Читать книгу Témpano de sangre - Christoffer Petersen - Страница 7

1

Оглавление

Hasta en la insondable oscuridad del largo invierno del Polo siempre hay luz: la luna que se refleja en la superficie del mar helado; las ondulaciones verdes y blancas de la aurora boreal que se extienden por el cielo negro de la noche; las estrellas, destellos de luz primitiva que escrutan las aldeas y los asentamientos que se aferran como lapas a la desabrida costa occidental de Groenlandia. Las casas añaden un brillo cálido y artificial al proyectar sobre la nieve rectángulos de luz amarilla desde las ventanas de gruesos cristales, en tanto las lucecitas rojas del poste de la radio difunden su resplandor por el cementerio ubicado en la falda de la montaña, que se eleva por encima del asentamiento de Inussuk, y el ascua de un cigarrillo arde con un tono anaranjado a escasos centímetros de los labios de un hombre que, con una pequeña linterna adosada a la cabeza, va paseando el haz de luz de izquierda a derecha mientras busca por la arena de la playa, negra y cubierta de nieve, al inquieto perrillo que no quiere ponerse el arnés.

El agente de policía jubilado David Maratse conocía el lado oscuro de toda Groenlandia. Durante sus años de servicio activo, había visto actos de maldad hasta decir basta, que ni siquiera el invierno más negro era capaz de ocultar. Ahora, con el cigarrillo encajado entre los dientes, acarició el ondeante arnés con las manos desnudas y se pinchó el dedo pulgar con el nudo del hilo encerado que había atado al extremo de una fuerte hilera de puntadas. Le había costado mucho coser el relleno de las hombreras, que tenía el grosor de su dedo meñique, puesto que le supuso una dura tarea dar con el tamaño y las dimensiones adecuadas mientras el hielo del mar iba haciéndose cada vez más denso, y el perrillo correteaba y jugueteaba entre sus rodillas mordisqueando la cinta métrica cada vez que tenía el extremo al alcance de los dientes. Otros cazadores que Maratse conocía habrían mostrado menos paciencia, habrían insistido más y habrían considerado a aquel perro una batalla perdida, pero a él le sobraba el tiempo y además se sentía en deuda y agradecido con el cachorro, porque cuanto más corría tras él menos lo molestaba el dolor de las piernas y menos se acordaba de que ese dolor se debía a que lo habían torturado. Metió el arnés en el bolsillo de su mono provisto de aislamiento térmico y se sentó encima de la piel de reno que había atado al maltrecho banco del trineo de madera con una cuerda confeccionada con piel de foca. La piel de reno, de pelaje hueco, estaba endurecida a causa del frío; notaba cómo se le clavaban los pliegues en las nalgas.

Apagó la linterna que llevaba en la cabeza y se terminó el cigarrillo a oscuras. Ya vendría el animal a él, razonó, porque era lo que hacía siempre que él lo ignoraba. Oyó cómo crujía suavemente la nieve bajo las patas del cachorro al aproximarse, sintió el tacto húmedo de su lengua lamiéndole el dorso de la mano y el frío de su hocico cuando apretó la cara contra el calorcito de su cuello. Maratse pasó los dedos por el pelo del cachorro, perlado de hielo, y le acarició el pecho y los fuertes hombros, hasta que llegó al collar que llevaba en el pescuezo.

—Hola, Tinka —le dijo.

La perrita brincó sobre la nieve cuando Maratse se puso de pie; él la agarró y le sujetó el cuerpo entre las rodillas. Acto seguido, se sacó el arnés del bolsillo, lo estiró y pasó el collar por el pescuezo del cachorro. Luego, le flexionó las patas delanteras y metió primero una y, después, la otra por los huecos triangulares del arnés. Cogió la rígida cuerda que había atado a un extremo del arnés, la sostuvo justo por encima de la cola de la perrita y permitió que esta se liberara de la prisión de las rodillas. A continuación, tirando del cachorro, echó a andar por la playa cubierta de nieve, en dirección al cinturón de hielo y al mar helado, en donde se encontraba anclado el equipo de perros. Dejó al cachorro sujeto a los arreos de la traílla enganchando la correa con ayuda de un pequeño mosquetón. El cachorro se quedó gimoteando cuando él se dio media vuelta y regresó a la playa para ir a recoger el trineo.

