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LA SINGULARIDAD DE ORIENTE

En un artículo estimulante, titulado «Was there feudalism in Indian history?», Harbans Mukhia rechazó la utilización del concepto marxista de feudalismo más allá de ciertas áreas restringidas del mundo, principalmente de Europa. No fue el primero; también lo hizo, enérgicamente aunque en términos diferentes, Perry Anderson, al final de su Lineages of the Absolutist State. El presente artículo, una respuesta crítica a esta concepción restrictiva del feudalismo, parte principalmente de mis intentos de reformular el problema de la caída del Imperio Romano en términos marxistas. Me propongo tratar aquí el contraste entre el Imperio Romano y la destacable continuidad de algunos de los imperios asiáticos, especialmente de los de China y de los del mundo islámico (árabe, persa y turco). Debo advertir que escribo como un medievalista de Occidente y que no pretendo tratar de manera experta estas áreas. Me he adentrado en un terreno que me es ajeno, siguiendo el ejemplo del propio Anderson. De hecho, sería descortés no reconocer desde el principio mi deuda con Anderson, a pesar de no estar de acuerdo con él: empecé con su análisis y su bibliografía, y ciertamente he acabado en otra parte.1

Hay dos maneras habituales de considerar Asia en la historiografía marxista actual. La primera consiste en tomar los modos de producción de los escritos publicados e inéditos de Marx (el modo de producción feudal, el asiático e incluso el esclavista algunas veces), y tratar de encajar en ellos las pautas peculiares de la historia de Asia. Los resultados han sido particularmente desafortunados. Este método ha conducido a un encorsetamiento del desarrollo histórico asiático y a veces a serios malentendidos de los procesos socioeconómicos. El segundo método consiste en abandonar los sistemas de Marx y formular nuevos modos o categorías de análisis que no resultan ser otra cosa que postulados, a la manera tradicional, de la singularidad histórica de áreas específicas: «yo estudio Bizancio, o algunas partes de África, o de la India, o del Mediterráneo; esto que estudio es empíricamente diferente del Occidente medieval o del Imperio Romano, por lo tanto, puedo establecer un nuevo modo» –el bizantino, el africano, o el hindú. La «economía medieval de la India», de Irfan Habib, o el rechazo de Gunter Lewis a categorizar el sistema económico de la China medieval son variantes de lo mismo, aunque expresadas en términos diferentes.2

Harbans Mukhia y Perry Anderson forman parte de este segundo grupo. A mí me parece que, mientras que el primer método es excesivamente esquemático, el segundo es descorazonador. Tanto como un tercer método, habitual entre algunos historiadores, que consiste en decir que debe de haber una especie de mezcla indefinida de modos en el interior de las formaciones sociales existentes en diferentes lugares de Asia que puede explicar las divergencias asiáticas respecto a las normas europeas. Esto conduce de nuevo a rechazar cualquier intento de establecer categorías. Un ejemplo de esta tendencia es el Islam and Capitalism, de Maxime Rodinson, a pesar de que la obra incluya una crítica sucinta de los diversos análisis hechos sobre el Islam medieval.

Los modos de producción son construcciones ideales, mientras que las formaciones sociales son sociedades reales con toda su complejidad, y así, tienen la virtud de ser irreductibles a categorías formales en la práctica. Esta aseveración no es mucho más que una excusa de la inexistencia de análisis, pero, con todo, me parece el procedimiento más práctico. No ha habido ninguna sociedad en la historia humana, después del desarrollo de las clases sociales, que contuviera un solo modo de producción. Lo que importa es saber cómo se han articulado los diferentes modos, un proceder que ha sido normalmente soslayado, también, por los filósofos, que han elaborado patrones complicados sobre el posible funcionamiento de estos míticos modos.3

¿Por qué intentamos crear categorías de la historia del mundo en términos marxistas? Dejando a un lado los componentes devocionales de estas categorizaciones –un elemento que es bastante importante aún, como se sabe–, la única respuesta posible es la del propio Marx: porque entendemos mejor el mundo de esta manera, y así podemos cambiarlo. Tales categorizaciones deben ser elaboradas y tienen que hacer más o menos comprensibles los procesos socioeconómicos latentes en las formaciones sociales, los sistemas sociales, las sociedades que estudiamos y cuyas clases dirigentes han sido las que (habitualmente) han generado los restos materiales de los que disponemos. El gran logro de Marx fue poner al descubierto la lógica económica subyacente en el capitalismo, dejando bien claro que esta lógica era específica del modo de producción capitalista, y no un hecho histórico atemporal. Las reflexiones de Marx sobre los sistemas precapitalistas fueron de hecho reflejos de esta percepción. Pero, a pesar de que nuestras claves provienen de esta reflexión, para los historiadores precapitalistas se plantea un problema: ¿qué clases de lógica económica tuvieron realmente los modos anteriores al capitalismo?

La lista de Marx de los modos de producción varió durante su vida y la de Engels, y es absurdo asumir a priori que esta lista fuera completa e, incluso, que hubiera sido elaborada adecuadamente. Pero los sistemas económicos, con sus correspondientes procedimientos y lógicas de desarrollo, no pueden ser ilimitados. Llama la atención qué pocos intentos de inventar nuevos modos de producción ha habido después de Marx, fuera de los surgidos de los contextos particulares en los que los historiadores han llevado a cabo sus estudios. Y también sorprende que apenas se explique de qué manera funcionan tales modos, cuál es su especificidad. Existen, por supuesto, los modos en los que no existe la explotación, en los que las combinaciones y recombinaciones no parecen tener fin: explotación de los recursos nómada o seminómada/trashumante, o sedentaria; propiedad comunitaria o colectiva, o privada; cooperación clánica/de parentesco, o de aldea o doméstica, etc. Estos elementos también subyacen en los modos en los que existe explotación formando una disposición compleja, y ésta puede parecer aleatoria a primera vista, sin un estudio concienzudo. Pero aquello que distingue a los modos de explotación son las relaciones de producción que contienen, y se definen en buena medida por los sistemas específicos de apropiación del excedente. Y ciertamente, no hay un número ilimitado de ellos. Los métodos de apropiación del excedente parecen estar restringidos en la práctica a unos cuantos tipos básicos: la esclavitud, la extracción de renta (sea feudal, es decir, basada en la coerción, o determinada por las fuerzas del mercado), los tributos y la fiscalidad, el trabajo asalariado y la manipulación del pequeño comercio. Puede haber otras, pero no muchas más. Y, en mi opinión, las diferencias entre los modos de producción surgen de las diferencias entre estos elementos.4

Barry Hindess y Paul Hirst han seguido algunas de estas líneas argumentales –si bien en desacuerdo con las formulaciones que yo hago– en su perspicaz, si bien algo criticado libro, Pre-Capitalist Modes of Production. Hindess y Hirst proponen algunos criterios estrictos para discernir lo que constituye un modo de producción. Se trata, bien es cierto, de unos criterios demasiado estrictos, particularmente en lo que se refiere a su insistencia en que existe una correspondencia unívoca entre un conjunto dado de fuerzas productivas y otro de relaciones de producción. En algunas ocasiones, su propia práctica contradice este planteamiento, pero el libro es una crítica útil de otras formulaciones menos sólidas que la suya.5 Lo que resulta particularmente destacable es su demostración de que el núcleo del modo de producción feudal no lo constituyen tanto los aspectos político-jurídicos de la servidumbre como las relaciones de extracción de renta, intrínsecas en todas las formas señoriales precapitalistas. Por supuesto, lo que define y respalda tal relación es la fuerza de coerción noeconómica; no depende de la falta de libertad de los campesinos, ya que éstos pueden ser fácilmente libres en términos legales. Es el hecho de pagar renta (o trabajo) lo que define su mundo como feudal, y no su sujeción política.

Ciertamente, Mukhia se opondría a esta definición de feudalismo. Él considera al feudalismo como algo casi totalmente específico de Europa, ya que lo que en su opinión lo define son los servicios de trabajo, sobre todo. Sin embargo, tal caracterización es demasiado restrictiva. Aparte de que muy pocas zonas de Europa medieval habrían sido feudales de acuerdo con este planteamiento, se presupone que estos servicios representaron un control señorial sobre el proceso de trabajo diferente al que se habría dado en el caso de que los señores hubieran especificado qué tipos de productos debían ser entregados como renta en especie. De hecho, los señores no acostumbraban a considerar sus reservas como los lugares por excelencia donde podían dirigir de manera estrecha los procesos de trabajo de los campesinos sometidos; éstos llevaban a cabo sus servicios en trabajo de acuerdo con los mismos procedimientos localmente determinados que empleaban en sus propias tierras (los señores tendían a intentar dominar el proceso que determinaba estos procedimientos, como veremos más adelante). En la historia de Occidente se dio una marcada interrelación entre las diferentes formas de renta –trabajo, especie, dinero–, y nada hace pensar que se tratara de sistemas económicos diferentes. El conjunto de relaciones entre señor y campesino confiere al feudalismo una coherencia analítica como modo independiente, y es esta definición de Hindess y Hirst la que utilizaré en adelante.6

Creo que el feudalismo fue un sistema mundial. Y esto, no en razón de alguna teleología extrahistórica, sino porque empíricamente ha habido pocas –si es que ha habido alguna– sociedades de clases que no hayan experimentado alguna forma de propiedad y de extracción de renta por medio de la coerción. Esta experiencia une a la Francia de los Capetos y el Ancien Régime francés y ruso, la China Sung y el Iran Qajar, y el Bajo Imperio Romano y la Guatemala moderna. Cualquiera que analice las experiencias de los campesinos en diferentes lugares y períodos de la historia del mundo deberá reconocer las similitudes existentes, no de orden existencial, sino derivadas de la comparación de la lógica del sistema económico de la extracción de renta. La China Sung no es extraña, irreconocible para los historiadores económicos de Occidente; no, al menos, en este aspecto.

