Читать книгу Témpano de sangre - Christoffer Petersen - Страница 8
2
ОглавлениеEn el interior de la cabina flotaba un fuerte olor a sangre y a materia fecal, el último acto físico del moribundo. Maratse apartó el rostro de la escalera que conducía de la cubierta a la cabina. Esperó un segundo y, después, bajó a la cabina apoyando una mano en el mamparo. Recorrió con la mirada el recinto interior del barco, sumido en la penumbra. Había otros dos miembros de la tripulación, un hombre y una mujer, ambos muy delgados, desplomados sobre la mesa, la melena rubia de la mujer flotaba sobre la cabeza calva del hombre. El cuerpo de otro tripulante, una mujer, apareció tumbado en el suelo, como si se hubiera resbalado en la sangre. Tenía sangre en la frente, pegada a su cabello negro y corto. Los brazos se encontraban formando ángulos incómodos, como si la caída la hubiera pillado por sorpresa.
Maratse se adentró un poco más en la cabina, apoyó una mano en el armario que sobresalía en medio de aquel espacio y, al instante, la retiró contemplando la sangre que se le había quedado adherida a la palma y a los dedos. Paseó la mirada por encima del armario siguiendo la generosa salpicadura roja que recorría la pared. Allí, al otro lado del armario, había un quinto tripulante, otra mujer, con los pies apretados contra la base de una estantería, el cuello torcido y la cabeza aprisionada en el rincón, junto al horno. Tenía un cuchillo clavado en el cuello, más pequeño que el del primer hombre apuñalado en el estómago.
Maratse tomó un paño de un gancho que había junto al fregadero y se limpió las palmas de sus curtidas manos, aunque se le quedó un poco de sangre en los pliegues. A continuación, se guardó el paño en el bolsillo del mono y se acercó a la mujer que yacía en el suelo con la intención de examinarla. Al levantar el pie hizo un alto; el suelo estaba cubierto de sangre. Entonces centró la atención en todos los tripulantes desplomados sobre la mesa y alrededor de ella. Retrocedió hasta la escalera, se sentó y rebuscó en su mono hasta que sacó su móvil de un bolsillo interior.
—Necesito hablar con Simonsen —dijo cuando logró comunicar con la comisaría de policía de Uummannaq.
—No se encuentra de servicio.
—Está bien —prosiguió Maratse—. Deseo dar parte de un incidente.
—¿Su nombre?
—David Maratse.
—¿Maratse? ¿Desde Inussuk?
—Iiji.
—Danielsen al habla.
—Danielsen, estoy a bordo de un barco situado en la entrada del fiordo de Uummannaq. Hay dos personas muertas y tres inconscientes.
—¿Dos personas muertas? ¿Está seguro?
Maratse miró al hombre que tenía el cuchillo clavado en el estómago y observó su ropa ennegrecida por la sangre.
—Estoy seguro.
Calló unos instantes al oír a Danielsen tomando apuntes; se percibía el roce del bolígrafo por encima del ruido de su propia respiración.
—¿Y los otros?
—Me parece que aún viven.
—¿No puede comprobarlo?
—Si doy un solo paso más, contaminaré la escena del crimen.
—Necesito saberlo.
—Aguarde un minuto.
Maratse depositó el teléfono en el primer peldaño de la escalera y fue hacia los tripulantes de la mesa eligiendo una ruta en la que la capa de sangre fuera menos espesa. Al girar la cabeza de la mujer rubia, provocó que esta emitiera un leve quejido. En cuanto a su compañero, su brazo se estremeció cuando Maratse le puso los dedos en la muñeca para tomarle el pulso. La mujer desplomada en el suelo con la herida en la frente era la que tenía el pulso más débil. Maratse le examinó la cabeza y observó más de cerca el pico del banco; detrás de una viruta de madera había varios cabellos negros, sellados con más sangre.
Regresó a la escalera y recuperó el teléfono.
—Hay dos mujeres y un hombre, los tres con vida. Una de las mujeres tiene una herida en la cabeza.
—¿Cómo está el hielo?
—Bien a lo largo de la costa. Seis kilómetros al norte de Inussuk hay una grieta de agua líquida. Tendrán que rodearla.
