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INTRODUCCIÓN

1. La obra filosófica de Cicerón

Marco Tulio Cicerón escribió hacia el final de su vida, entre el 45 y el 44 a. C., más de una docena de tratados de contenido filosófico 1 . Esta labor coincidió con un periodo de honda preocupación para el autor. Tras divorciarse de su esposa Terencia y contraer nuevas nupcias con la joven Publilia, Cicerón veía fallecer a su querida hija Tulia 2 . Poco después se separaba de su segunda esposa y comenzaba a sufrir las consecuencias de una larga serie de conflictos familiares: difícil relación con su hijo Marco, mal entendimiento con su hermano —y compañero de fatigas políticas— Quinto, conflictos con el hijo de éste y con su propio yerno Dolabela, etc. 3 . También en el ámbito político se produjeron por entonces acontecimientos muy desfavorables para el orador, como el ascenso de César al poder tras su victoria sobre Pompeyo (48), con la desaparición consiguiente del régimen republicano, o como la formación, una vez muerto el dictador (44), del segundo triunvirato, desde el que Marco Antonio ordenará, finalmente, el asesinato del arpinate 4 .

No cabe duda de que tantas tribulaciones de carácter personal habían de hacer mella en un espíritu inquieto como el de Cicerón, quien, pese a haber mostrado desde joven un vivo interés por la filosofía, hubo de esperar hasta estos años de vejez para poder desarrollar de manera sistemática sus estudios en la materia 5 . Cicerón cumplía así varios objetivos a un tiempo: remediaba, en cierta medida, el dolor que le producía la muerte de Tulia (el autor se refirió a menudo a esta función puramente lenitiva de su actividad literaria: cf., por ejemplo, Ac. I 11; Nat. I 9; Cartas a Ático XII 14, 3 y 44, 4), se distanciaba temporalmente —aunque más bien a su pesar— de la ajetreada vida política de Roma, tan decepcionante para él en aquellos momentos, y, por último, llevaba a cabo —aunque fuera sin la calma y sin la brillantez que él mismo habría deseado— uno de sus planes más ambiciosos, como era el de aportar a la sociedad romana un corpus filosófico extenso, escrito en latín y de cierta calidad literaria (acerca de esta intención cívico-didáctica cf. Ac. I 11; Del supremo bien y del supremo mal I 10; Nat. I 7; Div. II 4; Sobre los deberes I 1).

La abundante producción filosófica de Cicerón durante esta época puede sintetizarse así 6 :

Año 45:

— Marzo: Consolatio, conclusión del Hortensius.

— Mayo: conclusión de los Academica priora (Catulus y Lucullus) e inicio de una segunda versión de la obra 7 ; comienzo del De finibus.

— Junio: conclusión de los Academica posteriora, conclusión del De finibus.

— Julio: Tusculanae disputationes (terminadas probablemente en agosto), traducción del Timeo platónico (27d-47b) 8 .

— Noviembre: conclusión del De natura deorum (iniciado durante el verano), Cato Maior de senectute (terminado, probablemente, a principios del 44, antes del asesinato de César).

Año 44:

— Marzo: probable conclusión del De divinatione (con adiciones posteriores al asesinato de César).

— Junio: conclusión del De fato.

— Julio: De gloria, Topica, Laelius de amicitia (concluido a principios del verano del 44, antes del viaje de Cicerón a Grecia, o entre septiembre y octubre de ese mismo año, tras su regreso a Roma).

— Noviembre: De officiis (libros primero y segundo; conclusión del libro tercero a principios de diciembre).

La redacción final de los tratados ciceronianos de contenido filosófico-religioso (De natura deorum, De divinatione y De fato; Nat., Div. y Fat., respectivamente) ha de situarse, por tanto, en los meses que transcurren entre mediados del año 45 y junio del 44, si bien la intención de escribirlos pudo surgir mucho antes. Como en tantos otros casos, no cabe determinar con exactitud el momento en que estos tratados fueron publicados definitivamente, es decir, en un número significativo de copias y tras un periodo de cierta divulgación entre los círculos eruditos romanos 9 .

Pese a la gran variedad de contenidos de su obra filosófica, Cicerón era consciente del carácter sistemático que ésta ofrecía, como puso de manifiesto al esbozar una ordenación de la mayoría de sus escritos en el prólogo al libro segundo del tratado Sobre la adivinación (II 1-4). El autor distingue en él tres grupos, de acuerdo con una clasificación bastante coherente 10 : en el primero de ellos se incluyen las obras de carácter específicamente filosófico, mencionadas en sucesión cronológica (Hortensius, Academici libri, De finibus bonorum et malorum, Tusculanae disputationes, De natura deorum, De divinatione y —todavía in animo, según sus palabras— De fato); el segundo grupo está formado por escritos de distintas épocas y que no se hallaban integrados, propiamente, en su proyecto filosófico de estos últimos años (De re publica, Consolatio, Cato Maior de senectute y Cato); en el tercer y último grupo se incluyen los tratados sobre retórica (De oratore, Brutus y Orator), una materia de especial relevancia para el autor, convencido de que la verdadera elocuencia no podía prescindir de la filosofía (‘madre de todo buen hacer y de todo buen decir’, según Brut. 322), al igual que la filosofía necesitaba de la elocuencia para adquirir su expresión idónea (cf. Inv. I 5). Cicerón, que procuró durante toda su vida pública conciliar de una manera eficaz la teoría y la práctica, es decir, el pensamiento y la acción política (dominios que él veía encarnados en las figuras de Platón y de Demóstenes, respectivamente 11 ), consideraba como una tarea esencial del filósofo la de saber conjugar sapientia y eloquentia, y esta aspiración es la que determinó también, en gran medida, la realización de su obra literaria (cf. Inv. I 1; De or. III 142; Tusc. I 7; Fat. 3) 12 . En su actitud estaba implícita, naturalmente, la idea de corte platónico de que el philosophus, en cuanto sapiens o doctus orator, ha de asumir el compromiso de respetar la tradición (mos maiorum) y de defender la rectitud moral (cf. Tusc. V 5: o vitae philosophia dux, o virtutis indagatrix expultrixque vitiorum!), recurriendo para ello al ejercicio de la retórica propia de los filósofos (rhetorica philosophorum, más elevada que la de carácter judicial o forensis, según se desprende de Del supremo bien y del supremo mal II 17; Nat. III 9).