La réplica habitual consiste en hacer el claro e irrefutable planteamiento de que en el resto de aspectos todas las sociedades mencionadas son bastante diferentes a la Francia de los Capetos, de manera que los respectivos modos de producción no pueden ser el mismo, es decir, feudal. Anderson ha tratado esta cuestión con cierto detenimiento y, posiblemente, de la manera más clara. Muchos otros, específicamente historiadores de las respectivas sociedades en cuestión, han procedido del mismo modo. A veces, este argumento al que acabo de aludir ni se plantea, ya que la definición de feudalismo se hace derivar simplemente de la existencia de feudos, vasallos y servicios militares reglados mediante contratos. Ésta no ha sido nunca una definición marxista, y argumentos de esta índole son el resultado de un simple malentendido.

P. Anderson es más sofisticado. Él reconoce ciertamente que una definición mínima de feudalismo, como la que he indicado más arriba, puede cubrir franjas amplias de la historia del mundo. La inexactitud del análisis resultante le preocupa sólo en parte; lo más preocupante, según él, es que así no se puede explicar el desarrollo único de Occidente hacia el capitalismo. Anderson resuelve el problema definiendo el modo de producción en términos de su superestructura, y así, lo que caracterizaría al feudalismo serían los sistemas político-militares de vasallaje y todo lo demás. Paul Hirst ha analizado el juego de manos de Anderson. En palabras de Hirst, «esto significa que puede haber tantos modos de producción como diferentes constituciones legales y políticas, y otras tantas formas de sancionar de manera extraeconómica lo que de ellas se derivara». Anderson abandona en este punto a Marx, e incluso el análisis económico sistemático (que el lector decida qué es peor).7

Pero el problema no tendría que haberse planteado nunca. Todos estos autores saben y afirman que un solo modo de producción casi nunca define a una sociedad (es decir, a una formación social).8 Pero todos ellos lo han olvidado constantemente en sus análisis, ya sea en el de Hindess o Hirst sobre el Imperio Romano, o en el de Anderson sobre China (que contrasta, no obstante, con su diestro tratamiento de la relación entre modos en Rusia). Si el feudalismo no es necesariamente el modo dominante allí donde está presente, entonces es más fácil explicar las notables diferencias que existen entre las sociedades en las que se encuentra el feudalismo, especialmente en el sistema político. El problema de Anderson de la singularidad (o primacía) de Occidente es bastante menos difícil de resolver si se reformula este término: el Occidente medieval y posmedieval ha sido una de las pocas sociedades en las que el feudalismo ha dominado.

No voy a tratar ahora, y mucho menos a explicar, el origen del capitalismo. En lugar de ello, intentaré ceñirme a una cuestión relativamente escueta, como alternativa realista a la tarea de caracterizar toda la historia del mundo en 10.000 palabras: la relación entre dos modos de producción caracterizados respectivamente por la obtención de renta y por la exacción fiscal en ciertas sociedades precapitalistas con estado, de Oeste a Este, de Roma a China. Trataré sobre la relación entre estos dos modos en dos niveles, el de la economía y el de la política y el Estado; así pues, dejaré de lado en buena medida el problema de la ideología. También excluiré cualquier consideración sobre otros modos y su rol en estas sociedades, incluido el modo capitalista (potencialmente naciente en muchas de las sociedades que trataré), a pesar de la importancia que tiene en el problema clásico del desarrollo bloqueado. Por supuesto, tampoco me detendré en los problemas de la distribución. Una omisión más significativa será, sin embargo, la del conjunto de modos más primitivos que también contienen estas sociedades, y que han tenido a menudo un relieve considerable en su desarrollo histórico (particularmente lo que ha sido llamado a veces el modo nómada. Los nómadas conquistaron todos los estados asiáticos a los que me referiré al menos una vez, y en algún caso, varias. El nomadismo, tanto en las formas en las que genera explotación como en las que no, es aún un sistema económico y social de cierta importancia y peso político en Irán, por ejemplo).9 La renta y el tributo han sido hasta el siglo XX, sin embargo, las formas más importantes de extracción de excedente en todos los estados de Asia, y la relación entre ambos es crucial histórica y analíticamente. Hay que empezar por aquí.

La extracción coercitiva de renta es el modo feudal de producción; supone la relación de explotación entre los campesinos y el señor, aspecto que ha sido tratado ampliamente por generaciones de expertos.10 ¿Qué es el tributo? No es lo que se ha definido tradicionalmente como modo de producción asiático. No dispongo de espacio para repetir las variadas críticas dirigidas contra esta categoría de análisis y sus más (y recientes) o menos sofisticados partidarios. Baste por ahora decir que las comunidades autárquicas, o el Estado posesor de tierras y realizador de grandes obras públicas necesarias, o bien ambos, se dan con bastante rareza. En efecto, el predominio absoluto del Estado propietario de tierras, como veremos, es una característica de sociedades desarrolladas hasta tal punto que la autarquía aldeana y la organización comunal han sido excluidas, y así, resulta disparatado pensar en la ausencia de clases, otra característica tradicional de este modo. La hidráulica organizada por el Estado, la propiedad de las tierras en manos de éste, y una equivalencia entre tributo y renta pueden estar presentes en lugares y períodos diferentes, pero raramente aparecen juntos. El modo asiático, tal y como ha sido siempre formulado, no tiene ninguna validez analítica.11

El problema del modo de producción asiático es que se plantea en términos políticos y legales demasiado específicos. Como en la versión del modo feudal centrada en la justicia privada-servidumbre-servicios de trabajo, hay demasiadas instituciones arbitrariamente vinculadas a ese modo como para que resulte de alguna ayuda como categoría económica. Pero la categoría más simple, aquella representada por una burocracia estatal que grava con tributos al campesinado, ya es otra cosa. Samir Amin emplea un término alternativo, el de modo de producción tributario, y esto le da carta blanca para reformular los elementos constitutivos de este modo de producción sin volver una y otra vez a aquello que Marx pensaba de Bernier y de Kovalevsky. Yo seguiré su ejemplo (y también me daré carta blanca para empezar a partir de Amin cuando sea necesario).12

Ciertamente, la existencia de una clase estatal basada en una institución pública, con derechos políticos para extraer excedentes del campesinado sin que medie un control sobre la tierra, resulta bastante común tanto en Asia como fuera de ella. En la medida en que el modo asiático ha perdido credibilidad, este patrón ha sido a veces visto simplemente como una versión estatal de feudalismo, particularmente por los historiadores soviéticos. Pero, por un lado, es importante reconocer que este modo coexiste con relaciones feudales más típicas, como la de los propietarios que obtienen rentas de los campesinos, y por otro, que el tributo entabla siempre una relación antagónica con esta obtención de renta –los propietarios, como los campesinos, tampoco quieren pagar impuestos. El tributo y la renta son así percibidos frecuentemente como una oposición. Pero no resulta tan obvio que las respectivas lógicas económicas sean opuestas, como si fueran necesariamente modos diferentes. Volveré sobre esta cuestión al final, en el tercer apartado, donde trataré de exponer cómo funciona tal oposición. En el apartado que sigue daré por válido el antagonismo entre tributo y renta, y mostraré cuán útil resulta a la hora de explicar algunas sociedades específicas y cómo se han desarrollado. Esto me proporcionará una posición heurística más firme a partir de la que plantearé algunos de los problemas que queden pendientes.

II

Empecé intentando explicar la caída del Imperio Romano en Occidente, un tema sobre el que he publicado un estudio en otro lugar (ver «La otra transición», en este volumen). Postulaba, en este artículo, la correspondencia entre la relación que hay entre el tributo y la renta, y la existente entre los modos antiguo y feudal, considerando la forma que tenían las clases sociales del modo antiguo como un subtipo del modo tributario basado en las ciudades. El modo antiguo predominó sobre el feudalismo en los buenos tiempos del Bajo Imperio Romano, por el hecho de que a veces se obtenía más de los campesinos a través del tributo que de la renta, y (más importante aún) gracias al dominio que ejercían las jerarquías de la administración y de la distribución financiera del Estado sobre las relaciones de la aristocracia rural. Pero los dos modos eran estructuralmente antagónicos, a pesar de que la aristocracia participara y obtuviera beneficios de ambos: en una economía subdesarrollada, no hay mucho que hacer con la riqueza, aparte de dedicarla a la tierra, y la tierra hacía posible la obtención de tributos. En la medida en que la aristocracia acrecentaba sus posesiones, el Estado dejaba de ser beneficioso para ella y se iba convirtiendo en una carga. Cuando la invasión y el establecimiento de los germánicos amenazaron al Estado, la aristocracia y el campesinado no estuvieron dispuestos a pagar más impuestos por una defensa cada vez menor. El Estado, simplemente, se deshizo. Los germanos no encontraron una infraestructura recaudatoria suficiente para mantener el gasto más importante de Roma, el ejército permanente. Los ejércitos germánicos se establecieron en el campo y se convirtieron en aristocracias y campesinados. Aunque los tributos tardaron más de un siglo en desaparecer del todo, las relaciones feudales dominaron desde entonces en Europa occidental.13

La clave –se podría decir peculiaridad o particularidad– de este relato es el fracaso final del Estado romano cuando se opuso directamente a la aristocracia rural. Resulta obvio para los occidentalistas: las aristocracias municipales estaban más próximas a la tierra que el Estado; eran lo suficientemente poderosas como para sabotear la recaudación fiscal por parte de los funcionarios estatales –que acostumbraban a ser otros aristócratas con los que estaban confabulados; extendieron su protección de facto contra la imposición de tributos sobre aquellos campesinos libres dispuestos a convertirse en sus arrendatarios, etc. El Estado se vio privado de fondos y se derrumbó. Posiblemente, la economía era demasiado subdesarrollada como para permitir estados grandes y poderosos. Tampoco fue posible esto en el Imperio de Oriente (que pronto sería Bizancio), por no hablar de Irán, China y los incontables estados árabes que se sucedieron en Oriente Medio. Estos estados pasaron malas rachas o fueron sustituidos por otros, pero nunca desaparecieron. ¿Por qué no?

