Читать книгу Témpano de sangre - Christoffer Petersen - Страница 9
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ОглавлениеEl hombre hundía las manos en la nieve como si fueran espadas. Sus dedos se extendían dentro de unas manoplas de lana cubiertas de nieve, congelados, que envolvían cada uno de ellos en telarañas de lana y hielo. Estaban manchados de sangre pero no le sangraban. Los tenía entumecidos, al igual que su mente. Y, sin embargo, un solo pensamiento lo impulsaba hacia delante, una idea que daba zarpazos en su conciencia de igual manera que él daba zarpazos en la nieve. Un día antes, hacía varias horas, no se habría considerado a sí mismo un superviviente, sino un explorador. Dos descripciones igual de inapropiadas para lo que él era en realidad —un investigador—, y para lo que él hacía en realidad —investigar—. Sobrevivir, ser un superviviente, no era un rasgo que apareciera mencionado en la definición de su puesto de trabajo, y no recordaba haber visto que fuera un requisito para embarcarse en la Expedición Ophelia. Él prefería el subtítulo: Expedición Alfred Wegener a Svartenhuk, en Groenlandia. Ello confirmaba la posición que ocupaba dentro del equipo, así como la posición de autoridad de la que disfrutaba en todo lo relativo a Alfred Wegener. Aquellos años de estudio, de noches interminables examinando gruesos libros en alemán y en inglés, enfundándose los guantes para leer polvorientos diarios de campo guardados en los archivos del Instituto Alfred Wegener, de Bremerhaven, y quitándose las gafas para frotarse los ojos cuando investigaba en la base de datos digital de dicho instituto; esos conocimientos habían convertido al investigador en un superviviente. Sabía que existía una cabaña, la cabaña de Wegener, en la base de la montaña por la que estaba arrastrándose a gatas. Los cazadores a los que habían preguntado se mostraron inusualmente reacios a proporcionar detalles o siquiera a reconocer que existiera dicha cabaña, pero él sabía que estaba allí, y ahora tenía que encontrarla.
Siguió gateando con las rodillas clavadas en las rocas cubiertas de líquenes negros que asomaban a la superficie, mientras raspaba las punteras de sus botas de senderismo y rasgaba los codos de su anorak. Lanzó largas retahílas de improperios escupiendo las sílabas con los labios blancos y apretados en un gesto de determinación. Entre una maldición y otra y en los tramos fáciles rezaba, y así ahondaba otro poco en sus raíces espirituales, de igual modo que estaba ahondando en la nieve. Apelaba a Dios, le suplicaba, y cuando la sombra de bordes rectos de un tejado llamó su atención, le dio las gracias por cada puñado de nieve que había arrojado a su espalda y continuó arrastrándose mientras trataba de llegar a la puerta de la cabaña.
El viento, que era la cola de una corriente descendente, le acribillaba la piel desprotegida de las mejillas y arrojaba más nieve, espuma y hielo contra su barbilla, su boca y sus labios azulados mientras daba manotazos para empujar hacia abajo el tirador de la puerta de la cabaña.
—Por favor —dijo viendo que el tirador se mostraba tozudo—. Por favor.
Pero el tirador no se movió. Se limpió los ojos con el duro puño de las manoplas para inspeccionar la cabaña en busca de una ventana. Si fuera necesario, rompería el cristal. Pero la única ventana que había estaba bloqueada con tablones, sellada desde el exterior para evitar que los osos entrasen en la cabaña.
Apoyó la cabeza contra la pintura verde, ajada y desconchada. Iba a morir así, de rodillas, congelado en el sitio, como las víctimas de Pompeya que quedaron petrificadas en posición fetal. Era la más cruel de las comparaciones. Incluso en la muerte, su mente, de entre todas las visiones que era capaz de conjurar, escogía una imagen de intenso calor, una muerte a causa de la lava. Casi le pareció sentir aquel calor en las mejillas, casi imaginó los parches de líquenes burbujeando a ambos lados de la cabaña, consumiéndolo.
—¡No! —exclamó, y el superviviente que llevaba dentro de sí asumió el mando de la situación y advirtió el único detalle que él había pasado por alto. Aquella cabaña estaba diseñada para confundir a los osos polares. Empujó con las manos hacia arriba, y el tirador de la puerta cedió a la vez que la pesada hoja de madera emitía un crujido. Tiró varias veces hacia atrás en un movimiento de vaivén con la puerta, hasta que la nieve acortó el arco previsto, y el superviviente recibió como premio un hueco del ancho de su cabeza.