—Ya está bien, Tinka.

No se dio ninguna prisa con el trineo, jugueteó con la bolsa y la colgó en los montantes del manillar de la parte trasera, como si fuera un sobre de gran tamaño. Seguidamente, levantó la solapa de lona de la bolsa y echó un último vistazo a su interior, para comprobar que tenía todo cuanto iba a necesitar para el viaje. Los objetos de mayor tamaño, la tienda de campaña de lona, el infiernillo metálico plegable, el combustible, las provisiones y la ropa, estaban amarrados a la parte delantera del trineo, que era largo y ancho, y dejaba justo el espacio suficiente para que se sentara él, en ángulo, entre el cargamento y el manillar. La escopeta que le había comprado al sepulturero Edvard iba enfundada en una bolsa de lona atada al trineo, igual que un rifle a la silla de montar de un vaquero. Agarró el manillar y empezó a empujar el trineo hacia el cinturón de hielo.

—Deja que te ayude.

Maratse saludó con un gruñido a Karl, su vecino, que se acercó haciendo crujir la nieve y asió un lado del manillar del trineo. Entre los dos lo empujaron para calzarlo en el hielo.

—¿Qué tal está tu perra?

—No preguntes —respondió Maratse.

—¿Es la que está enredando todas las cuerdas?

—Exacto.

Karl rio.

—Vas a tener un viaje maravilloso.

—Podrías acompañarme.

—Podría —contestó Karl al tiempo que entre los dos colocaban el trineo a un metro de la traílla de perros anclada al hielo. Dio una palmada para apartar a los perros de los patines del trineo mientras Maratse enganchaba un mosquetón grande a los lazos de la gruesa cuerda que formaba una V entre los extremos curvos de la parte frontal del trineo.

—¿Y por qué no vienes, entonces? —le preguntó Maratse mientras caminaba hacia el nudo de cuerdas atadas a una cadena congelada en el hielo.

—Buuti está preparándolo todo para la comida del jueves y tengo que echarle una mano.

—Hum.

—No te olvides de que estás invitado. —Karl tocó con el pie el montón de cosas que iban atadas al trineo de Maratse.

—No lo olvidaré.

—Bien. —Karl encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Maratse—. El trayecto hasta Svartenhuk es muy largo, incluso llevando nueve perros.

—Ya lo sé. —Maratse agarró con la mano el nudo de cuerdas—. Pero puede que no vaya tan lejos. Será una noche, quizá dos. Un corto trecho hasta el borde del hielo. —Enderezó la espalda—. ¿Estás preocupado?

—Naamik —respondió Karl—. Es simplemente que ya no eres policía.

—Lo sé.

Karl expulsó una nube de humo.

—No tienes por qué buscarte problemas —dijo.

—Y no lo hago —contestó Maratse al tiempo que propinaba un tirón a las cuerdas para liberarlas del hielo.

—Yo creo que sí.

Maratse soltó un gruñido y llevó las cuerdas hasta el trineo. Karl se situó en la parte de atrás y sujetó el manillar. El hielo estaba resbaladizo, así que clavó las puntas de las botas en una rugosidad para buscar un punto de apoyo que fuera firme mientras Maratse amarraba a los perros al trineo.

—Ah —exclamó Maratse, y al instante los perros se quedaron quietos un momento, todos excepto Tinka. Dio un paso al frente y repitió la orden, esta vez más fuerte, y Tinka agachó la cabeza. Sin perder de vista a los perros, fue hacia donde estaba Karl y le dijo—: Dile a Buuti que no me meteré en problemas.

—Fui yo el que dijo eso. Ella cree que eres cazador, pero yo sé que sigues siendo policía. Además, yo creo que los problemas te buscan a ti.