No podemos entrar a discutir cuál ha sido el alcance real de la aportación de Cicerón a la filosofía romana en particular o a la historia del pensamiento en general. Su acierto se ha puesto en duda con frecuencia, llegándose a cuestionar —en términos a veces muy injustos— la originalidad, la calidad e incluso la licitud de su empresa 13 . En realidad, resulta difícil rebatir el perfil poco entusiasta que suele trazarse, en términos absolutos, del legado propiamente filosófico de Cicerón, tanto por la relativa superficialidad e inconsistencia teórica de tal legado —condiciones que han solido achacarse al talante ‘escéptico’ y ‘ecléctico’ de su autor 14 —, como por la insuficiente elaboración formal a la que, por distintas razones, fue sometido. Como se sabe, ni el ideario de Cicerón —que ha de inscribirse, básicamente, en los postulados de la Academia tardía 15 — era demasiado rígido en materia filosófica, ni el método de indagación que empleó por lo general —de un pragmatismo muy romano, basado sobre todo en la contraposición sistemática de argumentos (disputatio in utramque partem; cf. Nat. I 11; Fat. 1)— era el más adecuado para una exposición rigurosa y detallada de sus propias creencias. Ello no significa que no las tuviera, o que fuese pesimista respecto a las posibilidades de una aproximación objetiva a la verdad, entendida siempre por él como la mayor y más bella de las aspiraciones (cf. Del supremo bien y del supremo mal I 3: «no cabe límite alguno en la persecución de la verdad, si ésta no ha llegado a encontrarse; y cansarse de buscar es un oprobio, cuando es tan bello lo que se busca»). Según se desprende de sus propios textos, Cicerón consideraba que la distinción entre lo verdadero y lo falso entraña dificultad, pero no es imposible (cf. Nat. I 12), y que, en cualquier caso, el filósofo siempre podía limitarse a investigar lo meramente ‘probable’ (probabile) o ‘verosímil’ (veri simile), sin someterse a ataduras de escuela y ejercitando, de esa manera, su propia libertad intelectual (cf. Tusc. V 33: «nosotros vivimos al día, y decimos todo aquello que, con apariencia de probable, ha llegado a impresionar nuestro espíritu; así es como sólo nosotros conseguimos ser libres»). Sobre estos últimos conceptos, de gran significación epistemológica para nuestro autor (cf., por ejemplo, Luc. 32), en cuanto que hacían de la filosofía algo más que la plasmación de un mero ‘afán de polémica’ (studium disserendi, como se apunta a propósito del académico Cota en Div. I 8), se basó también buena parte de su teoría político-moral 16 .

Pese a la sincera admiración que sentía por figuras del pensamiento ya clásicas por entonces, como la de Platón (deus ille noster, según Cartas a Ático IV 16, 3) 17 o la de Aristóteles (princeps philosophorum, una vez exceptuado Platón, según declara Pisón en Del supremo bien y del supremo mal V 7) 18 , la intención última de Cicerón nunca fue, seguramente, la de especular como lo hicieron los filósofos griegos en los que se inspiraba. Su objetivo parece haber sido más bien el de ofrecer a sus conciudadanos —muy mal pertrechados, todavía, en materia filosófica— una obra comprensible, útil y adecuada a las necesidades de la Roma de su tiempo, parte de cuya intelectualidad no terminaba de ver con buenos ojos el cultivo de una disciplina foránea como la filosófica (cuya lenta penetración en Italia se produjo, sobre todo, a raíz de la toma de Atenas por parte de Sila, en el año 88, pero que había comenzado a abrirse camino desde mediados del siglo II 19 ).

Según suele reconocerse hoy, la obra filosófica ciceroniana es de un mérito innegable como producción literaria en sí. Se trata, al fin y al cabo, de la obra vastísima de un autor esencial, capaz de ejecutar —prácticamente ex nihilo y pese a la indiferencia o la franca animadversión de parte de sus compatriotas— un proyecto inteligente y riguroso, de enorme importancia para las letras romanas y que fue de gran trascendencia para la cultura occidental.

2. La literatura filosófica romana en época de Cicerón

La obra filosófica ciceroniana contó con muy escasos precedentes en Roma. El género apenas había podido arraigar en un ambiente cultural en el que todavía tendía a confundirse filosofía con especulación sofística, y en el que no llegó a calar lo suficiente el empeño de pioneros tan ilustres como el propio Enio 20 . Cuando Cicerón redactó su obra, las dos corrientes de pensamiento de mayor éxito en Roma eran el epicureísmo y el estoicismo, o, más bien, lo que quedaba de estas doctrinas helenísticas, una vez difuminados en gran medida sus postulados originales, como consecuencia del eclecticismo general dominante y de la considerable erosión ejercida por el influjo simplificador de las interpretaciones de carácter popular. Ambas escuelas, que se percibían en cierto modo como antitéticas, resultaban insatisfactorias para él. El epicureísmo, pese al crédito de que gozaba en ciertos ámbitos eruditos 21 y pese a la autoridad literaria que había pretendido conferirle Lucrecio con su grandioso poema De rerum natura 22 (obra que se sumaba al arduo trabajo ya realizado previamente por los numerosos cultivadores romanos del Jardín) 23 , había despertado desde siempre un enérgico y determinante rechazo por parte de nuestro autor, debido a buen seguro al perfil ideológico de esta escuela, profundamente materialista, reacia a la asunción de cualquier compromiso político por parte de sus seguidores, y que no apreciaba, en apariencia, otro bien que la voluptas 24 . El estoicismo, mucho más afín a la ideología de Cicerón —sobre todo en el terreno moral—, pero de una rigidez doctrinal muy ajena a su talante, tampoco terminaba de constituir para él un sistema filosófico totalmente asumible (Cicerón critica con frecuencia a los estoicos —con la ilustre excepción de Panecio— por su adrogantia, por su concepto de providentia, por su tendencia a la superstición y por su rigorismo ético, caracterizado por considerar la virtus como el único bien posible) 25 . Resulta evidente, por lo demás, que el recurso a otro tipo de escuelas de escaso arraigo en Roma por entonces, como la pitagórica o la peripatética 26 , tampoco era suficiente para realizar el tipo de investigación filosófica que requería el proyecto ciceroniano, abocado a adoptar una perspectiva mucho más abierta y plural desde el punto de vista metodológico.