Era suficiente.
Se tumbó de costado, se mordió el labio e introdujo el cuerpo por el hueco. El viento le cubrió las piernas de nieve y le azotó la cara con una última andanada de agujas de hielo, pero logró entrar. Se desplomó de espaldas y se atragantó, hasta que se dio cuenta de que no estaba ahogándose sino riendo.
Se volvió para quedar apoyado sobre los codos y parpadeó para desprenderse del hielo que se le había formado en las pestañas, como si estuviera viéndolo todo a través de una capa de pegamento. Reconoció la forma de una estufa de leña (casi soltó una carcajada ante lo absurdo de quemar leña en un territorio en el que no había árboles) y se tranquilizó al pensar que en invierno el fuego siempre estaría encendido. Rio al ver los periódicos y la leña menuda que había dentro de la estufa.
«Habrá cerillas. Una caja de la que asomen una o dos, fáciles de agarrar con los dedos fríos». Dieter pensaba en cosas que lo mantuvieran vivo.
Había tres. Tres cerillas asomando de la caja. Sacó una mano de la gruesa manopla de lana y oyó tintinear las partículas de hielo que estaban adheridas al tejido cuando la dejó caer sobre el suelo de madera negra. Acto seguido, encendió la primera cerilla y se quedó contemplando la llama.
Acercó la cerilla al papel. Estaba demasiado duro, y la llama se apagó. Encendió la segunda cerilla y observó cómo la llama se enroscaba en torno al papel y ennegrecía los bordes. Se habría olvidado de añadir madera del cubo de metal al fuego si la insistente vocecilla que tenía en su cabeza no le hubiera recordado: «Enciende la leña menuda».
Hasta la última célula de su cuerpo se sintió complacida, agradecida, abrumada y, cuando el calor de la estufa desplazó el frío hacia las paredes y las llamas iluminaron su rostro, las estanterías, los dos pequeños camastros y el destartalado sillón de madera que mucho tiempo atrás había sacrificado sus patas para proporcionar calor, se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró.
Se acuclilló frente a la estufa y se calentó las manos mientras llevaba a cabo una inspección visual de la cabaña. Recorrió las estanterías buscando latas de conserva, miró a ver si había mantas en las camas y leña en el cubo. Cuando la leña se acabase, recurriría a la madera de los camastros. Se levantó y tomó de la estantería una lata oxidada de raviolis junto con un abrelatas. Al ver que le costaba trabajo, se sentó delante del fuego para calentarse las manos antes de intentar abrirla.
Poco a poco el calor fue penetrando en sus dedos a medida que su carne iba recordando lo que era estar hecha de músculos, nervios y huesos, y no de madera y metal. Las fibras debían poder flexionarse, y el dolor que experimentó al ir recobrando el calor en ellas disparó en su memoria una serie de anécdotas de su etapa de investigador. La capacidad de rememorar dichas historias le había asegurado un sitio en la expedición, a pesar de sus manías y sus rarezas sociales, y ahora esas mismas historias estaban volviéndose ciertas y le estaban salvando la vida mientras abría la lata y la colocaba encima de la estufa.
Oyó de nuevo la vocecilla que le hablaba desde el interior de su cerebro: «Vas a necesitar agua».
Buscó una sartén, encontró una y la llenó con nieve de la que se había colado por la puerta.
Mejor habría sido utilizar hielo, pero no tenía, y no pensaba salir fuera de la cabaña ahora que había entrado en calor. Cruzó las piernas delante del fuego y fue alimentándolo mientras los raviolis burbujeaban dentro de la lata que había colocado encima.
Envolvió la lata con las manoplas, acercó un poco más el sillón a la estufa y oyó cómo la nieve se derretía en la sartén con leves chasquidos conforme iba liberando el aire contenido, mientras comía usando dos dedos a modo de cuchara. Con los pies apoyados en el suelo, las rodillas le quedaban más altas que los brazos del sillón; sonrió pensando que aquello era una especie de aventura liliputiense en la que él representaba el papel de Gulliver. Prefería entretenerse con semejantes pensamientos y distracciones a medida que su mente iba apaciguándose y la vocecilla del superviviente se replegaba hacia las sombras.
Los oscuros rincones de su cerebro, negros como el cielo polar, negros como el liquen, negros como la lava... fríos e inertes, pero fértiles.
Una mente fértil y apasionada.
Aquella idea lo hizo sonreír, pero no le dedicó más que unos segundos. Había cosas que debían suprimirse si uno quería sobrevivir.
Y él tenía que suprimirlas.
