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LA OTRA TRANSICIÓN: DE LA ANTIGÜEDAD AL FEUDALISMO

I

Gran parte del análisis del conjunto de cambios que generalmente se conocen como el fin del mundo antiguo en Occidente –o con un nombre similar– se ha visto perjudicada por una considerable falta de claridad respecto a lo que se quiere realmente decir con esa frase. El concepto de fin de la Antigüedad, por supuesto, significa cosas distintas para diferentes tipos de historiadores, pero muchos hablan de ello como si todas ellas coexistieran por igual, entremezcladas en un gigantesco género clásico: el paganismo grecorromano (y/o el cristianismo de Estado), la literatura secular latina, los templos, el emperador, el senado, la esclavitud, las togas. Estos fenómenos, cada uno por separado, pueden ser la clave de la Antigüedad para algunos, pero sus historias no son lo mismo, y cualquier intento de describir su destrucción simultánea por una única causa no resulta útil, aunque se intente a menudo. Incluso los marxistas, quienes al menos saben que deberían prestar atención a las estructuras subyacentes y a las contradicciones de la sociedad, han visto normalmente cómo su enfoque se descentra conforme los borrosos contornos de la vasta superestructura cultural y política del Imperio Romano entran en su visión. Así, Daniele Foraboschi puede acusar de economicismo a quienes ignoran la crisis espiritual y el impacto del cristianismo en la Roma tardía; Perry Anderson puede abordar el colapso del Estado en Occidente sin engarzarlo más que nominalmente con los cambios económicos subyacentes de los siglos III al VI, que la problemática marxista reconoce que han sido anteriores.1 Los análisis alternativos, y más tradicionales, no logran más que el reduccionismo de El origen de la familia de Engels: lo obsoleto y lo improductivo de la esclavitud, la tiranía del Estado tardorromano, la sustitución de la antigua economía basada en la esclavitud por la más dinámica barbarie germánica, que avanza con rapidez hacia el modo de producción feudal; tales análisis difieren a menudo sobre cuándo fue reemplazado el modo de producción esclavista por el feudalismo (¿en el siglo III?, ¿en el VI?, ¿en el VIII?), pero sobre poco más.2

Quiero volver a analizar el problema de lo que subyace en el fin del mundo antiguo en términos económicos, y cómo estos términos pueden ajustarse a la problemática marxista de la transición. Así pues, me centraré en los procesos económicos de cambio: lo que debo discutir tiene poca relación directa, por ejemplo, con los problemas de historia cultural, que han preocupado a otros. Sin embargo, sí tiene que ver con el Estado, que en el fondo formaba parte de la estructura del Bajo Imperio, y la caída del Estado tiene un papel mayor en mi análisis, como en el de Anderson, aunque por motivos diferentes. Me parece que una comprensión de la historia del Occidente tardorromano sólo puede obtenerse a través de una descripción precisa de la naturaleza de su estructura económica, esto es, de sus modos de producción, y que un gran número de análisis marxistas están viciados porque han hecho estas descripciones erróneamente. Esto no es exactamente un ejercicio de descripción tipológica, de coleccionismo de mariposas, como lo califica Edmund Leach en un contexto diferente; tal discusión ayuda a enfocar nuestro análisis sobre las relaciones causales reales.3 El etiquetarlo como marxista o no es después de todo totalmente inútil sin tal punto de vista (una afirmación que puede tranquilizar a los lectores no marxistas). Lo que sigue tiene la intención de ser un reajuste en la relación entre una gran cantidad de fenómenos bien conocidos, no la producción de una explicación no descubierta nueva (o final); por ahora probablemente no se ha aportado ninguna.

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La interpretación usual sobre los cambios económicos de la época tardorromana es que el modo de producción esclavista da paso al modo de producción feudal: la esclavitud es reemplazada por la servidumbre. La formulación moderna clásica (en términos no marxistas) es la de Marc Bloch en su artículo póstumo «Comment et pourquoi finit l’esclavage antique», que ha dominado las posturas de los medievalistas durante dos décadas y más –un éxito nada despreciable para un sucinto artículo de 25 páginas sin notas. Bloch señalaba el tremendo incremento en el número de esclavos durante las grandes guerras de los siglos V y VI d. C., pero mostraba cómo no se adscribieron a las tradicionales haciendas esclavistas, características de Italia en época de Augusto: estos esclavos se convirtieron en tenentes. En algún momento, las haciendas se habían derrumbado y los esclavos fueron diseminados en tenencias; cuando empeoró la posición de los tenentes libres, la servidumbre surgió a partir de la fusión de estos dos grupos sociales: apareció el feudalismo. En general, este análisis es bastante correcto; pero presenta, o parece presentar, algunos problemas. En particular, el modelo completo es muy poco acorde con lo que se conoce y generalmente se acepta sobre el resto de la historia tardorromana. Si las relaciones sociales feudales ya existían en el 300 d. C., entonces, ¿qué era el Estado tardorromano? Si este último no era feudal, como no parece haberlo sido, entonces ¿qué fue lo que llenó el intervalo, y cómo? Moses Finley, quien lo debería saber si hay alguien que lo sepa, se ha declarado derrotado: «No soy capaz de encajar la antigüedad tardía en ninguna serie clara de etapas», dice al final de su libro más reciente, pero «la sociedad esclavista no dio paso inmediatamente a la sociedad feudal».4 La descripción de Finley de la lenta crisis de la esclavitud encaja de modo interesante con un reciente trabajo italiano sobre el modo esclavista (a menudo situado en explícita oposición con él) para proporcionar una sólida descripción de un aspecto del problema, principalmente qué ocurrió con la esclavitud en los siglos II y III d. C.; pero ahora no podemos verlo. En lugar de eso, el resultado más importante para nosotros es que el modo esclavista puede dejarse fuera de nuestros debates; no hay ninguna razón para contemplarlo como algo que en absoluto haya sido predominante en el Bajo Imperio.5 Para resituarlo lo que se necesita principalmente es un análisis más profundo de los modos de producción del mundo antiguo.

Las definiciones de los modos de producción son interminables, en particular en la vasta colección de revisionismos que han marcado las dos últimas décadas del debate marxista, centrado sobre todo en las llamadas Formen de los Grundisse de Marx de 1857-58. La tendencia más útil se encuentra a menudo, de manera sorprendente, en los trabajos de autores de tradición althusseriana, a pesar de su categórica hostilidad a cualquier forma de análisis histórico; escogería la de Barry Hindess y Paul Hirst en su libro Pre-Capitalist Modes of Production. Estos dos autores establecen una distinción entre el modo de producción antiguo y el modo esclavista, que encontramos valiosa, y también amplían algunas de las definiciones corrientes del modo feudal. El modo antiguo, en su tipo ideal más tradicional (en los comienzos míticos de la República romana, por ejemplo), era no-explotador, y se caracterizaba por el control de un cuerpo ciudadano basado en la ciudad sobre el entorno inmediato; los ciudadanos eran propietarios privados, pero cooperaban en el control de la riqueza basada en la tierra pública de la ciudad. Cuando Roma se expandió, tuvieron lugar dos procesos. Se rompió el igualitarismo teórico de la ciudad y el modo esclavista comenzó a desplazar al campesinado propietario libre, alcanzando en la República tardía su forma clásica, la hacienda esclavista de Catón y Columela, que domina las fuentes de la historia agraria desde el siglo II a. C. hasta el siglo II d. C. Pero también, cuando Roma conquistó el campo y las ciudades de Italia y del Mediterráneo, el modo antiguo se modificó en su tipo, y llegó a ser un modo explotador; la riqueza pública de la ciudad, inicialmente basada en la tierra, pasó a basarse en el tributo o en el impuesto sobre los propietarios en el campo sometido y, en el caso de la propia Roma, sobre otras ciudades sometidas. Ello se desarrolló gradualmente hacia una red general de tributación, con la vieja relación ciudad/campo como estructura interna, como veremos. Es esta red lo que llamaré el modo antiguo en su forma clásica. Será una clave en mi análisis de la Roma tardía.