Empecemos por China. Uno de los rasgos más destacables de la historia de China no es precisamente el hecho de ser única, sino más bien el de ser casi homóloga, un calco, en buena medida, de la historia del Bajo Imperio Romano, tal como he presentado esta historia anteriormente. Por supuesto, la diferencia radica en que el Estado chino no se derrumbó; para ser más precisos, se eclipsó, a veces se descompuso temporalmente y a continuación fue nuevamente formado en varias ocasiones, durante los aproximadamente dos milenios transcurridos desde su unificación en el 211 a. C. El ciclo dinástico tuvo lugar bajo los Chin y los Han (221 a. C.-220 d. C.), los Sui y los Tang (581-907), los Sung (960-1127/1279), los Ming (1368-1644) y los Tching (1644-1911).14 La naturaleza recurrente de este ciclo ha dado lugar a la falsa imagen de una historia de China estática, cuando en realidad la estructura del Estado sufrió cambios constantes en la coherencia política e ideológica, al menos desde el período Ming, y cuando tuvo lugar una expansión de la agricultura y del comercio, especialmente bajo la dinastía Sung y durante el período más antiguo de la dinastía Ming. Pero lo que nos interesa ahora es la relación entre la aristocracia y el Estado, cuya complejidad aparece esbozada en la documentación que fue generada casi en su totalidad por el propio Estado, al menos hasta la dinastía Sung.

Recientemente, ha aparecido un volumen considerable de producción historiográfica sobre China en lenguas occidentales, mayoritariamente en inglés. Esto facilita bastante nuestra labor, a pesar de que resulte difícil presentar esta producción historiográfica sobre cuestiones socioeconómicas de forma sumaria en unas pocas páginas. Un hecho que aparece de manera clara a lo largo de la historia de China es la lenta absorción política de la aristocracia rural por parte del Estado, el cual continuó funcionando a pesar de los cambios dinásticos y de los períodos de dificultades, y con independencia de las expansiones y contracciones de la aristocracia. Esta aristocracia era más antigua que el Estado unificado, y los Han reconocieron la independencia de los clanes aristocráticos, al menos de los más poderosos del norte del país. Tal independencia tuvo en parte un componente ideológico, ya que estos aristócratas no dependieron del desempeño de cargos oficiales para fijar su estatus. Además, disponemos de noticias sobre el control político que ejercieron localmente. Los Tang reconocieron esta autonomía ideológica, tanto en el caso de las aristocracias del norte (del río Amarillo), como en el de las del sur (del valle del Yang-Tsê). Por otra parte, fueron capaces de reclutar entre la vieja dinastía del norte oficiales para la corte imperial, hasta el extremo de que las familias aristocráticas más importantes desaparecieron de hecho cuando cayó la dinastía Tang después del 870, aproximadamente, y antes de que los Sung impusieran una nueva centralización entre los años 960 y 970.15 Bajo los Tang, las pequeñas aristocracias locales de toda China empezaron a ser sistemáticamente vinculadas a cargos estatales (y así, a la cobertura económica del estado) a través de un sistema de acceso pseudomeritocrático. Bajo la dinastía Sung, el estrato de la pequeña aristocracia burocrática se convirtió en la aristocracia gobernante: una vasta (aunque poco densa) capa de pequeños y medianos propietarios dispuestos a aceptar el patronazgo del Estado y a expensas de recibir su reconocimiento como cargos oficiales, y así, de determinar el lugar que ocupaban en las jerarquías aristocráticas locales.

Esta pauta perduró y fue perfeccionada. Su vigencia llegó incluso hasta el período Tching, cuando Occidente estrechaba el cerco sobre China. Según los cálculos realizados por Chang Chung-li, la pequeña aristocracia obtenía casi la mitad de sus recursos de las pagas y de los servicios oficiales, y sólo un tercio de la tierra (el resto provenía del comercio). Así, más que una aristocracia propiamente dicha, parece de hecho una clase vinculada al Estado, económicamente dependiente de la recaudación de tributos. Pero estas cifras son válidas sólo en el caso de los cargos oficiales y no en el de los parientes que no ocupaban cargos. Sería un error considerar a la pequeña aristocracia de cualquiera de los períodos situados entre las dinastías Sung y Tching en función únicamente del desempeño de cargos oficiales. Los funcionarios –incluso, o especialmente, los pocos que habían surgido del campesinado– emplearon continuamente su riqueza para comprar tierras, igual que sucedió en el Imperio Romano. El período Sung, el primero en el que el Estado controló de manera efectiva la ideología y las jerarquías sociales de la aristocracia, fue también, por excelencia, el de la creación de grandes posesiones, principalmente por parte de funcionarios que empleaban su nueva riqueza mientras detentaban el cargo y antes de ser sustituidos por otros. Un estudio reciente sobre la circunscripción de Tchen, que ocupa una parte de la llanura del Yang-Tsê, durante los períodos Ming y Tching, muestra cómo estas familias de funcionarios fueron adquiriendo poder localmente gracias a la posesión de tierras (y, por supuesto, de las posibilidades de patronazgo derivadas del cargo), tanto si los miembros de estas familias detentaban algún cargo como si no. Aunque estuvieran sometidas al Estado, estas aristocracias funcionariales daban importancia al control local, basado en esencia sobre las relaciones feudales relacionadas con la posesión de tierras.

Por supuesto, cuando la vinculación de las aristocracias con el Estado era demasiado estrecha, éstas podían irse a pique cuando lo hacía el Estado, tal como sucedió en el caso de las viejas familias del norte durante el período Tang. La aristocracias de China, pues, no dejaron nunca de ser feudales, independientemente del grado en que estuvieran vinculadas a la clase del Estado y a su vasto aparato cultural e ideológico (confucianismo, la ética literaria del mandarinismo, etc.). Y cuando estaban estrechamente ligadas a él, caían.16

Con el tiempo, y a pesar del ciclo dinástico, el Estado fue adquiriendo más poder. El Estado Tang del siglo VII era relativamente pequeño, basado en ejércitos de campesinos con tierras y en una tributación poco pesada. Esto explica en parte por qué los emperadores Tang (con algunas excepciones notables) reconocieron que la vieja aristocracia era necesaria para el Estado, incluso bajo las condiciones impuestas por la misma aristocracia. Los Tang no tenían la fuerza suficiente ni para usurpar este poder ni para llegar a intimidarlo. Pero cuando los nómadas amenazaron China –y no fue ésta la primera vez–, los ejércitos se hicieron profesionales y aumentaron los tributos. La burocracia –dicho de otro modo, la red de patronazgo que fue incorporando a las aristocracias locales al Estado– también se extendió rápidamente, y subieron aún más los impuestos. Y todo esto condujo entonces al patrón clásico del ciclo dinástico: las subidas de impuestos dieron lugar a redes de clientelas, a la protección, a la evasión fiscal y al debilitamiento del Estado.

Y con el tiempo, lentamente, todo esto fue a más. El restablecimiento de la dinastía Sung supuso la recaudación de tributos que, aunque fue posiblemente inferior a la del período final de la dinastía Tang, fue ciertamente más alta (y más eficiente) que en la fase inicial de esta dinastía. Los últimos Tang y las dinastías Sung y Ming también sacaron provecho de la imposición sistemática de una fiscalidad a gran escala sobre el comercio y la extracción de minerales. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la escala de la fiscalidad haya sido exagerada. En comparación con los niveles de Occidente, los impuestos oficiales nunca fueron altos: bajo la dinastía Ming, a penas supusieron un diez por ciento de las cosechas, aproximadamente, incluso en las fértiles llanuras del Yang-Tsê, donde los señores podían obtener hasta el cincuenta por ciento de ellas en forma de renta (si bien los impuestos eran descontados de este porcentaje). El Estado fue capaz de financiarse gracias a que extrajo tributos de una extensión vasta, y no al hecho de que estos tributos fueran elevados. Además, sus oficiales tenían que bregar con poderosos intereses locales, incluso durante los momentos álgidos del poder dinástico. El gobierno no siempre podía mostrarse coercitivo de manera intransigente (despótico), por mucha fuerza que tuviera.17

China es un país extenso, con muchas montañas que dificultan las comunicaciones. Aun reconociendo que mi descripción se centra en gran medida en las dos cuencas fluviales conectadas del río Amarillo y del Yang-Tsê, unidas por un sistema de canales desde el 600, el tamaño del área sigue siendo enorme, y las dificultades para ejercer el control fueron también enormes hasta en el siglo XX. Esto puede observarse claramente en los primeros siglos del gobierno centralizado, con largos (aunque cada vez menos) períodos de interrupción provocados por las invasiones externas y los desórdenes internos, sobre todo entre el 220 y el 589, y entre aproximadamente el 880 y el 979. Pero incluso durante estos años hubo estados regionales más o menos efectivos, sin que se produjera una ruptura total del Estado y del sistema fiscal. El hundimiento del modo tributario, tan visible, casi inevitable, de Roma no llegó a ocurrir aquí.18

La razón principal de ello debió de ser la existencia de campesinos libres posesores de tierras, sobre todo en la mayor parte de la llanura del norte de China. En el norte, incluso durante el período Tching, hubo relativamente poca presencia señorial. El reducto de los estados ha sido siempre el fértil valle del Yang-Tsê. Aunque efectivamente hubo poderosas familias aristocráticas en el norte, al menos hasta la dinastía Tang, los estudiosos tienden a destacar el predominio de un campesinado libre en el valle del río Amarillo a lo largo de diferentes períodos históricos. La llanura norteña fue posiblemente demasiado pobre como para suscitar una concentración de posesiones similar a la del delta del Yang-Tsê. Pero, por ello mismo, ha sido siempre un lugar en el que la actividad del Estado ha encontrado facilidades: ha habido pocos señores que socavaran el modo tributario. Incluso en el momento de más debilidad, aun fragmentado en provincias enfrentadas –como tras la desaparición de las dinastías Han y Tang–, el Estado siempre fue capaz de asegurar allí la recaudación de tributos.19

Observados de cerca, los ciclos dinásticos tienen un aspecto ligeramente diferente: no el del auge y la caída de un gobierno fuerte, sino el de la expansión y concentración del grado de centralización del Estado. El núcleo político del Estado chino estuvo siempre en el norte, más pobre y más igualitario. Después de los períodos Han y Tang, el Estado, mermado, perduró en esta zona, como si hubiera estado experimentando formas de organización estatal nuevas con las que reconquistar el sur, más rico y feudal.