Había cosas que hacer.
Había encontrado la cabaña. Quizá había sido suerte, pero no debía dejar a un lado sus conocimientos latentes, sus estudios y su cultura.
Se lamió los dedos y puso la lata en el suelo. Le costó un poco de esfuerzo levantarse del sillón, después registró toda la cabaña, detrás de las estanterías, encima de la estufa, debajo de las camas. Se arrodilló frente a un cajón de madera que yacía tumbado sobre un costado y cuyo contenido, por lo visto, era más valioso que las patas del sillón. Sonrió al ver la breve colección de revistas endurecidas y cubiertas de moho, combadas y grasientas como escamas de jabón. Hojeó un ejemplar de National Geographic, lo dejó en el suelo y, a continuación, puso encima una ajada revista de Playboy y una novela del Oeste danesa que tenía las páginas pegadas unas a otras a causa de la mugre y el moho acumulados. Entonces descubrió otra cosa, un objeto que despertó el interés del investigador y que inundó su cuerpo con una oleada de calor de las que no necesitan fuego alguno.
—¿Qué es esto? —susurró, como si su voz pudiera causar daño a la encuadernación de cuero, agrietar el lomo o incluso transformar el diario que sostenía con las yemas de los dedos en un espejismo del Ártico, en una broma polar.
El cuero le pareció auténtico, sintió su tacto en las gruesas espirales de su piel al pasar un dedo por el lomo. Sacó el diario del cajón desprendiéndolo de los lados de las revistas, que lo tenían aprisionado y que se mostraban reacias a soltarlo. Sabía qué era lo que había encontrado, pero reprimió su entusiasmo con la misma determinación y el mismo desapego que reservaba a sus otros pensamientos, los siniestros, agazapados entre las sombras. Ya se encargaría de ellos cuando llegara el momento, ahora tenía que ser el agudo observador y el objetivo evaluador de todo lo relacionado con el Ártico. Aquel no era el primer ni el único diario ártico que había sostenido entre las manos. Pero si este era el diario perdido de Alfred Wegener, si este era el que se le había encomendado encontrar, entonces podría ser el último que sostuviera en mucho tiempo, quizá para siempre. Lo supo en cuanto abrió sus páginas, que crujieron reaccionando a su contacto, y leyó el nombre, la fecha y el lugar en que había sido escrito. Era el diario de Alfred, el diario perdido, el que coronaría su investigación posdoctoral y le garantizaría un puesto —cualquiera— en el instituto que quisiera elegir.
«En cualquier lugar del mundo».
Esta idea le recordó el teléfono por satélite que llevaba en el bolsillo del anorak. Había hecho su trabajo, tenía refugio, un fuego con que calentarse y algo de comer, y a no mucho tardar iba a tener algo de beber. Fue marcando como cubiertas las necesidades de la jerarquía de Maslow y, como ya había satisfecho las más básicas, se acordó del amor.
Sacó el teléfono del bolsillo del pecho y la antena plegable que llevaba en otro. Le quitó la batería, la calentó con la mano y colocó la de repuesto encima del diario. Después la apartó a un lado. Se quedó mirando el diario por espacio de unos minutos hasta que calculó que la batería ya estaría preparada. Llevó la antena a la puerta, abrió una rendija y plantó el pequeño trípode en la nieve. Cerró la puerta y enroscó la varilla en el teléfono por satélite, insertó la batería, encendió el aparato y esperó a que rastreara una señal.
—Lo he encontrado, Marlene —dijo cuando su mujer atendió la llamada.
—¿Dieter?
—Lo he encontrado.
—Es muy tarde —dijo Marlene.
Dieter aguardó a que su mujer reprimiera un bostezo y después le anunció:
—He encontrado el diario de Alfred Wegener.
—¿Has encontrado la cabaña?
—Sí, y también el diario.
—Eso es genial, cariño, de verdad. Debéis de sentiros todos muy satisfechos.
—¿Cómo dices?
—Que debéis de sentiros todos muy satisfechos. —Marlene elevó el tono de voz y agregó—: Hay retardo.
—Ya.
—¿... dicen los otros?
—¿Qué?
—Vaya, se oye cada vez peor. ¿Qué dicen los otros?
—No hay nadie más. Lo he encontrado yo.
—Ya sé que lo has encontrado tú, y me alegro muchísimo. Pero ¿y los demás?
—¿Los demás?
—Ay, cariño, estoy demasiado cansada para esto. —Marlene calló unos instantes—. Los demás. El equipo. La tripulación. ¿Qué opinan ellos?