El modo feudal, el otro que nos interesa, se ha visto en gran parte del análisis marxista tradicional como basado en la servidumbre y la autoridad política coercitiva sobre los tenentes establecida por el señorío; Hindess y Hirst consideran esta visión demasiado estrecha y muestran, correctamente en mi opinión, que las relaciones feudales están representadas simplemente por los tenentes que pagan una renta (o prestan un servicio) a una clase terrateniente monopolista: estos grandes propietarios, mientras el sistema sea estable, tendrán siempre los poderes coercitivos no económicos necesarios para imponer su control, bien de modo informal, bien a través de su control de la justicia pública o privada, pero estos poderes no tienen que estar formalmente codificados en el señorío para que existan. (Los autores presentan todo esto como una visión revolucionaria, aunque hace tiempo que es algo perfectamente bien conocido por los medievalistas.) No es necesario añadir que este feudalismo no tiene nada que ver con las obligaciones militares, el vasallaje o el feudo.6

Obviamente, existen problemas con estas definiciones. No todo el mundo estará de acuerdo con ellas. He defendido la utilidad de mi anterior definición del modo feudal en otra parte: sería inapropiado enredarse aquí en algo que, para muchos historiadores, es un debate un tanto abstruso. Igualmente, el término modo antiguo puede considerarse apropiado o no respecto a la fiscalidad del Imperio basada en la ciudad; pero se trata simplemente de una cuestión de palabras. Los modos de producción son construcciones ideales; la justificación de las definiciones particulares, mientras tengan una lógica interna y por tanto tengan sentido, debe ser su utilidad, y espero demostrar que éstas son útiles.7

Es más delicado determinar cómo estas construcciones ideales actúan realmente en la base y cómo se articulan con los aspectos superestructurales de la sociedad, como la conciencia de clase (o su ausencia) y el Estado. Pueden utilizarse de nuevo algunos de los análisis de los althusserianos, pues son estos teóricos quienes más han hecho por desarrollar el concepto de Marx de formación socioeconómica o formación social. Este concepto es importante, pues es un intento de clasificar la sociedad real como un sistema de niveles estructurales diferentes. Uno de ellos, la base económica, consiste en uno o más modos de producción en una jerarquía de dominación; las diversas superestructuras (política, ideología, el Estado) se organizan en compleja relación con ella.8 De hecho, el propio Marx se preocupó menos por tales complejidades; usaba formación social y modo de producción como más o menos sinónimos, y así lo hace hoy en día mucha gente en sus escritos. Esto es comprensible: la formación social feudal corresponde al modo de producción feudal, y así todo. Sin embargo, a menudo puede llevar a conclusiones erróneas, sobre todo en el caso más crucial y bastante común en el que coexisten más de un modo de producción en la misma formación social.

Este último punto es relevante para nosotros. Empíricamente es bastante evidente que las sociedades (como yo llamaré por lo general a las formaciones sociales para mayor facilidad) a menudo pueden tener más de un modo dentro de ellas: el capitalismo y el esclavismo coexistieron en el sur americano en 1860, por ejemplo. Pero una parte importante de la fuerza de los análisis marxistas de la historia está en el hecho de que enfatizan la existencia de sistemas económicos totalmente diferentes, cada uno con una lógica interna diferente, que son incompatibles y antagónicos en el sentido de que no pueden mezclarse. Entre un modo y otro hay una ruptura; no hay nada que pueda ser semifeudal y semicapitalista; los procesos económicos feudales funcionan realmente de modo diferente a los capitalistas. Pero si dos modos coexisten en una sociedad, tendrán alguna influencia mutua, y, además, uno será dominante, esto es, uno determinará las reglas básicas para toda la formación social; por otra parte, la formación no sería un todo económico. Normalmente, el modo de producción dominante es el que tiene vínculos más estrechos con el Estado; si otro modo va a ser dominante en la formación, y no ha ocupado todavía el Estado –como el capitalismo en (digamos) la Inglaterra de principios del siglo XVII– tenderá a socavarlo, y la forma del Estado tenderá a la larga a cambiar de manera acorde, a menudo violentamente, como resultado de la lucha de clases. Nuestro punto terminal en la tradición de la época tardorromana no es, entonces, simplemente el modo de producción feudal, sino una sociedad dominada por el modo de producción feudal, la «formación social feudal», el punto en que los estados europeos occidentales eran feudales, y no solo sus economías; y el Estado feudal llegó a ser una consecuencia del desarrollo social después de que, en el conjunto de modos existentes en el Bajo Imperio, el modo feudal llegó a ser dominante.9

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El punto de partida para nuestro análisis es el Bajo Imperio, el denominado «Estado de Diocleciano» de finales del siglo III en adelante, la gran época, el triunfo final del Estado romano. Es decir, que comenzamos cuando las haciendas esclavistas del siglo I virtualmente ya han desaparecido, aunque algunas puedan haber continuado aquí y allá.10 En cambio, el trabajo agrícola dependiente se realizaba en este momento por medio de los tenentes, esto es, organizado mediante el modo de producción feudal. Ciertamente, aún había muchísimos esclavos, pero esos esclavos se habían transformado en tenentes, y de este modo controlaban la tierra y su propio proceso de trabajo. Además, comenzamos a encontrar en los textos, cada vez más a menudo, tenentes libres (coloni), con frecuencia en niveles de dependencia personal muy considerables: los grandes terratenientes de los siglos IV y V contaron con ellos de modo creciente.11 Pero el modo feudal no dominaba la sociedad. La fuente dominante de extracción del excedente en el Bajo Imperio no era la renta, sino el impuesto.

El peso de la fiscalidad en el Bajo Imperio es bien conocido, y a menudo se usa como una fórmula estereotipada en las discusiones sobre por qué cayó el Imperio. Pero la fiscalidad no fue solamente gravosa y extremadamente onerosa; era la base del Estado y el elemento clave de todo el sistema económico, la institución que determinaba la dirección de la economía y definía el modo de producción dominante, que aún puede denominarse modo antiguo. Se ha dicho que el modo antiguo dominaba al conjunto de modos que coexistían en la República tardía, para ser desplazado por el modo esclavista en el período comprendido entre el siglo I a. C. y el siglo II d. C.; si es así, ahora dominaba de nuevo. En efecto, como veremos enseguida, a pesar de las tendencias centralizadoras del Bajo Imperio, el impuesto aún se recaudaba a través de las ciudades. Pero la recaudación de impuestos en sociedades complejas nunca podía existir en el vacío; otros modos de explotación tienden a coexistir y su correlación es de crucial importancia. La correlación y su dominio por los impuestos en el Bajo Imperio pueden y deben analizarse de varias maneras, para ver cómo se construyó a partir de ello la formación social tardorromana si queremos entender cómo cayó.

La importancia de la recaudación de impuestos era cuantitativa y cualitativa, y discutiremos estas facetas sucesivamente. Los detalles institucionales de los sistemas de fiscalidad de la época tardorromana son increíblemente complejos y no nos interesan aquí (los mecanismos exactos son aún discutidos). El elemento básico era un impuesto sobre la tierra, a menudo denominado annona o (en términos de gravamen) iugatio/capitatio, tasado sobre la extensión de tierra que un hombre poseía. Otros impuestos, en concreto la collatio lustralis sobre la propiedad de los mercaderes y una variedad de derechos de peaje y aduanas, eran en sí mismos altos, pero representaban una minúscula proporción de los ingresos imperiales (Jones hizo un famoso cálculo basado en los ingresos por tributos de tres ciudades muy diferentes en diversos años alrededor del 500 d. C. en que la collatio lustralis representaba un 5 por ciento del importe recogido en la annona –las estadísticas son de baja calidad, pero la estimación es convincente); mis argumentos se basarán en el impuesto sobre la tierra.12 Parece que el impuesto sobre la tierra se recaudaba de forma uniforme sobre toda propiedad de tierra, grande o pequeña, y en algunas provincias el importe pudo establecerse sobre la fertilidad. Ciertamente, no era un impuesto progresivo; en efecto, como los propietarios senatoriales, burócratas y eclesiásticos estaban exentos de los frecuentes tributos suplementarios (o superindicciones), más bien es todo lo contrario. La annona se tributaba en especie, a diferencia de los primeros impuestos imperiales (aunque a veces se tasaba en términos monetarios), al menos hasta comienzos del siglo V, cuando su organización se alteró y comenzó a cobrarse de nuevo en oro en su mayor parte.13 El impuesto de la tierra se cobraba al principio directamente a todos los agricultores libres, o a sus señores si los agricultores eran esclavos. Así, el proceso institucional era totalmente distinto del del cobro de la renta, incluso donde el agricultor era un tenente. Sólo desde la década de 370, quizá, los tenentes comenzaron a pagar el impuesto a través de sus señores si no poseían ninguna tierra de manera independiente; en el siglo V se generalizó tal pago de impuestos a través de los propietarios, en vez de los poseedores, de la tierra.