—No me pasará nada. —Maratse se terminó el cigarrillo, agarró el manillar del trineo y le hizo una seña afirmativa a Karl para que se apartase.

—Hasta el jueves —le dijo Karl, dándole una palmada en la espalda.

El perro que iba en cabeza era uno de los viejos líderes de la manada de Edvard, una hembra de pequeño tamaño que se llamaba Spirit. Maratse esperaba que lo ayudase a adiestrar a Tinka. Spirit levantó la cabeza, se adelantó hasta colocarse al final de la cuerda y la tensó de un tirón. Maratse lanzó una mirada rápida al resto de los perros y dio la orden de arrancar.

El equipo tiró de las cuerdas y empezó a correr. Todos los perros se colocaron en forma de abanico delante del trineo, salvo Tinka, que corría fuera de la formación, hasta que el impulso de sus compañeros la obligó a ocupar una posición lateral, a la izquierda del trineo. Maratse, corriendo detrás del trineo, aceleró y se situó en el lado izquierdo, para a continuación dar un salto y subirse en el espacio que quedaba entre el manillar y los pertrechos. Acomodó la espalda contra la bolsa del trineo, buscó una postura cómoda para las piernas y sacó el látigo del sitio en que lo había guardado: detrás de la cuerda que amarraba la tienda de campaña al trineo. Desenrolló el látigo, fabricado con tiras de piel de foca y del grosor de un lápiz, y lo dejó correr entre sus dedos hasta que se convirtió en una tira de cinco metros que iba arrastrando por el hielo. Asió relajadamente la alargada empuñadura de madera, hizo restallar el látigo contra el hielo a la izquierda de los perros y sonrió al ver que Spirit tiraba del equipo hacia la derecha. Rectificó la trayectoria haciendo restallar de nuevo el látigo a la derecha y, después, trabó la empuñadura metiéndola por debajo de la cuerda tensada sobre la piel de reno. A continuación, estiró las piernas en diagonal para que los tacones de las botas quedaran hacia un lado, por encima del banco, y apoyó las manos en el regazo. Daba una palmada cada vez que notaba que los perros empezaban a aflojar o cuando los veía girar la cabeza hacia el olor procedente de un agujero perforado en el hielo para pescar que despedían las entrañas de peces congeladas y esparcidas por la superficie.

La mortecina luz sin sol de media mañana fue transformando la negrura del cielo en un gris penitente. Maratse agachó la cabeza, metió la mano en el bolsillo delantero en busca del paquete de tabaco que llevaba y, sonriendo como reacción a lo que estaba pensando, alisó de nuevo con la mano el cierre de velcro del bolsillo.

—Piitalaat me diría que fumo demasiado.

Escrutó la gruesa capa de hielo marino —una anomalía si había que creerse lo que afirmaban los climatólogos— y volvió la cabeza para explorar las sombras de los icebergs inmóviles. Uno de ellos en particular, gigantesco y rematado por tres torres retorcidas, habría encajado de maravilla en alguna de las novelas de ciencia ficción que tanto apreciaba. Sonrió ante la perspectiva de montar el campamento, encender el infiernillo y ponerse a leer a la luz de la lámpara mientras los perros descansaban acurrucados junto al trineo. Cayó en la cuenta de que su jubilación le guardaba oportunidades de sobra y, a pesar del dolor en las piernas, aún era joven, le faltaba un año para cumplir los cuarenta.

El trineo tropezó con una fisura en el hielo, y Maratse descubrió una estrecha grieta de agua líquida, como de un metro de ancho. Dio una palmada, lanzó unos cuantos silbidos y unas cuantas voces de ánimo, y los perros, con Spirit a la cabeza, corrieron más deprisa y arrastraron el trineo y a Tinka hasta el hielo firme que había al otro lado del agua. Maratse se reclinó, orgulloso de su equipo y en paz con su entorno, sintiéndose en comunión con la naturaleza. Dejaron atrás el iceberg de tres torres y las sombras fueron disminuyendo a medida que la montañosa península se aplanaba hasta formar un largo dedo de granito cubierto de nieve que se extendía hasta internarse en el mar helado. Maratse observó la nube de condensación que se formaba sobre el agua, a lo lejos, junto al quebradizo borde del mar. Y también divisó otra cosa: una delgada línea que apuntaba al cielo, como un mástil. Se inclinó hacia delante al mismo tiempo que los perros, súbitamente picados por la curiosidad como él, provocaban una brusca sacudida al trineo. Pero no los reprendió ni los azuzó; llevado cada vez más por la curiosidad, dejó que continuaran avanzando, hasta que vio aparecer la forma del ancho casco de una embarcación amarrada en el hielo que iba perfilándose conforme el trineo se aproximaba a ella.