Entre los siglos IV y VI, los turcos Toba del norte fueron generalizando el denominado chün-t’ien, o sistema de reparto de lotes iguales de tierras propiciado por el Estado y sobre el que, a principios del período Tang, se hicieron concesiones de tierras a los miembros del ejército. Las Cinco Dinastías (907-960) rehicieron la esclerótica burocracia del período Tang tardío y recentralizaron los ejércitos provinciales del norte, de tal modo que sirvieron de base para la reunificación Sung. Cada vez que los emperadores reconquistaban el sur, descubrían que se había desarrollado económicamente mientras había sido independiente y que de esto podían sacar partido. El control y el aprovechamiento del desarrollo del sur afianzaron el poder del gobierno central durante cerca de un milenio.20

Así pues, ¿cuál fue el modo de producción dominante? Algunos historiadores se han decantado por destacar la levedad y la debilidad del gobierno central y por atribuir totalmente a la ideología confuciana de las clases elevadas el hecho de que China no hubiera acabado disgregada a la manera feudal. Pero, si bien parece que el gobierno central no fue de ningún modo una carga financiera onerosa en comparación con otros casos del resto del mundo (aun si los pobres del norte hubieran encontrado excesivo un diez por ciento de la cosecha), los propietarios rurales privados no fueron nunca capaces de destruir su estructura. Estos posesores, aunque extorsionaban, sólo llegaron a controlar a una minoría del campesinado chino concentrada en el centro y en el sur, y fueron, comparativamente también, unos posesores a escala notablemente pequeña. Hubo, no obstante, algunos aristócratas (posiblemente después del 880) lo bastante grandes como para representar una alternativa feudal firme a la fiscalidad pública del estado tributario –si bien se contentaron siempre con la evasión o con la expropiación de impuestos a pequeña escala allá donde podían. Incluso cuando el Estado desaparecía, a menudo a causa de revueltas campesinas generalizadas, dirigidas tanto contra el Estado como contra los señores (en la década de los años 880, 1350 y 1630),21 el gobierno y la recaudación seguían funcionando en el norte. Si en algún lugar cabría haber esperado la descomposición del modo tributario ante el feudal, éste fue el delta del Yang-Tsê, en los reinos independientes del siglo X, donde el poder feudal era más fuerte. Sería interesante disponer de un estudio sobre los estados de Wu y de Nan Tang, por ejemplo. De cualquier modo, el modo tributario siguió siendo dominante –ideológicamente, con seguridad; económicamente, con probabilidad (el total de los tributos pudo sobrepasar la renta total durante todos los períodos), y políticamente, sin duda, ya que la clase señorial estuvo siempre muy dividida. Esta situación fue a más a medida que fueron pasando los siglos, ya que el tamaño medio de las posesiones aristocráticas tendió gradualmente a ser menor. De esta manera, el Estado pudo dar siempre a los aristócratas más de lo que éstos hubieran sido capaces de conseguir por su cuenta. El modo tributario dominó las relaciones sociales de producción: los campesinos fueron siempre considerados nominalmente sujetos fiscales libres, y la aristocracia y los notables más modestos se plegaron a las normas de las jerarquías estatales. Pero el modo feudal estaba siempre presente, amenazando al Estado, llegado el caso.22

Este entramado básico del desarrollo histórico de China muestra de manera muy clara la pauta que me gustaría examinar. En mi opinión, el dominio del modo tributario sobre el feudal caracteriza la relación entre el Estado y los posesores/campesinos en la mayor parte de las sociedades tradicionales con Estado. Prosigamos con el segundo ejemplo, el Imperio Árabe y sus sucesores a lo largo del período medieval. Me centraré, no tanto en el período del Imperio Árabe propiamente (636-945), sino en sus herederos iraníes y turcos entre los siglos X y XII, ya que en este período más tardío tuvo lugar un declive general del poder del Estado que, por otra parte, está bastante bien documentado y estudiado. Se puede disponer, pues, de casos adecuados para abordar el problema de la supervivencia del Estado. Me centraré en los búyidas (945-1055), en el oeste de Irán y en Irak, en los gaznávidas (994-1040) en el noreste de Irán (Jorasán), y en los selyúcidas (1037-1157), gobernantes de la totalidad de Oriente Medio y que persistieron después de mediados del XII en algunas áreas del oeste de Irán y de Turquía hasta que fueron reemplazados finalmente en el siglo XIII por los mongoles iljaníes.23 Aunque estos estados sean bastante diferentes observados en detalle, comparten sin embargo una característica común relevante: a diferencia de los imperios de Roma y de China, en los que una aristocracia prácticamente homogénea participaba tanto en los beneficios del Estado como en los derivados de la posesión de tierras, en la mayor parte de estos estados islámicos la clase vinculada al Estado se opuso claramente a la clase aristocrática de posesores locales. Por supuesto, hubo solapamientos, pero ambas fueron socialmente y a menudo étnicamente distinguibles, y frecuentemente antagónicas, tanto en lo que respecta a la ideología como a las respectivas bases económicas.

Los orígenes de tal oposición son bastante fáciles de explicar: son el resultado de la conquista, primero por los árabes, y luego por varias oleadas de turcos y finalmente de mongoles. Cada nuevo régimen tuvo un respaldo armado diferente, y este sostén militar permitió que el estado en cuestión perdurara durante un siglo, aproximadamente, en alguna de las partes que constituyeron el Imperio Árabe. Como resultado de ello, el ejército se distinguió siempre muy claramente de la aristocracia civil local. Por el contrario, el gobierno central, en su dimensión civil –la burocracia que dirigía los estados y la fiscalidad– tuvo más continuidad. Si bien la fiscalidad era vista también en oposición al poder local, se dio con frecuencia un solapamiento de personal: los burócratas tenían que venir de alguna parte. Así, Nizam al-Mulk, el gran visir de los selyúcidas (1063-1092) y gran teórico laico del gobierno de este siglo, perteneció a una familia local de propietarios (dihqan) de Baihaq, en el Jorasán. Nizam al-Mulk ascendió desde la burocracia civil del Jorasán hasta el poder central (y casi absoluto). Estos orígenes eran los normales, pero no eran –o al menos no de manera frecuente– los propios de las elites militares. Esta es la característica más destacada de este período.24

Los árabes conquistaron parte del Imperio Romano de Oriente (Bizancio) y la totalidad del Imperio Persa (Sasánida). En ambos estados hubo una larga tradición de oposición entre tributo y renta, y existieron unos cuerpos de oficiales civiles y militares que fueron, a su vez, posesores de tierras. El Imperio Bizantino fue descentralizado institucionalmente en el sentido romano del término, pero los árabes cambiaron todo esto. Como en el caso de los sasánidas (y como harían los mismos bizantinos en adelante), tanto la administración del Imperio como la organización fiscal estuvieron centralizadas en la capital. No se sabe muy bien cómo funcionó el Estado sasánida en términos socioeconómicos. Parece ser que los tributos eran recaudados por el estrato más bajo de la aristocracia, los dihqan-s, un rango que incluía desde campesinos ricos hasta posesores locales acaudalados. Presumiblemente, tenían suficiente fuerza para recaudar impuestos del campesinado libre, que aún era un grupo considerable, pero no de la más alta nobleza, de facto exenta de pagar, y que habría estado formada, claro, por grandes posesores (con campesinos dependientes, tanto libres como esclavos).

Los árabes establecieron sus ejércitos, étnicamente diferenciados, en medio de algunas tensiones, y prescindieron de los dihqan-s. Desde luego, los siguieron empleando como recaudadores, especialmente en Jorasán, pero la organización de la fiscalidad acabó siendo burocratizada. Dependiendo de los lugares, los árabes alteraron en mayor o en menor medida la estructura social existente, especialmente en cuanto a la posición de la alta nobleza (en el Irán dominado por los nobles, la posición de ésta apenas cambió, mientras que, por el contrario, la igualmente rica aristocracia egipcia desapareció pronto, una vez que sus tierras fueron a parar al Estado).

Pero los cambios más importantes tuvieron lugar en el gobierno central y en el ejército. La tradicional posesión privada de tierras continuó siendo la base del poder local en los siglos X y XI y posteriormente. Los gobernantes árabes mantuvieron el dominio sobre una parte considerable de las tierras del Estado, cuyo tamaño fluctuaba, por una parte, según fueran divididas en bloques pequeños y entregadas en plena propiedad a los de origen árabe mayoritariamente (como sucedió en el período inicial), y, por otra parte, en la medida en que algunas de estas tierras fueran recuperadas por el Estado cuando se producía un cambio dinástico.25

De los grandes estados precapitalistas centralizados, muy pocos han sido capaces de funcionar sin fijar pagos fiscales sobre la producción agrícola, y en este sentido, los estados árabes no fueron una excepción. Esta fiscalidad, sin embargo, era peligrosa para el gobierno central en la medida en que se transformaba en poder privado. Y así sucedió con los árabes. Desde el siglo IX en adelante, la concepción de la fiscalidad sobre la producción agrícola fue incluyendo progresivamente al ejército. En el siglo X, los búyidas empezaron a adoptar el procedimiento de conceder la iqtac a los soldados, es decir, el derecho de recaudar tributos de áreas determinadas, en lugar de pagar una parte o la totalidad de los estipendios. Esto se generalizó bajo los selyúcidas, y se convirtió en el procedimiento principal de remunerar al ejército en todo el mundo islámico durante muchos siglos. Mucho se ha escrito sobre la iqtac. Se ha discutido largamente si es feudal o no, por ejemplo, en el sentido del feudalismo militar de Occidente (respuesta: sí, a veces, pero dependiendo del tiempo y del lugar).26 Claude Cahen, que conocía bien la historiografía, trató detenidamente el planteamiento clásico del término. Destacó la facilidad con que un muqtac (un beneficiario de una iqtac) podía usurpar todas las atribuciones del Estado, privatizarlas y convertir las cargas fiscales sobre las tierras recaudadas por él como muqtac en renta recibida como señor, sobre todo desde que la iqtac se hizo hereditaria, aproximadamente en el siglo XII. En efecto, igual que a la manera clásica de Occidente, un muqtac era capaz de extender el privilegio de la exención fiscal entre sus vecinos mediante la persuasión o la coerción, a cambio de sus tierras. Cahen tiende a asumir en sus trabajos que todos los que pagaban tasas eran campesinos. Sabemos, sin embargo, que había muchos posesores privados que habrían podido resistir probablemente la privatización del poder de los muqtac-s de manera más efectiva. No obstante, el desarrollo (o sus potencialidades) es claro: el estado tributario fue tendiendo hacia el feudalismo, esta vez entendido en términos marxistas.