—Esto va a llevar algo de tiempo. Necesito que no se mueva de ahí. ¿Podrá esperar?
Maratse observó la cabeza de la mujer de pelo negro.
—Puedo quedarme, pero tengo que curar la herida de la mujer y examinar a los demás. Creo que los han drogado.
—Adelante. Pero no toque a los muertos.
Maratse volvió la mirada hacia el hombre fallecido, respondió afirmativamente con un gruñido y puso fin a la llamada. Acto seguido, se guardó el teléfono en el bolsillo y dedicó unos momentos a estudiar el interior de la cabina. Aparte de la sangre y de los cuerpos, había poca cosa que sugiriese que había tenido lugar una pelea. En un extremo de la mesa, había varios vasos vacíos, empujados hacia un lado por los codos de los tripulantes. Maratse buscó sin éxito alguna botella de vino, cerveza o cualquier rastro de la clase de alcohol que imaginaba que sería necesario para dejar inconsciente a una persona.
Todo lo demás estaba colocado en su sitio y ordenado. Le vino a la mente la expresión «en perfecto estado de revista», lo que confirmaron las listas plastificadas sujetas a las paredes. Lo único que sabía del Ophelia era que se trataba de un barco alemán diseñado para su uso en las regiones polares. En los mamparos de la cabina había fotos enmarcadas en las que se veía el barco anclado en el hielo mientras realizaba travesías en invierno por el Ártico y por el Antártico. Se utilizaba para atracar en lugares oscuros y aislados.
Tras una primera inspección, los únicos objetos que vio fuera de sitio fueron los cuchillos, que ya no estaban colocados en la barra con imán situada encima del calientaplatos del horno, sino clavados en los cuerpos que tenía delante.
A no ser que se hubieran apuñalado ellos mismos, Maratse no entendía cómo los habían agredido. En el charco de sangre que cubría el suelo de la cabina había una curiosa ausencia de huellas de pisadas de cualquier tipo. Miró a los dos cadáveres, primero al hombre y después a la mujer, calculó que la distancia que los separaba sería de poco más de un metro y, a continuación, examinó la ropa de los tres supervivientes: toda limpia, aparte de las manchas de sangre que tenía la mujer de pelo negro en el hombro del forro polar. Si no se habían matado entre sí, razonó Maratse, a lo mejor había otro miembro de la tripulación escondido en algún sitio del barco.
Miró detrás de la escalera. La luz estaba apagada. Vio un panel de interruptores y probó a subirlos y bajarlos. O no funcionaban o alguien había quitado las bombillas. Miró a la mujer de pelo negro y comprendió que su herida no podía esperar. Se llevó la mano derecha a la cadera, olvidando por unos instantes que ya no llevaba pistola. Dio un paso en dirección a la puerta que tenía a su derecha; estaba abierta, una rendija del ancho de una mano.
—¿Hola?
Aguardó a que alguien le respondiera y avanzó otro paso.
Si había alguien escondido en la cabina, y si ese alguien había asesinado a los dos tripulantes y dejado incapacitados a los otros tres, no iba a suponerle mucho trabajo encargarse de un único groenlandés dentro de un espacio reducido. Apartó ese pensamiento de su mente y dio otro paso más.
El aullido de un perro hizo que a Maratse le diera un vuelco el corazón. Esperó a que se sumaran los demás perros y se dirigió hacia la puerta. La abrió golpeándola con la palma abierta, pero al momento retrocedió de nuevo, porque algo grande y negro cayó al suelo de los dormitorios. Intentó ver algo en aquella oscuridad, miró fijamente la forma desplomada, y sufrió otro sobresalto al oír una voz de mujer.
—Es mi bolsa —dijo la voz en inglés—, un petate. Estaba en mi litera.
Maratse se volvió para mirar a la mujer, que se tocaba la cabeza con la mano.
—Ha debido de caerse.
—¿Y los demás? —preguntó Maratse señalando más allá de ella, hacia la cocina—. ¿Se han caído también?
