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ОглавлениеSimonsen se apoyó contra la puerta de la sala designada como depósito de cadáveres del hospital de Uummannaq. Metió las manos en los bolsillos de su anorak de policía y observó a la doctora, que estaba examinando el cadáver del danés hallado en el barco. Una enfermera la iba siguiendo en su periplo alrededor de la mesa metálica, afirmando y tomando apuntes, mientras ella le hablaba a un micrófono que llevaba colgado del cuello con una cadena. La doctora se llamaba Elena Bianchi y era italiana, pero hablaba groenlandés mejor de lo que lo hablaría jamás Simonsen y tenía un nivel de danés más que aceptable, si bien la manera en que pronunciaba algunas de las extrañas vocales del danés lo hizo sonreír. Se estremeció cuando ella lo miró a los ojos, y se reprendió a sí mismo por haberse dejado sorprender contemplándola a ella en vez de atender a lo que estaba haciendo.
—Se habrá dado cuenta de que vamos a necesitar hielo —dijo la doctora—, para los cadáveres.
—Llamaré a la fábrica de pescado —respondió Simonsen.
—Claro que, si continúa trayéndome cadáveres, puede que invierta en una cámara frigorífica. —Elena se limpió la nariz con la muñeca. Luego, señaló la sala con un gesto y agregó—: Aunque no sé dónde iba a poder meterla.
Simonsen dio un paso hacia el cadáver y examinó la herida del estómago. Limpia ya de sangre, parecía insignificante, difícilmente merecedora de la sentencia: «Causa de la muerte: herida por arma blanca en el estómago». Pero sabía que el daño había sido profundo, tenía el cuchillo en la comisaría, dentro de una bolsa de pruebas.
—¿Y la mujer? —Simonsen dirigió la vista hacia atrás, hacia el pasillo que tenía a su espalda. Alcanzó a ver justo los dedos de los pies del segundo cadáver que habían recuperado del barco.
—Cuando haya terminado con este —repuso Elena.
Le tocó al brazo a la enfermera y le dijo algo en groenlandés. Simonsen se apartó a un lado cuando la enfermera pasó junto a él, esperó a que se apagara el taconeo de sus zuecos de plástico por el pasillo y después cerró la puerta.
—No hay mucho que pueda hacer yo por los cadáveres, Elena —dijo—. Estos dos eran de importación.
—Son personas, Torben. Hablas como si fueran coches o lavadoras.
Simonsen soltó una risa de sorna.
—Sería más fácil si lo fueran —repuso.
Elena lo miró un momento a los ojos y después volvió a concentrarse en el muerto.
—No lo dices en serio.
—Ah, ¿no?
—No. Estas personas te importan.
—Quien me importa es la gente de Uummannaq. Simplemente me preocupa el hecho de que estemos teniendo más crímenes de importación de la cifra que nos corresponde.
—¿Estás preocupado por tus estadísticas?
—Estoy preocupado por Aqqa. Somos solo dos. Necesitamos más agentes.
—Pues pídelos.
—No es tan fácil. —Simonsen suspiró—. Siempre podría jubilarme.
—Eres muy joven.
—En septiembre cumpliré cincuenta y nueve.
Elena levantó la vista.
—Tienes un año más que yo.
—Maratse se jubiló a los treinta y nueve.
—Porque lo jubilaron a la fuerza. Ya lo sabes. Precisamente tú sabes mejor que nadie que no se jubiló por decisión propia.
—Pero nadie habla de eso.
Simonsen dio un paso atrás cuando Elena rodeó la mesa para examinar más de cerca la oreja del cadáver. Tomó una torunda de algodón, la introdujo en la cavidad y seguidamente la acercó a la luz. Dio vueltas al algodón entre los dedos y accionó el micrófono para dejar registrado que había observado un residuo de color verde claro.
—¿Qué me dices de las piernas de Maratse? —preguntó Simonsen—. Tengo entendido que hace poco vino a hacerse una revisión.