Los estados, por supuesto, se resistían. A veces, redistribuían iqtac y se aseguraban de que no fueran hereditarias durante el mayor tiempo posible; mantenían bajo control, así, la burocracia encargada de la estimación fiscal. Los muqtac-s no residían en sus tierras, de manera que disminuía el contacto con sus posesiones. Sin embargo, los estados fueron, de manera creciente, incapaces de mantener tales controles. La iqtac hereditaria, como en el caso de Siria en el siglo XII o del Iljanato en el XIV, era una señal clara de que el Estado era débil.27 Si leemos los lamentos de los burócratas del gobierno central en estos períodos, nos puede parecer prodigioso que el Estado sobreviviera: los tributos ya no llegaban al fisco; la autoridad central sobre las provincias remotas era cada vez más débil. Incluso había jerarquías de muqtac-s ligadas por lazos privados de lealtad.

Podemos observar claramente el mismo proceso en el Imperio Bizantino tardío (del siglo XIII al XV), donde de hecho está mejor documentado. Se puede decir que allí el Estado siguió pautas feudales antes de la conquista otomana. Pero los estados islámicos, no. La posesión de iqtac-s nunca llegó a estar ideológicamente separada del reconocimiento del sistema fiscal; nunca se convirtió simplemente en una posesión de tierra. En parte, esto puede explicarse por el hecho de que la escala de las concesiones de iqtac-s ha sido a veces exagerada; los gobernantes mantuvieron bajo control tanto una proporción considerable de la tributación como a sus recaudadores civiles más dependientes.28 Pero también porque la sociedad de Oriente Próximo era localmente más compleja y diversa de lo que los documentos gubernamentales admiten.

Recientemente, se han hecho algunos buenos estudios sobre las elites locales de las ciudades del norte de Irán y del Jorasán en los siglos X y XI, concretamente sobre la de Nishapur, basados en historias sobre las ciudades y sobre los linajes locales. No debe extrañar el hecho de que estas historias estén centradas en las ciudades, ya que se trata de áreas urbanocéntricas: todos los posesores de tierras importantes, y muchos de los que no lo eran tanto, vivían en las ciudades (el enfoque religioso de las historias es más engañoso, pero no puede soslayarse). De estas historias se desprende claramente lo descentralizada que estaba la vida social en un espacio tan vasto y escasamente poblado como Irán. Las elites del patriciado urbano (acyan) controlaban Nishapur, Bayhaq y Qazvin. Aunque no autogobernadas formalmente, fueron al menos legalmente autónomas en el sentido de que no había apelación más allá del juez local, el qadi, que era casi siempre elegido por la elite local y/o formaba parte de ella.

Si bien se discute cómo estaba organizado el gobierno local (el jefe urbano o ra’is, casi siempre perteneciente a los acyan, es una figura particularmente oscura, a pesar de tener una importancia crucial en la ciudad y en su relación con el Estado), está claro que el poder local era lo suficientemente coherente como para que mereciera la pena luchar por hacerse con él –las facciones locales fueron algo bastante habitual en todas estas ciudades. Y los estados, incluso aquellos gobernados por los dirigentes más poderosos, como Mahmud de Ghazni o Nizam al-Mulk, tuvieron que respetar a estas ciudades y a sus facciones –una intervención decidida conducía a la deslealtad. En buena medida, tales elites eran posesoras de tierras. Aunque la religión y la riqueza comercial fueran también indicadores del estatus y determinaran los peldaños establecidos en el escalafón del patriciado, la base de las familias de los acyan, y lo que adquirían cuando podían eran tierras. La posesión de tierras y el poder local eran inseparables. Los posesores locales principales estaban así en disposición de convertirse en figuras importantes de las facciones urbanas. Así pues, el poder económico y social en estas ciudades era feudal al fin y al cabo, a pesar de la importancia del componente comercial (e ideológico). De todas maneras, todo esto tenía que ver con el poder civil. Nada de lo expuesto revela un desarrollo de la iqtac, tal como ha sido descrito anteriormente.29

La causa de esta división tiene que deberse, en parte, al hecho de que hasta el momento no se ha analizado de manera sistemática la interrelación política entre la estructura del poder central y las elites locales; es como si ambas hubieran pertenecido a mundos diferentes. Por supuesto, esto no fue así; las elites centrales no podían haber estado tan desarraigadas como a veces lo parece. De cualquier modo nos encontramos ante dos tendencias diferentes hacia el feudalismo en una misma sociedad: una, la descentralización y la privatización de la actividad tributaria del gobierno central, y la otra, la continua independencia de los posesores civiles de tierras. Ambas tendencias eran distintas y comportaban una rivalidad estructural. El Estado se benefició de ello procediendo como un intermediario honesto entre las facciones.30 Por sí sólo, esto no puede explicar la supervivencia del Estado, por supuesto; es una explicación demasiado inconsistente. Como ya he dicho, uno de los elementos principales de la supervivencia política de los estados tuvo que haber sido el continuo control ejercido sobre al menos una parte de la riqueza fiscal de sus localidades.

Sin embargo, la perspectiva local del sistema político iraní muestra que el panorama de un dominio completo por parte de los muqtac-s es incompleto, ya que no se tienen en cuenta ni las diferencias, ni las elites locales. Por otra parte, la fractura entre la tierra y el gobierno central (militar) en los estados sucesivos significa que la tierra, por sí sola, no comportaba derechos automáticos de dominio directo. No había muchos incentivos para rechazar las oportunidades y responsabilidades de la administración civil o militar y continuar siendo simplemente un posesor de tierras: el poder aún era definido en los términos del gobierno centralizado, y los cargos (o más iqtac-s) eran todavía una concesión del Estado. El poder local estaba en manos de las elites urbanas, pero pocas intentaron la independencia –no tenían ejércitos. La única solución para el sedicioso era reinventar el gobierno central a escala local (un desarrollo que se vio favorecido cuando, como acabó siendo corriente, provincias enteras y la administración de éstas eran entregadas como iqtac-s a los gobernadores). Así, el desmoronamiento del gobierno centralizado en Irán y en otros lugares próximos, como en China, comportó el establecimiento de estados regionales siguiendo el modelo de Bagdad, y no, en rigor, el fin del Estado (ni de su base tributaria).31

La proporción de los impuestos sobre la producción era muy variable. Adams ha calculado que entre una cuarta y una tercera parte de la cosecha bruta de grano se destinaba al pago de impuestos en Irak durante el siglo IX. Se trata de una cifra considerable. En el siglo XIII, los campesinos aún pagaban este porcentaje, más otro tercio a sus señores. En el vecino Susistán, en un período posterior, los tributos representaban al parecer sólo un diez por ciento, y la renta, hasta un cincuenta por ciento. No es posible obtener las cifras globales de cada fracción porque, dejando de lado la suerte de conocer estos porcentajes, no podemos ni siquiera imaginar cuánta tierra podían tener los señores en un período determinado. Así pues, no podemos sacar conclusiones generales sobre esta relación.32 Es una pena, porque el alcance global de la posesión de tierras por parte de la aristocracia y la relación general entre renta y tributo tienen una importancia obvia para el poder del Estado, como lo muestran las experiencias contrastadas de Roma y de China. En el caso de Irán, tenemos que aceptar la imposibilidad de conocer este aspecto cuantitativo del análisis. Pero el aspecto cualitativo que se convirtió en la clave de la supervivencia del Estado fue el continuo control ejercido por éste sobre los términos en que tenía lugar la relación ente aristócratas y campesinos. Como hemos visto, esto sí que se puede estudiar, y es, razonablemente, aún más importante.