La mujer se dio la vuelta para mirar en la dirección en que señalaba Maratse. Retiró la mano de la cabeza y lanzó un chillido. El chillido fue cambiando de tono a medida que la energía iba escapándosele del cuerpo. Intentó regresar a la cabina, pero Maratse se lo impidió.
—No —le dijo—, no mire.
—Henrik... —dijo ella pronunciando aquel nombre entre los dedos con que se había tapado la boca. Maratse notó que temblaba cuando él la depositó de nuevo en el suelo.
—Deje que le examine la cabeza.
Maratse puso las manos a ambos lados de la cabeza de la mujer y la giró ligeramente hacia las tenues luces de la cabina.
—Lo que tiene clavado en el estómago —preguntó ella—, ¿es un cuchillo?
—Iiji.
—¿Qué?
—Sí, es un cuchillo. —Maratse la soltó y preguntó—: ¿Cuántos de ustedes hay a bordo? —Al ver que ella no contestaba, agregó—: ¿Cuántos tripulantes?
La mujer se volvió para mirar al hombre al que había llamado Henrik. Maratse pasó por encima de ella y se agachó en cuclillas para bloquear su línea visual. Ladeó la cabeza y la miró a los ojos. Los tenía vidriosos, con las pupilas dilatadas, desenfocados.
—¿Qué es lo que ha bebido?
—¿Bebido? No lo sé —respondió ella.
—¿Cuántos tripulantes son? —Maratse le puso una mano en el hombro—. ¿Cuántos?
—Seis.
—¿Seis? ¿En total?
—Sí.
—No se mueva de aquí —le ordenó. Se incorporó y salvó los dos pasos que había hasta la cabina. Vio una linterna sujeta al mamparo que separaba las puertas de la zona de dormitorios; la cogió y la encendió. Dirigió el haz de luz hacia el interior de la zona de descanso de estribor, por encima del petate negro y hasta el rincón. La luz topó con la cinta reflectante de una vela visible a través de la abertura, cinchada con un cordón provisto de un tope. Encontró más velas guardadas en el rincón de la segunda zona de dormitorios, el haz de luz de la linterna tropezó con una segunda cinta reflectante.
Fue un poco más allá de donde estaba la mujer, alumbró a los otros miembros de la tripulación y, después, el corto tramo de escaleras y el interior de la cocina. Se detuvo al llegar al límite del charco de sangre que cubría el suelo. Si diera un salto, podría alcanzar el primer peldaño, o bien caer resbalando por los tres escalones. Soltó un gruñido y pisó el charco de sangre. Con la segunda zancada llegó al peldaño superior, se agachó para iluminar con la linterna las entrañas del barco, hacia la popa, y a continuación bajó la escalera. En la ducha no había nadie, ni tampoco en el diminuto retrete ubicado al otro lado del pasillo. Encontró otras dos literas a ambos lados del pasillo y, en la proa, un espacio de almacenaje con un cubículo de escasa altura y una trampilla, que aislaba la sala de estar del compartimiento utilizado para guardar más pertrechos.
Maratse se agachó para salir del área de almacenaje y regresó a la generosa sala de estar. Subió la escalera, puso el pie encima de la huella que él mismo había dejado en la sangre y cruzó la cocina para ir a hablar con la mujer. Antes hizo un alto para asomarse por una ventana de la cabina y vio dos pares de luces a lo lejos, en el hielo, más allá de su trineo y de la traílla de perros. Imaginó que sería Danielsen al volante del Toyota de la policía, y abrigó la esperanza de que Simonsen estuviera de mejor humor que la última vez que ambos habían coincidido en la escena de un crimen. Descolgó un botiquín de primeros auxilios del mamparo y fue con él adonde estaba la mujer.
—Ya viene un equipo de socorro —le dijo al tiempo que se agachaba a su lado. Abrió el botiquín y sacó dos torundas de algodón impregnadas en alcohol para limpiarle la herida.
—¿La policía?
—Y una ambulancia.
—Me parece que ya sé lo que ha pasado —dijo la mujer. Pero Maratse la interrumpió negando con la cabeza.
—No quiero saberlo.
—Ha muerto mi amigo.
—La policía viene hacia aquí, podrá contárselo a ellos.