Los perros habían percibido un olor penetrante, y Spirit tiró de ellos en aquella dirección. Maratse, si no estuviera igualmente fascinado por la forma que se dibujaba en el horizonte, quizá hubiera advertido que Tinka se había abierto paso para situarse junto a la líder del pelotón, y que ahora corría pegada a ella amparándose en su experiencia. Maratse cambió de postura, se puso primero de rodillas y después de pie en el trineo, agarrado al manillar con una mano e inclinado hacia delante.

Frente al barco, en el hielo, había una mancha oscura, una franja de algo desconocido, demasiado estrecha para poder distinguirla a lo lejos, pero no del todo extraña. Maratse ordenó a los perros repetida y pausadamente que se detuvieran.

Sacó la empuñadura del látigo que había metido debajo de la cuerda y se sincronizó para poner un pie en el hielo. Sin hacer caso del dolor en las piernas, corrió hasta la cabecera de la traílla y frenó a los perros haciendo restallar el látigo mientras trazaba ochos en el aire gélido, delante de ellos. Los perros se detuvieron, con pequeños carámbanos de hielo colgando de los hocicos. Maratse fue hasta Spirit y le pasó una mano entre los ojos y por el pelaje de la cabeza. Descubrió un piolet enterrado profundamente en el hielo y amarró a los perros a él; a continuación, desenganchó el trineo y se puso a estudiar la embarcación que tenía enfrente.

Era un barco expedicionario con casco de aluminio reforzado para navegar a través del hielo. Lo había visto en una ocasión anterior, en la costa oriental, mucho tiempo atrás. Reconoció el ancho casco, las generosas dimensiones de la cabina acristalada y el nombre pintado en el costado: OPHELIA.

Estaba amarrado al hielo con dos cabos, cada uno de ellos sujeto por una piqueta. La proa estaba incrustada en el hielo y sellada varios metros a lo largo de cada costado del casco. Las velas, plegadas y metidas en sus fundas; los obenques, cubiertos de escarcha; y las cubiertas, sepultadas bajo varias capas de hielo viejo y nieve nueva. Llevaba allí varios días, tal vez una semana.

Dio la espalda al barco y examinó la mancha que había en el hielo. Del casco de la embarcación partían dos oscuros regueros de sangre que se interrumpían a un metro de donde estaba el trineo; o la sangre se había cubierto de nieve reciente o la herida había sido restañada. Observó las afiladas cumbres semicirculares de la península de Svartenhuk, visibles a lo lejos, y después, volvió a centrarse en el barco. La sangre era más reciente que el hielo de la cubierta. Avanzó un paso y se sorprendió al recordar lo último que le había dicho Karl. Se quitó aquella idea de la cabeza y recorrió los últimos metros que lo separaban del casco de la embarcación. En el costado de estribor, encontró una corta escala de mano, gritó un breve saludo en inglés y, acto seguido, subió a bordo.

Había nevado durante la noche. Tras dar unos pasos por la cubierta, se inclinó para limpiar la nieve de un estrecho ventanuco que tenía la forma de una lágrima alargada. El interior del barco se hallaba iluminado con una luz débil. Maratse apretó la nariz contra el plexiglás, entornó los ojos y, de repente, lanzó una exclamación ahogada al distinguir un cuerpo, un hombre, tendido en el suelo y con un cuchillo de grandes dimensiones que sobresalía de su estómago.

Témpano de sangre

Подняться наверх