Puede dudarse de que los campesinos consideraran de manera separada el tributo y la renta, teniendo en cuenta sobre todo que el posesor de tierras tenía la responsabilidad de dividir los pagos y de entregar la parte correspondiente al impuesto. Más adelante volveré a tratar las implicaciones que tuvo esto. Pero la percepción indiferenciada del campesino habría sido la correcta en un tipo de tierras: en las del Estado no podía darse en absoluto una diferencia estructural entre tributo y renta. Y en una zona de Oriente Medio, en la Turquía selyúcida y otomana, este fue un hecho crucial, ya que allí, contrariamente a lo que ocurría en otras partes, casi todas las tierras pertenecían directamente al Estado. No está del todo claro cómo el Estado llegó a controlar toda la tierra, pero ciertamente tuvo que ver con las posibilidades derivadas de las circunstancias en las que tuvieron lugar las conquistas, y esto, para la cuestión que nos ocupa, no es un problema relevante.33 Existe, por supuesto, una posibilidad teórica en cualquier sociedad estatal. En efecto, en muchas sociedades se considera que Dios (= la comunidad = el Estado) es el posesor nominal de todas la tierras. Lo consideraron de este modo los expertos árabes en leyes, los selyúcidas incluso fuera de Turquía, y también compartían esta percepción las ideologías zoroastriana y confuciana. En circunstancias normales, sin embargo, esto perdía todo sentido, ya que la apropiación privada tenía lugar ininterrumpidamente. Ello no significa que tales sociedades fueran asiáticas, como se las denomina a veces: Guillermo el Conquistador, nada menos que el monarca feudal emblemático en todos los aspectos, se otorgó la posesión total y ejerció sus derechos eminentes de una manera bastante más seria. Pero los selyúcidas en Turquía y, más aún, los otomanos, fueron aún más allá: no ejercían meros derechos eminentes, sino que poseían las tierras. Esta diferencia no se derivaba de prerrogativas legales, sino del poder.34 En Turquía, el Estado tuvo la fuerza política necesaria para mantener sus derechos sobre todas las tierras como Estado y como posesor inmediato, efectivo e incuestionado durante siglos. Al actuar así, todas las relaciones que pudieran ser denominadas feudales en términos marxistas fueron aplastadas. En muchos aspectos, la Turquía posterior al siglo XI puede ser legítimamente considerada como la más pura sociedad tributaria. Acabaré la sección descriptiva con una reflexión sobre cómo parece que funcionó todo esto.

El Estado otomano poseía más o menos todas las tierras de Anatolia y de los Balcanes: sobre un 87% (¿sólo en Anatolia?) en 1528, su momento culminante, de acuerdo con los cálculos de Inalcik.35 Los campesinos otomanos no pagaban renta, sólo impuestos al Estado. Pero durante los siglos XV y XVI, el Estado asignó aproximadamente la mitad de este paquete en calidad de timar a la caballería de sipahi-s, denominados timariot-s en el contexto fiscal.36 Si el timar era un descendiente directo de la iqtac o de la prónoia, la institución bizantina paralela, no tiene importancia ahora; la función del timar era la misma que la de ambas (los nombres proliferaron después de aproximadamente el año 1500: el tuyul mongol-iraní y el jagir mugal son la misma institución). Sin embargo, los sipahi-s vivían en el campo, en sus timar-s. Los timar-s no eran hereditarios y podían ser transferidos. No obstante, tales transferencias fueron cada vez menos frecuentes, especialmente después de 1550, aproximadamente. El hecho de que los sipahi-s vivieran en la localidad y se apropiaran directamente de las cosechas produjo un lazo inusualmente estrecho entre éstos y sus campesinos adscritos (pero libres), vínculo reforzado a su vez por los amplios poderes delegados en los timariot-s: la justicia local y la policía, el derecho de exigir servicios en trabajo privados y el control sobre las tierras y sobre el producto de las ventas. Sin embargo, los timar-s no fueron nunca totalmente privatizados ni inmunes a la acción del gobierno central; el Estado mantuvo en todo momento sus registros fiscales.

Sin duda, los otomanos se dieron cuenta de los peligros de feudalización que comportaba el sistema de timar-s, de manera que lo abandonaron cuando cambió la tecnología militar y el sistema de sipahi-s perdió utilidad. Después del siglo XVI, así, los otomanos empezaron a emplear un ejército asalariado y los sipahi-s perdieron importancia (no sin una revuelta ocasional, con apoyo campesino, a principios del XVII). En su lugar, el Estado confió la recaudación de tributos a negociantes ciudadanos. Estos recaudadores tuvieron inicialmente un carácter menos hereditario, más civil, pero esto pronto empezaría a cambiar, como no podía ser de otro modo –los recaudadores desarmados no siempre eran capaces de obtener los tributos. Ya a finales del siglo XVII, también podían tener ejércitos privados y ser de facto cargos hereditarios. Los representantes más espectaculares en el siglo XVIII fueron los derebey-s, señores de valles, que controlaban provincias enteras y a veces grupos de provincias como si fueran príncipes hereditarios de miniestados. Más significativa fue, sin embargo, la importancia adquirida por un estrato urbano completo, los ricos locales, aún denominados acyan, notables, gracias a la recaudación y la influencia local. Este estrato fue autónomo respecto al Estado entre finales del siglo XVII y el XIX, y mantuvo su papel tradicional como intermediario entre el Estado y la sociedad civil. Los acyan fueron también los primeros en adaptarse a las posibilidades del capitalismo en el mundo exterior (occidental). El concepto de la posesión de tierras, çiftlik, reapareció bajo su influencia en los Balcanes y en el oeste de Anatolia en el XVIII, después de permanecer eclipsado durante siglos, como un instrumento organizador orientado hacia el comercio: una notable concesión al control privatizado que, significativamente, tuvo lugar en las áreas más abiertas a Occidente. Pero el Estado no se había dado por vencido. Entre las décadas de 1820 y 1830, Mahmud II actuó contra estas fuerzas descentralizadoras. Depuso o sometió a los derebey-s, confiscó la mayor parte de las tierras de los acyan y se volvió a apropiar de los timar-s que quedaban. Su éxito no fue completo, pero sí sustancial (Muhammad cAli, perteneciente a los acyan, sí que tuvo, por el contrario, un éxito casi completo en Egipto siguiendo una política similar). El siglo XIX discurrió en una lucha continua entre el Estado y los notables para determinar en qué medida tenía que aceptarse la ley de la propiedad privada y a quién debía beneficiar. Pero incluso el debilitado (y comercialmente socavado) Estado otomano de finales del siglo XIX pudo como mínimo contener a los notables hasta la Primera Guerra Mundial.37

En todo esto resultan obvios los componentes feudales. Los otomanos no pudieron mantener un entramado de poder totalmente centralizado en un imperio tan subdesarrollado, ni en el propio solar turco. La tendencia a la privatización implícita en cualquier poder descentralizado implicaba la inclinación, como sucedía en todas partes, hacia ejercer un control directamente personal sobre la tierra, hacia el modo feudal. Pero tal tendencia no llegó a cumplirse totalmente en este caso. De hecho, la apropiación genuinamente feudal apenas comenzó antes de finales del XVIII, y el Estado otomano siempre fue lo bastante fuerte y sofisticado como para restablecer su poder, ya fuera a finales del XV, a mediados del XVII o a principios del XIX. Nunca perdió el control sobre las reglas de la legitimidad política. Sus rivales locales, aun siendo fuertes, nunca pudieron establecer estructuras de poder local que no fueran más que versiones o perversiones de los poderes delegados a ellos mismos por el gobierno central.

El artículo clásico de Hourani sobre los notables urbanos del XIX, si bien enfatiza la sustancial autonomía de estos poderes, pone a su vez de relieve la informalidad y la ambigüedad de la arena política en la que actuaban, a caballo entre la clase Estado, por un lado, y la plebe urbana y el campesinado, por otro. Su poder residía en la capacidad de manejar el Estado. A diferencia de los notables poderosos del Jorasán selyúcida o de la pequeña aristocracia del Yang-Tsê, éstos no generaron un espacio político propio; el poder feudal centrado en la posesión de tierras era demasiado débil, y el potencial del Estado para ejercer el patronazgo era demasiado vasto como para permitir tales desviaciones. La única independencia local posible pasaba por la usurpación de los poderes del gobierno central y por usar estos poderes de una manera más efectiva, tal como sucedió en Egipto en época de Muhammad cAli.38

Esto tuvo que ver más con el ejercicio del poder que con las formas legales, tal como se puede ver mejor en el caso de Qajar (Irán) en el siglo XIX. Los safávidas y los kajares también reclamaron derechos de posesión sobre todas las tierras, si bien las justificaciones legales aducidas para ello derivaban más de una interpretación cada vez más contundente de la ley islámica que de la total ocupación de las tierras por parte del Estado, tal como sucedía en Turquía. Pero no pudieron mantener estos derechos. Irán estaba demasiado subdesarrollado; las comunicaciones eran demasiado deficientes. Las aristocracias, basadas en los tuyul-s, podían ser puestas y depuestas, pero en la práctica el Estado tenía que reconocerlas como auténticas aristocracias posesoras de tierras, y éstas actuaban como si lo fueran. Así, los tuyuldar-s eran considerados como posesores, no como encargados fiscales, y las fuentes revelan que también llegaron a convertirse, de alguna manera, en posesores que detentaban algo parecido a la titularidad privada plena, ya antes del siglo XIX. El Estado tenía que negociar, ya que su dominio estaba limitado por un ejército y una burocracia demasiado débiles.

Hay que reconocer que tanto los kajares como sus efímeros predecesores del XVIII lo hicieron bastante bien. Controlaron a las elites locales con manejos inteligentes y mantuvieron la existencia y la influencia del poder central y de la tributación a lo largo de un período de creciente penetración del capitalismo, hasta llegar al siglo XX. Pero la pauta de estas relaciones tiene más reminiscencias del Irán del siglo XI que de la Turquía del XIX. Con títulos legales o no, los dirigentes iraníes tuvieron que reconocer que la posesión de tierras tenía un carácter feudal y que tenían que defender la base tributaria de su poder de una manera consecuente con esta situación.39

Turquía, y en menor grado, Irán, fueron los estados asiáticos que mejor conocieron los predecesores de Marx. Lo que mejor conocía Marx era la India, cuyo caso encaja sin dificultades, creo, en este orden de cosas. Pero la concepción que tenía Marx del poder del Estado asiático se formó en buena medida a partir de imágenes de segunda mano del poder otomano y de los derechos legales. Le parecía que la ausencia de propiedad privada en el campo era una representación extraordinaria de las formas sociales más primitivas. Y es posible que fuera así. Pero habría que dejar claro que sólo un inusualmente desarrollado sistema económico y político fue efectivamente capaz de mantener este orden de cosas. Sólo el Estado islámico más centralizado y sofisticado, el más inflexible, intentó que la propiedad de tierras no fuera de facto privatizada, que no se volviera a caer en el feudalismo. Los otomanos pudieron hacerlo; el estado kajar, mucho menos desarrollado política y económicamente, no. Así pues, los estados tributarios coexistieron normalmente con la posesión feudal; no tenían otra opción. Las extremadas formas sociales del mundo otomano que yacen bajo lo que Marx llamó a veces modo asiático estaban de hecho en el extremo opuesto del curso de la historia humana al que él supuso. El calificativo estático es el menos adecuado para referirse al desarrollo que condujo al Estado otomano.