—¿La tripulación?
—Sí.
Dio unos pasos hasta donde alcanzaba el cable y respondió:
—No hay nadie más. Lo he encontrado yo.
—¿Estás solo?
—Sí.
—¿Dónde está el resto del equipo?
—No lo sé. La cabaña la he encontrado yo.
Marlene suspiró.
—Puede que la culpa sea de la conexión —dijo—, pero da la impresión de que estés solo.
—Así es.
—¿Dónde está el barco?
—En el hielo. No —corrigió—, en el borde del hielo.
—¿Y la tripulación? ¿Se encuentran en el barco? ¿Están a bordo del Ophelia?
—¿El Ophelia? Puede ser. No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes, Dieter?
Dieter miró fijamente el teléfono. Se pasó una mano por el pelo, giró la cabeza al oír crepitar el último trozo de leña en el fuego y después volvió a mirar el teléfono con el ceño fruncido por el ruido de estática que se oía en la línea. Se acercó el aparato al oído y dijo:
—Lo he encontrado.
—Ya lo sé, cariño. —La línea crepitó por la electricidad estática, y Marlene calló unos segundos—. Me tienes muy preocupada, Dieter.
—Estoy bien —respondió él, y añadió—: tengo que colgar. Te quiero.
Con el dedo entumecido, Dieter pulsó un botón y puso fin a la llamada. Seguidamente, apagó el teléfono y sacó la batería. Sacudió la nieve de la antena y la enrolló al lado de la batería de repuesto que había dejado en el suelo, encima del diario. Puso las piezas en fila, para catalogarlas mentalmente, y después echó otro pedazo de leña al fuego, el último, y también más nieve en la sartén y, por fin, cogió una manta de la cama y se acomodó en el sillón con el diario. Sacó del anorak una linterna de cabeza, la encendió y empezó a leer.
El superviviente que llevaba dentro le había servido para muchas cosas. Lo había ayudado a encontrar la cabaña y a sobrevivir al frío, y ahora iba a ayudarlo a suprimir todo pensamiento acerca de la tripulación, a olvidarse del barco, al menos por el momento. Había otras cosas, más importantes, que tomar en cuenta.
Le vino a la memoria la reunión informativa que habían celebrado en las oficinas del Berndt Media Group una vez que se formó el equipo definitivo. Rememoró a Aleksander Berndt de pie con una mano dentro del bolsillo del pantalón y manejando un puntero láser en la otra. Se sintió fascinado por su pasión, su vehemencia y, no menos importante, su fortuna.
—Esta área de aquí —dijo Berndt rodeando un grupo de montañas que aparecían dibujadas en el mapa del fiordo de Uummannaq proyectado sobre la pantalla— es donde sabemos que estuvo trabajando Wegener en la recopilación de datos antes de morir en la capa de hielo del interior de Groenlandia. Debería haber una cabaña. Los habitantes de esa zona lo saben, pero hasta el momento se han mostrado reacios a confirmarlo. Lo que opino yo —siguió diciendo Berndt mirando al equipo— es que ya están cansados de ver pasar expediciones. Últimamente ha habido muchas, y la nuestra es solo la última de una larga lista. Pero también opino que si ustedes dan con la cabaña, establecen una base de operaciones y llevan a cabo una investigación exhaustiva de la zona, tendrán su recompensa.
—¿Con qué, exactamente? Es una zona muy extensa. Vamos a necesitar más información.
—Ah, Katharina —respondió Berndt sonriendo—, cómo no, debería haber sabido que nuestra capitana sería la escéptica del grupo.
—No soy una escéptica, soy geóloga. He visto bastantes rocas de granito. Si voy a tener que entusiasmarme con algo, me gustaría saber qué es lo que tengo que buscar.
Dieter cerró los ojos unos instantes y dejó que el golpeteo de los cristales de nieve contra las contraventanas de madera y el silbido del viento en las esquinas del techo de bituminosa lo distrajeran del recuerdo de la reunión informativa de Berndt. Cambió el recuerdo del aroma sutil de la carísima colonia que usaba Berndt por los intensos olores del Ártico: a frío, colchones húmedos, moho, líquenes y raíces de la tierra. Pasó los dedos por la rugosa cubierta de cuero del diario y pensó en la recompensa prometida por Berndt.
—Nadie sabe con seguridad qué secreto se halla enterrado en esas montañas —había dicho Berndt—. Wegener lo escondió bien. La cuestión es por qué.
Dieter abrió los ojos y pasó la página. Estaba a punto de averiguarlo.