Lo que nos interesa aquí en nuestra valoración de la importancia de la fiscalidad no es su peso absoluto, junto con un cálculo de qué perjuicio ocasionó a la productividad de la economía, que es lo que se hace generalmente (fue alto, y probablemente causó perjuicio, pero menos de lo que piensa Jones), sino cuál fue el peso relativo de la fiscalidad sobre el pago de rentas. El primer punto es que el impuesto se estableció sobre todos los grandes propietarios de tierra, y ellos no pagaban renta. Los propietarios campesinos representaban una proporción no determinable del Imperio, pero probablemente constituían un porcentaje considerable, tal vez todavía fueran numéricamente dominantes en algunas provincias marginales –un sector de la población no sin importancia incluso en Italia, donde las haciendas eran probablemente las más grandes. Donde los campesinos tenían que pagar impuestos y renta, no hace falta decir que es difícil estimar la relación proporcional entre los dos, pero nos sorprende bastante el tener algunas cifras. Las dos más detalladas son del siglo VI y nos permiten obtener proporciones casi exactas: una en un registro fiscal completo de Antiópolis en Egipto de quizá el 527, otra de una cesión del Estado a la Iglesia en Rávena del 555 aproximadamente. Las cifras de Antiópolis nos muestran que los gravámenes en especie y en dinero representaban entre un cuarto y un tercio de los rendimientos brutos medios, y por tanto, entre la mitad y dos tercios del excedente total obtenido normalmente de los tenentes en Egipto (el 50 por ciento era la renta más común, el terrateniente pagaba los impuestos aparte). El impuesto, por tanto, es equivalente a más de dos veces la renta. En Rávena la proporción impuesto/renta está explícita en el texto, pues el señor tiene que recaudar ambos y traspasar el impuesto; la proporción es 57/43. Y ello es mucho. En el siglo VI los señores obtenían menos de la mitad del excedente. Por supuesto que no podemos decir hasta qué punto son representativas las cifras, pero Italia y Egipto no están ciertamente entre las provincias en donde la renta se considera como ligera; incluso si el impuesto era más alto en Egipto que en cualquier otra parte, como es posible, la relación entre impuesto y renta no debería verse como inusual. El predominio cuantitativo de la recaudación de impuestos en el Imperio, incluso donde se oponía a la renta, está tan claro como probablemente nunca lo esté, dadas las cifras que generalmente tenemos a nuestra disposición para el Bajo Imperio. Los campesinos independientes pagaban al menos los promedios perfilados en estos textos (las cifras de Antiópolis son tanto para propietarios como para tenentes) y a menudo más, pues el texto de Rávena es para tierra de la Iglesia parcialmente privilegiada. En tales niveles, más de una cuarta parte de los rendimientos brutos se irían en impuestos –como conjetura, a menudo más de la mitad del excedente (esto es, tras la simiente y la subsistencia), y con seguridad, más del cien por cien en los años malos. Las cifras son excepcionales, pero no hay razón alguna para no tomarlas en serio; algún impuesto puede no haberse pagado nunca, pero, igualmente, se sabe que los recaudadores corruptos extraían en otros lugares más de lo teóricamente establecido. Sin embargo, debemos preguntarnos cuándo se impusieron esos niveles de tributación. El registro de Antiópolis, si la fecha es correcta, precede al aumento de los impuestos que se llevó a cabo para pagar las guerras del reinado de Justiniano, y probablemente representa un nivel de tributación típico durante algún tiempo. Por otro lado, los niveles de tributación a principios del siglo IV, al menos en Egipto, eran probablemente algo más bajos. El aumento de un ya alto impuesto sobre la tierra hasta estos niveles extraordinarios comenzó a ocurrir casi con certeza a finales del siglo IV con el comienzo de las guerras, y en el caso de Egipto con el crecimiento de la población de Constantinopla; quizá sólo entonces los impuestos comenzaron a superar a la renta.14

La cantidad relativa de fiscalidad varía, si bien después de Diocleciano fue siempre alta. Pero el predominio cuantitativo o casi de la fiscalidad como un modo de apropiación del excedente debe haber integrado por sí mismo el Bajo Imperio en una única formación social, a pesar de las considerables diferencias regionales. La fiscalidad coexistió con otros modos, es cierto –acabamos de ver su íntima coexistencia con la renta, el modo feudal–, pero pronto tuvo más peso que ellos. Y esto se ve incluso más claramente en términos cualitativos; el impuesto, y a través de él el Estado, llegó a dominar la estructura completa de la economía. Las relaciones sociales de producción estaban alineadas no con los intereses del señor, sino con los del Estado. Esto se muestra mejor por el interés del Estado en atar a los campesinos a la tierra. Los señores habían intentado someter a los tenentes de esta manera a principios del Imperio, mediante la esclavitud por deudas y la renovación forzosa de arrendamientos, probablemente con algún éxito a pesar de la intermitente hostilidad del Estado. (La hostilidad resultaba quizá sorprendente puesto que a menudo se planteó el mismo problema en las tierras del Estado.) Cuando al Estado le interesó obligar a los campesinos a permanecer donde estaban y someterles a impuestos, lo hizo mediante masivos embates legislativos. No es que los propietarios campesinos y los coloni más independientes estuvieran a menudo adscritos en la práctica por tales leyes; del mismo modo, con leyes similares que adscribían a los artesanos a sus profesiones, hubo una desbandada general. Pero no hay duda sobre la seriedad del intento por parte del Estado, al menos en su cúspide, por ejercer un control sobre la mayor parte de los estratos de campesinos sometidos. Es posible incluso que el Estado del siglo IV ejerciera algunas veces más control sobre las vidas de los campesinos dependientes que algunos señores. Es menos fácil determinar exactamente cómo habría afectado esto al proceso productivo. Ciertamente el Estado impuso prestaciones de trabajo, que sólo eran muy raramente requeridas por los señores en el mundo romano. Pero en general el efecto pudo haber sido leve. Es importante recordar que, aparte del modo esclavista, todos los modos explotadores precapitalistas se basan en la agricultura campesina; el proceso de trabajo del campesinado, e incluso sus fuerzas productivas, no se ven necesariamente afectados por los cambios en la apropiación del excedente (y por tanto las relaciones sociales de producción), aunque el modo de producción en su totalidad será diferente si se dan tales cambios. Como veremos, los campesinos intervinieron ciertamente en la lucha por determinar la cantidad de excedente que estaban obligados a entregar, y a quién, pero los señores y el Estado rara vez tuvieron gran efecto directo sobre cómo organizaban realmente los campesinos el cultivo de la tierra hasta el comienzo del capitalismo agrario (aunque a veces podían controlar la localización del trabajo –como en el cultivo de la reserva–, los tipos de cereal, etc., que en algunas circunstancias podían producir un avance tecnológico).15

La fiscalidad dominaba la economía y era la base económica para el Estado. Nada en el sistema económico tardorromano escapaba a los brazos del Estado. El comercio de larga distancia, por ejemplo, fue en gran medida dependiente del Estado como cliente, al igual que estuvo fuertemente condicionado por las regulaciones y a menudo por las requisas que servían a los intereses del Estado. Jones lo muestra muy claramente, y su análisis, aunque subestima el tamaño del comercio tardorromano, sigue siendo válido. El comercio y el Estado continuaron manteniendo una estrecha relación, esto es, de dominio del Estado, hasta el período carolingio y más allá; el patrocinio del Estado siempre podía proporcionar a un mercader una riqueza mucho mayor que algo tan corriente como el beneficio comercial.16