En cualquier caso, son todas estas corrientes de pensamiento (íntimamente relacionadas entre sí, en cuanto que se proponían dar solución a una misma serie de problemas) las que configuran el repertorio de fuentes al que tendrá que recurrir el académico Cicerón para la confección de su obra, una suma filosófica que, pese a prestar atención a doctrinas muy heterogéneas, no cabe concebir como un mero pastiche de opiniones enfrentadas. Su autor conocía los fundamentos teóricos de cada escuela lo suficiente como para poder sintetizarlos de manera correcta y coherente, de modo que, pese a haberse servido en ocasiones de manuales, epítomes, repertorios doxográficos, colecciones de placita, etc., y, pese a testimonios como el de Cartas a Ático XII 52, 3, donde Cicerón calificaba su trabajo de mera copia (apógrapha sunt, minore labore fiunt; verba tantum adfero, quibus abundo), su obra refleja una elaboración personal muy intensa, basada en la selección rigurosa de fuentes y en la interpretación crítica de éstas, como también se desprende del propio testimonio del autor al respecto (cf., por ejemplo, Del supremo bien y del supremo mal I 6; Off. I 6) 27 . No ha de olvidarse que en su selección de materiales también debieron de influir poderosamente los maestros a los que, una vez adquirida su formación inicial, bajo la supervisión de Quinto Mucio Escévola (Augur), tuvo acceso nuestro pensador, tanto en Roma (el epicúreo Fedro y el académico Filón) 28 , como en Grecia, que seguía siendo por entonces visita obligada para todo aspirante a una formación intelectual de cierta calidad 29 (en Atenas escuchó al académico Antioco y en Rodas al influyente estoico Posidonio) 30 . Pese a los numerosos avatares de su intensa vida pública, nunca dejó de mantener contacto con filósofos de mayor o menor realce, entre los que podría destacarse al estoico Diódoto, con quien mantuvo una estrecha amistad hasta la muerte de éste, en el año 59 (cf. Brut. 309; Cartas a Ático II 20, 6). Cicerón añadía a esta sólida formación filosófica una biblioteca personal muy bien nutrida, que complementó en ocasiones mediante los préstamos bibliográficos de amistades como Ático o Luculo (cf., por ejemplo, Del supremo bien y del supremo mal III 7).

La labor filosófica de Cicerón se vio dificultada, sin embargo, por la ausencia de una tradición literaria romana en el género. Esta carencia, responsable en última instancia de la relativa insuficiencia del latín de la época como lengua filosófica, fue denunciada por Lucrecio 31 y claramente percibida por Cicerón, sobre todo a raíz del reto que supuso para él la redacción de los Academici libri 32 . A la dificultad intrínseca que —según suele admitirse— suponía el uso de un latín algo rudo todavía para la expresión de contenidos abstractos, apenas paliada por los escarceos terminológicos de la literatura sapiencial precedente, se unía el hecho de que parte de la erudición romana contemporánea, capaz de acceder directamente a las fuentes griegas, advertía las limitaciones de su lengua respecto al modelo que representaba la rica tradición helénica y cuestionaba la necesidad de una tarea como la que Cicerón, con indudable clarividencia, se había propuesto. Entre los detractores de la literatura filosófica en latín ha solido situarse —con bastante injusticia— a Varrón, quien alegaba que los romanos cultos ya leían filosofía en griego, mientras que los menos cultos no lo harían ni siquiera en su propia lengua (según se desprende de Ac. I 4, con réplica posterior de Cicerón en I 9-10; la misma idea se recoge también en Del supremo bien y del supremo mal I l) 33 .

Al llevar a cabo su obra, nuestro autor hizo gala de un profundo sentido del equilibrio, procurando en todo momento dotar al latín de la flexibilidad necesaria para la expresión filosófica, tanto en el ámbito léxico (mediante el enriquecimiento semántico del vocabulario usual latino) 34 como en el sintáctico, pero sin que por ello perdiera su identidad como lengua de Roma. Cicerón recurrió para conseguirlo a una serie de procedimientos bien conocidos, como el empleo de palabras latinas de significado menos técnico que sus correspondientes griegos 35 (incurriendo —deliberadamente a veces— en la inconcinidad léxica; es el caso de pról ē psis en Nat. I 43-44, o el de tantos términos traducidos del griego como se recogen en el Timeo), empleo de perífrasis (cf. Del supremo bien y del supremo mal III 15), transliteración de términos griegos ya sancionados en latín por la consuetudo y por el usus 36 , introducción de neologismos (sunt enim rebus novis nova ponenda nomina, como se afirma en Nat. I 44 y, de manera muy similar, en Ac. I 25), etc.

A propósito de este último procedimiento, ha de destacarse que la presencia de nuevas acuñaciones es relativamente escasa en el conjunto de la obra filosófica de Cicerón, a diferencia de lo que se observa en su obra poética; son, sin embargo, significativas, y, pese a su desigual acierto y, en ocasiones, dudosa necesidad, revelan un notable interés por ampliar el léxico abstracto utilizado en la época 37 : beatitas, beatitudo (Nat. I 95, donde se advierte que utrumque omnino durum, sed usu mollienda nobis verba sunt), comprehendibilis (Ac. I 41; cf. Luc. 17, 31), confatalis (Fat. 30), evidentia (Luc. 17: perspicuitatem aut evidentiam nos, si placet, nominemus, fabricemurque si opus erit verba), indifferens (Del supremo bien y del supremo mal III 53), indi viduum (sc. corpus; Del supremo bien y del supremo mal I 17), indolentia (Del supremo bien y del supremo mal II 11), inmutabilitas (Fat. 17), medietas (Tim. 23), moralis (Fat. 1), opinabilis (Ac. I 31), probabilitas (Luc. 104), qualitas (Ac. I 25; Nat. II 94; este término podría ser, en realidad, una acuñación varroniana), etc. Cicerón iniciaba así un complejo proceso de creación terminológica, que había de prolongarse sin interrupción hasta época humanística. El éxito de la tarea emprendida por nuestro autor y, en general, del método aplicado en ella lo acredita, en última instancia, su buena acogida en la tradición filosófica posterior, para la que la obra ciceroniana constituyó siempre un punto de referencia insustituible 38 .

3. El diálogo filosófico ciceroniano

Como ya hemos señalado, Cicerón se encuentra al iniciar su proyecto filosófico con un campo prácticamente intacto. De hecho, fue en buena medida la escasa calidad formal de las obras epicúreas y estoicas que circulaban por entonces la que le puso ante la necesidad de buscar un vehículo literario apropiado para la realización de su plan 39 . Lo halló en el diálogo, género de rica tradición griega —tanto platónica como aristotélica— y que le permitía poner en práctica, sin excesivas dificultades, los dos objetivos esenciales que se había fijado: abundancia de contenidos y amenidad en la expresión (copiose ornateque, como él mismo apunta en Tusc. I 7; cf., de manera similar, Nat. I 58).