III

Hasta ahora me he centrado a grandes rasgos en la historia sociopolítica, más que en la socioeconómica. Los campesinos no han aparecido demasiado por ahora. Esto no se debe a que la evolución histórica yazca en la historia del Estado, como a veces da a entender Anderson. Se debe, en primer lugar, a que la caracterización de Asia ha radicado siempre en la destacable coherencia de sus estructuras estatales (despotismo, como, de manera sorprendente, aún se denomina, sin ninguna pretensión de analizar su significado –la propia palabra, en efecto, implica abstenerse de hacer un análisis sociológico). En segundo lugar, se debe al hecho de que la problemática del modo tributario se centra, claro está, en el Estado; en tercer lugar, al hecho de que me produce asombro, en mi calidad de estudioso de Occidente, cómo persistieron los mecanismos de explotación de estos estados. Son precisamente las razones de este asombro las que he intentado estudiar en el principio.

He intentado caracterizar una oposición particular entre tributo (el Estado) y renta (posesión privada feudal de la tierra) centrada, principalmente, en el nivel político de las diversas formaciones sociales tratadas. Todo lo demás se ha quedado en el tintero, especialmente las evoluciones productivas y comerciales en estas diferentes sociedades, muchas de las cuales producen la engañosa impresión de ser económicamente estáticas.40 También he dejado de lado el aspecto ideológico del dominio estatal, lo que ahora es denominado a veces reproducción. Es una lástima, pero resulta inevitable, teniendo en cuenta el espacio que exigiría describir tales articulaciones. De cualquier manera, sería pretencioso por mi parte intentar poner los puntos sobre las íes en la descripción de unas sociedades cuyos datos primarios y análisis realizados están escritos mayoritariamente en lenguas que no puedo leer. Acabaré con dos problemas. El primero tiene que ver con la diferencia entre tributo y renta, entendidos como las claves para caracterizar modos con lógicas económicas distintas; el segundo, en general, está relacionado con la supervivencia del Estado. Evidentemente, el primero es el presupuesto de toda mi argumentación; el segundo, el punto que me interesó originalmente.

El problema de la oposición entre tributo y renta es doble. El primero es el de la apariencia: unas veces son difíciles de distinguir, y otras, como en el caso del Estado otomano, aparecen incluso fusionados. El segundo problema es el de la razón latente de esto: que ambos son modos de apropiación del excedente basados en la producción campesina individual o colectiva. Considerados desde la perspectiva de los campesinos, podría parecer que no había una gran diferencia entre tributo y renta, ya que ambos implicaban salidas innecesarias forzadas, en última instancia, por una coerción extraeconómica de varias clases. La percepción de esta equivalencia era aún más evidente cuando el campesino estaba vinculado a un señor, ya que en muchas sociedades tributarias (aunque no en todas), los impuestos eran transferidos por el posesor de las tierras, quien a su vez los había percibido en el proceso de obtención de la renta.

Como resultado, existe un considerable aunque variado grupo de expertos que no distinguen, en absoluto, el tributo y la renta, o, para ser más exactos, que los consideran como variantes, centralizada o descentralizada (pública o privada), de un mismo sistema económico, al que muchos de ellos califican como feudal. Un porcentaje considerable de investigadores soviéticos diría esto, por ejemplo. También Amin, aunque él lo denomina tributario y, desde una posición diferente, la bizantinista francesa Eveline Patlagean.41 Desde luego, es una postura mejor que la de aquellos que defienden una definición mucho más basada en la consideración occidental del feudalismo y que intentan encajar a Asia en ella, aunque esto suponga poner bajo una misma etiqueta a casi toda la historia del mundo. Pero el problema principal de esta formulación es que presupone que toda la extracción extraeconómica de excedente campesino debe tener la misma forma económica; que tiene que ser el mismo modo de producción. ¿Es esto realmente cierto?

He excluido de mis contraposiciones, y lo continuaré haciendo, las definiciones políticas y legales. La oposición de público y privado es sólo una simplificación útil, pero que deriva de las superestructuras ideológicas de una formación social, y no puede definir una oposición económica (por ejemplo, se mantuvo una clara noción de lo público en la Europa del siglo X, la sociedad donde seguramente el modo feudal fue, de largo, el más dominante sobre todos los otros como nunca lo había sido ni lo sería posteriormente). La constitución formal del Estado y la caracterización legal de la propiedad de la tierra son igualmente superestructurales, si bien pueden dar indicaciones de hacia dónde mirar. Como he recalcado, lo que importa en la constitución de los estados no es tanto la legalidad como el poder y su origen, la fuente de los recursos económicos del Estado. Sólo así se puede investigar la diferente identidad del Estado (tributo) vis-à-vis los señores (renta).

Los estados no sólo exigen tributos a los campesinos; también los exigen a los señores, en tanto en cuanto se apoderan, al menos, de un porcentaje del excedente que el señor ha obtenido previamente (recordemos que no siempre fue un porcentaje muy elevado). Tras el escenario de una oposición categórica entre tributo y renta se encuentra un antagonismo estructural entre el Estado (a no ser que trate de un estado feudal42) y la aristocracia local, o –como con los otomanos– la aristocracia rural que aspira a serlo. Consideremos un estado tributario muy pequeño, digamos una ciudad-estado, y una gran posesión rural. Las relaciones sociales son muy diferentes –irónicamente, en efecto, el reverso de la oposición tradicional entre asiático y feudal. En la segunda hay sólo un poder y un único lugar donde es ejercido; en la primera, destaca la existencia de poderes explotadores independientes, posesores de tierras, inscritos y sujetos a la exigencia fiscal del aparato del Estado y de la clase asociada a él. Un Estado tributario, así pues, es tanto económica como sociopolíticamente más complejo que un dominio feudal. Esto proporciona un contraste más sólido que el que se pudiera establecer en términos legales. El modo feudal puede existir sin el tributario, pero el tributario no puede existir sin el feudal, excepto en circunstancias extremas, cuando tiene que luchar para no sucumbir ante los impulsos feudalizantes de alguna de sus instituciones locales. Su historia es la historia de los antagonismos resultantes.

El contraste político entre Oriente y Occidente podría incluso no ir más allá de este punto. Pero si vamos a establecer una diferencia modal entre tributo y renta, ésta debe sostenerse sobre la relación entre los grupos de explotadores que se van alternando y el campesinado (esto, a grandes rasgos, es una manera de replantear la formulación clásica según la cual el modo de producción es una articulación entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, aunque a un nivel diferente: la producción y la sociedad campesinas ciertamente no pueden reducirse al nivel técnico y a la apropiación simple de los productos del suelo, lo que constituye las fuerzas productivas).43 Las oposiciones generadas en tales relaciones derivan de la distancia social y del control.

La fiscalidad estatal está sujeta a mediaciones y a formalizaciones. El Estado necesita excedentes, pero de una manera hasta cierto punto abstracta: a veces necesita monedas, y a veces, productos. El Estado puede intervenir para fijar a los campesinos a la tierra para que cultiven y paguen impuestos; pero está fuera de su alcance controlar el proceso de producción. Si lo hace, lo hace de una manera muy generalizada: el semimítico estado hidráulico, por ejemplo, o la organización de la colonización y el artigado de tierras, o la periódica redistribución de tierras que permitió sostener a los ejércitos durante el primer período Tang en China. Pero no interviene sobre el propio proceso de producción: ni sobre lo que se cultiva, ni sobre la organización social de la producción. El sistema de irrigación estatal del Irak sasánida ilustra bien la inexistencia de relación estructural entre el Estado y los presupuestos de la producción. Este sistema fue mantenido por el primer Estado árabe hasta que se permitió que cayera en desuso desde aproximadamente el 900 en adelante, y esto conllevó el abandono de gran parte de la región. Parece como si al Estado, el creador de hecho de las condiciones que permitieron en este caso la existencia del campesinado, le hubiera dejado de interesar que las tierras estuvieran o no en cultivo, tal como se afirma en un testimonio contemporáneo.44 La distancia entre el Estado y la sociedad civil es clara en este caso. Los estados podían favorecer las vidas de los campesinos sujetos a éstos. De la misma manera, como sucedía más a menudo, podían imponer una carga fiscal tan pesada sobre ellos, o bien administrar el país tan ineptamente (como en Irak durante el siglo X), que lo dejaban exhausto. Y todo, por no estar lo suficientemente cercanos a sus súbditos como para darse cuenta de ello, o por no haber comprendido lo bastante los procesos económicos globales como para percibir que su actuación era contraproducente a la larga.