El Estado necesitaba todo el dinero (o provisiones) que recaudaba con los impuestos. Tenía mucho donde gastarlo: el ejército, en primer lugar y lo más obvio, en particular con el comienzo del período principal de las invasiones germánicas a finales del siglo IV; también la vasta burocracia central y provincial; además el aprovisionamiento de las grandes ciudades del Imperio (especialmente Roma y Constantinopla); muchas obras públicas (tanto suntuarias como militares), y gastos extraordinarios como las reservas de grano para aliviar el hambre, mantenidas por la mayoría de los gobiernos responsables, como el de los ostrogodos en Italia. El Estado era la base de la riqueza y del poder en el Bajo Imperio. Incluso los fabulosamente ricos senadores italianos del siglo V no podían desatender su patronazgo y potencial para la explotación corrupta de sus recursos; toda la jerarquía aristocrática estaba estructurada alrededor de él, y no existía ninguna posición social independiente de él. Sus fondos no dependían de la buena voluntad de ningún grupo de poder, al menos al principio; se recaudaban directamente. Su dinero sostenía toda actividad cultural –enseñanza, religión, retórica, el ocio necesario para el cultivo de las belles lettres de Ausonio y su círculo, los gigantescos edificios del Bajo Imperio. Si hay algún factor unificador en la historia de la Roma tardía, está aquí, en el Estado; las únicas tradiciones culturales que sobrevivieron a su caída fueron aquellas que aún podían mantenerse con el dinero obtenido de la propiedad de la tierra. No es sorprendente que la mayor parte de la cultura de la elite altomedieval residiese en la órbita de la Iglesia, que era ya la mayor institución terrateniente en Occidente después del propio Estado (y la Iglesia, a diferencia del Estado posromano, no sería pródiga con sus tierras).

A pesar del peso y de la centralización del Estado, éste no existió propiamente como el único foco de poder y riqueza públicos; estaba firmemente anclado en las ciudades del Imperio. Éste último había sido siempre una estructura celular basada en las ciudades y su territorio (y creándolas donde era necesario, en la Galia o Gran Bretaña, por ejemplo). Los municipia imperiales de la primera época eran soberanos en teoría, con su propio senado local (o curiae) y mecanismos de recaudación de impuestos, y con sus propias aristocracias locales y programas públicos de construcciones y patriotismo local. Estas ciudades y sus elites dominaban sus territorios rurales tanto en los aspectos económicos como en los políticos que formaban el modo de producción antiguo. Lo que Diocleciano y sus sucesores hicieron fue regularizar parcialmente e incrementar enormemente los impuestos que cobraban tales elites urbanas, a veces a expensas de las propias elites. Los miembros de la curia, los curiales o decuriones, aún eran los responsables de la recaudación de impuestos (excepto para las superindicciones del gobierno central), y tenían que garantizar los impuestos no recaudados. A menudo se quejaban; y frecuentemente se han vertido lágrimas modernas por la situación de los curiales, agobiados por la implacable fiscalidad. Tales lágrimas están fuera de lugar; realmente muchos curiales actuaron bastante bien en la recaudación de impuestos, donde las oportunidades para el enriquecimiento propio eran bastante grandes, a pesar de los peligros planteados por los recaudadores del gobierno central, que les coaccionaban y les recortaban sus beneficios. Pero los recaudadores centrales eran pocos. El Imperio era grande; el Estado no podía recaudar la mayor parte de los impuestos sino mediante oficiales civiles. Y aunque las ciudades habían perdido su posición de independencia financiera y política, un cambio en último término superestructural, aún eran explotadores financieros y núcleos de sus propios territorios, y quedaba mucho dinero en ellas, como resultado de la recaudación de impuestos, bien de modo no oficial, bien oficialmente. Es este foco urbano para la extracción del excedente el más claro signo de que aún es útil llamar modo de producción antiguo al proceso de tributación. Cada ciudad era el Estado en microcosmos. Aunque el oficio civil había perdido su atractivo por muchas razones, la ciudad aún era fuerte como institución. Incluso los senadores provinciales, técnicamente oficiales de Roma, no de su ciudad nativa, se sentían ideológicamente vinculados a su propio municipium; patria significaba a la vez el Imperio y la propia ciudad local. Para los ideólogos del Bajo Imperio, la vida y la cultura de la ciudad eran la única civilización posible. Cuando cayó el Estado, los conflictos se manifestaron a menudo tanto en el plano del Estado local como en el del gobierno central. De hecho, las ciudades, en términos ideológicos, eran más estables que el gobierno central, al menos en el Occidente mediterráneo; el Estado, al final, sólo sobrevivió en el nivel de la ciudad, como veremos.17

II

El modo antiguo puede parecer potente en su forma diocleciana, pero realmente fue muy frágil en muchos aspectos, y entre los años 400 y 600 aproximadamente, se colapsó en las zonas occidentales del Imperio; este colapso es el punto nuclear de mi artículo. No debe olvidarse de ninguna manera, sin embargo, que el Imperio no cayó en Oriente, y en el apartado final plantearé la historia opuesta de Bizancio, de un modo inevitablemente resumido.

La particular vulnerabilidad del modo antiguo yace en su relación con la propiedad privada de la tierra, en este caso el modo feudal, aunque los mismos problemas se habían planteado menos drásticamente en el período de desarrollo del modo esclavista. El Estado proporcionó una considerable riqueza a quienes lo controlaban, gracias a la fiscalidad, pero en un sistema económico tan subdesarrollado como el mundo antiguo, incluso en su mejor momento, no podía hacerse mucho con esta riqueza, salvo colocarla en la tierra. Cuando los ricos obtenían tierras, sin embargo, también obtenían la responsabilidad del impuesto. Sus intereses privados como terratenientes entraban así en contradicción con sus intereses como dirigentes y clientes del Estado. Si sus tierras eran grandes, sus intereses privados pesaban más que sus intereses públicos. Y aunque los recursos financieros del Estado eran aún un poderoso foco de lealtad por sus potencialidades para el enriquecimiento, el compromiso directo con la propiedad tendía a ser para el propietario una fuerza más firme que las oportunidades más mediatas que ofrecía el control sobre los recursos del Estado. Los ricos comenzaron a evadir sistemáticamente la tributación. Las estructuras del modo feudal eran, en otras palabras, más sólidas que las estructuras rivales del modo antiguo para aquellos que tenían la oportunidad de poder elegir entre ellas. Lo que sucedió en el siglo V, siendo esquemático, fue que con las invasiones bárbaras se le planteó a la aristocracia occidental, por vez primera, esta elección política entre los dos polos de la contradicción: por un lado, el Estado romano y su patronazgo, que cada vez se hacía más y más costoso cuando más ejércitos se lanzaban contra la amenaza bárbara, y menos valioso cuando los ejércitos perdían territorios; por otro lado, la posibilidad de quedarse únicamente con la base dada por la propiedad en el contexto de los estados sucesores germánicos de reciente formación. Eligieron esta última. Estos estados eran más toscos, y en esa medida menos capaces de mantener la estructura financiera del Imperio; los aristócratas podían también esperar que se interfiriera menos en los asuntos locales. No es que muchos de ellos lo hubieran visto conscientemente en estos términos: la elección fue el resultado final de acciones muy a menudo dirigidas a evitar el conflicto y la fiscalidad –la guerra y la fiscalidad eran, con todo, los aspectos principales del Imperio.