Heredero también en este aspecto de una escasa y pobre tradición propiamente romana 40 , comenzó su trabajo inspirándose en el diálogo de Platón y en el de Heraclides 41 , evolucionando luego hacia el del Aristóteles ‘exotérico’, que se caracterizaba por la inserción de largas intervenciones de carácter expositivo (oratio perpetua, frente al estilo ‘mayéutico’ practicado por Platón; cf. Del supremo bien y del supremo mal I 29), por la anteposición de proemios (cf. Cartas a Ático IV 16, 2), y, finalmente, por la inclusión de personajes contemporáneos, entre los que también podía figurar el propio autor 42 . Recurriendo a este modelo, es decir, según la manera del Aristóteles hoy perdido (more Aristotelio 43 ), Cicerón se veía autorizado a introducir los largos discursos de carácter monológico que sostienen sus personajes (generalmente contemporáneos 44 ), así como sus extensos y elaborados proemios, y, por último, a incluir su participación como interlocutor más o menos activo 45 .

La forma de diálogo adoptada condicionaba, ciertamente, la belleza literaria de la obra, que, sin la vitalidad ‘agonística’ que supo insuflarle Platón, corría el riesgo de convertirse en un árido tratado de carácter doctrinal, con brotes más bien ocasionales de cierta calidad dramática (baste remitir, como muestra, al postizo apóstrofe que dirige Cota a Veleyo en Nat. I 113: adnuere te video; puede compararse Varrón, Ling. Lat. V 57). Es algo que una revisión detenida por parte del autor habría podido evitar, al paliar la escasa elaboración que ofrecen algunos de sus diálogos 46 (como se reconoce, implícitamente, al inicio del De fato), o al eliminar, por ejemplo, la ruptura de la ficción dramática que producen insertos del tipo ut supra dixi, característicos de la lengua escrita (cf., por ejemplo, Nat. II 65, III 59). No obstante, tampoco se le han de negar a Cicerón algunos méritos en el difícil arte del diálogo, como su notoria habilidad en el retrato de caracteres (el de Veleyo, el de Cota, el de Balbo, el de Quinto o el del propio autor, en el caso de nuestras obras), presentados siempre según su conveniencia literaria 47 , o como su destreza para introducir una pluralidad de perspectivas que aumentaba la expresividad y la eficacia dialéctica —casi forense— de las disputationes. También cabe aludir, en este sentido, a las abundantes pinceladas cómicas —e incluso irónicas— que aparecen en estos tratados 48 , las cuales constituyen uno de los rasgos más característicos del estilo empleado por el autor (en cuya obra, por lo demás, se critica a Epicuro en varias ocasiones por su falta de sentido del humor —cf., por ejemplo, Nat. II 46, 74—, mientras que se alaba a Demócrito, precisamente por lo contrario [Div. II 30]). Muchas de estas veladas alusiones humorísticas —al igual que otras tantas de carácter propiamente filosófico— nos pasan hoy, con toda seguridad, inadvertidas.

En cuanto a la recepción de estas obras, baste destacar que los diálogos filosóficos ciceronianos parecen haber ido dirigidos sobre todo —al menos inicialmente— a un público culto pero amplio, es decir, a la urbanitas romana de finales de la república, interesada en los temas tratados (en cuanto que también estaba amenazada, a juicio de Cicerón, por la crisis de la pietas, por la superstición, etc.) y capaz de comprender el arriesgado compromiso literario asumido por el autor 49 . Su recreación del género dialógico sirvió de modelo formal para buena parte de la literatura filosófica posterior, tanto antigua, como tardoantigua y medieval 50 . Cabe recordar a este respecto que las obras teológicas de Cicerón, integradas en el tradicionalmente llamado ‘corpus de Leiden’ 51 , fueron apreciadas desde muy temprano, como demuestra el amplio conocimiento que tenía de ellas un erudito como Hadoardo, en pleno siglo IX (plasmado en sus ex cerpta del Vat. Regin. Lat. 1762) 52 , o un humanista de la talla de Petrarca en el XIV .

Respecto a la pervivencia de estos tratados en España, baste decir, con carácter general, que, frente a lo que cabría esperar en un principio y pese a la existencia de reminiscencias literarias significativas a partir del siglo XIV , no parecen haber suscitado un especial interés entre nosotros en ningún momento, limitándose su presencia a una serie de citas breves, dispersas y, a menudo, de puro acarreo, resultado del despojo de los más variados centones medievales. Una de las causas más importantes de este cierto desdén pudo ser, a nuestro juicio, la dificultad ideológica que todavía entrañaba, por diversas razones, el empleo doctrinal y literario de esta parte de la filosofía escrita por Cicerón, pese al calculado ‘revival’ de tales fuentes paganas que habían alentado algunos humanistas 53 .

4. Filosofía y religión

Los tratados De natura deorum, De divinatione y De fato se hallan íntimamente relacionados entre sí 54 . Concebidos como una trilogía (cf. Div. II 3), configuran la llamada ‘teología’ ciceroniana, en cuanto que se dedican a analizar, sobre todo, el problema que entraña la definición de la divinidad, así como el que supone delimitar la relación existente entre ésta y los hombres (siempre determinada de manera decisiva, en el ámbito romano, por la mediación que representaban, en cada momento histórico, el Estado y sus instituciones) 55 . Pese a su reducida extensión, la unión de los tres tratados constituye una pequeña enciclopedia del pensamiento filosófico y religioso de la antigüedad, un tesoro casi perdido cuyas exiguas reliquias pueden conocerse hoy, aunque sólo sea en cierta medida, gracias al testimonio de recopilaciones como la que Cicerón confeccionó, no tanto desde la perspectiva del anticuario —más acorde con el temperamento de un Varrón—, como desde la del estadista romano, culto e interesado por la relación existente entre filosofía y religión, así como por la proyección política y social de ambos dominios en el seno del Estado 56 .