Hindess y Hirst atacaron el concepto de modo asiático, criticando, en buena medida, los componentes tradicionales de este modo, tales como la ausencia de propiedad, cosa que yo también he rechazado. Hindess y Hirst son particularmente reacios a la idea de que un modo tenga coherencia si permite la articulación de varios conjuntos de fuerzas productivas con diversos grupos de relaciones de producción (o viceversa). Esta definición de modo de producción es demasiado restrictiva y debe ser rechazada (efectivamente, esto les ha causado tantos problemas que ahora se oponen al concepto de modo de producción). Tal como yo lo defino, el modo tributario permite que los campesinos organicen en sus poblados la producción como les parezca, de la misma manera que permite que los señores coexistan con esto. De esta manera, resulta que puede darse una gran variedad de tipos de cooperación en estos poblados, maneras de organizar la producción que irían desde la individual a la totalmente comunitaria, que podrían haber sido anteriores a la explotación de clase, y que se convirtieron en sistemas articulados con el estado tributario y dominados por éste como parte integrante de una formación social. El Estado no necesita controlar la vida económica y social de sus súbditos; tan sólo los recursos que le permitan conseguir sus objetivos. Aquí es donde encontramos la lucha de clases entre el Estado y su campesinado (y, claro está, sus posesores de tierras): en la cantidad de los pagos fiscales, sobre todo cuando se preveía que los ingresos no iban a ser suficientes.45

La relación entre posesores de tierras y campesinos era más estrecha. El interés no estaba centrado en la cantidad de los excedentes, aunque esto por sí solo ya fuera importante, sino en el reconocimiento del poder local, del control local. En este sentido, la mejor prueba de que los representantes de la clase del Estado se habían convertido en feudales era que el control local les reportara más riquezas y estatus que su relación subordinada con el Estado. Pero no se trataba de un control estrictamente político, es decir, coercitivo, sino que implicaba a la misma producción. Esta implicación era más estructural que necesariamente consciente; los señores no se interesaban siempre por la producción, ni tan sólo lo hacían a menudo. Pero su control se extendía habitualmente hasta algunos de los presupuestos de la producción –molinos, a veces arados en Occidente, canales en Irán o en China. Algunas veces, la extracción del producto excedentario tenía lugar bajo una estricta supervisión, por ejemplo, en el caso del cultivo de las tierras señoriales, si bien las prácticas consuetudinarias campesinas tendían a contrarrestarla. Además, el control señorial sobre el acceso a la tierra era muy variable, independientemente de cuánto poder reportara en la práctica este control, y dependía en buena medida de la fuerza o de la debilidad de la resistencia campesina. Estas dos últimas cuestiones muestran que los señores no ejercían un poder incontestado sobre sus campesinos. No siempre tenían éxito cuando intentaban influir en la producción; después de todo, era el campesino quien de hecho generaba la producción bajo el feudalismo. La investigación reciente tiende más bien a enfatizar la autonomía de los campesinos y de las comunidades de aldea vis-à-vis los señores incluso –y especialmente– en lo concerniente al proceso de producción. Pero los campesinos tenían que luchar por esto. Era en este escenario, así, donde se producía la lucha de clases entre campesinos y señores; una lucha por el control de los procesos productivos, y en un nivel intermedio, por las condiciones en que una u otra parte eran capaces de ejercer tal control: protección de costumbres locales, por un lado, sujeción judicial, por el otro.46

A veces la lucha era por el volumen de la renta, tal como sucedía también en el escenario de la tributación; pero la dinámica de la lucha de clases en el feudalismo era más aguda en lo concerniente al control de la producción. De hecho, en según qué coyuntura económica, tal lucha podía conducir más allá del feudalismo. Cuando perdían, los campesinos podían ser reducidos a la sujeción absoluta, propia de una plantación de esclavos, o al control económico total representado por la agricultura capitalista basada en el trabajo asalariado (o, en este último contexto, podían ser expulsados de la tierra para formar parte del proletariado de las ciudades en expansión, como en la Inglaterra del XVIII). Cuando ganaban, como en Albania, en China o en Cuba en el siglo XX, se establecían relaciones de carácter socialista (en períodos anteriores, las victorias campesinas eran raras; en la Suiza bajomedieval, el éxito se concretó en una vuelta parcial a unas relaciones sociales propias de un período anterior y no posterior a las relaciones de clase).

La lucha de clases es un indicador de la lógica económica interna de los modos de producción. Cuando estaba sujeto a presión, el Estado intentaba incrementar la intensidad de la explotación, mientras que, en el caso del señor, lo más probable era que intentara acrecentar su influencia sobre el proceso productivo. Los señores también estaban en mejores condiciones de responder a las oportunidades y a las presiones mediante un incremento de la extracción de excedente –así, en la Polonia estudiada por Kula, los señores de la primera época moderna respondieron al desarrollo del mercado de grano ejerciendo todo el control que pudieron sobre la agricultura, específicamente mediante la gestión de las explotaciones agrícolas propias.47 (Por el contrario, los estados precapitalistas fueron bastante reacios a expropiar excedentes para llevarlos al mercado, excepto cuando se hacía con el propósito de redistribuirlos, tal como sucedió en Roma y en China, para paliar el hambre, aunque no siempre de manera efectiva.)

Se puede decir que, en cierto sentido, la diferencia entre las clases dirigentes de los modos feudal y tributario radica en la relativa separación del primero de los procesos de producción y en la casi total separación del segundo de estos procesos (en la misma medida, por otra parte, en que el modo capitalista conlleva el control total de los propietarios sobre tales procesos). Pero esto no significa que el modo tributario no implique relaciones económicas entre gobernante y gobernados; el vínculo no es tan arbitrario como para estar basado en una extracción de excedentes sin más. El Estado tiene objetivos económicos, y la fiscalidad puede aumentar o disminuir de acuerdo con el éxito que tenga en conseguir estos propósitos. La guerra es uno de los ejemplos más obvios. Como se ha señalado a veces, la guerra ofensiva es un recurso económicamente productivo para un estado exitoso, mientras que la guerra defensiva es una de las pocas actividades del Estado que pueden ser auténticamente consideradas útiles y necesarias por sus súbditos. Y, claro está, las luchas por el pago de los tributos son normalmente más graves después de las derrotas militares, es decir, cuando el Estado ha dejado de desempeñar su función principal.

Así pues, la diferencia entre feudal y tributario no radica en la presencia o ausencia de relaciones estructurales, en la oposición entre lógica económica y falta de lógica económica. Hay una diferencia definitiva en los métodos y en los propósitos de las intervenciones económicas que tienen lugar en ambos modos. Por este motivo, tampoco se pueden combinar la fiscalidad y la obtención de renta por procedimientos coercitivos. Cada una de ellas representa un sistema económico diferente, a pesar de que puedan aparecer juntas en algunas circunstancias excepcionales. Sus diferencias, sus antagonismos, yacen en las respectivas y divergentes intervenciones sobre la economía campesina, de la misma manera que las convergencias radican en el hecho de que tanto la fiscalidad como la renta hunden sus raíces en ella. Las mismas fuerzas productivas pueden dar lugar a dos modos de producción diferentes.

Para acabar, volvamos a la cuestión de la supervivencia del Estado en Asia: al mantenimiento del dominio del modo tributario en varias formaciones sociales, a pesar del continuo desgaste producido por las relaciones feudales. Hemos visto, en el caso de China, cómo el hecho de conservar un campesinado libre a cuyos excedentes tenía acceso sólo el Estado fue una de las claves que permitieron la continuidad de la actividad fiscal incluso en momentos de adversidad. Por otra parte, este dominio fue en buena medida posible gracias a la modesta importancia de los posesores de tierra (aunque ejercieran dominios extensos en algunas áreas), de tal manera que las redes de patronazgo y la protección militar del Estado ofrecían más alicientes a la pequeña aristocracia local que los que podrían haberse derivado de una incierta independencia local.

Los estados árabes y los que vinieron después fueron posiblemente más complejos, y la gran vaguedad de la historiografía moderna no es de mucha ayuda a la hora de encontrar explicaciones. Pero, tal como hemos visto, la descentralización condujo a un cúmulo de estados de menor tamaño, en vez de a la abolición de las propias estructuras estatales. A pesar de que los procesos fiscales fueran delegados a recaudadores locales, el Estado mantuvo en todo momento el poder para volverlos a centralizar periódicamente, o al menos para asegurarse de que no fueran privatizados definitivamente. Unos estados hicieron esto con más facilidad que otros (los mamelucos en Egipto, la Turquía del siglo XVI, el Egipto del XIX, contrariamente a Irán en muchos períodos), pero siempre era posible.

No he tratado los orígenes de estas variadas versiones de las formaciones sociales tributarias, y este problema no tendría más importancia dentro de las pautas que he intentado desarrollar. No obstante, la cuestión de los orígenes puede ser relevante en el caso del único fracaso evidente entre estos éxitos seculares: el del Imperio Romano occidental. Los orígenes históricos del Imperio Romano arrancan de la diferencia entre la ciudad como institución y el campo. Esta diferencia se manifestó inicialmente, durante los primeros tiempos de la República, en la existencia de una propiedad pública sobre las tierras de las que podían disfrutar todos los ciudadanos y a la que se oponía la propiedad privada detentada por éstos. Éste es el núcleo del modo antiguo, que fue (al menos, idealmente) un sistema económico anterior a la aparición de las clases. Pero cuando los romanos empezaron a conquistar a todo el mundo, la parte pública del Estado, formada en origen en buena medida por tierras, empezó a incluir también el tributo. En el contexto de la historia económica del Mediterráneo, esto puede ser considerado, en lo que se refiere a las clases sociales, como una expresión del modo antiguo, en el que la ciudad explotaba al campo y a otras ciudades, las cuales, a su vez, explotaban a sus respectivas zonas rurales.48 Pero desde una perspectiva asiática, no hay una diferencia estructural, modal, entre esto y los estados tributarios clásicos. La única diferencia organizativa estriba en que en el modo antiguo la fiscalidad fue delegada a cuerpos públicos locales, las nominalmente independientes ciudades del Imperio Romano. Los orígenes específicos del modo tributario en la ciudad-estado del Imperio Romano dejaron su rastro en una identidad institucional particular, cosa que basta para caracterizar al modo antiguo como un subtipo. La sociedad ciudadana descentralizada del Imperio fue la clave, no sólo de la recaudación de impuestos, sino de todos los aspectos de la sociedad y de la ideología de las clases dirigentes, a caballo entre el acceso al patronazgo del Estado y la posesión local de tierras, que en Occidente podían ser extensiones considerables. Las ciudades fueron los centros de la recaudación y también de toda la vida aristocrática, dotada formalmente de autonomía institucional. Nada de todo esto se parecía a las ciudades chinas, o a las árabes y a las iraníes, las cuales, si bien eran núcleos sociales principales, no gozaban de autonomía ni desempeñaban funciones recaudadoras.

Las formas del feudalismo

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