—¿Usted no es policía?
—Eeqqi —respondió Maratse haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Estoy jubilado.
—Pero acaba de registrar el barco.
—He sido yo quien lo ha encontrado.
—Ha prestado socorro.
—He dado parte. La policía está en camino.
—¿Por qué no quiere ayudarme? —La mujer se limpió las mejillas con el dorso de la mano.
—He hecho cuanto he podido —contestó Maratse. Se incorporó al oír los motores de varios coches que desaceleraban y el chirrido de unos neumáticos que frenaban sobre el hielo—. Ya está aquí la policía, y también el médico. Ellos la ayudarán.
—No puede marcharse sin más —se quejó la mujer intentando asirle la mano.
Maratse dejó la linterna en el suelo, al lado de ella, y subió la escalera que conducía a la cubierta. Allí se encontró con Danielsen y con el médico italiano, que se disponían a entrar.
—El jefe lo está esperando ahí fuera —informó Danielsen.
Maratse asintió con la cabeza, acto seguido salvó la barandilla y descendió por la corta escala de mano hasta el hielo. Encontró a Simonsen fumando al lado de su trineo y su equipaje. Los perros se agitaban en la traílla, olfateaban el aire y expresaban su aprensión con gruñidos graves. Maratse los hizo callar y se encendió un cigarrillo.
—Dígame, agente —le dijo Simonsen expulsando una nube de humo—. ¿Cómo es posible que siempre sea usted el primero en llegar a la escena de un crimen?
—Es solo la segunda vez, desde que usted y yo nos conocemos.
—Se está convirtiendo en una costumbre.
—Es una coincidencia.
—Resulta sospechoso, más bien.
Maratse dio una calada al cigarrillo y metió las manos en los bolsillos. Simonsen lo miró con los ojos entornados a través de otra nube de humo.
—¿Quiere que le haga un informe?
—¿Un informe? Usted es un civil.
—Acaba de llamarme agente.
—Porque, por lo visto, no parece que vaya a dejarlo. Uno de estos días, esa obsesión suya le va a causar problemas. —Simonsen señaló el barco con un gesto de la cabeza—. Puede que ya se los haya causado.
Maratse sacó el paño de cocina que se había guardado en el bolsillo del mono y dijo:
—He apoyado la mano en una superficie. En ella encontrará mis huellas dactilares. —Le arrojó el paño a Simonsen—. En la sangre que hay en el suelo de la cabina, junto al hombre que tiene un cuchillo de cocina en el estómago, hay huellas de mis botas. Y encontrará otras más que he dejado cuando he ido a inspeccionar el resto del barco. La mujer ha dicho que debería haber seis tripulantes. Dos están muertos, y otros dos están inconscientes, quizá drogados, y hay una mujer que tiene una brecha en la cabeza. El último miembro de la tripulación, el sexto, ha desaparecido. —Maratse tiró la colilla al hielo y se dirigió hacia sus perros—. Ese ha sido mi informe. Puede llamarlo como le apetezca.
—¿Adónde va?
Maratse señaló las montañas que se veían al noreste.
—A Svartenhuk.
—¿Por qué?
—Porque allí es adonde me dirigía.
—¿Cuándo piensa volver?
—El jueves. Me han invitado a cenar.
—¿Pretende ir y volver en tan solo dos días? Ya no. No lo conseguirá.
Maratse se agachó y desenganchó a los perros de la piqueta.
—Ya veremos —contestó, y ató la cuerda al trineo.
—¿Va a contestar al teléfono?
—Puede.
Se volvió y vio que Simonsen había echado a andar por el hielo en dirección al barco en medio de una nube de humo procedente de sus pulmones, y que Danielsen aparecía en la cubierta y le gritaba que se diese prisa. Trabó la traílla de los perros a través del mosquetón y dio dos tirones suaves. Spirit puso al equipo en posición, y él echó a correr junto al trineo. Se subió a él de un salto a la vez que Spirit y el resto de los perros tensaban las cuerdas. Tinka se situó al lado de Spirit, y Maratse se preguntó si estaría tan ansiosa como él por perder aquel barco de vista.