Cicerón escribe sus obras en un momento de profunda transformación social, casi de convulsión. La religión romana tradicional —una superposición de estratos de muy diversa cronología, ya fosilizados en muchos casos (es significativa al respecto, por ejemplo, la mención del iuges auspicium que se recoge en Div. II 77)— experimentaba una descomposición evidente 57 , y la práctica cultual y ritual reflejaba con mayor fidelidad los entresijos del interés político que las creencias íntimas de una población como la romana, instruida, urbana, y cuya mentalidad nada tenía ya de arcaica 58 . En ese panorama de cambio ha de inscribirse la vigorosa irrupción de nuevos cultos y de nuevas supersticiones que Roma sufría por entonces, como consecuencia natural de su expansión por todo el Mediterráneo. Fue una época de ansiedad e incertidumbre (bien reflejadas, por ejemplo, en Div. II 83, 86, 149) 59 , ante las cuales se produjeron muy diversas reacciones en el ámbito literario. Entre ellas cabe destacar la de Varrón (cuyas Antiquitates rerum divinarum, dedicadas a César, conoció a buen seguro nuestro autor 60 ), la del pitagórico Nigidio Fígulo (en un tratado De dis, no conservado) o la del propio Cicerón, por no mencionar la original propuesta de Lucrecio, que, en realidad, partía de un trasfondo ideológico coincidente en cierto sentido con el de los autores antes citados. Tales iniciativas, muy distintas entre sí, respondían a un mismo desafío filosófico, y muestran el elevado nivel de especulación al que se había logrado llegar en la época, gracias, sobre todo, al interés que habían ido suscitando los planteamientos estoicos en materia teológica 61 . El intenso debate teórico reflejaba en el fondo la crisis final de un sistema y, asimismo, el inicio de una nueva sensibilidad, sobre la que el cristianismo había de arraigar con fuerza —y, como es natural, en todas sus dimensiones— no mucho después.

Conviene destacar al respecto que, pese a la intención política que, a buen seguro, alimentaba la erudición de estos autores romanos del siglo I a. C., sus propuestas trascendían el mero interés social; es decir, rebasaban la perspectiva externa, esencial en la religión romana, invadiendo también —y con idéntica legitimidad— el terreno de la religiosidad subjetiva. Es el caso, por ejemplo, de estas obras ciceronianas. En ellas no se ignora, en ningún momento, la dimensión política y social —moral, en el fondo— de una práctica religiosa basada tradicionalmente en el concepto de pietas 62 , pero tampoco se olvida la dimensión subjetiva o personal de esa misma práctica, un nivel de pensamiento que sería erróneo identificar con la superstitio denunciada por Cicerón (cf., por ejemplo, Nat. II 71), y que era el que promovía en última instancia, desde la propia sociedad, muchas de las transformaciones y redistribuciones que el sistema experimentaba.

Cicerón, como tantos filósofos griegos que le precedieron y como la mayoría de sus contemporáneos, no cree en una teología ‘poética’ o ‘civil’ que a nadie podía ya satisfacer 63 , e indaga en un concepto de religio basado sobre criterios distintos, es decir, fundado en la naturaleza (natura) — capaz de revelar, por sí misma, la existencia de una divinidad con la que incluso tiende a identificarse (cf. Nat. I 2, II 5, 81-82)— y basado también en la razón (ratio), único recurso frente a los absurdos de la costumbre (consuetudo) y frente al deterioro social que producía —pese a la existencia de una creciente inquietud religiosa (Nat. II 5)— el también creciente abandono del culto tradicional (cf., por ejemplo, Nat. I 83 y I 3-4, respectivamente) 64 . Cicerón pretendía mostrar, en última instancia, que la divinidad también podía ser objeto de estudio filosófico 65 , y, asimismo, que la superioridad en materia religiosa que, a su entender, ostentaba Roma frente a los griegos, como base del poder del Estado (cf. Leyes II 69; Harusp. resp. 19; Nat. II 8 y, con carácter general, POLIBIO VI 56, 6-12), no debía —ni podía— sustentarse sobre la falsedad y el engaño (cf. Nat. I 3; II 5, 9, 70; III 53) 66 . De ahí que en su obra se pregunte, sobre todo, por la verdadera definición de la divinidad (quid aut quale sit deus, según afirma Cota en Nat. I 60) y por la posible actuación real de ésta sobre la vida humana, entre otros muchos temas (cf. Nat. I 14).

Según hemos indicado, resulta difícil concretar la adscripción filosófica ciceroniana, que no basta con tildar de ‘académica’ y que, probablemente, experimentó una cierta evolución con el paso del tiempo (avanzando hacia una posición de corte más escéptico, según parece sugerirse en Nat. I 6). Pero no resulta menos arriesgado pretender averiguar la auténtica naturaleza del sentimiento religioso de Cicerón, sobre todo si se toman como único punto de apoyo las opiniones expresadas en estos tratados, por boca de unos personajes literarios y, además, en el estrecho marco de unas obras concebidas y escritas para su posterior divulgación 67 . Se ha criticado con frecuencia el carácter aparentemente superficial de la religiosidad de Cicerón, así como su manifiesto pragmatismo, tendente a concebir la religión como un instrumento que funda el Estado y que actúa en beneficio de éste (rei publicae causa; cf. Div. II 75) 68 . Se olvida así, en cierto modo, la intención principal de su obra, expresada sobre todo en sus propios prólogos (Nat. I 1-14; Div. I 1-7) y que no parece haber sido en ningún momento la de confesar pública y pormenorizadamente un ideario personal (quid quaque de re ipsi sentiamus, según Nat. I 10), sino la de recabar información y doctrina para sus conciudadanos, actuando en consonancia con la generosidad intelectual que el autor preconizaba (Del supremo bien y del supremo mal III 65-66) y con el fin —podemos añadir— de rescatar, de preservar y hasta de mejorar lo poco que todavía quedaba del antiguo sistema, aquel que, mediante el respeto hacia un razonable mos maiorum, había sido para los romanos, durante siglos, garante del orden republicano y soporte eficaz de una civilización floreciente.

5. «Sobre la naturaleza de los dioses». Datación

Cicerón escribió su tratado Sobre la naturaleza de los dioses entre los meses de agosto y noviembre del año 45, una vez concluida la redacción de los Academici libri, del De finibus y de las Tusculanae disputationes, si bien trabajaba en el tema al menos desde junio de ese mismo año 69 . El título de la obra, De natura deorum, preferible por varias razones al de De deorum natura que ofrece parte de la tradición 70 , se correspondía, básicamente, con el Perì theôn habitual en la literatura filosófica griega relacionada con el tema (Protágoras, Posidonio, etc.), y, además, evitaba las ambigüedades respecto al contenido que habría podido suscitar un título como el de De dis (Sobre los dioses). El término natura, que traducimos por ‘naturaleza’, abarca en realidad varios significados (‘manera de ser’, ‘carácter’, ‘condición’), en cuanto que remeda, en cierto modo, el amplio espectro semántico que ofrece el gr. phýsis en el ámbito de la literatura filosófica.

