cuándo habían muerto. ¿Las víctimas fueron drogadas, al igual que el resto de la tripulación? ¿Cuántos vasos había encima de la mesa? ¿Eran cinco o seis?
Maratse se quedó mirando cómo se reflejaban las llamas en la portilla de vidrio de la estufa e iluminaban las paredes de la tienda de campaña. Aparte del crepitar de la leña en el fuego, del roce de la nieve que resbalaba por la lona de la tienda y del ruido que hacían los perros agitándose sobre el hielo, oyó a lo lejos el motor de dos vehículos que se perdían en la noche e imaginó que serían el Toyota de la policía y la camioneta de transporte del hospital que hacía las veces de ambulancia, que regresaban a toda prisa a Uummannaq. Otro mundo, su mundo, el que había dejado atrás.
El pequeño camastro plegable emitió un crujido cuando se volvió de costado y cerró los ojos. Los perros se quedaron tranquilos. Maratse se obligó a pensar en otra cosa, la que fuese. Escogió la imagen de la sargento de policía Petra Jensen, Piitalaat, con aquellos mechones sueltos de su melena negra, sus mejillas morenas y suaves, su sonrisa, sus labios fruncidos. Lo último que le vino a la mente fueron los trece años que se llevaban el uno al otro, un detalle no especialmente notorio en Groenlandia, pero sí lo suficiente para apartar otros pensamientos de su cabeza. Sintió en la cara el frío de la montura de las gafas, se las quitó y se puso a escuchar el gorgoteo de la nieve resbalando por un costado de la tienda.
A la mañana siguiente, tuvo que escarbar en la nieve para encontrar las piquetas. Todo le llevó más tiempo: recoger sus cosas, desmontar la tienda, atar los perros a la traílla y amarrarlos a un nuevo puente de hielo que construyó con la estaca de bordes metálicos para el hielo antes de desayunar.
Estaba oscuro. El sol tardaría aún dos meses en volver.
Cargó todas las cosas en el trineo, enganchó a los perros y, a continuación, se montó a la vez que Spirit tiraba del equipo en dirección a Inussuk. Dado que el viaje había quedado interrumpido, regresaban a casa.
Dos horas después pasaron junto al barco. Los perros apenas volvieron la vista hacia él, en cambio Maratse se lo quedó mirando, recordando los regueros de sangre que manchaban el hielo de alrededor. A estas alturas, ya los habría cubierto la nieve, pero el barco quedaría anclado en el hielo a menos que una tormenta y unos vientos cálidos rompieran el mar helado y lo fragmentaran en témpanos, con lo que la escena del crimen sería arrastrada por la corriente. Apartó la vista del barco, dio una palmada y se recostó contra la bolsa del trineo. Cerró los ojos sintiendo cómo el vapor de su respiración se iba enfriando y condensando sobre el pequeño bigote que le crecía en el labio, y se iba adhiriendo a sus pestañas como pequeños diamantes en cada pelo.
Al llegar a la grieta de agua líquida, los perros aminoraron la marcha. El color negro del agua era visible por debajo de una capa fina y caldosa de hielo nuevo. Esta no era lo bastante densa como para unir ambas placas, pero sí lo suficiente para engañar a Tinka, que intentó pisarla. Maratse dio una palmada y azuzó a los perros con dos rápidas órdenes, y ellos llevaron a Tinka y el trineo a suelo más firme para cubrir el último trecho que faltaba para llegar a casa.
Maratse observó que Tinka se quedaba rezagada respecto del perro que iba en cabeza. Se sacudió el agua de las patas y, seguidamente, reanudó la carrera con grandes zancadas para seguir el ritmo del equipo.
—Has aprendido la lección —dijo Maratse sonriendo y reclinándose en el trineo.
No volvió a moverse hasta que los perros subieron al cinturón de hielo de la costa, más llano y fácil de recorrer con la marea baja. Fue frenando a la traílla con órdenes suaves, después se apeó del trineo, asió el manillar y fue caminando detrás de los perros hasta que llegaron a los puntos de anclaje que compartía con Karl y con Edvard. Los perros de sus amigos se pusieron a brincar y aullar nada más ver llegar el equipo. Maratse fue llevando a sus perros de uno en uno hasta la cadena y les fue dando una cabeza de pescado del recipiente de plástico manchado de sangre y de suciedad que había dentro de un arcón de madera. Una vez que hubo descargado todas sus cosas y alimentado a los perros, cogió el trineo y lo subió encima de la caja, para que no pudieran congelarse los patines si la superficie se derretía súbitamente. En la playa no importaba tanto como en el hielo, pero le gustaba hacer las cosas siempre del mismo modo.
Llevó sus pertrechos hasta la casa, los dejó en el porche y abrió la puerta.
El teléfono empezó a sonar antes incluso de que se hubiera quitado las botas. Las apartó de un puntapié, se sacudió la nieve del mono y, en calcetines, fue a la sala de estar. Levantó el auricular al sexto timbrazo.