Los marxistas, cualquiera que sea su punto de vista, no han dudado nunca de que los cambios principales en la estructura económica de la sociedad están mediatizados por la lucha de clases, entre las clases dependientes de la vieja estructura y las dependientes de la nueva. Los aristócratas que evadían impuestos no eran los héroes más simpáticos de esta lucha. Tales aristócratas fueron, en efecto, protagonistas, pero no los únicos. Sus intereses habrían sido sólo marginales de no ser por la intervención del campesinado. Por supuesto que el campesinado no podía tener mucha simpatía por el Estado tardorromano. Pero todavía les resultaba imposible tener una concepción de cómo podría ser la vida sin él. Hubo relativamente pocas revueltas campesinas inequívocas en el Bajo Imperio: todas, lo que es interesante, tuvieron lugar en el norte de la Galia y en el norte de Hispania, donde un campesinado independiente (quizá con alguna organización colectiva superviviente) fue probablemente relativamente fuerte. Tales revueltas, llevadas a cabo por grupos que los romanos generalmente denominaban Bacaudae, acontecieron en puntos débiles respecto al control estatal, al final del período de las invasiones del siglo III, y desde alrededor del 410 en adelante, cuando el aparato del Estado se hundió debido a la invasión de la Galia por la confederación vándala. Sabemos poco acerca de sus intenciones y no está clara la certeza de que todos los Bacaudae fueran campesinos, pero hay indicios de que en los momentos principales de su éxito, a principios del siglo V (los Bacaudae del levantamiento de la Galia alrededor del 410 no fueron completamente aplastados hasta la década de 440), pudieron haber organizado alguna forma de aparato político relativamente no jerarquizado.18 Fuera de las zonas de la Galia e Hispania, sin embargo, los campesinos que rechazaban el Estado actuaban de un modo menos autónomo: terminaron en manos de la aristocracia.

La clave está en el crecimiento del patrocinio privado, el patrocinium. El patrocinio era una antigua relación presente en todo el Mediterráneo, pero como un serio problema para el Estado tardorromano, comienza a aparecer en nuestros textos desde la década de 360 en adelante, en Egipto y Siria, y después en la década de 440 en la Galia. Los campesinos estaban comenzando a entrar en las clientelas de los vecinos ricos para evitar el tener que pagar los cada vez más crecientes impuestos. Una sección completa del Código de Teodosio se ocupa de este proceso; los terratenientes que ofrecen tal patrocinio tienen que pagar los impuestos impagados, y la relación se hace inútil. Leemos esto en seis leyes, datadas del 360 al 415; la última (una ley para Egipto) reconoce finalmente la realidad del patrocinio, pero, un poco desesperadamente, insiste a pesar de todo en el pago del impuesto. Un discurso de Libanio de la década de 380 describe cómo los aldeanos de Siria buscaban activamente protectores militares para evitar el pago de impuestos (y, de hecho, en el caso de los propios tenentes de Libanio, también para evitar el pago de la renta, aunque esto sea un proceso diferente, la sustitución de una elite aristocrática por otra). Todos éstos son ejemplos orientales, no occidentales. Demuestran que esta crisis concreta no se limitó a Occidente. Para Occidente tenemos a Salviano, que escribe un panfleto religioso contra la época, en la Galia de la década de 440. Salviano, con una retórica impresionante, se queja amargamente de las desigualdades de la fiscalidad. Los pobres tienen que hacer frente a más impuestos suplementarios que los ricos, y son los últimos en beneficiarse de las deducciones y la cancelación de los atrasos. La fiscalidad obliga a los hombres, incluso a los instruidos, a huir hacia los bárbaros o hacia los Bacaudae. Y aún más, obliga al pobre a entregar su propiedad al rico a cambio del patrocinium, de protección contra el pago de impuestos, y a ser recibido como tenente; peor aún, entonces se encuentran con que todavía están sujetos a impuestos. Este texto no es menos claro por ser retórico: los campesinos independientes están dispuestos a ser tenentes antes que tener que pagar impuestos. Actúan así presumiblemente en la suposición de que sus patronos/señores van a ser suficientemente poderosos, dentro del Estado o fuera de él, para evadir esos impuestos. Cuando esto no es así, las esperanzas de los campesinos se ven defraudadas, pues terminan pagando el impuesto igual que la renta, pero este último rasgo es menos importante que el punto principal: el pago de la renta es para muchos campesinos preferible al pago de impuestos. Esto no es sorprendente si pudiésemos aplicar aquí las proporciones impuesto/renta de Jones (probablemente lo sean para el siglo V), pues el impuesto resultaba más gravoso que la renta. Pero al menos significa que en un momento de crisis relativa en la Galia (hubo guerra en la Galia a lo largo de este período, aunque no iba demasiado mal para el Imperio), tanto los campesinos como los señores preferían las relaciones sociales feudales a las relaciones antiguas expresadas mediante el impuesto. Los beneficios del Estado nunca habían justificado el peso de los impuestos a los ojos de los campesinos, ni lo justificaban ya para los señores. La evasión de impuestos se extendió; la máquina imperial comenzó a verse privada de recursos. También aumentó la propiedad de la tierra a gran escala, en parte mediante la extensión del patrocinio, incrementándose así las posibilidades de evasión de impuestos. Resultó un círculo vicioso, una involución fatal del Estado.19

Las contradicciones no llegaron necesariamente hasta el punto en que algo se rompe. La evasión de impuestos en Oriente no llevó al colapso del Estado. La diferencia en Occidente estuvo, como he dicho, en las invasiones germánicas. Fueron, esencialmente, una fuerza externa, casi contingente; pero rompieron la estructura del Estado. De hecho, lo derrotaron militarmente, al menos en la conquista vándala de África después del 429 y en la toma francovisigoda de la Galia e Hispania después de la década de 460. Las guerras del siglo V mantuvieron al ejército lo suficientemente ocupado como para hacer de la evasión de impuestos una actividad políticamente factible. Pero en primer lugar los bárbaros provocaron una crisis de hegemonía ideológica, de la que provino gran parte de lo demás. A principios del siglo V, los escritores de la época comienzan por primera vez a dar la impresión de que la duración del Imperio Romano podía ser finita: casi nunca lo habían hecho, ni siquiera en las invasiones del siglo III. El saqueo de Roma en el 410 por los visigodos, aunque es un detalle trivial en la historia militar del siglo V, dio a mucha gente (incluyendo a Agustín de Hipona) una sensación del posible fin del Imperio. El establecimiento de los derrotados visigodos en Aquitania en el 418, aunque quizá fuera una victoria estratégica para el Estado romano (y de ningún modo la primera admisión de colonos bárbaros), introdujo por primera vez un cuerpo extraño estable y semiindependiente en el mundo civilizado. La posibilidad de formas de gobierno alternativas llegó a ser algo más que un espejismo. Las invasiones del siglo III habían producido secesiones locales –siendo la más importante el denominado Imperio galo–; pero eran fieles modelos del Imperio, controlados por hombres que, al menos al principio, aspiraban al dominio universal. Esto era inconcebible para los reyes germanos, sueños ocasionales aparte; por muy romanos que pudieran parecer sus Estados, no eran el Imperio. Incluso a veces fue posible que las aristocracias locales, enajenadas por la rígida y rapaz centralización fiscal-administrativa del Imperio, pudiesen encontrar las nuevas formas de gobierno germanas como una perspectiva más atractiva, produciendo la crisis en la hegemonía una crisis en la legitimidad del Imperio. Hay evidencia, al menos en la Galia de la década de 460, de una verdadera deslealtad política por parte de algunas figuras políticas importantes. (Los campesinos hicieron también esta elección lo bastante a menudo como para que sea un tópico de este período.) Más a menudo, sin embargo, se produjo el mismo resultado de forma menos consciente, mediante la involuntaria consecuencia del propio interés y del partidismo regionales y mediante la rendición de los líderes políticos a lo que ahora parecía la inevitable victoria germana con el fin de proteger sus intereses privados. Ninguna de estas reacciones habría contribuido a la disposición de la aristocracia a pagar los impuestos. El Estado se hizo más débil en la misma medida. Tuvo problemas económicos desde muy al principio del siglo V, pero las cosas se pusieron peor. En el 444-445, Valentiniano III, en una de las leyes más significativas del Bajo Imperio, confesaba que las «agotadoras circunstancias y la afligida condición del Estado» le hacían imposible pagar al ejército, y que consideraba imposible aumentar el impuesto sobre la tierra –en lugar de eso, estableció un impuesto sobre las ventas, aunque resulta más dudoso en cuánto subió. Los vándalos estaban ahora plenamente al mando de África, el principal granero de Occidente, y los problemas de Valentiniano, en gran medida, provenían de ello, pero la evolución descrita por Salviano debió de ponerlos fuera de control. Mayoriano, en el 458, admitió la derrota tan completamente que condonó todos los atrasos pendientes en la tributación debido a la pobreza provincial. En la década de 470, cada región de Occidente tenía sus propios gobernantes bárbaros; el Estado unitario occidental había dejado de existir.20

Los nuevos estados germánicos no eran aún feudales. La oligarquía que controlaba cada uno de los estados-sucesores intentaba mantener los mecanismos financieros del Imperio hasta donde podía. Ello, al menos, muestra que ningún aristócrata que aceptara el gobierno germano, más o menos a regañadientes, podía haber actuado con la esperanza de que esto sólo significaría el final de las funciones recaudadoras del Estado. Casi todos los estados de Occidente en el 500 d. C. recaudaban impuestos: los vándalos en África, los visigodos en Hispania y sur de la Galia, los ostrogodos en Italia, los burgundios y francos en el sureste y norte de la Galia. (Por ahora no sabemos nada de Gran Bretaña.) Tal fiscalidad tuvo éxito en la medida de la fuerza interna de los reinos afectados. Los ostrogodos, cuyos mecanismos de gobierno están bien documentados, fueron aparentemente bastante más afortunados en Italia que cualquier emperador desde el siglo IV. No podemos, sin embargo, esperar la misma efectividad en muchos otros lugares. Había una diferencia crucial: la base financiera del ejército. El ejército constituía la principal partida de gasto para el Estado tardorromano, y fuera de Italia (donde estaban ancladas Roma y la burocracia central) casi la única partida realmente importante. El establecimiento político de cada Estado germánico supuso, sin embargo, que los germanos formaban el ejército, y estos nuevos ejércitos estaban basados en la tierra –es decir, en la propiedad de la tierra. El gasto principal del Estado fue suprimido de un solo golpe. La fiscalidad fue aquí inmediatamente sustituida por la renta: la conclusión lógica de los rechazos y evasiones del siglo anterior. Los germanos ocuparon de un tercio a dos tercios de la tierra, según parece; aunque posiblemente no pudieron ocupar todas las tierras del Imperio (en lugar de eso, en Italia las haciendas no ocupadas pagaban impuestos), no es necesariamente cierto que el establecimiento fuera algo de lo que los aristócratas romanos se beneficiaran mucho. No obstante, el balance de la economía cambió. Probablemente es en este punto, como veremos, donde las relaciones feudales se hacen más importantes que las antiguas: era menos fácil evadir los tributos germanos que los imperiales. Y aunque la tributación se mantuvo, su escala fue inevitablemente bastante menor.21

La fiscalidad siguió siendo esencial para los primeros estados-sucesores germánicos. La concepción global del Estado, asequible a los reyes germanos de los siglos V a VI, implicaba la capacidad de recaudar impuestos; el primer Estado germánico importante que la excluyó no apareció hasta que los lombardos ocuparon la mayor parte de Italia después del 568. Las leyes y los documentos administrativos ostrogodos y visigodos muestran la continuada importancia y complejidad organizativa de los mecanismos de tributación. Pero con el ejército separado de la fiscalidad del gobierno central, el proceso se hizo más marginal. Esto se ve mejor al examinar la fiscalidad de los francos, la que tuvo más éxito (aunque casi la más primitiva) entre los pueblos sucesores en Occidente y la única que presenta una continuidad no interrumpida de desarrollo histórico hasta un período en que el impuesto no se exigía en serio. La evidencia franca es también más significativa, pues a diferencia de la de los reinos godos no se limita a idealizaciones administrativas; tenemos una idea de las reacciones del pueblo ante ella.

No hay duda de que los reyes merovingios exigieron un impuesto sobre la tierra durante largo tiempo. La fiscalidad y sus problemas son un motivo común en las obras de Gregorio de Tours a finales del siglo VI, y en las vidas de santos del siglo VII. El recaudador de impuestos de Teodeberto I, el romano Partenio, fue asesinado por la multitud de Tréveris a la muerte de su rey en el 548. Los intentos de Chilperico I para imponer nuevos y crecientes impuestos le trajeron una sublevación en Limoges en el 579 y (dice Gregorio) la muerte de sus hijos en la peste de 580. El propio Gregorio defendía en el 589 la exención de impuestos de Tours que sus predecesores habían logrado para la ciudad, pero el obispo de Poitiers en el mismo año consideró necesario que los registros de impuestos de Poitiers se revisaran para rectificar la sobreimposición de viudas y huérfanos. El impuesto, entonces, todavía se sentía como gravoso. Era también algo universalmente impopular. Los obispos intentaron lograr la exención para sus ciudades, y los abades hicieron otro tanto para sus monasterios, generalmente con éxito. Las vidas de santos del siglo VII lo subrayan: no sólo la creciente tributación excita la cólera de los santos, sino cualquier fiscalidad. Sin embargo, las esquemáticas referencias que poseemos nos indican que los niveles de fiscalidad habían caído dramáticamente desde época romana hasta situarse por debajo del diez por ciento de la cosecha. Globalmente, el predominio económico de la fiscalidad se había desvanecido. Y la toma de postura popular ante la legitimidad de la fiscalidad estaba también cambiando completamente; incluso un nivel de fiscalidad tan relativamente bajo como éste era inaceptable. Los merovingios eran fuertes e impusieron tributos mientras pudieron, esto es, a lo largo de la mayor parte del siglo VII al menos. Pero no pudieron ocultar el hecho de que la tributación no tenía ya ningún otro propósito más que el exagerado enriquecimiento de los reyes; esto, en efecto, debe explicar su creciente pérdida de legitimidad. Apenas había ya en qué gastarlo. El ejército se estableció en la tierra; la administración (excepto el propio mecanismo de recaudación de impuestos) era rudimentaria con respecto a los niveles romanos; las vastas tierras fiscales que controlaban los reyes eran suficientes para sus necesidades cotidianas. Lo único para lo que servía el sistema fiscal era para entregarlo como dones, en particular como exenciones a la Iglesia, y obtener una ganancia política a corto (o largo) plazo. Pero al hacer esto, los merovingios estaban ya hablando el lenguaje de las relaciones sociales feudales. El impuesto sobre la tierra se convirtió simplemente en una parte de los recursos del fisco, igual que un dominio o un portazgo; los merovingios los concedieron indiferentemente. En el período carolingio todo lo que quedaba del impuesto sobre la tierra era una serie de fragmentos con diferentes nombres regionales, como el impuesto sobre el ganado (inferenda) pagado en Maine y Poitou en los siglos VII y VIII, o el osterstopha (un tribuno anual) de Alamania y Renania, o el «tributo de un cuadragésimo», el tributum quadragesimale en la Galicia (exvisigótica) del siglo X: sus orígenes se perdieron para el recuerdo.22

* * *

Lo que acabamos de ver, de hecho, son las líneas maestras de la historia de la fiscalidad del Bajo Imperio Romano en Occidente. En el resto de este apartado intentaré retroceder y describir lo que sucedió en términos más generales, estructurales, antes de trazar una impresión sobre los modelos iniciales de la formación social feudal que surgió a principios del período medieval.

El primer punto que se debe destacar es que no estamos ocupándonos de la mera sustitución de un modo de producción por otro. El modo antiguo coexistió con el modo feudal desde el siglo IV al VIII; esto es, la extracción del excedente se producía en dos procesos separables, mediante el impuesto y la renta, el uno destinado a un poder público distante (mediatizado a través de las ciudades, al menos mientras duró el Imperio), el otro a un señor más inmediato, aunque a menudo ausente. Las relaciones del campesino con el Estado y el señor eran fundamentalmente diferentes, pudiendo describirse la diferencia en términos de oposición entre lo público y lo privado, en los niveles de la propiedad y las finanzas, y también de lealtad, interés y obligación. Ambos modos coexistieron entonces –de modo antagónico– en la misma formación social. Lo que sucedió, como he dicho, fue simplemente que el equilibrio cambió; el modo dominante se trasladó del antiguo al feudal.

Tenemos que preguntarnos cuándo ocurrió esto y, además, cómo sabemos que ocurrió. Puesto que la plena fuerza del cambio radica en su efecto sobre las estructuras sociales, a través de los cambios en esas estructuras podemos ver cómo se produjo. Ciertamente, el cambio no fue puramente cuantitativo, es decir, el peso relativo del impuesto y de la renta; tal afirmación sería extremadamente mecanicista, al reducir un completo sistema a un reflejo de una serie de relaciones estadísticas (no descubribles). El hecho de que el impuesto llegase a ser menos importante económicamente que la renta se convierte de nuevo en algo obviamente crucial, pero la clave para el cambio reside, en su mayor parte, en cómo se produjo esto y qué nos muestra sobre las relaciones entre los terratenientes y el Estado. Por otro lado, sería igualmente erróneo buscar el momento del cambio a través de un análisis de las intenciones o de la ideología del propio Estado, ya que, como veremos, éste se mantuvo en su forma romana tanto como le fue posible, hasta la caída de los carolingios. Podemos ver mejor el cambio a través del control que tuvo el Estado sobre las relaciones sociales.

El dominio del Estado como modo antiguo se expresaba directamente a través de su organización de la estratificación social. La fuerza explotadora en el Estado romano fue el poder público; el estatus era importante precisamente porque regulaba el acceso a este poder y así, en sus niveles más altos, a los recursos de la fiscalidad –al igual que, en el otro extremo, la obligación de pagar. Ya hemos visto que el Estado controlaba esto último mediante la adscripción del campesinado; ciertamente esto escapó al control de los estados germánicos. Pero la pérdida del control del Estado sobre la aristocracia hizo el proceso más evidente. En el siglo IV, jerarquía y estatus eran conceptos legalmente reconocidos, vinculados directamente en sus niveles más altos a la posesión de oficios del Estado (o a cualquier posesión de oficios senatoriales, teóricamente parte del Estado, pero quizá ya parcialmente alejados del control gubernamental). Las categorías más directamente vinculadas a la riqueza en sí misma eran extremadamente imprecisas (por ejemplo, honestior y humilior); fue la red de títulos oficiales, las categorías más útiles para el Estado, lo que estratificó la sociedad aristocrática. En el siglo VI, aparte quizá de en la Italia ostrogoda, ya no se dio. La complicada terminología utilizada para la posesión de oficios y la jerarquía senatorial en la época tardorromana habían desaparecido. Gregorio de Tours utiliza la palabra senator para cualquier gran propietario romano. Incluso las rivalidades, de apariencia muy romana, por los oficios de la ciudad que describe en sus historias, se mencionan sobre todo en términos de relaciones de poder y patrocinio de los grandes propietarios.23 Los terratenientes ambicionaban oficios y estatus, es cierto, y ello estaba en manos de los reyes, pero el oficio no se buscaba porque comportase una relación intrínseca con el Estado: su valor estaba más en la tierra que llevaba consigo. De modo creciente, el estatus se convirtió en algo sin sentido cuando se separó de la propiedad de tierra, y la propiedad de tierra trajo consigo un estatus independiente de la intervención real. Sólo los más poderosos de los carolingios pudieron conceder a sus hombres oficios y poder sin darles tierras, e incluso entonces sólo en el gobierno central. Incluso los gobiernos más fuertes perdieron la implicación directa del Estado sobre el estatus y su control. El cambio puede expresarse simplemente en términos materiales: un funcionario del siglo IV, a menos que fuera excepcional y personalmente rico, conseguía más de su cargo en términos de riqueza y estatus que de la propiedad de la tierra. Desde el siglo VI, sin embargo, esto sólo era cierto en tanto que los oficios comportaban tierras; a la larga ambos llegaron a ser lo mismo.

Para la mayor parte de Occidente ello sitúa el momento de cambio en el siglo V, lo cual no es sorprendente, aunque sí inconveniente, pues es con mucho el siglo más oscuro del período tardorromano. El siglo V fue el momento en el que se fracturó el poder del Estado sobre las relaciones de producción, al menos en la Galia. (En Italia el cambio se produjo más tarde, con las guerras de los años 535-605.) A partir de entonces, la propiedad privada de la tierra ya no fue un medio para conseguir poder; fue el poder mismo. Hemos visto que los terratenientes evadieron impuestos y que esto provocó que los recursos, y por tanto, la atracción, del Estado se agotaran; vino un tiempo en el que lo intentaron no sólo mediante la manipulación de su posición en el Estado, sino directamente mediante su posición como terratenientes. No sabemos el momento exacto –durante más de un siglo los historiadores han estado buscando un momento equivalente, como entre el feudalismo y el capitalismo, sin éxito–, pero creo que puede considerarse implícito en el decreto de Valentiniano del 444 y en los discursos de Salviano, que de modo significativo, a diferencia de los de Libanio, dejan de hablar de la posesión de oficios cuando pasan del tema de la fiscalidad al de la evasión. No podemos ir más allá.24

En este punto tenemos que volver al problema de las causas subyacentes. Está claro que el cambio no fue inevitable, pues no ocurrió en Oriente. La propiedad de tierra a gran escala estaba, es cierto, probablemente más extendida en Occidente que en Oriente, y se expandía independientemente de los problemas de tributación, al renunciar a sus tierras los campesinos propietarios cuando la desgracia les golpeaba en forma de malas cosechas o de guerras; la balanza entre el Estado y la propiedad privada de la tierra se desequilibró en contra del Estado. Por otro lado, las principales familias aristocráticas eran más poderosas en el Estado en los siglos IV y V en Occidente que en Oriente; tenían más interés en él, aun cuando este interés se utilizase de modo creciente en sus intereses privados. Repetimos los puntos antes señalados: las guerras inclinaron la balanza al desafiar la dirección del Estado; el Estado tenía menos ventajas para la aristocracia como protector y fuente de beneficios, y su hegemonía ideológica, como el núcleo natural e inevitable de actividad política, fue cuestionada. Como la posesión de la tierra (el modo feudal) era ya el elemento más sólido en la sociedad romana, la aristocracia pudo refugiarse en ella.

Con la aristocracia vacilante, el campesinado tuvo también la oportunidad de reaccionar, apuntalando las acciones u omisiones de la aristocracia. Para cuando llegaron finalmente los asentamientos germánicos, el predominio de la imposición tributaria estaba ya fracturándose. Sin embargo, debe ponerse de relieve que esto no es una explicación de por qué el Imperio fue reemplazado por los estados-sucesores germánicos; ello fue ante todo un problema político y militar (aunque tuvieran algo que ver en ello los ingresos disponibles para el ejército romano, al igual que la preparación de los campesinos romanos que servían en él). Es, más bien, una explicación de por qué, cuando ocurrió, los estados-sucesores fracasaron al tomar la forma del Estado romano en microcosmos, como en teoría pudieron haberlo hecho fácilmente y como quizá lo hicieron los ostrogodos en Italia durante un tiempo.25 Las jerarquías germánicas en cada reino estaban ciertamente bastante romanizadas (en términos sociales, si no culturales) para aceptar tal sistema. Fue porque los mecanismos de imposición de tributos, la base del modo antiguo, estaban ya fracasando, por lo que los ejércitos germánicos acabaron en la tierra. Las aristocracias germánicas excluyeron del poder estatal a muchos miembros de la aristocracia romana, y por lo tanto a menudo los reemplazaron como patronos, pero también se establecieron, en consecuencia, no como oficiales, sino como grandes propietarios. El impacto de la guerra había puesto al descubierto las contradicciones existentes en el corazón de la sociedad romana de Occidente, y un modo consiguió el dominio sobre el otro. Los motores de una tal coyuntura no son desconocidos en otros lugares: Rusia en 1917 presenta algunos paralelismos.

La conclusión debería ser muy evidente a partir de este análisis: no considero que el modo feudal, o incluso la formación social feudal, sea una síntesis entre lo romano y lo germano, como dirían Anderson y otros, e incluso como lo dijeron en más de una ocasión Marx y Engels. La cultura y los valores de comienzos de la Edad Media estaban profundamente influenciados por los germanos –la ideología de señorío, por ejemplo, terminó en el vasallaje; pero ése es un asunto completamente diferente. El feudalismo estaba ya presente en el Imperio Romano como un sistema económico subsidiario mucho antes de que llegaran los germanos, y en la medida en que los invasores germanos tuvieron cosas tales como una aristocracia basada en la tierra, éstas se produjeron en gran parte por la influencia romana. La sociedad germana tradicional había sido antes cuasi igualitaria, con elementos comunales que persistieron largo tiempo; Marx lo llama a veces modo germánico y ciertamente fue un modo definible dentro del conjunto de sistemas no jerarquizados inadecuadamente analizados por Marx, que él llamó comunismo primitivo, aunque llamarlo germánico es probablemente demasiado restrictivo –de hecho, las comunidades más marginales de gran parte del suroeste de Europa mantuvieron una estructura cuasi igualitaria similar, centrada en alguna forma de propiedad comunal hasta bien entrado el período medieval.26 Pero el modo de producción feudal y las relaciones sociales feudales no surgieron de aquí; sólo algunos de los aspectos institucionales del Estado feudal y de su ideología tuvieron alguna influencia suya –la relación entre el Estado y el campesinado libre, por ejemplo. La pervivencia económica del modo germánico en zonas del Imperio donde parece que los campesinos germanos se habían asentado en masa –la Inglaterra anglosajona, Renania y (probablemente) Baviera– sólo añadió un modo subsidiario a la formación social feudal, que ya tenía la supremacía en todas estas áreas en el 500 o un poco después; y desde la sólida base territorial de las antiguas provincias romanas el feudalismo se extendió lentamente dentro de la antigua «Germania libre» (Francia orientalis y Sajonia) y eventualmente (pero mucho menos completamente y con un desarrollo genuino independiente) en Escandinavia. Todo lo que la victoria del feudalismo y el fin de la fiscalidad significan en este contexto es que por todas partes comunidades campesinas sin una propiedad de la tierra significativamente importante (esto es, comunidades que habían pagado antiguamente impuestos y por tanto formaban parte del modo antiguo) volvieron a los sistemas económicos preexistentes no explotadores; estos sistemas, faltos de cualquier forma de tenencia dependiente, aún no estaban englobados en el modo de producción feudal. Las comunidades campesinas de este tipo, germanas y no germanas, sobrevivieron al lado del modo feudal, aunque subordinadas a él en la formación social en su conjunto, mientras tuvieron la fuerza local para hacerlo, y la tuvieron durante muchos siglos.27

III

La base empírica de lo anterior es bien conocida por quienes han estudiado el período, incluso superficialmente, tanto marxistas como no marxistas. Lo que me ha preocupado ha sido centrar el debate en la importancia crucial de la extracción del excedente y en el poder de imposición del Estado, para caracterizar la estructura socioeconómica global del período. A este respecto, es literalmente cierto que la crisis del Estado es la crisis del mundo antiguo. Cuando los mecanismos de tributación se derrumbaron, las columnas cedieron y el frontón se rompió y cayó; apenas podemos ver los siglos V y VI a causa del polvo. Los estados que siguieron que no estaban basados en la fiscalidad, como el Estado lombardo en Italia y el Estado carolingio en Francia,28 eran totalmente diferentes, basados esencialmente en la propiedad de la tierra más que en la imposición de tributos, con relaciones respecto a su aristocracia y campesinado crucialmente diferentes. La ausencia de tributación rompió la continuidad global de las funciones del Estado desde el período romano; todo lo que permaneció fueron valores e imágenes. He abordado las implicaciones italianas en otro lugar;29 aquí, como antes, me referiré más a los ejemplos francos.

La herencia del Imperio se ve más claramente en la historia de la ideología del Estado hasta el siglo XI, tanto en el nivel local como en el nacional. En el plano local está mejor representada por la historia de la ciudad. La ciudad bajo el Imperio fue una fuerza real de atracción a causa de su papel en la recaudación de tributos, y el centro urbano tardorromano de la aristocracia y de los valores aristocráticos surgió de aquí. Cuando la tributación dejó de existir, las ciudades actuaron como centros sólo por motivos ideológicos. Los obispos, herederos conscientes de la tradición romana, vivieron en ellas en todas partes; esto, al menos, tuvo como resultado una cierta persistencia de la actividad administrativa. Los aristócratas también pudieron elegir seguir viviendo en las ciudades y centrar sus rivalidades políticas en un escenario urbano; si lo hicieron, las ciudades conservaron su importancia político-administrativa y comercial (o gran parte de ella), a menudo hasta el despegue comercial de los siglos X y XI. Pero la aristocracia sólo eligió actuar así en algunas zonas de Occidente: en Italia, sur de la Galia y sur y este de Hispania. Tal elección es con mayor o menor exactitud un índice de la romanización completa de una zona: nunca totalmente alcanzada al norte del Loira, casi inexistente al norte de los Alpes y en Gran Bretaña, pero casi completa en zonas donde el recuerdo de Roma era la piedra de toque de su autoidentificación.30 La posibilidad de construir o no construir una plena sociedad urbana mediante tal elección subraya el carácter ideológico en última instancia, aunque también muestra cuánto peso institucional puede tener con frecuencia la ideología.

El peso institucional de la ideología se manifestó de modo más importante en el nivel del gobierno central. No hay duda de las implicaciones y ambiciones públicas del Estado carolingio, y de la hegemonía, ampliamente difundida, de su cometido central en su momento culminante bajo Carlomagno y también bajo su hijo Luis el Piadoso, a finales del siglo VIII y comienzos del IX, puesto de relieve por el notable impacto educativo y propagandístico del Renacimiento carolingio y puede añadirse que alimentado por la riqueza casi romana de los reyes en el momento de sus más grandes éxitos militares. Este cometido, el sentido de la naturaleza pública del Estado, de los funcionarios, de la responsabilidad política, es casi puramente romano, y dice mucho a favor de la autoridad residual de los merovingios y del recuerdo del poder regio de los francos en el siglo VI (al igual que la fuerza de los valores romanos en la Iglesia), que pudo haber sobrevivido en la Galia romanogermana del norte, de entre todos los lugares, e incluso extendido su influencia a la Inglaterra anglosajona. (Los lombardos lo mantuvieron también con poca dificultad, y en todo el Imperio carolingio estuvo más firmemente arraigado en Italia.) La única característica germánica de su Estado (e incluso ésta tenía elementos romanos) fueron sus lazos conscientes con todos los hombres libres del reino, descendientes nominalmente de los guerreros asentados en los siglos V y VI; esto fue ciertamente clave para la legitimidad del Estado, pero no para la concepción de sus funciones. El Estado carolingio obtuvo una amplia aceptación de sus aristocracias en el momento de su máximo éxito y también de modo sorprendente mucho después.31 Pero este éxito dependía directamente de tal aceptación. Cuando el Estado tardorromano perdió su aceptación, a la larga se desmoronó, pero el proceso estuvo en marcha mucho tiempo y estuvo muy mediatizado, pues el Estado se basaba en un proceso económico directo de extracción del excedente. El Estado carolingio, sin embargo, se basaba en la tierra, como ocurría con las clases superiores; el poder económico personal de un noble carolingio se fundamentaba así exactamente en la misma base que el de su rey. El único camino de los reyes para poder ejercer su poder era obtener y confiar en la lealtad de la aristocracia: tenían que comprarla. Al principio podían hacerlo a cambio de los oficios, que aún proporcionaban un buen estatus a los aristócratas, y de tierra; pero de modo creciente, cuando las continuas guerras de los siglos VIII al X socavaron una vez más la hegemonía de los reyes, con tierra sobre todo. En el norte de Francia ésta la tenían condicionadamente, «feudalmente», con las obligaciones personales que les vinculaban y tenían una fuerza moral legítima; en Italia y en otras partes la tierra era concedida a menudo de manera plena o arrendada –la distinción no nos importa aquí. Pero el Estado perdía cada vez más tierra, y, por tanto, más poder. Se puede añadir que perdía al mismo tiempo sus lazos con el campesinado, puesto que las obligaciones militares tendían a limitarse a las clientelas aristocráticas. Cuando la aristocracia perdió su interés por el Estado, éste simplemente desapareció. En la crisis final del Estado, digamos en el siglo XI en Francia, lo público se disolvió en lo privado tanto en el plano político-ideológico como en el económico. La tradición romanocarolingia de los poderes y las responsabilidades del Estado desapareció o se transformó en algo nuevo: el sistema privatizado o contractual basado en el señorío personal que tradicionalmente se denomina «feudovasallático» o simplemente «feudal».

Las formas del feudalismo

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