6. Estructura, contenido y fuentes

Este tratado, que probablemente alcanzó ya cierta difusión en vida del autor 71 , presenta una sencilla dedicatoria a su amigo Marco Junio Bruto (I 1), interlocutor y destinatario del Brutus (46), y a quien Cicerón ya había dedicado también el Orator, el De finibus y las Tusculanae disputationes 72 . El prólogo de la obra (I 1-14) presenta ciertas similitudes con el que ofrece el segundo libro del Sobre los deberes (II 2-8), lo cual ha hecho pensar en la posibilidad de que el autor lo elaborase recurriendo a su conocido repertorio de prólogos (volumen prooemiorum), en el que se habría inspirado para la redacción de ambos 73 .

De acuerdo con el modelo dialógico seguido por Cicerón, de inspiración aristotélica en esta época, el De natura deorum está constituido, en realidad, por una sucesión de cuatro monólogos extensos (el de Gayo Veleyo y el de Gayo Aurelio Cota en el libro primero, el de Quinto Lucilio Balbo en el segundo, y el de Cota, que interviene así por segunda vez, en el tercero), a los que tan sólo aportan cierta variedad retórica los esporádicos apóstrofes de los respectivos interlocutores (destacan al respecto los breves intercambios que se establecen en I 15-17, II 1-3 y III 1-19, 65, como introducción al diálogo propiamente dicho, al igual que la escueta conclusión que se ofrece en III 94-95) y también las citas poéticas que, con bastante profusión, aparecen diseminadas en la obra. La acción transcurre en una villa propiedad de Gayo Aurelio Cota (I 15) y la ficción dramática parece poder situarse entre los años 77 y 75 74 , distanciamiento temporal mediante el que Cicerón, que escribe a mediados del 45, evitaba entrar en polémica con sus contemporáneos acerca de un tema tan delicado en esos momentos —según se apunta en diferentes lugares (cf., por ejemplo, Nat. I 61; Div. II 28)— como era el religioso 75 .

Los interlocutores retratados en el diálogo reflejan personalidades muy marcadas y muy diversas entre sí, y ofrecen sus doctrinas en un tono acorde con el carácter ideológico de sus respectivas escuelas. Veleyo, con la fanfarronería y la sumisión al maestro propias de un epicúreo militante 76 , expone en I 18-56 los principios característicos de su ideario, basado esencialmente en el atomismo de origen democríteo (sus opiniones, no obstante, se hallan recogidas propiamente en tan sólo unos cuantos parágrafos: I 43-56). Cota, desde la aparente mesura característica de la parte académica y con un talante de notable escepticismo (no exento, sin embargo, de cierto afán de polémica: cf. Div. I 8), hace lo propio criticando las teorías de Veleyo (I 57-124) 77 y las del estoico Balbo (libro III). La intervención de Balbo —que es la más larga, y, probablemente, la más árida y prolija de todas— ocupa el libro segundo casi por entero; en ella se desarrollan las teorías estoicas acerca de la divinidad y del reflejo de ésta en el orden cósmico, expuestas con todo el entusiasmo que caracterizaba a los adeptos de su escuela (y, en el caso de Lucilio Balbo, incluso con algún destello personal de estilo más o menos lírico, como se observa, por ejemplo, en II 98-101, 148, 151-153) 78 . Cicerón interviene al principio de la obra, presentándose a sí mismo como un oyente imparcial, pese a su condición de académico (I 17), y vuelve a aparecer cuando el diálogo concluye, decantándose en su valoración —un tanto paradójicamente— por la disputatio de Balbo, es decir, por la tesis estoica, que es la que resulta, a su juicio, ‘más próxima a lo verosímil’ (ad veritatis similitudinem... propensior, según se indica en III 95; véase, asimismo, Div. I 9) 79 .

Se han señalado con frecuencia algunos defectos de composición de los que adolece este tratado, como el hecho, por ejemplo, de que, pese a lo indicado en II 73 (velut a te ipso hesterno die dictumst) y en III 18 (quae a te nudius tertius dicta sunt), el diálogo parece producirse, en realidad, en el transcurso de un solo día, sin interrupciones, hasta la caída de la noche (quoniam advesperascit; cf. III 94) 80 . Se observan, como resulta habitual en nuestro autor, ligeros anacronismos (cf., por ejemplo, II 49, donde Balbo alude al nuevo calendario juliano, casi recién adoptado en el momento de redactarse la obra, III 49) y algunos descuidos de carácter expresivo y estilístico 81 . Cabe destacar, asimismo, la presencia de algunas digresiones extensas y, en cierto modo, autónomas, como el repertorio doxográfico de I 25-41 (opiniones filosóficas acerca de la naturaleza divina, a partir de Tales de Mileto, a las que se añaden un par de capítulos, referentes a los poetas, en 42-43), la citación de los poemas de Arato que se recoge en II 104-114 (sus Phaenomena se citan, asimismo, en II 159 y en Div. I 13-15), o el largo excurso mitográfico de III 42-60.

Entre estas digresiones llaman la atención, por su singularidad, los diez parágrafos en los que el personaje de Balbo recita parte de la traducción realizada por el joven Cicerón de los Fenómenos de Arato 82 . La traducción de esta obra de la literatura helenística, de honda inspiración estoica y que fue muy estimada siempre en Roma (con la excepción quizá de Quintiliano) 83 , parece haberse realizado en torno al año 90, cuando su artífice tenía 17 años o pocos más (admodum adulescentulus, según Nat. II 104). Es muy probable que Cicerón tradujese por entonces la totalidad de los Aratea, y resulta dudosa la existencia de una segunda versión ciceroniana, realizada, supuestamente, hacia junio del año 60 (cf. Cartas a Ático II 1, 11), pese a lo que parecen sugerir las divergencias textuales existentes entre la tradición manuscrita directa de la obra y la de carácter indirecto 84 . Según suele reconocerse hoy, la versión ciceroniana del original de Arato es relativamente ajustada por lo general, aunque el autor —aficionado al tema, más que experto en él 85 — se permita todas las licencias inherentes a su manera de concebir la traducción del griego: introduce glosas para sus lectores romanos, suprime algunos versos, abrevia o amplifica otros, etc. 86 . Gracias a estas extensas citas podemos saber hoy cómo fueron las primeras producciones poéticas de nuestro autor, las cuales fueron denostadas tradicionalmente —al igual que las que escribió con posterioridad— por su falta de estro (cf. Séneca, Controv. III, praef. 8; Tácito, De oratoribus 21, 6; Marcial II 89, 3-4; Plutarco, Cic. 40, 3), pero que no por ello carecen de interés. Reflejan su primera etapa creadora, precursora, en cierto modo, de la obra de aquellos poetae novi o ‘neotéricos’ a los que Cicerón parece repudiar —aunque sea de una manera bastante vaga— más adelante (cf., respectivamente, Or. 161; Cartas a Ático VII 2, 1; en el caso de nuestras obras, véase Div. II 133, a propósito de Euforión de Calcis). Se trata de una poesía erudita, de cierto corte alejandrino, bien distinta de la que practicará en su periodo de madurez (c. 60-50), caracterizado por el gusto por Enio y la poesía épica helenística 87 .

El problema de las fuentes usadas por Cicerón para la redacción del De natura deorum ha sido ampliamente debatido 88 . Subsisten todavía grandes dudas respecto a la fuente epicúrea concreta que utilizó para elaborar la intervención de Veleyo, si bien se considera que pudo tratarse del De pietate de Filodemo, o de una obra similar a ésta y de la que bebieron ambos autores. La extensa refutación de Cota (I 57-124) parece contener elementos propios de la Academia (Carnéades, a través de su discípulo Clitómaco) y también de la obra de Posidonio 89 . En el libro segundo cabe distinguir algunas secciones de creación puramente ciceroniana (selección de exempla romanos, citas poéticas de autores latinos arcaicos, etc.) y otras que pudieron inspirarse en los cinco libros Sobre los dioses (Perì the n) de Posidonio, así como en las obras — no conservadas, desgraciadamente, salvo de manera fragmentaria— de Panecio, Antioco, etc. 90 . En el libro tercero se contiene, sobre todo, material procedente de Carnéades, tomado a través de Clitómaco (como invita a pensar la alusión a Cartago, patria de este último filósofo, que se halla en III 91) o bien a través del discípulo de éste, Filón, así como material procedente de la obra del estoico Posidonio 91 .

7. Pervivencia y transmisión textual

La pervivencia del De natura deorum en la literatura occidental ha sido considerable desde finales de la antigüedad hasta el periodo humanístico, como cabía esperar de una obra fundamental para el conocimiento de la filosofía y de la religión antiguas 92 . Prácticamente desde su publicación debieron de abundar las citas literales, las imitaciones y los excerpta de la obra, de modo que su presencia puede documentarse en muy numerosos autores 93 . El tratado se difundió ampliamente a partir del siglo III , entre los padres de la apologética cristiana (Tertuliano, Minucio Félix, Arnobio, S. Ambrosio, S. Agustín, S. Jerónimo, etc.), quienes creyeron ver en Cicerón —cuyas ideas parecen encontrarse muy próximas, en ocasiones, a la concepción estoica de la divinidad— a un vigoroso detractor del politeísmo pagano. Cabe destacar muy especialmente la lectura del De natura deorum realizada durante la segunda mitad del s. III por Lactancio, el ‘Cicerón cristiano’ 94 , a quien debemos, además, la mayoría de los fragmentos conservados del mutilado libro tercero (cf. III 65) 95 .

Entre los autores que manejaron la obra durante épocas posteriores cabe destacar a Hadoardo (s. IX ), Pedro Abelardo, Sto. Tomás de Aquino, Juan de Salisbury, Bacon, Petrarca, Boccacio, Bruni o el propio Erasmo. Por supuesto, la lectura que se practica del De natura deorum durante la época humanística varía de manera considerable según los autores, interesados unas veces en la obra ciceroniana como tal (en cuyo libro segundo, por ejemplo, aparecen reflejadas muchas de las cuestiones relacionadas con un tema tan relevante por entonces como el de la dignitas hominis 96 ), y otras veces en su mero trasfondo filosófico, de gran utilidad para la ilustración de cualquier discusión teológica, así como para la reivindicación neopagana —e incluso cristiana— de doctrinas tan remotas ya como, por ejemplo, la epicúrea 97 .

Como ya hemos indicado anteriormente, esta obra no parece haber tenido excesiva fortuna en España. Aunque es posible que el texto se hallase en nuestra península desde época muy antigua, como podría sugerir —aunque no necesariamente— alguna alusión isidoriana, no fue copiado con gran profusión, ni dejó huellas muy significativas en nuestras letras. No obstante, se documentan menciones de cierto interés entre los siglos XIV y XVI , en autores como Juan Fernández de Heredia, Juan García de Castrojeriz (en su traducción glosada del De regimine principum de Egidio Romano), Francesc Eiximenis, Enrique de Villena, Alfonso de Cartagena, Juan Luis Vives, Fr. Antonio de Guevara, Huarte de San Juan, Fray Luis de Granada, etcétera 98 .

Un repertorio de los manuscritos que transmiten la obra, a partir del siglo IX , puede consultarse en A. S. Pease, Nat., págs. 61-85 99 . Este mismo autor ofrece un stemma codicum, basado en el propuesto anteriormente por J. B. Mayor 100 , así como una relación bastante exhaustiva de ediciones impresas (págs. 88-103), desde la romana de 1471 (editio princeps de las obras filosóficas de Cicerón 101 ). Entre estas ediciones cabe destacar la de J. B. Mayor, en la que se inspira Pease 102 , y la de O. Plasberg (fasc. II de la ed. maior, publicada en Leipzig, 1908-1911; la ed. minor data de 1917), revisada en 1933 por W. Ax, quien corrigió el texto en algunos lugares y le añadió un extenso apéndice al aparato crítico (cf. M. Tulli Ciceronis scripta quae manserunt omnia. Fasc. 45: De natura deorum; post O. Plasberg edidit W. Ax; editio stereotypa editionis secundae [MCMXXXIII ], Stuttgart, Teubner, 1980 [1933; res. H. Rackham, Class. Rev. 47, 1933, pág. 242; R. Philippson, Philologische Wochenschrift 54, 1934, cols. 186-193]; el apéndice añadido por Ax se encuentra en las págs. 161-217). Esta edición teubneriana, algo conservadora desde el punto de vista textual, en la medida en que deja numerosos lugares sin resolver, es la que nosotros hemos seguido como base para nuestra traducción (con las escasas excepciones que se indican algo más adelante).

8. Nuestra traducción

Interpretar los textos filosóficos de Cicerón no resulta una tarea fácil, ni siquiera cuando el traductor se ha propuesto, como en este caso, la aplicación sistemática de una serie de criterios que le guíen en su labor: cada problema es particular y la aplicación de tales criterios —sembrada, a veces, de dudas y de vacilaciones (pánta rheî )— requiere, a cada paso, una buena dosis de flexibilidad 103 . Hemos optado por ofrecer lo que suele denominarse escolarmente una traducción ‘literal’, es decir, por ajustamos en la medida de lo posible a la letra del texto, pese a que el estilo que exhibe el Cicerón de estas obras —retórico, y de muy escasa belleza en ocasiones— nos ha obligado con frecuencia a aliviar la dureza del original para acercarlo a nuestros usos, tanto en el orden sintáctico como en el puramente estilístico 104 . Hemos procurado, por tanto, que la pretendida literalidad de nuestra traducción no impidiera una lectura fluida, procediendo para ello sin rigidez, buscando la expresión fiel pero no demasiado extraña, y permitiéndonos las licencias —pequeños tibicines a veces— que nos parecían necesarias en cada momento.

Así, hemos intentado evitar las repeticiones más tediosas del original, trasladar al sistema español las referencias deícticas latinas (no siempre coincidentes con las nuestras 105 ), mitigar la versión de correlaciones y de yuxtaposiciones, sustituir pasivas por activas, elegir entre singular y plural de acuerdo con los usos más habituales del español, atenuar correspondencias temporales e, igualmente, órdenes de palabras que resultan forzados en nuestra lengua (casos destacables en este sentido podrían ser, por ejemplo, las secuencias que aparecen en Nat. I 3, 53, 116, etc.) Se han incorporado breves perífrasis cuando parecían imprescindibles 106 , y, como es lógico, se ha admitido en ocasiones —pese a lo difícil y controvertido del terreno— cierta libertad de puntuación respecto al texto propuesto por los editores. Hemos asumido la existencia de polisemia (sobre todo en términos como natura, ratio 107 , res, sensus, vis, etc.) y de sinonimia 108 , y hemos procurado evitar la inconcinidad léxica, aunque el resultado de nuestro empeño sólo queda reflejado, finalmente, en los casos de mayor relevancia semántica, ya que, en los demás, el esfuerzo nos parecía baldío e incluso apenas justificable desde un punto de vista teórico. Hemos considerado a menudo varias soluciones para cada problema. La opción elegida, que consiste, por lo general, en reforzar un matiz semántico frente a otro, casi nunca es satisfactoria, ya que unas veces obliga a despreciar un rasgo del texto latino y, otras veces, a descartar una versión española más ágil pero menos fiel.

Naturalmente, ha revestido especial dificultad la traducción de algunos conceptos filosóficos recurrentes por su importancia, así como la de los abundantes textos poéticos que aparecen en estos tratados (cuya referencia se recoge en el índice de autores y pasajes citados), ya sean de creación ciceroniana, traducciones del griego (como los versos tomados de Arato 109 ) o cita de los poetas romanos arcaicos (Enio, Cecilio Estacio, Pacuvio, Acio, etc.) 110 .

No es preciso añadir que en estas obras aparece tratada una infinidad de problemas (filosóficos y no filosóficos), a veces muy complejos, ante los cuales resulta inevitable el temor a incurrir en ese falsum sentire que tan duramente reprende Cicerón al inicio de su De natura deorum (I 1). También es cierto que darles una solución siempre acertada exigiría del traductor una formidable Latinitas, así como una competencia filológica —casi polymathía — tan extraordinaria y difícil de adquirir, que, caso de pretenderla, la publicación podría demorarse —según diría el propio Cicerón— ‘hasta el parto de la muía’ (Div . I 36, II 49). Confiamos, en cualquier caso, en que el número final de aciertos sea mayor que el de quisquillas y errores (quis est enim, qui totum diem iaculans non aliquando conliniet?, como se apunta en Div. II 121). Hemos procurado dejar para otro lugar todas aquellas cuestiones que requieren mayor espacio (deúterai phrontídes) y también hemos evitado ahondar en las que pueden considerarse más polémicas y opinables, así como en aquellas reflexiones que responden a un interés exclusivamente filológico, histórico o filosófico-religioso.

Pese al carácter de la obra, que requiere para su lectura abundantes notas explicativas, hemos optado —siguiendo los criterios de la Biblioteca Clásica Gredos— por una anotación breve, restringida a la explicación prosopográfica, a la aclaración de algunos realia y a la indicación de loci similes en general (con atención preferente a Cicerón y, en la medida de lo posible, a sus fuentes, y no tanto a los autores posteriores). Para la mención de bibliografía, que, como es natural, no puede dar cuenta detallada de los muchos temas tratados en las obras, hemos intentado seguir el mismo proceder, procurando que ésta fuera, pese a su brevedad, suficientemente informativa; aun así, muchos títulos de interés han tenido que quedar fuera (generalmente antiguos, en la idea de que las contribuciones más recientes proporcionan, al menos, su referencia). Se ha reducido en lo posible, asimismo, el número de referencias cruzadas, limitándolo a las que se han considerado indispensables o especialmente significativas para poner de manifiesto la gran afinidad de contenidos existente entre los tratados traducidos. Por comodidad, las referencias a las obras ciceronianas que constan de más de un libro comprenden tan sólo libro y parágrafo (en numeración romana y cifra árabe, respectivamente), prescindiendo de la indicación de capítulo 111 .

Hemos procurado, en fin, que nuestro texto de base —sin resolver en algunos lugares— resulte legible en la medida de lo posible. Para ello hemos elegido variantes allí donde los editores teubnerianos prefieren la crux o señalan la existencia de una laguna breve que admite restitución más o menos plausible 112 . Como es natural, se ha omitido cualquier discusión pormenorizada acerca de los numerosos problemas crítico-textuales que ofrece el texto.

No queremos terminar esta breve introducción sin hacer referencia al servicio que nos han prestado contribuciones como las de Pease, Timpanaro y otros tantos estudiosos (et dicti et humanitatis), sin cuyo trabajo habría sido mucho más difícil e imperfecto el nuestro. Buena parte de la bibliografía menos accesible hemos podido consultarla en la admirable y generosa biblioteca del Instituto de Filología Clásica de la Universidad Libre de Berlín. Debemos dar las gracias, asimismo, a algunas personas de nuestro entorno más cercano: a Ángel Lahoz, que ha leído nuestro original con su natural esmero, y a Antonio Moreno, que nos ha hecho gran número de sugerencias en el curso de su revisión, todas ellas de gran utilidad. Gracias, finalmente, a José Javier Iso, por su magisterio y por su confianza, a mis padres, por su comprensión, y a mi mujer, Elena, optimae parti mei, por su presencia diaria.

Sobre la naturaleza de los dioses

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