—Maratse —dijo, y se apoyó contra el marco de la ventana.
—¿El agente David Maratse?
A pesar de la electricidad estática que se oía crepitar en la línea, el acento inglés de su interlocutor le resultó extraño. Aguardó unos instantes y contestó:
—Estoy jubilado.
—¿Pero es usted David Maratse? —Era una voz masculina, de un hombre mayor que él. Y no escandinavo.
—Iiji.
—Me llamo Aleksander Berndt. Soy el propietario del barco llamado Ophelia. —Hizo una pausa y agregó—: ¿Le suena el Ophelia?
—He estado a bordo, sí.
—En efecto, eso me ha dicho el jefe de la policía.
—Simonsen.
—Sí.
Maratse se bajó la cremallera del mono.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
—Bueno, seguro que ya supondrá usted que en estos momentos la tripulación de mi barco lo está pasando mal, y yo me encuentro muy lejos. Estoy llamando desde Berlín. Aquí es muy tarde, y necesito poner una serie de cosas en orden, lo más rápidamente posible, para resolver este asunto.
—¿Qué asunto?
—El del Ophelia.
—¿Su barco?
—Mi barco de expedición, sí. Es un barco bastante caro. Se encuentra anclado en el hielo, tengo entendido, sin tripulación. De modo que necesito que usted me ayude.
—No soy marino.
—Lo comprendo, pero es usted policía.
—Lo era.
—En efecto, ya está jubilado. Pero a lo mejor le interesaría ganar más dinero.
—¿Cuidando de su barco?
—No, no exactamente. Ya he dispuesto lo necesario para que alguien proteja el barco por si sobreviene una tormenta. Pero, aunque el Ophelia esté a salvo, la policía no lo dejará libre hasta que el caso se haya resuelto, y eso es con lo que quiero que me ayude usted.
—¿A resolver el caso? —Maratse cambió de postura—. No me interesa.
—¿No? ¿Ni siquiera a cambio de una suma sustanciosa? Puedo hacer que le valga a usted la pena, agente.
—Estoy jubilado.
—Si usted lo dice... Sin embargo, me da la impresión de que no se siente del todo satisfecho con esa situación. Tengo entendido que a principios de este mismo año fue contratado para que ayudara a resolver otro caso, uno relacionado con una joven desaparecida. Como puede ver, agente, he hecho mis deberes, y considero que usted es justamente la persona indicada para agilizar las cosas, y para que yo pueda llevarme mi barco de regreso a Alemania y mis tripulantes puedan volver junto a sus familias. Comprenderá que todas las personas afectadas están atravesando unos momentos muy difíciles. Groenlandia está muy lejos, tan remota y aislada. Para las familias supondría un gran consuelo saber que la compañía y yo estamos haciendo todo lo posible por colaborar en la investigación y acelerar su desarrollo en favor de un desenlace feliz.
—¿Feliz?
—¿He dicho eso? Por supuesto, he querido decir que finalice con éxito.
Maratse se volvió al oír las pisadas de alguien que subía los peldaños de su casa. Era Karl. Lo saludó con la mano mientras su vecino se sacudía la nieve de las botas y abría la puerta.
—Tiene usted visita —advirtió Berndt—. Puedo volver a llamarlo más tarde, darle un poco más de tiempo para que se decida.
—No necesito más tiempo, señor Berndt. No puedo serle de ayuda.
—¿Porque está jubilado?
—Porque no quiero interferir en una investigación policial.
—No le estoy pidiendo que interfiera, le estoy pidiendo que investigue.
—Son la misma cosa, desde el primer minuto en que me involucre.
Berndt suspiró y dijo:
—Me parece que está cometiendo un error, agente.
—Puede ser.
—Pero, más que eso, me parece que los dos sabemos que le va a resultar difícil no involucrarse. Ya se ha involucrado: es usted el que ha descubierto el Ophelia y la suerte que ha corrido su tripulación. ¿No siente al menos un poco de curiosidad por saber qué sucedió? ¿No quiere que el asesino sea llevado ante la justicia? ¿Por eso se ha jubilado?, ¿porque han dejado de importarle todas esas cosas?
—Adiós, señor Berndt.
—Espere...
Maratse puso fin a la llamada y miró a Karl.
—Necesito un cigarro —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—Pensaba que estabas intentando dejarlo.
—Y así es.
Se puso las botas y salió al porche detrás de Karl. La nieve crujía como si fuera caucho cuando se aproximaron a la barandilla y encendieron un cigarrillo cada uno. Maratse se sacudió la nieve del jersey de lana y se subió la cremallera del mono hasta el cuello.
—¿Qué tal tu viaje? —le preguntó Karl.
—Me parece que ya lo sabes.
—Hemos visto por la ventana el coche de policía y la ambulancia —respondió Karl y señaló con el cigarrillo entre los dedos—. Y también los hemos visto volver. ¿Conoces a Sammu, el reportero de por aquí?