—Estuvo aquí a principios de noviembre.
—¿Y?
Elena dejó el algodón en un plato de papel. Acto seguido, se quitó los guantes de las manos y los arrojó a una papelera amarilla de residuos biológicos para que fueran incinerados.
—Eso es confidencial —contestó, y fue a abrir la puerta.
Simonsen se le acercó.
—Pero ¿experimenta alguna mejoría?
—Sí —respondió la doctora, y salió al pasillo—. Ayúdame a trasladar a estos dos.
—Eso me parecía a mí —repuso Simonsen al tiempo que empujaba la camilla que había introducido Elena por la puerta.
La doctora cubrió el cadáver del varón con un papel grueso y después ayudó a Simonsen a meter el cadáver de la mujer en el improvisado depósito de cadáveres.
—El hombre murió a causa de su herida, pero dentro del oído tiene algo raro —dijo Elena. Bloqueó los frenos de la mesa con ruedas con un rápido movimiento del pie y fue directamente a examinar el oído de la mujer. Cogió otro par de guantes, buscó una torunda de algodón, tomó una muestra y la examinó a la luz—. Nada —declaró.
—Nada, ¿qué?
—Me estaba preguntando —dijo ella mientras inspeccionaba el otro oído de la mujer— si los dos tendrían algo similar en los oídos.
—¿Como qué?
—Como en Hamlet. —Al ver que Simonsen no reaccionaba, añadió—: Veneno en el oído.
—Yo prefiero las películas bélicas.
—No es una película, sino una obra de teatro. Y está ambientada en Dinamarca.
—Ya sé lo que es Hamlet.
—Quién es, más bien —le corrigió Elena—. Es un nombre de persona.
Simonsen alzó las manos en un gesto de contrición.
—Está bien —dijo—, cuéntame.
—El hombre no tenía marcas de haberse resistido. Casi es como si el cuchillo se lo hubieran clavado en el estómago mientras dormía.
—El resto de la tripulación estaba inconsciente, drogada.
—Ya —dijo Elena—. Con ketamina. También se emplea para tratar los acúfenos poniendo unas gotas en el oído. Puede que no tengamos una cámara frigorífica para los cadáveres, pero nuestra técnica de laboratorio es una maravilla. Vino en cuanto yo la llamé, tomó una muestra de sangre y en una hora identificó la ketamina. Estoy intentando convencerla de que prolongue el contrato. —Señaló la torunda de algodón—. Voy a pedirle que mire si esto también es ketamina.
—¿Y ella? —preguntó Simonsen señalando el cadáver de la mujer que descansaba en la mesa con ruedas.
—Causa de la muerte: arma blanca en el cuello, pero tiene varios cortes aquí... —Levantó el antebrazo izquierdo del cadáver e indicó la muñeca y la base de la mano—. Y aquí. —Bajó el antebrazo y abrió los dedos de la mano derecha—. Se resistió. No estaba drogada.
—El otro miembro de la tripulación, la mujer alemana —dijo Simonsen, e hizo un alto para consultar sus apuntes—, Nele Schneider, dijo que la mujer fallecida tenía una aventura con... —buscó otra página— Henrik Nielsen. El muerto del pasillo. —Se tocó la oreja y agregó—: Uno no echa algo en el oído de otra persona así como así, tiene que estar muy cerca de ella. —Hizo una pausa—. A una distancia íntima. Besándola, quizá.
—Él se habría percatado —repuso Elena—. Pero ¿en un abrazo apasionado? Ella pudo distraerlo. —Levantó las manos en el aire y añadió—: Más vale que no siga adelante mientras pueda. Mira, no es correcto que yo me ponga a hacer especulaciones. El caso es asunto tuyo, jefe.
—Ojalá no lo fuese. —Simonsen se guardó el cuaderno en el bolsillo y señaló con el dedo la herida con desgarro que presentaba la mujer en el cuello—. Entonces ¿fue asesinada?
—Sí.
—¿Cuándo puedo hablar con el resto de la tripulación?
—En estos momentos, se encuentran en observación. La capitana y el hombre están todavía un tanto mareados, pero con Nele Schneider sí puedes hablar.
—Tengo a Aqqa al otro lado de la puerta —dijo Simonsen—. Le ordenaré que la traslade a uno de los despachos de arriba, si a ti te parece bien.
—Me parece bien. Id al despacho contiguo al mío, no hay nadie. —Dejó escapar un suspiro—. Otra vacante que estoy intentando cubrir. Si consigo encontrar un médico para el mes de diciembre, puede que tenga unos días de vacaciones por Navidad.
—¿Cuándo fue la última vez que te tomaste vacaciones?
—En abril.
Simonsen señaló el cadáver.
—Gracias por tu ayuda. —Y dio media vuelta para marcharse.
—¿Te acordarás del hielo?
—Voy a decirle a Anton, el de la fábrica, que te mande un poco.
—¿Hoy mismo?
—Lo antes que puedan —respondió Simonsen. Sonrió y salió de la sala.
Las suaves pisadas de unos zuecos llamaron la atención de Simonsen. Dio las gracias a la enfermera al cruzarse con ella en el pasillo. Se dirigió hacia el ascensor haciendo un esfuerzo para recordar cómo se llamaba; Danielsen lo sabría, porque, por lo visto, conocía los nombres de todas las enfermeras jóvenes groenlandesas y danesas que trabajaban en el hospital. Simonsen encontró a su joven agente entretenido con el teléfono móvil y apoyado contra la pared que dividía las dos salas en las que los tripulantes del Ophelia estaban siendo atendidos mientras seguían en observación.
—¿Qué?, ¿estás ocupado? —le preguntó deteniéndose un momento a ajustarse el cinturón.
—Dos están durmiendo. La mujer finge dormir. Eso es lo que ha dicho la enfermera.
—Bien, pues quiero hablar con ella. Llévatela arriba, al despacho contiguo al de Elena.
—¿No quieres hablar con ella aquí mismo?
—No quiero que nos oiga nadie.
—Está bien. —Danielsen calló unos instantes y después dijo—: ¿Y Maratse?
—¿Qué pasa con él?
—¿Vas a querer hablar con él?
—¿Por qué? ¿Crees que ha podido hacer esto?
—Naamik, desde luego que no.
—Entonces ¿para qué voy a querer hablar con él?
Danielsen se encogió de hombros.
—Es un tío legal, jefe. Es uno de los nuestros.
—Era uno de los nuestros.
—Uno es policía para siempre —le recordó Danielsen.
—Eso díselo a Maratse.
Simonsen dio media vuelta para marcharse.
—¿Por qué no te cae bien? ¿Es por esa agente de la patrulla Sirius?
Simonsen respiró hondo y se volvió. Dio un paso hacia Danielsen y le dijo:
—Esa mujer nos dejó inconscientes de un golpe de pistola, ¿lo recuerdas?
—Aap —respondió Danielsen, y a continuación bajó la voz—, no se me va a olvidar.
—A mí tampoco.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con Maratse?
—Maratse la ayudó, Danielsen. Ella estaba detenida por el asesinato de su compañero, y él la ayudó a escapar.
—En realidad, no sabemos qué fue lo que ocurrió.
—Tienes razón —repuso Simonsen afirmando con la cabeza—. No lo sabemos. Pero hasta que lo sepamos, no me fío de él.
Danielsen se guardó el teléfono en el bolsillo y miró a Simonsen a los ojos.
—En fin, con todo respeto, jefe, yo sí me fío. Y espero que algún día, tú también.
—Ya veremos —replicó Simonsen—. Lleva a la mujer al piso de arriba.
Las limpiadoras estaban utilizando el ascensor cuando Simonsen pulsó el botón, así que decidió ir por la escalera. Subió a la primera planta del hospital con el personaje de Maratse aguijoneándole el cerebro. Dobló a la izquierda y, al atravesar la sala de espera, sin detenerse, volvió la mirada hacia el acuario. Peces tropicales en Groenlandia. Cada vez que veía aquel acuario, le venía a la mente la idea de devolver aquellos pececillos al mar. Si no fuera por el placer que proporcionaban a los niños que venían al médico, ya lo habría hecho.
Abrió la puerta del despacho vacío, tomó asiento y puso su cuaderno de apuntes encima de la mesa. Cerró los ojos un segundo, hasta que oyó que se acercaban por el pasillo el chirrido de los zapatos con suela de caucho que usaba Danielsen y las pisadas suaves de unas pantuflas de hospital. Se levantó en el momento en que Danielsen hacía entrar en el despacho a la joven de nacionalidad alemana y le indicaba con un gesto que se sentase. Después se apoyó contra la pared del fondo, al lado de un cartel de los que se utilizan para examinar la vista de los pacientes.
—¿Cómo se encuentra?
Nele miró a Danielsen, después se alisó la bata de hospital por encima de las rodillas y subió la cremallera de su forro polar hasta arriba.
—Tengo frío —contestó.
—Pensaba que ya estaría acostumbrada a eso.
—A bordo del Ophelia hace mejor temperatura.
—Pero usted ha estado en el exterior. Fue esquiando con el resto de la tripulación hasta Svartenhuk, ¿no es cierto?
Nele asintió.
—¿Con toda la tripulación?
—La capitana se quedó a bordo del barco.
—Así que —dijo Simonsen consultando sus apuntes— ¿cinco de ustedes atravesaron el mar helado esquiando y se internaron en las montañas?
—Sí.
—¿Pero solo regresaron cuatro?
—Dieter...
—¿Dieter?
—Nuestro experto en Wegener, Dieter Müller. —Simonsen esperó mientras se formaba una arruga en la frente de la joven—. Yo tenía un lío con él. En la montaña estuvimos discutiendo, él dijo que quería quedarse, y me parece que se quedó.
Simonsen anotó esto último.
—¿A qué se refiere?
—¿No es obvio? —Nele se removió en su asiento. Tenía un brazo doblado sobre el pecho y se pellizcaba el labio inferior con dos dedos, y entre una frase y otra se mordisqueaba la uña—. Regresó más tarde —continuó—. Para entonces, ya debía de haber matado a Henrik y a Antje. Seguro.
—¿Cómo sabe que regresó?
—¿Quién pudo haberlos matado, si no?
—¿Por qué tendría que haberlos matado él?
—Porque Henrik estaba acostándose con Antje.
—La mujer muerta.
—Sí.
—¿Por qué...?
—Porque... —Nele se mordió la uña del dedo pulgar. Por debajo de esta, brotó un fino hilillo de sangre que se le extendió por el dedo—. Porque Dieter estaba celoso.
Simonsen miró a Danielsen. Después miró a la joven, consultó sus apuntes y preguntó:
—¿No acaba de decir que usted tenía un lío con Dieter?
—Sí.
—¿Y sabía que Dieter y Antje estaban liados?
—Sí —susurró Nele.
—¿Pero usted no los mató?
—No —respondió levantando la barbilla.
Simonsen frunció el ceño y tomó nota. De repente, se oyó un borboteo en el suministrador de aire del acuario del pasillo y Nele giró la cabeza hacia la puerta.
—No es más que la pecera —explicó Danielsen—. Hace eso continuamente.
Simonsen hizo crujir su silla al reclinarse en ella para observar a la mujer que tenía sentada enfrente, al otro lado de la mesa. La joven empezó otra vez a morderse la uña. Ello, sumado al continuo revolverse en el asiento, encajaba con la descripción de manual de la víctima nerviosa y traumatizada. Salvo por la mirada. Simonsen escribió una palabra en su cuaderno: «depredadora». Nele Schneider tenía la mirada de un depredador.
—Usted estaba inconsciente en el momento en que la encontró David Maratse.
—Nos habían drogado.
—¿Cómo?
Nele se encogió de hombros.
—Quizá con el agua. Él debió de echar algo en las bebidas antes de que saliéramos del barco.
—¿Quién?
—Dieter.
—Pero acaba de decir que la capitana se encontraba sola en el barco.
—Sí. —Nele dejó caer la mano en su regazo, hundió los hombros y giró el cuerpo para mirar a Danielsen, que estaba a su espalda. Abrió la boca, y Simonsen advirtió que su mirada se suavizaba—. Fue la capitana —afirmó—. Ella nos drogó.
Simonsen no dijo nada. Dejó el bolígrafo en la mesa, al lado del cuaderno, y se cruzó de brazos.
—¿No es lo que usted cree? —dijo Nele—. Si usted no lo hubiera sugerido, yo habría pensado que no.
—Yo no he sugerido nada —replicó Simonsen.
—Pero tiene sentido, ¿no? —Nele estiró la mano y la apoyó en el borde de la mesa, para afianzarse, al tiempo que sus ojos perdían aquella expresión depredadora. De pronto su cuerpo resbaló hasta el suelo. Danielsen se apresuró a socorrerla y Simonsen se puso de pie.
—¿Vuelvo a llevarla a su habitación, jefe? —preguntó Danielsen en danés.
—Sí.
Simonsen se quedó mirando cómo Danielsen ayudaba a la joven alemana a salir del despacho. Recogió su cuaderno y su bolígrafo y fue con ellos hasta el ascensor. Danielsen sostenía a la joven rodeándole la delgada cintura con un brazo. Asintió con la cabeza en dirección a Simonsen a través de las puertas de cristal del ascensor y, luego, se fue perdiendo de vista al descender.
Algo había en aquellos ojos que hormigueaba en el cerebro de Simonsen mientras este procesaba las pruebas, estudiaba todos los enfoques posibles y se preguntaba si era plausible que cuatro personas de seis estuvieran implicadas en una relación sexual, con más de un compañero. Por supuesto, no era necesario que mantuvieran relaciones sexuales para ponerse celosos, y los celos —un rasgo típico de los groenlandeses— abundaban en las comunidades aisladas. Y ¿qué podía estar más aislado que los estrechos límites de un barco de expedición?
Simonsen regresó a la sala de espera y se sentó en el sofá tapizado de rojo. Dado que estaba diseñado para que se sentaran en él los niños, él lo acaparó por completo y las rodillas le quedaron a la altura de la barbilla. Reinaba el silencio. El borboteo del filtro de aire del acuario actuaba como un balsámico antídoto contra la maraña de ideas que él se esforzaba por ordenar. Se dio unos golpecitos en la rodilla con una esquina del cuaderno y contempló los peces. No iban a aguantar mucho en las aguas del Ártico, como tampoco había aguantado la tripulación del Ophelia. Allí había algo más. Tal vez, el misterioso residuo que había encontrado Elena con su algodón aportase más respuestas, así como una entrevista con la capitana del barco. Se pasó una mano por la barba incipiente del mentón, pensó en la jubilación y, una vez más, se acordó de Maratse y lo imaginó montando su tienda de campaña en medio del hielo. A lo mejor había llegado el momento de descartar lo que no conocía y de aceptar que contaba con un policía jubilado en la zona.
Se permitió unos segundos de contemplación mientras estudiaba la idea de que Maratse estuviera implicado de algún modo en aquellos asesinatos, pero finalmente la desechó y la reconoció por lo que era: otro pensamiento alimentado por el rencor. Ya había suficiente resentimiento en Uummannaq como para que Simonsen contribuyera a aumentarlo.
Los brazos del sofá se hundieron bajo su peso cuando se incorporó y se puso de pie. Echó una última mirada al acuario y salió de la sala de espera.