—Iiji.
—Pues nos ha contado que ha habido un asesinato a bordo de un barco. —Karl miró fijamente a Maratse mientras fumaba—. Y que fuiste tú el que llamó a la policía.
—Y está en lo cierto, y tú también lo estabas.
—¿Cómo?
—Me dijiste que los problemas me buscaban a mí. Y es lo que ha ocurrido.
—Otra vez.
—Iiji. —Maratse se terminó el cigarrillo—. ¿Cuándo vamos a comer?
—Buuti dice que vengas cuando te parezca bien. A las danesas, les ha dicho que vengan a la hora de cenar.
Maratse soltó una carcajada.
—Seguro que eso las ha dejado perplejas.
—Aap —dijo Karl—. Yo les he dicho que vengan a las seis.
—Muy amable por tu parte.
—Ya. —Karl aplastó el cigarrillo contra la tapa metálica del cubo de la basura sujeto al pasamanos y echó la colilla dentro—. Hasta luego.
Maratse asintió con la cabeza como gesto de despedida y se lo quedó mirando mientras se iba.
Las danesas, es decir Sisse, su hija, Nanna y su pareja, Klara, vivían en la casa contigua a la de Maratse. Eran artistas que trabajaban con materiales naturales arrojados por el mar a la playa o, en invierno, desechados por cuervos, zorros y cazadores. Cuando Maratse llegó a la casa de Karl y Buuti, las danesas ya estaban sentadas a la mesa mientras Nanna jugaba con un látigo para perros que le había confeccionado Karl con un trozo de madera y una cuerda larga. Sisse le dijo a la niña que tuviera cuidado al sacudir el látigo hacia delante y hacia atrás estando presente Maratse, que acababa de entrar en la sala. Buuti le dio un abrazo y lo condujo hasta un asiento al lado de Sisse.
—Ayer te vimos salir —le dijo Sisse rodeando con el brazo a su hija, que en ese momento pasaba por su lado guiando a una imaginaria traílla de perros. La madre le depositó un beso en la cabeza, le quitó el látigo de la mano y le dijo algo de que ya seguiría jugando más tarde, después de cenar. Acto seguido, se volvió hacia Maratse—. ¿Era Tinka la que guiaba al equipo?
—Era Spirit —respondió Maratse—. Tinka tiene que aprender.
—¿Pero está aprendiendo de Spirit? —terció Klara.
—Es la mejor manera.
—A Nanna le gusta Tinka, ¿verdad? —dijo Sisse, y acarició el cabello largo y rubio de la pequeña, que estaba tomando asiento.
—Tinka huele a pescado —contestó la niña.
—A Nanna le gusta dar besos a los perros —explicó Klara.
—Ah, pues no debería hacer tal cosa —intervino Buuti al tiempo que depositaba una gran cazuela en el centro de la mesa. A Maratse le llegó un aroma a carne de foca envuelta en beicon, una maravillosa combinación de carnes procedentes del mar y de la tienda—. Los perros de trineo no son perros domésticos. Son animales de trabajo. Más bien deberías enseñarla a lanzar piedras a los perros para ahuyentarlos e impedir que se acerquen demasiado.
—¿Piedras? —dijo Klara.
—Lleva razón —afirmó Maratse. Se agachó para recoger el látigo de Nanna y examinarlo a la luz. La pequeña observó cómo lo hacía girar entre los dedos—. Si prometes no acercarte a los perros, te enseñaré a usar el látigo.
—¿Qué te parece, Nanna? —le preguntó su madre—. ¿Te gustaría?
La niña asintió enseguida con gesto resuelto.
—Sí —contestó.
—Sí, ¿qué?
—Gracias.
Maratse dejó el látigo en el suelo y asintió con la cabeza cuando Karl les ofreció a todos una cerveza, y sonrió cuando Buuti le puso en el plato una generosa ración de carne con patatas. Permitió que las danesas llevaran la conversación durante la cena, que era lo que hacían siempre en las comidas. Era como si no supieran disfrutar de la comida sin añadirle un montón de palabras. Maratse comió, bebió cerveza, le sonrió a Nanna y levantó las cejas, sí, en señal de afirmación cuando Buuti le preguntó si quería repetir.
La carne de foca se le había asentado en el estómago, y notaba cómo la cerveza lo iba relajando, hasta el punto de que, con el calorcillo que reinaba en el cuarto, empezó a dar cabezadas. Karl le propinó un puntapié por debajo de la mesa, y él levantó la cabeza cuando oyó a Sisse pronunciar su nombre.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Te he preguntado qué es lo que vas a hacer.
—¿Respecto de qué?
—Respecto del barco. Estábamos hablando de eso, y Karl ha dicho que tú has recibido una llamada del propietario. Dice que quiere que lo ayudes.
—Iiji.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer?
Maratse dio vueltas a la botella de cerveza entre los dedos y se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió.